A la mañana siguiente, tal y como se temía, la llegada del maestrescuela no se hizo esperar. Se le notaba enojado y bastante inquieto, y lo peor de todo, para Rojas, era que no se molestaba en disimularlo, ni siquiera cuando vio el lamentable estado en el que se encontraba.
—¿Qué significan esos rumores que he oído por ahí? —preguntó, nada más entrar en su celda.
—No sé muy bien a qué os referís.
—De sobra lo imagináis —replicó el maestrescuela—. Algunos de vuestros compañeros han venido a decirme que esta madrugada, cuando os encontraron en un estado tan lamentable, habíais pedido insistentemente que me llamaran. Pues bien, aquí estoy. ¿En qué os puedo servir?
—No sé qué os habrán contado, pero os aseguro que ayer fui víctima de un secuestro y de diversas agresiones.
—¿Qué queréis decir? —inquirió, sorprendido, el maestrescuela.
—Que fui atacado por unos desconocidos y retenido contra mi voluntad, durante varias horas, en un sótano bastante lóbrego. Por último, tengo la sensación de que, antes de ser puesto en libertad, fui golpeado por mis guardianes cerca de la puerta del Colegio.
—¿Y cómo explicáis ese pestilente olor a vino que aún desprendéis?
—Debieron de obligarme a beberlo; seguramente, no ofrecí resistencia, pues tenía una sed enorme, después de tanto tiempo encerrado. Es posible, incluso, que en el vino pusieran algún veneno, pues hay cosas que no recuerdo bien.
—Suele pasar —repuso el maestrescuela con algo de sarcasmo— cuando uno se emborracha de esa manera.
—Ya veo que os obstináis en no creerme. Pero ¿qué me decís de estas marcas o de este enorme chichón? —preguntó Rojas, mostrando sus muñecas y haciéndose palpar la nuca—. ¿O de todos estos cardenales y heridas? —añadió, levantándose la camisa hasta el pecho.
—Probablemente, os habréis visto envuelto en alguna pelea por ahí u os habréis caído varias veces de camino a casa. Hace un momento, he hablado con varios colegiales —le explicó—, y todos me dicen que os habéis hecho asiduo de tabernas, mesones y garitos.
—Eso no es verdad —rechazó Rojas, tajante.
—¿Estáis seguro de que es así? —preguntó, con desconfianza, el maestrescuela.
—Lo cierto es que he visitado alguna taberna y algún garito —reconoció—, pero siempre ha sido con motivo de mis pesquisas. ¿Cómo, si no, voy a descubrir al que mató a don Diego de Madrigal? Son algunas de las exigencias del trabajo que vos mismo me habéis encomendado.
—¿Y os he mandado yo que bebáis vino sin tasa o que juguéis a los naipes? ¿Es en eso en lo que os habéis gastado todo el dinero que os di?
—El dinero ha sido utilizado para sacar de la cárcel al muchacho que encontró el primer cadáver —explicó Rojas, ofendido—, cuya ayuda me está siendo de gran utilidad. También he tenido que pagar alguna información…
—Espero que, cuando todo esto termine, me hagáis un informe detallado de los gastos. Ahora, lo único que quiero es que me contéis lo que sucedió ayer.
—Por la tarde, cuando empezó a caer la nieve, descubrí por casualidad que se había producido otro crimen en el convento de Santa Úrsula.
—¡¿Otro crimen?! ¿Y por qué no me habíais comunicado nada?
—Ya os he dicho que fui atacado y secuestrado, cuando intentaba trasladar el cadáver…
—¿Por el homicida?
—Si no dejáis de interrumpir, no podré terminar.
—Está bien; no os interrumpiré más —aceptó el maestrescuela.
Rojas le refirió, por fin, todo lo que había sucedido, al menos tal y como lo recordaba. Mientras lo hacía, él mismo se dio cuenta de que su historia era cada vez más extraña y contenía muchas lagunas.
—Entonces, ¿queréis hacerme creer que habéis perdido el cadáver? —preguntó el maestrescuela cuando concluyó.
—Así es. Pero, en mi defensa, debo argüir que eran muchos los atacantes, y todos bien armados, por lo que nada pude hacer para impedirlo.
—Eso no habría ocurrido si me hubierais avisado antes de mover el cadáver, como era vuestra obligación.
—Si me adelanté a trasladarlo, con la ayuda de un carretero, fue para evitar que las demás monjas lo vieran, y, de paso, poder examinarlo cuanto antes en el Hospital del Estudio.
—¿Y qué más me decís de ese anciano loco, el que veía en esa muerte la mano de Dios? —inquirió el maestrescuela.
—Según me han dicho, se trata de un agustino que, hace ya tiempo, fue expulsado de su orden y que, en la actualidad, tiene su refugio en el convento de San Francisco. A simple vista, actúa como un loco, pero parece saber bastante del asunto.
—¿Y creéis vos que es verdad lo que dice de don Alonso de Fonseca y Acevedo?
—A juzgar por lo que ha pasado luego, no me extrañaría; de hecho, tengo la impresión de que es la gente del arzobispo la que está detrás de mi secuestro y de la desaparición del cadáver.
—¿Sois consciente de lo que decís?
—Naturalmente es sólo una conjetura —reconoció Rojas—. Antes de darla por buena, tendré que comprobar si estoy en lo cierto.
—Para ello, lo más importante es que descubráis el cuerpo del delito. Un cadáver no puede desaparecer así como así; alguien más tiene que haberlo visto en alguna parte. Por cierto, si volvéis a encontrar por ahí a ese extraño profeta, avisadme cuanto antes. Me gustaría interrogarlo personalmente.
—Contad con ello —aseguró Rojas—. Ya os he dicho que tiene su refugio en el convento de San Francisco.
—Y haced que un físico os mire esas heridas, no tienen buen aspecto —le aconsejó el maestrescuela, a modo de despedida—, independientemente de cómo os las hayáis causado —añadió con ironía.
En cuanto el maestrescuela abandonó el Colegio, Rojas se dirigió, raudo, al convento de Santa Úrsula. No es que esperara encontrar alguna huella de lo que había ocurrido allí en la tarde anterior. Pero tal vez in situ recordara algún detalle que había olvidado. Por desgracia, el convento estaba cerrado a cal y canto, y por el vecindario no se veía a nadie a quien preguntarle si había observado algo extraño. Estaba ya a punto de irse cuando descubrió que un perro estaba olisqueando con avidez en la nieve, como si, al fin, hubiera encontrado algo que llevarse a la boca. Intrigado, Rojas se acercó a él para ver de qué iba la cosa. El perro entonces se puso a escarbar y no tardó en hallar su presa bajo la nieve. A Rojas le costó mucho apartarlo del lugar antes de que diera buena cuenta de ella. Se trataba de un trozo de cartílago cubierto de piel. «Ya que no dispongo del cuerpo del delito, por lo menos podré mostrar un trozo de la nariz», pensó, mientras la envolvía en un pequeño lienzo, con el fin de guardarla en uno de los bolsillos del manto. Estimulado por el feliz hallazgo, siguió buscando aquí y allá, bajo la nieve, por si la suerte le deparaba alguna otra prueba, pero lo único que consiguió fue despertar los recelos de una vieja que pasaba por la calle, de vuelta del mercado de la plaza de San Martín.
Cansado de husmear, decidió darse una vuelta por el cercano convento de San Francisco. Allí preguntó por su amigo fray Germán, que estaba, como de costumbre, trabajando en la biblioteca.
—¡Pero si es mi amigo Fernando de Rojas! —exclamó éste al verlo en la puerta—. Decidme, ¿qué os trae por aquí? La última vez que nos vimos fue después de que salierais de la dichosa Cueva. En aquel momento no teníais muy buen aspecto, la verdad, pero no era tan malo como el de ahora.
—Lo cierto es que he dormido poco y que ayer tuve un percance. Pero no es nada grave, os lo aseguro.
—¿Y bien?
—Estaba por aquí cerca y se me ocurrió venir a saludaros. También quería saber —continuó— si conocéis a un tal fray Jerónimo.
—¿Os referís al fraile que expulsaron del convento de los agustinos?
—Ese mismo.
—¿Y por qué os interesa ese pobre infeliz?
—Como sabréis, ayer mataron a un estudiante en el convento de Santa Úrsula.
—Algo he oído, naturalmente —confirmó el fraile—. Lo que no imaginaba es que hubierais vuelto a las pesquisas.
—Ahora soy ayudante del maestrescuela del Estudio —le informó Rojas—. Pero ésa es otra historia. El caso es que yo andaba cerca del convento en el momento en el que la hermana portera descubrió el cadáver. Cuando me disponía a trasladarlo al Hospital del Estudio, el tal fray Jerónimo me aseguró que la víctima era un hijo del arzobispo de Santiago y que era un conocido saltaconventos. Le pregunté entonces a la monja, y ésta me contestó que el fraile estaba loco. Luego, traté de hablar con él, pero ya había desaparecido. Así que intenté averiguar si alguien lo conocía, y varios de los presentes me comentaron que se refugiaba en vuestro convento. Por eso estoy aquí.
—Os confieso que lo que me contáis me llena de zozobra e inquietud. No sé si sabéis que, hasta hace poco, el convento de Santa Úrsula ha estado bajo la jurisdicción de nuestra orden, dada su cercanía, pero la gran suntuosidad de las obras que en él se van a realizar y algunas reglas del mismo, contrarias a la austeridad impuesta por la reforma franciscana, han hecho que rechacemos esta vinculación.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Rojas, intrigado.
—Que el convento está ahora bajo la jurisdicción del arzobispado de Santiago, como quería don Alonso de Fonseca, sobrino de su fundadora —contestó el franciscano.
—Con lo que las palabras de fray Jerónimo, de ser ciertas —concluyó Rojas—, cobran todavía más gravedad.
—Eso me temo.
—Decidme, ¿qué pensáis de fray Jerónimo?
—Tan sólo sé que el prior de su convento lo echó a la calle, asegurando que había perdido el juicio. Según parece, tenía hartos a todos sus hermanos con la matraca de que estaba próximo el fin del mundo y otras muchas sandeces.
—¿Y en el tiempo que lleva aquí?
—Me da la impresión de que la cosa puede haber ido a más —reconoció el fraile—. Y luego están todas esas señales que dice haber visto.
—¿A qué señales os referís?
—Cada vez que hay una muerte violenta en Salamanca, viene diciendo que ha sido el Ángel del Abismo, enviado por Dios Nuestro Señor para prevenirnos de que el Juicio Final está próximo, cosas así. Por desgracia, hay bastantes fieles que se asustan con esas cosas. Recordad que el año 1500 está muy próximo y son muchos los que sitúan en él la llegada del fin del mundo.
—¿Y ahora dónde se encuentra?
—Cuando vino pidiendo asilo, enseguida nos dijo que no quería vivir dentro del convento, lo cual nos alegró, no os voy a engañar, pues los franciscanos somos muy celosos de nuestra tranquilidad. Así que le dejamos una especie de ermita que hay junto al huerto, donde vive a su manera y sin molestar a nadie. Por lo que he comprobado, suele pasarse varias semanas aletargado en su cubículo hasta que, de repente, se levanta una mañana con entusiasmo y se lanza a la calle a predicar el fin del mundo.
—¿Podría acercarme a hablar con él?
—Como ya habréis adivinado, tiene un carácter muy áspero, y es posible que no nos deje entrar.
—No me importa arriesgarme.
Fray Germán se echó encima su manto y condujo a Rojas hasta el huerto. Después de atravesarlo y de saltar una acequia, se adentraron por un angosto sendero entre los árboles que terminaba en una pequeña ermita hecha de adobe. Cuando llegaron, el fraile se adelantó para llamar.
—Fray Jerónimo, ¿estáis ahí? —preguntó mientras golpeaba la puerta.
—¿Quién me reclama? —gritó el hombre desde el interior.
—Soy fray Germán. Un amigo mío quiere saludaros.
—Ahora mismo estoy hablando con Dios —replicó el otro con aparente seriedad.
—Será sólo un momento. A Dios no creo que le importe hacer una pausa; él tiene todo el tiempo del mundo.
—Está bien. Os haré caso —concedió.
Cuando, tras abrir la puerta, fray Jerónimo descubrió a Rojas frente a la entrada de la ermita, hizo un gesto de contrariedad; de hecho, habría vuelto a cerrar de inmediato si fray Germán no se lo hubiera impedido.
—Os he dicho muchas veces —lo recriminó— que no deberíais ser tan descortés con las visitas, al menos mientras estéis dentro del recinto de este convento.
Fray Jerónimo no se inmutó.
—No sé si os acordáis de mí —comentó Rojas, por su parte—. Coincidimos ayer por la tarde a la entrada del convento de Santa Úrsula, cuando me disponía a trasladar el cadáver que apareció en el torno.
—No sé de qué me habláis —repuso fray Jerónimo con tono desabrido.
—Pero si vos mismo me dijisteis quién era la víctima y por qué la habían matado.
—Me temo que me tomáis por otro —rechazó el hombre con firmeza—; llevo ya varios días sin salir de la ermita.
—Vos sabéis que eso no es cierto —replicó Rojas, enojado.
—Si no dejáis de importunarme con vuestras insidias —lo amenazó fray Jerónimo—, me obligaréis a sellaros la boca con mi cayado.
—Creo que es mejor que nos vayamos —terció fray Germán, agarrando a Rojas por el brazo—. Y vos —añadió, dirigiéndose a fray Jerónimo—, quedad con Dios, que con los hombres de bien no sabéis cómo comportaros.
—Andad vos con el Diablo —replicó el otro, cerrando la puerta.
—Os ruego que no se lo tengáis en cuenta —le pidió fray Germán a su amigo—. Ya os advertí que esto podía pasar.
—Os confieso que estoy algo irritado —comentó Rojas con pesadumbre—. No puedo entender por qué se comporta así. Seguro que oculta algo.
—¿Y qué puede ocultar ese infeliz?
—Muy pronto lo sabremos —aseguró Rojas—. Por el momento, no deberíais dejar que salga a la calle. Encerradlo, si es preciso, con el pretexto de que hace mucho frío fuera. Ya habéis visto lo ligero de ropa que va.
—Se hará lo que se pueda —concedió el fraile—, pero la última palabra la tiene el prior.
Rojas estaba tan desconcertado con lo que le había sucedido que se fue a ver a fray Antonio. Como no estaba para saltar tapias, tuvo que aprovechar un descuido del portero para adentrarse sin permiso en el convento. Lo encontró en la farmacia, como había imaginado, intentando aleccionar a su futuro sucesor.
—Perdonadme que irrumpa así —se disculpó Rojas, desde la puerta—, pero requiero con urgencia de vuestros conocimientos médicos.
Tras despedir a su joven discípulo, que se marchó muy contento y aliviado, fray Antonio lo urgió a entrar.
—Pero, decidme, ¿qué os ha ocurrido?
—Un pequeño accidente —le contestó Rojas, mostrándole las heridas.
—Cualquiera diría que os ha atropellado una manada de toros.
—Algo parecido, la verdad.
Mientras fray Antonio lo examinaba y le limpiaba las heridas, Rojas le fue relatando lo que había sucedido el día anterior.
—Por lo que veo, las cosas se complican cada vez más. A partir de ahora, deberíais andar con mucho más cuidado. Podrían haberos matado.
—¿Observáis algo serio? —preguntó Rojas con aprensión.
—Esta vez habéis tenido suerte. Nada que no se cure con un poco de reposo y algunos remedios de mi cosecha.
—Acepto vuestros remedios, pero el reposo tendrá que esperar.
—Si no os cuidáis como es debido —le advirtió el fraile muy serio—, luego lo lamentaréis. Además, no creo que estéis en condiciones de salir a enfrentaros con esa gente. Me temo que lo que os han hecho es tan sólo un aviso.
—Sabéis tan bien como yo que no puedo dejarlo ahora.
—En mi opinión, debéis poner el caso en manos del maestrescuela; que sea él quien tome las decisiones y arriesgue el tipo, que para eso ostenta el cargo. Vos sois tan sólo un ayudante ocasional.
—¿Y reconocer así mi fracaso? Pensará que lo dejo por cobardía o porque me he echado a perder. De hecho, creo que ya no se fía de mí.
—Razón de más para que os quitéis de en medio y os lavéis las manos.
—Como Pilatos, ¿no es eso?
—Si es verdad que la última víctima es hijo de Alonso de Fonseca —le informó—, vais a veros envuelto en un serio conflicto.
—¿Qué sabéis vos del arzobispo de Santiago?
—Que es tan ambicioso y corrupto como Rodrigo Borgia, nuestro actual Papa —contestó en voz baja—, sólo que él no ha llegado tan lejos, pero no será por falta de ganas ni de facultades. ¿Habéis oído alguna vez eso de «Quien se fue de Sevilla, perdió su silla»? Pues es a él a quien se le atribuye. Y se lo dijo nada menos que a su tío, también llamado Alonso de Fonseca y, a la sazón, arzobispo de Sevilla. Según parece, éste había accedido a intercambiar con él sus respectivas sedes arzobispales, mientras el sobrino cumplía una sentencia de destierro que lo obligaba a abandonar Santiago por un escándalo en el que se había visto comprometido. Arreglado el asunto, cinco años después, el primero quiso volver a su arzobispado, pero el sobrino se negó. Éste le había cogido tanto gusto a la sede de Sevilla que, para recuperarla, su tío tuvo que recurrir a la fuerza y a la intervención del poder real. Si esto hizo con alguien de su sangre al que tanto debía, imaginaos lo que sería capaz de hacer con sus rivales y enemigos.
—Pero ¿tanto poder tiene en Salamanca?
—Más del que os podéis imaginar. Y poco importa que ahora esté lejos de ella; para eso están sus deudos y sirvientes, que lo ejercen en su nombre, cuando es necesario, y cuidan de sus intereses.
—¿Habéis oído hablar de sus hijos?
—Se sabe que tiene al menos dos con su barragana María de Ulloa, señora de Cambados, y algunos más que ha ido dejando por ahí. Pero, según he oído, hay uno por el que siente una gran debilidad. Confiemos en que no sea el que apareció muerto en el torno. La tan temida cólera de Dios no es nada al lado de la violencia que, en tales circunstancias, podría desatar un hombre tan colérico. Por eso, os aconsejo que abandonéis cuanto antes el campo de batalla.
—¿Y por qué motivo creéis que me secuestraron sus hombres?
—Probablemente, querían saber qué era lo que vos habíais averiguado, con el fin de hacerse ellos mismos cargo del asunto. Tal vez pensaran que teníais alguna idea de quién podía estar detrás de esa muerte. Si después os dejaron libre, es porque consideran que, en realidad, no sabéis más que ellos o porque creen que en la calle podéis serles de más utilidad para sus propósitos.
—¿Significa eso que ahora me tienen vigilado? —preguntó Rojas, inquieto.
—Lo más probable. De esta forma podrán saber, al mismo tiempo que vos, quién ha matado al hijo del arzobispo de Santiago, y no tardarán en ejecutarlo. Y también serán los primeros en enterarse —añadió— si descubrís algo suyo que no quieren que trascienda. Ya habéis visto lo que ha pasado con fray Jerónimo; seguramente, lo han amenazado para que no vuelva a hablar con vos del asunto. Eso indica que os habéis convertido en una molestia para Su Ilustrísima.
—¿Insinuáis acaso que podría ordenar matarme, llegado el momento?
—No me cabe ninguna duda, salvo que podáis serle de alguna otra utilidad.
—Pero yo no puedo quedarme con los brazos cruzados. Sería una cobardía por mi parte. Por otro lado —añadió de pronto—, debo tratar de impedir una nueva muerte.
—¿A qué os referís?
—Según vos, aún falta una víctima para completar la serie.
—Eso me temo —admitió fray Antonio.
—En este caso, después de matarla, le arrancarán la lengua, ¿no es así?
—Es lo más probable —reconoció—. No obstante…
El fraile, de repente, se detuvo y se quedó pensativo durante un buen rato. Parecía cada vez más inquieto y apurado, como si dudara a cada instante de lo que iba a decir a continuación o se arrepintiera de antemano de tener que hacerlo o se culpara por haber tardado tanto en descubrirlo. Por fin, se decidió a hablar:
—El caso es que me ha venido una idea a la cabeza y no paro de darle vueltas. Tal vez sea una tontería lo que voy a contaros —advirtió—, pero lo cierto es que no puedo dejar de pensar en una extraña muerte que ocurrió en Salamanca hace ya mucho tiempo, nada menos que en 1479, y que tuvo algo que ver, según creo, con el conflicto de los bandos… —se interrumpió.
—Proseguid, me tenéis sobre ascuas —se impacientó Rojas.
—Supongo que habréis oído hablar de fray Juan de Sahagún.
—¿Y quién no? En el Colegio de San Bartolomé, se le venera como si fuera un santo.
—Lo cual no es de extrañar, amigo Rojas, pues durante un tiempo fue vuestro capellán. Pero lo mismo sucede en el resto de Salamanca, donde llegó a ser un predicador muy querido y popular; de hecho, se le atribuyen numerosos milagros. Así que no creo que tarden mucho en canonizarlo.
—Sin duda, tenéis razón, pero no entiendo a qué viene todo esto.
—Tened paciencia —le rogó—. Según parece, fray Juan de Sahagún vino a Salamanca para estudiar Teología, y aquí se graduó como doctor. Si hubiera querido, podría haber sido catedrático del Estudio o alcanzar una importante dignidad dentro de la Iglesia, pero él prefirió socorrer a los pobres y difundir la palabra de Dios entre los más humildes; de ahí que muy pronto la ciudad lo nombrara predicador oficial. Y llegó a tener tanta fama con sus sermones que se decía que, gracias a sus palabras, los pecadores se arrepentían de corazón, los judíos se convertían de inmediato y los herejes volvían mansos al redil.
»Yo tuve la fortuna de escucharlo en numerosas ocasiones y puedo aseguraros que la gente salía convencida de que Dios, Nuestro Señor, hablaba por su boca. Nos hechizaba a todos de tal modo con la dulzura de su voz y la belleza y precisión de sus vocablos que, sin dudarlo, habríamos hecho cualquier cosa que él nos hubiera pedido, incluso arrojarnos de cabeza al agua del Tormes. De hecho, era capaz de sosegar los ánimos de las personas más coléricas, de refrenar el ímpetu de los animales más indómitos y de controlar los elementos de la naturaleza. “No hay nada”, solía decir, “que no se pueda conseguir con la palabra. No en vano Jesucristo es el Verbo hecho carne”. Entre otras cosas, salvó a un niño que se había caído al fondo del Pozo Amarillo, haciendo que las aguas se elevaran para que el muchacho pudiera agarrarse al cíngulo que él le había arrojado. También contuvo a un toro que se había escapado de la feria y había sembrado el terror en algunas calles de la ciudad, diciéndole aquello de “Tente, necio”.
»Por otra parte, no había día que, en su predicación, no clamara contra la violencia desatada por los dos bandos o parcialidades que tenían dividida y asolada, en ese tiempo, a la ciudad, o que no hiciera esfuerzos por conciliarlos y pacificarlos; lo que, al final, lo llevó a convertirse en uno de los principales artífices de la concordia que los dos bandos firmaron, a instancias de los Reyes, en 1476. La reunión tuvo lugar, por cierto, en la casa del deán don Álvaro de Paz, conocida como de las Batallas, que está muy cerca de aquí, justo al final de la calle de San Pablo. Si recordáis, en el arco de su fachada hay una inscripción con una sentencia de Catón que dice: Ira odium generat, concordia nutrit amorem (La ira produce odio, mientras que la concordia alimenta el amor).
—Conozco bien esas palabras; lo que no alcanzo a comprender es qué tiene que ver todo esto con el asunto que nos traemos entre manos —protestó Rojas.
—A ello voy. El caso es —prosiguió— que este acuerdo acrecentó mucho la fama y el prestigio del fraile agustino, hasta el punto de que algunos lo consideraban su más importante milagro. Pero no todos estaban conformes con los planteamientos del pacto ni menos aún con sus consecuencias; de hecho, enseguida se vio que el ajuste de concordia iba a servir de muy poco, ya que perjudicaba claramente a uno de los bandos, el de Santo Tomé, cuyos miembros más relevantes estaban a la sazón perseguidos o desterrados por su apoyo a la causa de Juana la Beltraneja, como ya os conté. Así que todo esto le fue granjeando a fray Juan de Sahagún algunos enemigos y numerosas amenazas, cosa que a él no parecía preocuparle. «El predicador», solía comentar en sus sermones, «debe decir siempre la verdad y morir por ella, si fuera necesario».
»Por eso, cuando falleció de forma repentina, después de oficiar una misa en su parroquia, casi todos pensaron de inmediato que lo habían matado. Incluso, comenzó a circular el rumor de que habían aparecido restos de veneno en el cáliz que había utilizado en la eucaristía. Es más, algunos culpaban de su muerte a una mujer que había jurado vengarse de fray Juan por haber hecho que su amante, arrepentido de vivir en pecado, la abandonara. “Yo haré que no acabéis el año”, cuentan que le oyeron decir con voz amenazante. Otros sostenían, sin embargo, que había sido el monaguillo que por entonces lo ayudaba en misa, poseído o seducido por el mismísimo Diablo. Y no éramos pocos, en fin, los que pensábamos que, detrás de su muerte, podía estar alguno de los bandos.
—¿Creéis entonces que a fray Juan de Sahagún pudieron matarlo por su participación en ese intento frustrado de concordia?
—Estoy convencido de ello —afirmó fray Antonio.
—¿Y qué relación puede tener ese posible crimen con los de ahora?
—Veréis. Pocos días después de enterrar a fray Juan en el convento de San Agustín, justo al comienzo del verano, Salamanca fue presa de una terrible peste, que, dadas las circunstancias, casi todos consideraron un castigo divino por la muerte de su querido predicador, así como un aviso de la llegada del Juicio Final. El caso es que, mientras la mayoría abandonaba la ciudad o se encerraba en sus casas a cal y canto, un grupo de devotos decidió abrir el sepulcro del fraile en busca de reliquias que los protegieran del azote. Pues bien, cuando levantaron la losa, descubrieron, horrorizados, que a fray Juan le habían cortado la lengua.
—¿Y tenéis alguna idea de quién lo hizo? —preguntó Rojas, sorprendido.
—Los que abrieron el sepulcro creían que se les había adelantado algún otro devoto. Pero yo pienso que lo hizo el mismo que lo mató, es decir, algún caballero perjudicado por el supuesto acuerdo de paz o alguien que, pasado un tiempo, hubiera descubierto alguna impostura o, incluso, alguna traición detrás de la presunta concordia, y culpara de ello al que consideraba su principal impulsor, fray Juan de Sahagún. Claro que nada de esto se pudo probar. Por otra parte, eran tantos los posibles sospechosos…
—Entiendo. Lo que no alcanzo a comprender —añadió Rojas, un tanto perplejo— es por qué entonces no lo declararon mártir de la Iglesia, dado que murió como consecuencia de su labor en favor de la paz y la concordia, aunque no consiguiera su objetivo.
—Tened en cuenta que ni la causa de su muerte ni su posible autoría quedaron aclaradas. Tampoco sabemos cuándo ni por qué le cortaron la lengua. Lo cierto es que el obispo de Salamanca optó por no decir nada acerca de las circunstancias de esa muerte a la Santa Sede, como si temiera que, en el caso de abrirse prematuramente un proceso de beatificación, algún turbio secreto pudiera salir a la luz y manchar, ya para siempre, la reputación de fray Juan e impedir luego su canonización.
—De todas formas, sigo sin entender qué puede tener que ver aquella muerte con estas de ahora. Ha pasado demasiado tiempo entre una y otras, ¿no creéis?
—Recordad que nunca es tarde para llevar a cabo una venganza. Incluso, hay casos en que las cuentas pendientes se heredan de padres a hijos y de hijos a nietos hasta que alguien logra culminar, al fin, la infausta tarea. Lo más probable es que el que mató a fray Juan de Sahagún huyera, en su día, de Salamanca, donde, como podéis imaginaros, todo este asunto, unido a la peste, ocasionó un gran revuelo, y que ahora haya regresado para proseguir su trabajo. También es posible que lleve ya un tiempo entre nosotros, y que, en este momento, por la razón que sea, haya decidido volver a actuar. O, simplemente, se trata de personas diferentes, pero unidas por lazos de sangre o amistad y movidas por una misma causa o motivo.
—¿Insinuáis entonces que la muerte de fray Juan podría formar parte también de la serie?
—Es tan sólo una posibilidad, lo reconozco; así y todo…
—Pero si ni siquiera tenemos constancia de que fray Juan de Sahagún fuera envenenado.
—Yo estoy seguro de que sí lo fue.
—En cualquier caso, no sabemos con qué tipo de veneno. En los otros, tenemos al menos una prueba coincidente e irrefutable.
—Tal vez, en aquella ocasión —razonó fray Antonio—, el criminal le arrancara la lengua para que no pudiera averiguarse que había sido envenenado, y luego, con el paso de los años, decidiera convertir ese hecho en una especie de pauta para posteriores muertes, con lo que el acto de cortarle la lengua cobraría ahora un nuevo significado.
—¿A qué os referís?
—Bueno, es evidente que la lengua es un órgano fundamental para un predicador; de hecho, fue lo que le dio a fray Juan de Sahagún fama de santo y, por tanto, lo que provocó el odio y la animadversión de aquellos que se sintieron afectados, de una manera u otra, por sus prédicas.
—Ya, Pero, si esto fuera así, querría decir que fray Juan de Sahagún tiene algo en común con las otras víctimas, ¿no es eso?
—Creo que sí.
—Pero ¿qué es lo que pueden tener en común, por ejemplo, un tahúr con fama de fullero y un predicador al que muchos consideran un santo?
—Eso es algo que habría que averiguar. Sea lo que fuere, nos llevaría directamente al autor de estos crímenes.
—No me faltaba ahora más —replicó Rojas— que tener que hacer las pesquisas de una muerte que ocurrió hace casi veinte años y que, además, podría llegar a comprometer la buena reputación de un santo.
—Ahora no alcanzo a imaginar todo lo que puede haber detrás de la muerte de fray Juan de Sahagún, pero no creo que eso vaya a afectar a su buen nombre. Sea como fuere, él no es culpable de que sus deseos de concordia y sus continuos intentos de pacificación fracasaran. Seguramente —añadió—, los Reyes lo utilizaron, en su momento, para imponer un acuerdo que no sólo no trajo la paz deseada, sino que acrecentó el odio y el descontento entre los bandos. Pero está claro que él no tuvo la culpa de lo sucedido. Tal y como yo lo veo, fue más bien un chivo expiatorio o una víctima propiciatoria, como aquel inocente que tuvo que morir para que el mundo se salvara; con la diferencia de que aquí lo que se salvó fue una ciudad. Y así lo creyeron y todavía lo creen muchos salmantinos; ved, si no, la inscripción que algunos devotos han mandado poner sobre su tumba: Hic jacet per quam Salmantica non jacet (Aquí yace aquél por el que Salamanca no yace). Sólo por eso deberían hacerlo santo y patrón de la ciudad.
—De acuerdo —admitió Rojas, convencido—. Pero sigo sin ver qué puede tener en común con un tahúr, un echador de pronósticos, una muchacha que se disfrazaba de estudiante y un corruptor de novicias.
—Reconozco que ninguno de ellos es un dechado de virtudes ni mucho menos un ejemplo que se deba imitar. Pero yo no creo que los hayan matado precisamente por sus pecados o por ser malos estudiantes, o al menos no únicamente por eso.
—¿Pensáis entonces que todas estas muertes están relacionadas con el conflicto de los bandos?
—No me extrañaría nada —confirmó fray Antonio—. Recordad que la muchacha fue una víctima accidental y que el verdadero objetivo era doña Aldonza Rodríguez de Monroy.
—¿Y qué relación tiene con este asunto el arzobispo de Santiago?
—Su familia siempre ha pertenecido al bando de San Benito y, desde luego, ha sido una de las más beneficiadas por la concordia.
—¿Y las otras dos víctimas?
—En este caso, tendréis vos que indagar en sus orígenes familiares para ver su posible vinculación con los bandos. Y tampoco vendría mal —añadió— que les echarais un vistazo a los acuerdos de concordia.