Capítulo 14

Cuando Rojas se despertó, descubrió que le habían atado las manos con una cuerda y le habían puesto grilletes en los pies. Estaba tendido en el suelo y le dolía mucho la cabeza; y, desde luego, no tenía la menor noción de dónde podía encontrarse. El lugar estaba muy oscuro y olía bastante a humedad. Lo último que recordaba era que alguien le había golpeado con un leño por haberse resistido a que se llevaran el cadáver. ¿Qué habría sido, por cierto, del pobre carretero? Esperaba volver a encontrarlo para darle las gracias por el servicio y disculparse por lo que había ocurrido. Pero antes, eso sí, tendría que escapar. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Por qué lo habían retenido, en lugar de dejarlo tirado en la calle? ¿Lo consideraban acaso responsable de la muerte del hombre que había encontrado en el convento? Y, si era así, ¿tenían intención de matarlo? Ya no sabía qué pensar. De repente, oyó voces por encima de su cabeza y, a continuación, el chirriante sonido de una puerta. Por fin, vio el resplandor de una antorcha en lo alto de una de las paredes; a su luz, descubrió que desde allí descendía una empinada escalera de piedra hasta donde él se encontraba. En ese momento, comenzó a bajar por ella el hombre que portaba la antorcha, seguido de otro que llevaba consigo un escabel y un jarro. Al poco rato, apareció un tercero con otra antorcha. Cuando llegó abajo, éste se sentó en el escabel y dirigió la luz hacia el rincón en el que Rojas se encontraba.

—De modo que vos sois —comenzó a decir— la persona designada por el maestrescuela para hacer las pesquisas.

Rojas no dijo nada. Desde su posición, no era capaz de ver el rostro que le había hablado. No obstante, estaba seguro de que no se trataba del mismo que lo había detenido. Su voz, por otra parte, no le resultaba conocida.

—¿Tenéis sed? —le preguntó el hombre de repente—. Os he traído un jarro de agua fresca —añadió, sin esperar a que Rojas contestara—. Si queréis saborearla, me tendréis que contar todo lo que sabéis sobre este caso.

—Decidme, ¿quién sois vos? —inquirió Rojas, ignorando las palabras del desconocido.

—No creo que ahora estéis en situación de hacer preguntas —replicó el hombre—. Así que os ruego que respondáis a las mías. ¿Qué es lo que habéis averiguado?

—Sabéis muy bien que no tengo obligación de contestaros, y menos aún sin tener noticia de quién sois.

—¿De veras queréis conocer mi identidad? —preguntó el hombre—. En estos momentos, soy nada menos que el dueño y señor de vuestra vida. Así que no me obliguéis a acabar con ella.

—La verdad es que vuestras amenazas no me dan miedo —replicó Rojas—. Me imagino que, si quisierais matarme, ya lo habríais hecho. Y, si ahora hablo, nada me garantiza que vayáis a respetar mi vida. Así que considero que el silencio —concluyó— es mi mejor aliado.

—Os aconsejo que no pongáis a prueba mi paciencia —le advirtió el desconocido con irritación.

—¿Y por qué sentís tanta curiosidad por mis pesquisas?

—Os lo diré cuando vos me respondáis a mí.

—¿Y quién me dice a mí que no sois vos el culpable de los crímenes o, al menos, uno de sus cómplices?

—¿Habéis dicho crímenes? —preguntó el hombre, sorprendido—. ¿Creéis entonces que todos ellos han sido cometidos por la misma mano?

—Yo no he dicho eso… —aseguró Rojas sin demasiada convicción.

Acababa de darse cuenta de que había cometido un grave error y no sabía cómo corregirlo.

—Pero vos habéis hablado de crímenes. ¿A cuáles en concreto os referíais?

—Naturalmente, a aquellos sobre los que la Universidad tiene jurisdicción.

—En ese caso, supongo que os habrá llamado la atención el hecho de que, en tan pocos días, hayan muerto varios estudiantes de forma violenta.

—Parece que conocéis muy bien el caso. Tal vez podáis darme vos alguna pista.

—Responded antes a lo que os pregunto —insistió.

—¿A qué viene ese empeño en preguntar, cuando parece que sabéis tanto o más que yo?

—Si es así, tal vez podamos llegar a un acuerdo —le propuso—. Me figuro que tendréis ya a algún sospechoso, ¿no es cierto?

—No lo tenía hasta que os he visto a vos —se burló Rojas.

—Está bien. No insistiré —dijo con tono resignado—. Pero quiero que se os meta en la cabeza que, en esta situación, vos tenéis mucho más que perder.

Visiblemente disgustado, el hombre se puso en pie, cogió el jarro y derramó toda el agua que contenía en el suelo, ante la mirada atónita de Rojas.

—¿Veis lo que habéis conseguido? —le dijo—. Avisadme cuando estéis ya dispuesto a contarme algo que no sepa.

El hombre comenzó a subir la escalera, seguido de los dos criados, dejando a Rojas sumido en la confusión.

—Si no me liberáis enseguida —se atrevió a gritar, por fin—, los alguaciles del Estudio no tardarán en hallarme. Creedme, estáis cometiendo un grave error.

—Os recomiendo que no gastéis vuestra saliva en prevenirme —repuso el desconocido—. La vais a necesitar para cuando os decidáis a hablar.

—No hablaré —advirtió Rojas— hasta que no me dejéis libre y me digáis quién sois.

A continuación, cerraron la puerta con gran estrépito y todo volvió a ser invadido por la oscuridad. Tampoco en su interior había demasiada luz. ¿Quién podía ser ese desconocido tan interesado en averiguar lo que él sabía? ¿Algún pariente o servidor de don Alonso de Fonseca y Acevedo? Pero ¿qué era lo que buscaba? ¿Y cómo era que estaba tan bien informado?

Al cabo de unas horas, volvió a oírse la puerta. Esta vez los criados venían solos. Tras quitarle los grilletes y desatarle las manos, le dieron un jarro de vino, del que le dejaron beber algo más de la mitad; el resto se lo echaron, sin miramientos, encima de las ropas. Luego, le vendaron los ojos, le pusieron una mordaza y lo condujeron hacia la salida. Ya en la calle, lo colocaron a través sobre una mula, como si fuera un fardo. Después, ésta se puso en marcha. Rojas supuso que sería de noche, pues de día no se atreverían a pasearlo de esa forma. Por otra parte, no se oía ningún ruido en la calle. ¿Y si estuvieran en medio del campo? De cuando en cuando, sentía hablar en voz baja a los criados, de lo que dedujo que uno tiraba de las riendas, mientras el otro servía de guía. ¿Irían a matarlo y a arrojarlo a un muladar o simplemente querían trasladarlo a otro sitio? A pesar de todo, no sentía miedo. Seguramente, la sangre y el vino se le habían bajado a la cabeza, a causa de la postura en la que se encontraba, y eso le producía un ligero aturdimiento y una vaga sensación de euforia. Por fin, la mula se detuvo. Sus acompañantes le quitaron la venda y la mordaza y lo arrojaron al suelo, que seguía cubierto de nieve, sin demasiadas consideraciones. Antes de irse, le dieron golpes y patadas hasta dejarlo casi sin sentido en medio de la calle.

Cuando Rojas abrió los ojos, intentó averiguar dónde se encontraba. Pero estaba muy oscuro y todo le daba vueltas en la cabeza. Trató de incorporarse apoyándose en un muro, pero era incapaz de tenerse en pie. Así que fue arrastrándose por la nieve, bien pegado a la pared. En esos momentos, estaba helando y él tenía la ropa mojada. Si no encontraba pronto algún lugar donde refugiarse, iba a morir de frío. De repente, se dio cuenta de que no estaba lejos del Colegio de San Bartolomé, y eso lo animó a seguir avanzando.

Al fin, llegó a la puerta principal. Como no podía llegar hasta la aldaba, cogió una piedra que había en el suelo y comenzó a golpear con ella la madera. Por suerte, debía de haber alguien despierto y no tardaron en abrir. Del interior salieron varios colegiales a ver qué ocurría.

—¿Quién es? —preguntó uno—. ¿Quién anda ahí?

—Es Rojas —dijo otro, después de agacharse y reconocerlo—, y parece borracho como una cuba. Rápido, hay que llevarlo a su cámara y prepararle algún remedio, para que revese todo lo que ha bebido.

Mientras lo llevaban por el patio del Colegio, Rojas no cesaba de repetir:

—Llamad al maestrescuela. Decidle que me han tenido secuestrado.

—Pero ¿sabéis qué hora es? Dejad ya de una vez al maestrescuela y pensad más bien en dormir.

—¿Qué me ha pasado? ¿Por qué huele tanto a vino? —inquirió.

—¿Y vos lo preguntáis? —replicó uno de los que lo llevaban.

Rojas intentó decir algo para justificarse, pero se quedó dormido en medio de una frase.

Se despertó, de madrugada, con todo el cuerpo dolorido, la boca pastosa y una gran confusión en la cabeza. Por un momento, llegó a pensar que todo lo vivido el día anterior había sido una terrible pesadilla. Pero ahí estaban las heridas, las marcas de las cuerdas y de los grilletes o el golpe que tenía en la nuca para desmentirlo. Aunque intentó recordar con todas sus fuerzas lo que había sucedido desde que fue atacado cerca de la iglesia de San Benito, tan sólo logró recuperar algunos fragmentos borrosos e inconexos que no terminaban de aclarar nada. Lo único que sabía con certeza era que lo habían encerrado y vapuleado. Intentó levantarse para ir a orinar, pero no fue capaz de dar un paso. Así que volvió a acostarse con la esperanza de que todo fuera un sueño.