Después de hablar con fray Antonio, la idea de que detrás de esas muertes pudiera esconderse una venganza fue tomando cada vez más fuerza. Sólo un motivo tan poderoso como ése explicaría algunos rasgos de esos crímenes, como la vesania, la premeditación y la crueldad con las que habían sido ejecutados y, por supuesto, su carácter casi ritual. Ahora ya no se trataba sólo de atrapar al criminal, sino de evitar a toda costa que llegara a cumplir sus propósitos, por las terribles e imprevisibles consecuencias que de ello se pudieran derivar. «Pero ¿por dónde empezar la búsqueda?», se preguntaba Rojas una y otra vez. Y es que el hecho de que esos crímenes pudieran tener algo que ver con el viejo conflicto de los bandos no facilitaba precisamente las cosas.
Al poco rato, comenzó a nevar. Primero, de una manera mansa y lenta; pero enseguida de forma más tozuda y continuada. Rojas pensó que nevaría de igual modo sobre los justos y sobre los injustos, las víctimas y sus verdugos, los culpables y los inocentes, los pecadores y los santos… Era como si la nieve todo lo igualara y todo lo cubriera con un manto piadoso, con una máscara que embellecía las cosas y las revestía de renovada inocencia, aunque por poco tiempo, pues esa blanca cobertura no tardaría en llenarse de pisadas, de roderas de carros, tal vez de manchas de sangre que ensuciarían la nieve hasta convertirla en oscuros charcos. Una vez más, la nieve venía a demostrar que la belleza y la inocencia eran algo efímero, pero también que la verdad, por mucho que se oculte, acaba siempre aflorando a la superficie.
De pronto, lo sacó de su ensimismamiento el sonido de unas campanas que parecían tocar a rebato. Era un toque agitado, apresurado y nervioso que indicaba que algo grave había ocurrido en alguna parte, no muy lejos de donde se encontraba. No tuvo que pensárselo dos veces. Se recogió un poco el manteo para ir más deprisa y encaminó sus pasos hacia esa llamada que, sin saber muy bien por qué motivo, creía destinada sobre todo a él.
Se trataba de las campanas del convento de Santa Úrsula o de la Anunciación de la Bienaventurada Virgen María. A pesar de la nieve que cubría la calle y que seguía cayendo sobre sus cabezas, muchos vecinos se agolpaban ya delante de sus muros. Seguramente, querían saber qué pasaba, cuál era el peligro, de dónde venía la amenaza. Por fin, se abrió la puerta y en el umbral apareció la hermana portera, con el rostro desencajado.
—En el convento —consiguió decir—, dentro del torno —precisó casi sin aliento, como si le faltara el aire—, hay un estudiante muerto.
—¡Por Dios Santo! —exclamaron los presentes al unísono, mientras se persignaban.
—Que alguien me ayude a sacarlo —rogó la abadesa, con un hilo de voz—, no quiero que las demás hermanas lo vean.
—Yo os ayudaré —se adelantó a decir Rojas—, soy el ayudante del maestrescuela del Estudio.
—Pasad, os lo ruego.
Una vez en el zaguán, Rojas pudo ver que el cadáver, hecho un ovillo, había sido empotrado dentro del torno. Se acercó a él con cuidado, como si temiera que, de un momento a otro, el mecanismo fuera a ponerse a girar. Enseguida comprobó que, en efecto, por sus ropajes y por su traza, podría ser un estudiante. Después, le levantó con cuidado la cabeza y vio que le habían cortado limpiamente la nariz. Por supuesto, tenía la lengua negra e hinchada.
La portera se había quedado cerca de la entrada, con la mirada perdida, como en trance. Rojas se aproximó a ella y comprobó que estaba temblando.
—Calmaos —le rogó—; contadme cómo descubristeis el cadáver.
—Recuerdo —comenzó a decir por fin la monja— que alguien hizo sonar con fuerza la campanilla que hay junto al torno. Yo me acerqué a ver qué deseaban. «Ave María Purísima», dijo una voz de hombre desde este lado. «Sin pecado concebida. ¿Qué queréis?», le contesté yo. «En el torno», me anunció con naturalidad, «he dejado un regalo para vuestro convento. Quedad con Dios». «Un momento, esperad, ¿quién sois?», le pregunté. Pero, al parecer, ya se había ido. De modo que hice girar el torno, y me encontré con lo que vos mismo habéis visto. Alarmada —añadió tras una pausa para recuperarse—, volví a girarlo, para que ninguna hermana lo viera, y, sin saber lo que hacía, me dirigí a la iglesia para tocar las campanas.
—¿Sabéis de quién se trata? —preguntó Rojas haciendo un gesto hacia el cadáver.
—Lo cierto es que no he llegado a verle bien la cara. Parecía como si se la hubieran golpeado.
—Le han cortado la nariz —le informó Rojas—, después de haberlo envenenado.
—¡Que Dios nos proteja! —exclamó la mujer, mientras se persignaba—. Pero ¿quién ha podido hacer esa barbaridad? ¿Y por qué aquí?
—Eso no podremos averiguarlo hasta que no sepamos quién es la víctima. Me imagino que estaréis muy alterada y que habréis sufrido mucho con todo esto, pero ¿no podríais hacer un esfuerzo más y echarle un vistazo? —le pidió Rojas.
—¿Y de qué serviría?
—Vos sois la hermana portera y a lo mejor lo habéis visto por aquí alguna vez.
—Lo haré —concedió— si me prometéis que no molestaréis luego a mis hermanas.
—Contad con ello.
La monja se dirigió entonces hacia el torno; lo hizo de forma resuelta, como si quisiera acabar cuanto antes con ese desagradable trámite. Rojas levantó de nuevo la cabeza del cadáver con el fin de que ella pudiera verle la cara. La mujer, sorprendida, intentó decir algo, pero su voz se quebró; después, se puso muy pálida y se desmayó. Rojas, azorado, salió a la calle para coger un buen puñado de nieve; ya dentro, lo apretó con fuerza entre las manos y se lo pasó a la monja por las sienes y la frente, hasta que recobró la conciencia.
—Ese hombre —exclamó casi sin fuerza—; llevaos a ese hombre.
—¿Lo conocéis?
—Ahora no puedo hablar; os ruego que lo saquéis de aquí. Su muerte —añadió, angustiada— podría abrir para siempre las puertas del mal, y eso sería una tragedia para este convento.
—Está bien, buscaré ayuda.
En la calle, nevaba cada vez con más fuerza. Desde el umbral, observó que los curiosos se habían refugiado bajo el alero que protegía el muro, en espera de acontecimientos. En ese instante, dobló la esquina de la calle un carro tirado por bueyes que transportaba una carga de leña. Sobre el pescante, venía un hombre cubierto con una capa gruesa de color pardo.
—Para, te lo ruego —le gritó Rojas.
El hombre detuvo el carro en medio de la calle y se quedó mirando a Rojas con gesto interrogante.
—Necesito que me hagas un servicio —continuó—. Soy el asistente del maestrescuela de la Universidad y debo transportar un cadáver con urgencia al Hospital del Estudio.
—Ahora estoy ocupado —se excusó el hombre—; tengo que ir a llevar esta leña a la puerta del Sol, antes de que se eche a perder del todo.
—Eso puede esperar —le replicó Rojas—. Yo no te entretendré mucho y te pagaré por ello.
—Me parece muy bien, pero yo no quiero llevar muertos en mi carro —objetó el hombre—. ¿Quién me dice a mí que no es un apestado?
—A éste lo han envenenado, te lo aseguro. Y supongo que no querrás que su presencia siga turbando la paz de este convento. Si tú me ayudas, las monjas te lo agradecerán rezando por ti y por toda tu familia. Mira que, si no lo haces, podrías condenarte por los siglos de los siglos.
—Está bien, está bien —transigió el hombre, apesadumbrado—. Los clérigos siempre sabéis cómo convencernos.
—Yo no soy clérigo, soy estudiante —repuso Rojas.
—Para el caso, lo mismo da.
El hombre acercó, por fin, el carro a la puerta del convento y se bajó para ayudar a Rojas. Entre los dos sacaron el cadáver del torno, lo trasladaron a la calle y lo colocaron junto a la leña. Los curiosos se habían ido arremolinando alrededor del carro. Cuando vieron de cerca la cara del muerto, comenzaron a santiguarse y a murmurar entre ellos.
—Oídme bien —gritó de pronto un hombre que se había subido a un poyo que había junto al muro—. Esta muerte confirma que el Ángel del Abismo ha vuelto al mundo. ¡Alabado sea por siempre el Señor! ¡Hágase su voluntad!
El que así hablaba era un anciano de largas barbas blancas y aspecto tosco, sucio y desgreñado. El hombre se apoyaba en un cayado e iba vestido con una túnica de lana llena de remiendos y agujeros tan grandes que, aquí y allá, dejaban ver su carne magra y pálida. Parecía un profeta del Antiguo Testamento recién llegado de Tierra Santa.
—Sabed —continuó, con voz lúgubre y amenazadora— que el flagelo de Dios está próximo, pues escrito está que el fin del mundo tendrá lugar en el año 1500. Esta muerte de hoy es sólo una señal de lo que a muchos les aguarda dentro de unos meses, si no abandonan su conducta depravada y hacen la debida penitencia.
Mientras hablaba, Rojas pudo comprobar cómo la gente que lo escuchaba parecía dar crédito a sus palabras. Por eso, cuando se detuvo, se creó un silencio expectante en torno a él.
—¿Qué queréis decir? —le preguntó Rojas, intrigado.
—Que Dios, Nuestro Señor, ha enviado a un ángel exterminador para que lo castigue —dijo señalando al cadáver— por sus muchos y graves pecados.
—Pero ¿por qué creéis que le ha cortado la nariz?
—Por meterla allí donde está vedado y para que sirva de escarmiento a los demás pecadores. Es un aviso —añadió— de lo que les espera a esta nueva Sodoma y a su corrupta Iglesia, si no cambian de vida de inmediato.
—¿Y a qué se debe el lugar elegido para la ejecución?
—A que ese canalla era, entre otras cosas, un conocido saltaconventos.
—¿Estáis seguro?
—Tan cierto como que ahora está nevando sobre mí —afirmó, señalando hacia su cabeza.
—¿Y sabéis cómo se llama?
—No sé su nombre, pero sí conozco su progenie. Su padre —anunció, enarbolando su dedo acusador— es Alonso de Fonseca y Acevedo.
—¡¿El arzobispo de Santiago?! —exclamó Rojas, sorprendido.
—¿De qué os extrañáis? —comentó uno de los asistentes—. De casta le viene al galgo tener el rabo tan largo.
—En efecto, este miserable —prosiguió el anciano, señalando al cadáver— se amparaba en su familia y en su condición de estudiante para hacer todo tipo de tropelías, como desflorar a las novicias de este y de otros conventos y someterlas luego a todo tipo de ultrajes.
—¿Estáis seguro de ello?
—Sabed, alma cándida —le informó—, que las novicias son presa fácil para los lujuriosos sin escrúpulos, pues la mayoría de ellas están en la clausura contra su voluntad, sin vocación alguna, sólo porque sus padres no pueden darles la dote necesaria para casarlas como es debido o por haber cometido algún desliz que las incapacita para el matrimonio.
—¿Y cómo es que sus parientes no lo han denunciado?
—Porque han preferido ignorarlo —explicó con voz airada—. Pues sucede que, cuando una doncella entra en un convento, a cambio, por lo general, de una dote muy pequeña, su honra deja de ser ya un problema para su familia, siempre que el percance no salga del reducto de la clausura. Preguntadle, si no me creéis, a la hermana portera —dijo el hombre señalando hacia la entrada.
En efecto, allí estaba de nuevo la monja, parada en la puerta, como si fuera una estatua de sal. En sus manos traía una manta.
—Tomad —le dijo, al fin, al carretero—; cubrid con ella el cadáver.
—¿Habéis oído lo que ha dicho este hombre? —le preguntó Rojas con tono apremiante, como pidiendo una explicación.
—No son más que las necedades de un loco —se defendió la mujer.
Rojas se volvió entonces hacia el hombre, esperando que se defendiera. Pero éste se había puesto a hacer trazos con su cayado sobre la superficie de la nieve.
—¿Puede saberse qué hacéis? —le preguntó Rojas, confundido.
—Suelo escribir sobre la nieve el nombre de todos aquellos que me ofenden o maltratan —explicó—, para indicar lo poco que me importan y la poca mella que hacen en mí sus palabras. Reservo la piedra sólo para aquellos que me han hecho algún bien. El recuerdo de los primeros desaparecerá tan pronto como la nieve se derrita, mientras que el de los segundos permanecerá a lo largo del tiempo.
—¿No os dije que estaba loco? —insistió la monja, con fingido asombro.
—En cualquier caso —le advirtió Rojas, acercándose a ella—, tendré que hacer algunas pesquisas en el convento.
—Pero vos me prometisteis…
—No tendría que hacerlo —la interrumpió—, si vos me hubierais contado todo lo que sabéis.
—Creedme —advirtió la monja—, en este mundo hay cosas que es mejor no conocer.
—¿Quiere esto decir que ese buen hombre tiene razón en lo que dice?
Cuando Rojas giró la cabeza, para que el anciano corroborara sus palabras, vio con sorpresa que éste había desaparecido.
—¿Sabéis adónde ha marchado? —preguntó Rojas a la gente que permanecía junto al carro.
—Seguramente haya ido al convento de San Francisco —le informó una mujer—, donde los frailes suelen darle techo y comida.
—¿Y no sabéis cómo se llama?
—Creo que fray Jerónimo. Según parece, fue agustino, pero lo expulsaron del convento por su conducta escandalosa.
—Se hace tarde —se quejó entonces el carretero con mirada de reproche.
—Tienes razón —admitió Rojas, mientras cubría el cadáver con la manta que le había dado la monja—. Partamos ya. Volveré a hablar con vos —le dijo a ésta, a modo de despedida.
La capa de nieve había crecido tanto que los bueyes andaban ahora con gran dificultad. Al volver la esquina de la iglesia de Santa María de los Caballeros, una de las ruedas se quedó atorada, y Rojas tuvo que empujar el carro con todas sus fuerzas, mientras el hombre fustigaba con dureza a los animales. Era ya casi de noche cuando empezaron a subir la cuesta que conducía a la puerta del Sol y a la Universidad, pero, justo antes de llegar a la altura de la iglesia de San Benito, aparecieron varios hombres a caballo que les cortaron el paso.
—Alto ahí —ordenó el que los conducía.
—¿Qué queréis? —inquirió Rojas.
—Venimos a buscar el cadáver que lleváis escondido bajo esa manta.
—¿Y quién sois vos para reclamarlo?
—Yo era amigo del finado —respondió.
—Pues, de momento, no puedo dároslo —informó Rojas—. Como ayudante del maestrescuela, es mi obligación hacer las pesquisas de esta muerte, y, para ello, necesito examinar el cadáver en el Hospital del Estudio.
—En este caso, no hay nada que examinar —replicó el otro—. Quedáis desde ahora mismo eximido de hacer vuestras inútiles pesquisas. Ya se encargará de ello la justicia del Concejo.
—Cuando se trata de la muerte de un estudiante, es la justicia de la Universidad la que debe actuar —le recordó Rojas.
—No cuando esa muerte ha tenido lugar fuera del Estudio. Así que haceos a un lado —le ordenó.
—Tendréis entonces que quitármelo por la fuerza —anunció Rojas, esgrimiendo su espada.
El caballero echó mano a la suya y con un gesto ordenó a sus hombres que estuvieran preparados para atacar. El dueño del carro, mientras tanto, salió corriendo en dirección a la iglesia, por lo que pudiera suceder.
—Más vale que no hagáis nada que luego tengáis que lamentar —advirtió el caballero—. Nosotros somos varios y vamos a caballo y bien armados. Con un cadáver ya tenemos más que suficiente.
—¿Por qué no venís vos a quitármelo? —lo desafió Rojas.
—Vos lo habéis querido. Bajad del caballo y hacedlo prisionero —les dijo a sus hombres.
Rojas intentó defenderse como pudo, pero eran demasiados. Así y todo, logró herir en el brazo a uno de ellos. Al final, lo arrinconaron contra el carro y consiguieron desarmarlo.
—Pagaréis cara vuestra osadía —gritó Rojas, intentando revolverse.
—Callad de una vez a ese insolente —ordenó el caballero a uno de sus hombres.
Apremiado por las circunstancias, el esbirro cogió un leño del carro y le dio a Rojas un golpe en la cabeza que le hizo perder la conciencia.