Capítulo 12

Rojas estaba tan sorprendido con las nuevas averiguaciones que se fue a ver de inmediato a fray Antonio. Cuando llegó a San Esteban, tuvo que saltar de nuevo una de las tapias del convento, pues no confiaba en que los porteros avisaran a su amigo o a él lo dejaran entrar. Por fortuna, lo encontró en el huerto. Estaba hablando en ese momento con un hermano mucho más joven. Así que tuvo que esconderse detrás de un árbol y allí esperar a que el otro se fuera. Por sus palabras, Rojas dedujo que fray Antonio le estaba explicando a su discípulo cómo llevar la farmacia del convento, una vez que él se hubiera ido para emprender su anhelado viaje a las Indias. Pero la cosa iba muy lenta. Ni el herbolario parecía muy satisfecho con su futuro sustituto ni éste se mostraba muy atento a las lecciones que su improvisado maestro trataba de darle, lo que hacía que fray Antonio tuviera que repetir una y otra vez las diferencias entre las distintas hierbas y plantas. Estaba ya a punto de perder la paciencia cuando descubrió a Rojas, que estaba intentando llamar discretamente su atención.

—Y esto es todo por el momento —le dijo entonces al joven fraile—. Id ahora a vuestra celda y repasad el Dioscórides, que mañana os lo preguntaré.

Fray Antonio esperó a que el otro se alejara antes de acercarse al escondrijo donde lo aguardaba su amigo.

—Querido Rojas —lo saludó en voz baja—, nunca me alegró tanto veros por aquí. Ese inútil va a terminar de una vez por todas con mi paciencia. No quiero ni pensar en la escabechina que se va a armar aquí en cuanto ese zopenco se haga cargo de la farmacia. Por fortuna, para entonces yo ya estaré muy lejos —añadió, esbozando una sonrisa—. Vayamos, si os parece, a aquellas cuadras; allí no nos verá nadie y vos podréis entrar un poco en calor.

Por el camino, Rojas le fue relatando lo que acababa de averiguar sobre el caso, sin omitir nada, pues sabía de sobra que, con fray Antonio, todo lo que contara estaría tan a salvo como si se lo comunicara a un confesor.

—¿Pensáis entonces —preguntó el fraile, cuando Rojas concluyó— que a la criada la envenenaron y mutilaron por error y que a quien de verdad querían matar era a doña Aldonza Rodríguez de Monroy?

—Eso parece, sí.

—¿Y por qué motivo?

—Tal vez se trate de una venganza relacionada con la vieja querella de los bandos. No sé lo que pensaréis vos.

—La verdad es que hace ya mucho tiempo que apenas se oye hablar de los dichosos bandos, lo que no significa que ese espinoso asunto esté definitivamente enterrado; de hecho, de cuando en cuando, surge algún pleito o suceso que nos recuerda que, a pesar del tiempo transcurrido, eso sigue ahí.

—¿Cuánto hace que empezó este conflicto?

—¡Uf! Según parece, los bandos tienen su origen en la distinta procedencia de las familias repobladoras que se asentaron en Salamanca a comienzos del siglo XII. Los motivos de sus desavenencias tenían que ver, naturalmente, con la lucha por el poder y por la posesión de la tierra. Pero cualquier pretexto era bueno para poner de relieve sus diferencias e iniciar una nueva disputa. Después, la guerra entre Pedro I y Enrique de Trastámara propició la aparición de dos bandos enfrentados, dirigidos por los linajes de los Tejeda y los Maldonado, que apoyaban respectivamente a uno y a otro. Y, enseguida, esta escisión se fue extendiendo a toda la ciudad; de tal modo que, a finales del siglo pasado, Salamanca ya estaba dividida en dos grandes parcialidades.

—¿Y quiénes formaban parte de ellas?

—El bando de Santo Tomé o de San Martín estaba integrado, entre otros, por los linajes de Tejeda, Monroy, Valdés, Varillas, Almaraz, Puertocarrero, Solís y Vázquez Coronado. El de San Benito, por su lado, estaba compuesto por los de Maldonado, Manzano, Fonseca, Acevedo, Paz, Anaya, Pereira, Godínez y Ribas. Pero, como ya he dicho, este enfrentamiento no sólo afectaba a los caballeros y a sus escuderos, sino también al resto de la ciudad, incluidas la Iglesia y la Universidad. Al norte, tenía su asiento el bando tomesino, con las parroquias de Santo Tomé, San Martín, San Julián, Sancti-Spíritus, San Cristóbal, Santa Eulalia, San Mateo, La Magdalena, San Juan de Barbalos y Santa María de los Caballeros, mientras que al sur se encontraba el de San Benito, con dicha iglesia, la catedral, San Isidro, San Blas, San Juan del Alcázar, San Cebrián, San Polo, San Adrián, San Justo, Santo Tomás y San Román. Y, justo en el medio, entre las iglesias de San Benito y San Martín, se situaba el llamado Corrillo de la Yerba, que, durante mucho tiempo, representó la frontera entre los dos bandos, una auténtica tierra de nadie por la que estaba terminantemente prohibido pasar; de ahí que, hasta hace bien poco, en ella no haya cesado de crecer la hierba.

—Supongo que con el tiempo las cosas se irían calmando —aventuró Rojas.

—De ningún modo —aseguró tajante fray Antonio—. Y puedo dar fe de ello. Durante el reinado de Enrique IV, lejos de sosegarse, los ánimos parecían cada vez más soliviantados. Por entonces, todo eran muertes, secuestros, pillajes, desafíos, escaramuzas, ajustes de cuentas… Salamanca se había convertido en una ciudad sin ley y sin temor de Dios donde en cada esquina o en cada bocacalle podía acechar el peligro. Cuando se oían a lo lejos los cascos de los caballos, las madres salían corriendo a retirar a sus hijos de la calle, los vendedores abandonaban con presteza sus puestos y la gente se escondía en sus casas hasta que pasara el peligro. Incluso, algunos caballeros llegaron a reclutar a rufianes y delincuentes para que amedrentaran a los habitantes de una parte de la ciudad. Otros ni siquiera se privaban de perseguir a sus enemigos dentro de los templos, donde no era nada raro que entraran a caballo. Pero nadie se atrevía a levantar un dedo contra ellos o a negarles la comunión en las iglesias.

—¿Fue entonces cuando tuvo lugar la venganza de doña María la Brava?

—Lo de María la Brava no fue sino un episodio más. Visto desde fuera, parece algo propio de la Antigüedad pagana, pero resulta fácilmente explicable por el estado de tensión y violencia en el que vivía inmersa la ciudad en aquella época, hace unos treinta y cinco años. No fue ni mucho menos el suceso más terrible y sangriento, pues antes ya había habido muchas otras muertes trágicas y seguiría habiéndolas después, pero sí el más memorable y conmovedor. De hecho, estoy seguro de que, si esa brava mujer hubiera vivido en la antigua Roma, alguien habría escrito una obra glorificando sus hechos y poniéndola como ejemplo de matrona, amante de sus hijos y dispuesta a hacer lo que fuera por ellos. Yo era aún joven cuando ocurrió y puedo aseguraros que aquello nos impresionó a todos. Durante meses, no se habló de otra cosa en Salamanca, y no sólo en los mentideros o en la plaza pública; también en las aulas del Estudio y en los púlpitos de las iglesias. A la mayoría, el comportamiento de doña María les produjo una mezcla de admiración y terror. Pero no creo que ese suceso agravara de forma notoria el conflicto de los bandos, ya suficientemente enconado por entonces.

—¿Y qué pasó luego, en estas últimas décadas?

—Cuando comenzó la guerra dinástica entre los partidarios de doña Isabel y los de Juana la Beltraneja y el rey de Portugal, el bando de San Benito apoyó de forma decisiva a la primera, mientras que el de Santo Tomé se decantó por la parte contraria. Una vez ganada la ciudad de Salamanca para la causa de doña Isabel, algunos caballeros tomesinos fueron castigados con la muerte o el destierro y la mayoría fueron desposeídos de sus bienes y cargos. Los de San Benito, sin embargo, se vieron recompensados y favorecidos. No obstante, pasado un tiempo, los Reyes se dieron cuenta del grave peligro que entrañaba esta situación para la ciudad y pusieron todo su empeño en conseguir la reconciliación entre los bandos, procurando perdonar a unos sin provocar el descontento de los otros, cosa harto difícil, como imaginaréis. Con este fin, impulsaron la firma de una concordia ya en 1476, pero ésta no sirvió de mucho, la verdad; de hecho, los conflictos continuaron hasta que, en 1493, se firmó el definitivo acuerdo de paz. Naturalmente, esto no quiere decir que las diferencias entre los bandos hayan desaparecido. Basta con darse una vuelta por algunas reuniones del Concejo para comprobar que hay un odio larvado esperando el momento de salir a la luz. Por eso, yo que vos me andaría con cuidado cuando pasara junto al Corrillo de la Yerba.