Capítulo 11

A Rojas no le quedó más remedio que dejarse convencer por doña Luisa de Medrano. No se trataba sólo de que la muchacha pudiera tener razón, sino de su gran capacidad para persuadirlo con todo tipo de argumentos y razones, incluidos sus encantos personales, que eran muchos.

—Como sabréis, estamos en pleno territorio del bando de Santo Tomé —le informó, cuando salieron a la calle—, llamado así por la iglesia que se alza justo en medio de la plaza. En torno a ella, fueron construyéndose luego las casas y palacios de las familias más destacadas de esta parcialidad. Esa de ahí es la casa de los Rodríguez de las Varillas. Y, al otro lado de la plaza, haciendo esquina con la calle del Concejo, está el palacio de los Solís. Si os fijáis bien, justo debajo de aquella ventana tan hermosa y tan bien trazada, está el escudo de la familia, un sol radiante sostenido por dos salvajes, o lo que queda de él, pues fue destruido hace varios años por algunos partidarios del bando de San Benito. Según se dice por ahí, los Solís no han querido restaurarlo, para mantener viva la memoria de la afrenta. En cualquier caso, es una prueba más de que el sol de los Solís ya no brilla como solía.

—No sabía que fuerais tan ingeniosa —comentó Rojas entre risas.

—Ni yo que vos fuerais tan adulador —replicó doña Luisa, ruborizada.

—No era ésa mi intención, os lo aseguro —se disculpó él—. Pero decidme: ¿de qué linaje son esos escudos que lo flanquean?

—El de la derecha es de los Rodríguez de las Varillas, con quienes los Solís están emparentados, y el de la izquierda, de los Monroy, a cuya casa nos dirigimos ahora.

—¿Sabéis si vivió en ella doña María la Brava?

—Según me ha dicho Aldonza, fue su abuela la que la mandó construir; y luego su nieto don Gonzalo, hermano de mi amiga, la hizo reformar hace unos años. No es muy grande ni suntuosa, pero a mí me gusta mucho.

—¿Y los escudos que la adornan?

—El que está encima del balcón corresponde a los Enríquez de Sevilla, linaje al que pertenecía el marido de doña María; el de la izquierda es el de los Monroy y el de la derecha, el de los Maldonado. Estos dos se colocaron hace ocho años, tras el matrimonio de don Gonzalo con doña Inés Maldonado de Monleón, un enlace que, en su momento, dio mucho que hablar.

—¿Por qué motivo?

—Porque los Maldonado y los Monroy siempre fueron enemigos irreconciliables, ya que pertenecían a diferentes bandos.

—¿Es a eso a lo que os referíais con lo de historias de familia?

—Más o menos —contestó ella, quitándole importancia.

—Espero que doña Aldonza sea más explícita que vos —comentó Rojas, disponiéndose a llamar a la puerta.

—Antes de entrar en la casa, me gustaría mostraros algo en la iglesia de Santo Tomé —le pidió doña Luisa.

—¿No será una de vuestras tretas?

—¿Por qué decís eso? —le preguntó con fingida ingenuidad—. Estoy de vuestra parte, ¿o es que lo dudáis?

—De acuerdo —concedió Rojas—; vayamos antes al templo.

—Como podéis ver, es una iglesia más bien sencilla, como tantas otras de la ciudad; la diferencia es que ésta guarda una historia trágica en su interior. Esas de ahí son las tumbas de los dos hijos de María la Brava, don Pedro y don Luis, que fueron vilmente acuchillados por los hermanos Manzano, de los que eran muy amigos. Según parece, todo empezó por una disputa en el juego de pelota, cosas de muchachos en definitiva. En un lance, los Manzano porfiaron con el más pequeño de los Monroy, que en ese momento estaba solo, y, en el curso de la refriega, lo apuñalaron casi por accidente. Si los hechos hubieran quedado ahí, tal vez la cosa no hubiera trascendido demasiado. Pero los Manzano, temiendo que el mayor quisiera vengarse en cuanto se enterara de lo ocurrido, decidieron llamarlo para que viniera a jugar a la pelota, y allí mismo le dieron muerte, esta vez de forma premeditada.

»Perder de esa manera, y en un mismo día, a dos hijos varones es mucho más de lo que cualquier madre pueda soportar. No obstante, doña María se guardó su dolor y anunció que se retiraba, con veinte de sus hombres, a descansar en una de sus posesiones de Villalba de los Llanos. Pero sus verdaderas intenciones no eran otras que perseguir sin descanso a los que habían dado muerte a sus hijos. De modo que, en Villalba, trocó sus ropas de mujer por la armadura de caballero y se puso al frente de sus fieles servidores. Durante casi un mes, buscaron a los Manzano por tierras portuguesas hasta que dieron con ellos en un hospedaje cerca de Viseu. En plena noche, derribaron la puerta de la posada y se dirigieron a sus habitaciones sin darles tiempo a reaccionar. Doña María entró la primera y de un solo tajo le cortó la cabeza a uno de los hermanos; y lo mismo hizo con el otro. Cuando los demás quisieron darse cuenta, ella ya salía con los dos trofeos en su mano izquierda camino de Salamanca.

»Nada más llegar, lo primero que hizo fue acudir a la iglesia de Santo Tomé y depositar las cabezas de los Manzano sobre los sepulcros de sus hijos, a modo de ofrenda y en señal de desagravio por su muerte. Y ahí permanecieron varios días, sin que nadie, ni siquiera los familiares de los decapitados, se atreviera a quitarlas. El hecho conmocionó tanto a la ciudad que todo el mundo se encerró en sus casas, durante algún tiempo, por miedo a que se agudizara el viejo conflicto de los bandos.

—Los hechos que con tanta viveza me habéis relatado —comenzó a decir Rojas—, aunque todavía cercanos en el tiempo, nos hablan de una época muy oscura en la que los crímenes de sangre se resolvían siempre con una venganza o una ordalía. Eran tiempos, en fin, en los que la familia de la víctima podía tomarse la justicia por su mano sin tener que rendir cuentas a nadie; ya sabéis: ojo por ojo y diente por diente. O, en última instancia, apelar a una supuesta justicia divina, regida casi siempre por un ritual atroz.

—Por suerte, ahora son los jueces los que determinan quién es el culpable del delito y la pena que, según las leyes, debe recaer sobre él.

—Aunque no siempre es así, como muy pronto iréis descubriendo —puntualizó Rojas.

—Sea como fuere, mi amiga Aldonza vive todavía torturada por aquellos hechos y obsesionada por el espíritu vengativo de su abuela, con la que, por cierto, tuvo mucha relación durante su infancia; de ahí que a ella le interesen tanto la filosofía y la teología. Sin duda, busca respuestas a preguntas muy difíciles de contestar. Y más cuando se ha nacido en una familia que parece perseguida por la tragedia.

—Hablando de preguntas, es hora ya de que vayamos a ver a vuestra amiga.

Cuando los criados acudieron a abrir la puerta, doña Luisa se apresuró a decir que venía a visitar a doña Aldonza, en compañía de un primo suyo que estaba a punto de ser ordenado sacerdote, para mostrarle el maravilloso libro de horas que éste le había regalado. Después de ser recibidos e interrogados por la madre de su amiga, que se mostró recelosa y desconfiada, una criada los condujo a la cámara de la doncella.

—Querida Luisa, no sabes cuánto me alegra tu presencia —exclamó ésta, nada más ver a su amiga.

—Vos siempre tan gentil. Os presento a mi primo Fernando, ese del que tanto os he hablado, el colegial de San Bartolomé —añadió, guiñándole un ojo—. Ahora está de visita en mi casa y quería que lo conocierais.

—No recuerdo que me hayáis hablado de ningún primo —comenzó a decir doña Aldonza.

—Si no estuvierais siempre tan distraída —la interrumpió doña Luisa—, os habríais enterado de que mi primo ha estudiado Teología y está a punto de ser ordenado sacerdote. Pero, venid, dejadme que os enseñe el libro de horas que me ha regalado; seguro que ni la Reina tiene otro igual. Escuchadme —añadió en un susurro, cuando la tuvo cerca, a salvo de oídos indiscretos—. Se trata, en realidad, de un ayudante del maestrescuela, y debo advertiros que lo sabe todo. Pero, tranquilizaos, me ha prometido total discreción. Lo único que quiere es averiguar quién es el culpable de la muerte de Ana López. Y para ello necesita que le contéis todo lo que sepáis. Hablad con él, mientras yo distraigo a vuestra criada.

Doña Luisa cogió el libro de horas y se lo fue a enseñar a la criada con mucho encarecimiento. Doña Aldonza, por su parte, se ofreció a mostrarle a Rojas su pequeña biblioteca.

—No tenemos mucho tiempo. Decidme, ¿qué queréis saber? —le preguntó ésta en voz baja.

—¿Por qué no le comunicasteis a nadie que la muerta era Ana López, vuestra criada? —inquirió Rojas, sin más preámbulos.

—Porque no quería que mi nombre o el de mi familia se vieran implicados en ese oscuro asunto. Mi criada, además, no tenía parientes; si los hubiera tenido, yo misma me habría encargado de que los avisaran. Así que, fuera de nosotros, nadie la ha echado de menos. A mi madre y a mi hermano les he dicho que se había marchado a un convento de forma repentina. Para hacerlo más creíble, me deshice de todas sus cosas y preparé una carta de despedida en la que imité su letra, que conozco bien, ya que yo misma le enseñé a escribir.

—¿Sabéis si vuestra criada se vio envuelta en algún incidente dentro del Estudio?

—Ninguno del que yo tenga noticia. Era muy discreta.

—¿Os comentó si alguien del Estudio se había dado cuenta de que, bajo sus ropas de estudiante, se escondía una mujer?

—Nunca me dijo nada de eso. Y yo no creo que sucediera.

—¿Se os ocurre algún motivo por el que alguien quisiera matarla? ¿Tenéis algún sospechoso?

—No, por Dios. ¿Qué mal hacía? Y no me consta que tuviera enemigos o gente que la odiara o envidiara. Además… —se interrumpió.

—¿Sí?

—Hay algo que Luisa no sabe —prosiguió, por fin—. Desde hace algún tiempo, era yo, y no Ana, la que solía ir a clase vestida de estudiante.

—Vuestra amiga me ha dicho que tenéis prohibido salir de casa.

—Y así es —reconoció—. Pero nada resulta imposible cuando el deseo de saber es más fuerte que la obligación de obedecer, y se cuenta, además, con la complicidad interesada de las criadas.

—¿Y ese día?

—Ese día no me quedó más remedio que permanecer en casa —explicó—, pues tenía el mal que nos aqueja a las mujeres todos los meses. Así que le pedí a mi criada que fuera por mí.

—¿Os dais cuenta entonces de lo que esto significa? —se apresuró a preguntar Rojas.

—¿Queréis decir que el que lo hizo seguramente iba por mí? —preguntó, temerosa, al tiempo que su rostro palidecía.

—Eso me temo —confirmó Rojas.

—No creáis que no lo había pensado —reconoció Aldonza—. Y no podéis haceros una idea de lo culpable que me siento desde entonces. Si yo hubiera imaginado por un momento que la vida de Ana corría el más mínimo peligro…

—Lo sé, lo sé. Y, por eso, creo que no debéis torturaros. Ahora sois vos la que podría estar en peligro.

—No dejo de pensar en ello, día y noche.

—¿Y tenéis alguna idea de quién puede haber sido?

—Supongo que algún viejo enemigo de mi familia.

—¿Os referís a alguien del bando de San Benito?

—Supongo, no sé —titubeó—; lo más probable.

—No os veo muy convencida.

—Me han asustado tantas veces con la posibilidad de que eso aconteciera que ahora no se me ocurre otra cosa —reconoció—. Pero sigo sin poder entenderlo. ¿Por qué ese odio? ¿Qué les he podido hacer yo? ¿Para qué tanta venganza?

—¿Y no habéis pensado en contárselo a vuestra familia?

—Tan sólo serviría para provocar un escándalo y dar lugar a nuevas venganzas y derramamientos de sangre. Ya conocéis la historia de los Monroy.

—Comprendo muy bien vuestros motivos e intenciones —admitió Rojas—. No obstante, debo advertiros que este crimen no puede quedar impune. Mi obligación es averiguar quién lo ha hecho y tratar de evitar que haya otras víctimas. Llegado el caso, y para evitar males mayores, trataré de dejaros al margen hasta donde me sea posible. No puedo prometeros otra cosa.

—Eso es más de lo que me hubiera atrevido a pedir.

—Una última pregunta. ¿Encontrasteis algo entre las pertenencias de vuestra criada que os llamara la atención? ¿Algún objeto de valor, alguna carta?

—Nada, os lo aseguro.

—Está bien, lo dejaremos por ahora. Pero si recordáis algo que pudiera ser interesante para el caso, os ruego que os pongáis en contacto conmigo, en el Colegio de San Bartolomé.

—Así lo haré…

—¿Puedo yo hacer algo por vos?

—Ahora que sé que cuento con vuestra discreción, me gustaría hacerme cargo de los gastos del entierro de Ana y sufragar algunas misas para la salvación de su alma. ¿Podría arreglarse de alguna forma?

—Bastará con un donativo, enviado de forma anónima, al maestrescuela del Estudio. ¿Tenéis medios para ello?

—Por eso no os preocupéis. Os agradezco, de todo corazón, lo que estáis haciendo por mí. Pero ahora debéis iros; temo que mi madre se esté impacientando.

Justo en ese momento, se abrió la puerta y entró doña María, seguida de una sirvienta.

—¿No os lo decía yo?