A pesar de los esfuerzos del maestrescuela, la noticia de la muerte de la muchacha no tardó en extenderse por la ciudad y aun fuera de ella, lo que enseguida dio lugar a todo tipo de rumores sobre la víctima y las circunstancias de su fallecimiento. Como Rojas ya había imaginado, no era ella la única que solía vestirse de estudiante para acudir a la Universidad. Aquí y allá, se empezó a hablar de otros casos, que hasta el momento habían permanecido ocultos. Según se rumoreaba, unas lo hacían por amor al estudio o simplemente por emular a las damas de la corte; otras, sin embargo, se disfrazaban por motivos menos honorables y con la complicidad de algunos estudiantes. Tanto el obispo como los miembros del cabildo estaban escandalizados, los habitantes de Salamanca no daban crédito a lo que oían y los responsables de la Universidad no sabían dónde meterse. A tal extremo llegó el asunto que hasta la propia Reina se interesó por el caso y mandó a la ciudad a un emisario para que hiciera las pesquisas oportunas.
Rojas, por su parte, intentaba permanecer al margen de todo aquello. Bastante tenía con encontrar a alguien que conociera a la víctima y que pudiera aportar algún indicio para resolver el crimen. Pero, hasta el momento, casi todos sus intentos habían resultado infructuosos. Lo único que había logrado averiguar era el nombre de una de aquellas traviesas muchachas. Se trataba de una doncella de noble linaje, llamada Luisa de Medrano, que al parecer vivía con un tío abuelo suyo, don Diego de Medrano, que hacía las veces de tutor, en la plaza de Santo Tomé, frente a la iglesia del mismo nombre. Y hacia allí encaminó sus pasos.
Tras dar con la casa, hizo sonar con fuerza la aldaba de la puerta. Una mujer de edad indefinida, probablemente el ama, le franqueó la entrada y lo condujo a una sala grande, cubierta de tapices. Eran escenas de la guerra de Troya. Mientras esperaba, Rojas se entretuvo en identificar a los personajes que intervenían en ella.
—Veo que estáis admirando mis tapices —dijo don Diego a modo de saludo.
Se trataba de un anciano de pequeña estatura. Tenía el pelo ralo y encanecido y la mirada perdida e inocente. Sus modales eran corteses, pero mostraba cierta negligencia en el vestido.
—Reconozco que estoy impresionado —admitió Rojas.
—Fueron elaborados con esmero en una de las mejores fábricas de Flandes —explicó—. Si se miran de forma sucesiva, girando con rapidez la cabeza en el sentido de las agujas del reloj, parece como si las figuras cobraran vida y movimiento ante nuestros ojos para mostrarnos el desarrollo de la batalla.
—Tenéis razón —confirmó Rojas, con sincero asombro, después de hacer la prueba.
—¿Y a quién tengo el honor de recibir en mi humilde casa? —preguntó el hombre, con la más exquisita gentileza.
—Me llamo Fernando de Rojas y actúo en nombre del maestrescuela del Estudio. Con vuestro permiso —continuó—, quisiera hablar con vuestra sobrina, doña Luisa de Medrano.
—¡¿Con mi sobrina?! —exclamó don Diego, sorprendido—. ¿Y con qué fin?
—No quisiera que os alarmarais —lo tranquilizó Rojas—. Tan sólo pretendo hacerle algunas preguntas.
—¿Tenéis acaso la intención de casaros con ella? —inquirió el hombre con seriedad—. En ese caso, habéis de saber que cualquier pregunta que queráis hacerle, tendréis que formulármela antes a mí, pues sólo tiene catorce años y está bajo mi tutela.
—No son ésas mis intenciones, os lo aseguro.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el hombre decepcionado.
—Lo cierto es que ni siquiera la conozco —se justificó Rojas.
—¿Entonces?
—Veréis. Tengo noticia de que doña Luisa suele acudir a algunas clases del Estudio disfrazada de estudiante…
—¡¿Mi sobrina nieta, decís?! ¡¿Vestida de estudiante?! ¡¿En el Estudio?! ¡Ay, Señor, Señor, las cosas que hay que oír! ¡Pero quién me mandaría a mí hacerme cargo de esta muchacha!
—Comprendo vuestra sorpresa, pero no es eso, de todas formas, lo que ahora me trae aquí.
—¡¿Ah, no?! ¿Es que acaso ha ocurrido algo más grave? —preguntó don Diego, todo alborotado—. ¡Qué va a pensar su madre cuando se entere! Vamos, hablad, os lo ruego.
—Sabed que no he venido aquí para detenerla ni es mi intención denunciarla ni reprenderla. Tan sólo quiero hablar con doña Luisa acerca de un suceso que acaba de ocurrir en la Universidad, por si ella supiera algo.
—¿Y por qué iba a saber algo? ¿Es que acaso está ella envuelta en ese suceso que decís? Con razón afirman —se lamentó— que las desgracias nunca vienen solas. Y pensar que fui yo el primero que la alentó para que estudiara. Nunca, nunca podré perdonármelo. ¡Pero cómo iba a imaginar que su pasión por el latín la iba a llevar tan lejos!
—De todas formas…
—No sé si sabéis que ella es hija de mi sobrino Diego López de Medrano, a quien Dios tenga en su Gloria —continuó, sin que nadie ya lo pudiera interrumpir—, perteneciente a uno de los linajes más importantes de Soria. Por desgracia, mi sobrino murió hace apenas unos años en el cerco de Gibralfaro, en Málaga. Por decisión de los Reyes, su viuda, doña Magdalena Bravo de Lagunas, se trasladó a la corte con su hija mayor, Catalina, mientras que yo me hice cargo de Luis y de Luisa, que, desde muy pequeños, mostraron una gran afición por las letras. A ambos les enseñé latín, filosofía, matemáticas… Y juntos leímos a los grandes poetas e historiadores de la Antigüedad, hasta que llegó el momento en el que mis conocimientos y mi biblioteca se quedaron pequeños y yo ya no tenía nada que ofrecerles. Por fortuna, mi sobrino nieto pudo matricularse enseguida en el Estudio. Luisa, sin embargo, tuvo que conformarse con lo que le contaba su hermano, cuando volvía de las clases. Intenté poner remedio a la situación contratando a alguien que quisiera instruir a mi sobrina nieta. Pero ni yo soy rico ni es fácil encontrar a un maestro que pueda estar a su altura.
—Me hago cargo de lo que decís —lo interrumpió, por fin, Rojas—, y os prometo que intentaré ayudaros en cuanto me sea posible, pero ahora, si me lo permitís, debo hablar con vuestra sobrina. Es muy urgente.
—Está bien. Hablad con ella, si ése es vuestro deseo —concedió—. Pero no dejéis de advertirle de los peligros a los que se expone con su comportamiento. Amenazadla, si es preciso, con enviarla a la cárcel del Estudio, no, mejor a la del Concejo —se corrigió—, pues la otra, a lo mejor, le resulta apetecible. Seguro que a vos os hace caso. Yo ya no sé qué hacer, soy demasiado viejo y demasiado blando para ejercer de padre. Aguardad. Ahora mismo voy a buscarla.
Cuando el anciano abandonó la sala, Rojas suspiró con alivio. La conversación con don Diego lo había aturdido y abrumado un poco. Para distraerse, volvió a mirar los tapices. Primero de cerca y en detalle y, luego, de lejos y de manera sucesiva. Verdaderamente, eran prodigiosos.
—Ya veo que los tapices de mi tío abuelo os tienen encandilado —comentó la muchacha desde la puerta.
Aunque su tutor le había dicho que tenía sólo catorce años, a simple vista parecía mucho mayor. Su aspecto era el de una joven desenvuelta y madura y, al mismo tiempo, desenfadada y risueña. Pero lo que más lo sorprendió fue su extremada hermosura. De ahí que, en un principio, no fuera capaz de comentar nada.
—Dice mi tutor que queréis hablar conmigo.
—Así es —balbuceó.
—La verdad es que no esperaba encontrarme con un bartolomico —señaló ella, tras reconocer sus ropas de colegial—. Me pareció entender que erais un simple alguacil del Estudio.
—En realidad, soy un pesquisidor al servicio del maestrescuela.
—¿Sois entonces de verdad colegial de San Bartolomé o se trata tan sólo de un disfraz?
—Vos deberíais saberlo, que sois la experta en disfraces.
—No sé a qué os referís —replicó ella, con fingida inocencia.
—De todas formas, ¿cambiaría eso las cosas?
—En lo que a mí se refiere, preferiría ser interrogada por un bartolomico.
—Entonces, estáis de suerte —le anunció Rojas.
—No sabéis cómo os envidio —suspiró doña Luisa—. ¿Es cierto que vuestro Colegio tiene la mejor biblioteca de la Universidad?
—Si no os importa, las preguntas, de momento, las haré yo.
—De acuerdo, de acuerdo. Yo sólo pretendía ser cortés con vos. Siempre he oído hablar con encomio de la biblioteca del Colegio de San Bartolomé, pero es posible que hayan exagerado un poco.
—Os aseguro que lo que os han dicho es verdad —se apresuró a decir Rojas, sin darse cuenta de que había caído en la trampa que hábilmente le había tendido la muchacha.
—Pues si es así, me gustaría mucho visitarla. ¿Tendríais vos la bondad de conseguirme una autorización? Consideradlo como una obra de misericordia; ya sabéis: «Enseñar al que no sabe».
—Lo haré encantado, si ése es vuestro deseo, pero a cambio me tenéis que prometer que no volveréis a las clases vestida de estudiante. Considerad esto también como una obra de misericordia: «Dar buen consejo al que lo necesita».
—¿Y quién os ha contado ese secreto? ¿Ha sido mi hermano Luis?
—Los que hacemos pesquisas no tenemos la obligación de revelar esas cosas.
—Ni yo de obedeceros a vos.
—Pero sí a vuestro tutor, al que, por cierto, tenéis muy disgustado, y, por supuesto, al maestrescuela del Estudio. Sabed que éste está tomando ya las medidas oportunas para que ninguna doncella vuelva a poner los pies en las aulas de la Universidad. Con ello —aclaró—, no se trata de cumplir los estatutos del Estudio, sino de poner a salvo vuestra vida y vuestra honra. Creedme, lo que hacéis es peligroso.
—¿Lo decís por lo que le ocurrió a esa pobre muchacha? —se le escapó a la doncella.
—Así es. ¿La conocíais? —preguntó Rojas, sin poder disimular su interés.
—¿A quién? —titubeó doña Luisa—. ¿Yo? ¡No!
—Decidme la verdad, es importante —insistió Rojas, muy serio.
—Me gustaría, pero no puedo hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque hice juramento de no revelarlo a nadie.
—¿Es que no lo entendéis? —preguntó Rojas, indignado—. Estamos hablando de la muerte de una muchacha. ¿A quién estáis protegiendo con vuestro silencio?
—Ella no tiene culpa de nada —se apresuró a decir.
—¿Y quién es ella? —insistió Rojas—. No tengáis miedo de decírmelo. Si, como afirmáis, es inocente, no le va a pasar nada.
—Está bien, está bien; lo diré, ya que ése es vuestro deseo. Es doña Aldonza Rodríguez de Monroy. La muchacha que murió era una de sus criadas.
—¿Estáis segura de ello?
—A vos no hay quien os entienda —protestó la doncella—. Primero, me obligáis a que os lo diga, y, cuando por fin lo hago, no queréis creerme.
—¿Y por qué no ha denunciado su desaparición?
—Porque tiene mucho miedo de verse envuelta en este crimen —explicó—. Su familia no se lo perdonaría nunca. Es nieta de doña María de Monroy, más conocida como María la Brava; supongo que habréis oído hablar de ella. Y no quiero ni pensar en lo que harían los descendientes de esta buena señora si se enteraran de todo esto.
—Está bien. Contádmelo todo desde el principio.
La muchacha esbozó un mohín de disgusto, pero enseguida se lo pensó mejor y comenzó a hablar antes de que Rojas volviera a pedírselo:
—Aldonza y yo somos muy buenas amigas. No en vano las dos somos huérfanas de padre y aficionadas a las letras. Desde hace un tiempo, suelo visitarla para leer o estudiar juntas en su cámara, puesto que a ella no la dejan salir a la calle, salvo para asistir a los oficios religiosos, siempre acompañada, eso sí, por su madre, doña María, o por su hermano, don Gonzalo Rodríguez de Monroy, con el que vive en una de las casas de esta misma plaza. Se ve que tienen mucho miedo de que pueda pasarle algo, pues, como sabéis, pertenecen a uno de los principales linajes del bando de Santo Tomé, también llamado de San Martín.
—¿Tan enconados están aún los ánimos? —preguntó Rojas, sorprendido—. Según he oído, hace ya tiempo que los dos bandos firmaron una tregua.
—En cualquier caso, éstas son heridas que tardan mucho en cicatrizar. Por otra parte, no es sólo de los de San Benito de los que tienen miedo, sino también de algunos miembros de su propio bando.
—¿Por qué lo decís? —preguntó Rojas, interesado.
—No os sabría explicar. Son historias de familia —añadió, con gesto de no querer hablar en ello— que, vistas desde fuera, no son fáciles de comprender.
—Está bien. Proseguid con lo que me estabais contando.
—Durante un tiempo, yo le enseñé a Aldonza todo lo que había ido aprendiendo con mi tío. En los momentos de descanso, las dos fantaseábamos con llegar a ser algún día como Beatriz Galindo, de la que tanto oíamos hablar aquí en Salamanca y de la que, de cuando en cuando, mi madre me enviaba alguna noticia desde la corte, donde reside. No podíamos imaginar mayor honor para una mujer que ser llamada a palacio para enseñarle latín a la Reina y ocuparse de la educación de las infantas y de algunas de sus damas más próximas. Lo malo era que, por el momento, nosotras no teníamos a nadie de quien poder aprender.
—¿Y cuándo se os ocurrió lo de disfrazaros de estudiante?
—Hace cosa de un año, cuando mi hermano Luis empezó a asistir a las clases del Estudio. Estaba tan desesperada por no tener nada que hacer que una mañana le dije a Aldonza: «¿Y por qué nosotras no podemos hacer lo mismo? Bastaría con recogernos el pelo bajo el bonete, oscurecer un poco la voz —esto último lo dijo con voz grave— y vestirnos con la casaca negra, la loba y el manteo». Parecía tan fácil que ese mismo día me puse manos a la obra. Lo primero que hice fue pedirle a mi hermano que me procurara algunas ropas y útiles de estudiante en la calle de los Serranos. Y lo demás fue coser y cantar. Así que, al día siguiente, en lugar de acudir a la casa de Aldonza, como era habitual, comencé a asistir a las lecciones del Estudio.
—¿Y vuestra amiga?
—Mi amiga, por desgracia, no podía acompañarme en esta empresa, ya que, como os he dicho, tenía prohibido salir de casa. Después de darle muchas vueltas, decidió mandar a Ana López, una de sus criadas de confianza, para que asistiera en su lugar, convenientemente ataviada de estudiante, y tomara buena nota de todo lo que el maestro dijera en clase. El arreglo no fue difícil, pues la propia Aldonza le había enseñado a leer y a escribir, en latín y en romance, y, además, le pagaba muy bien por ello. Por las tardes, solíamos vernos las tres en su cámara, para hablar de lo que se había dicho en las clases del día e intercambiar conocimientos y anécdotas. Sabed que a mí me interesan más las leyes, la gramática y la retórica…, mientras que a mi amiga lo que más le importa es la teología y la filosofía.
—¿Y qué pasó con la criada?
—No lo sé, la verdad. Os aseguro que, hasta entonces, no había habido el menor problema. Yo puedo dar fe de ello. Según Aldonza, cumplía su cometido a plena satisfacción, y a la muchacha, desde luego, se la veía encantada, pues su tarea no sólo le permitía aprender, sino también salir de casa.
—¿Sabéis si llegó a tener relación con algún estudiante?
—No lo creo. Las instrucciones de mi amiga fueron tajantes a este respecto.
—Y la familia de Aldonza, ¿creéis que pudo haber descubierto algo?
—Ella se habría dado cuenta. Os aseguro que todo este asunto se llevó con la máxima discreción.
—¿Sospecháis vos de alguien?
—Si fuera así, ya os lo habría dicho, ¿no creéis? —replicó doña Luisa.
—¿Sabéis si la criada tuvo algún percance?
—Ninguno, que yo sepa. Al principio, como es natural, se sentía algo incómoda y un poco intimidada; después, se fue acostumbrando. Pero nunca la vi preocupada.
—Y vos, ¿no habéis tenido miedo en ningún momento?
—En un comienzo, me hacía acompañar por mi hermano Luis, pero luego le fui cogiendo gusto y comencé a moverme por mi cuenta.
—¿Y qué me decís de las clases? —se interesó Rojas—. ¿Os resultaron atractivas?
—Bueno, no todos los maestros del Estudio brillan a igual altura, si bien es cierto que, como dijo Plinio de los libros, no hay maestro malo que no tenga algo bueno, al menos para mí. De todas formas, echo en falta a esos catedráticos de los que tanto he oído hablar, como el maestro Nebrija. ¿Lo conocisteis?
—Tuve la fortuna de asistir a sus clases, a poco de llegar a Salamanca.
—¿Y es verdad lo que dicen de él? —se interesó doña Luisa.
—No sé lo que se dirá ahora de él. Para mí, fue un gran privilegio escucharlo. Me quedaba tan embobado con sus palabras que me olvidaba de copiar la lección en mi cartapacio. Ciertamente, es una pena que tuviera que irse.
—Mi tío abuelo suele decir que se han ido los mejores.
—Eso mismo afirma un buen amigo mío de su misma edad. Pero algunos volverán, no os quepa duda.
—¿Y de qué me serviría, si no van a dejarme entrar en sus clases?
—Tal vez pueda encontrarse algún remedio para eso.
—¿Lo decís en serio? He oído comentar que una hija de Nebrija, llamada Francisca, piensa seguir los pasos de su padre y convertirse en maestra de gramática. ¿Creéis vos que le dejarán impartir clase?
—Esperemos que sí —le contestó, para no desanimarla—. Y a vos, ¿qué os gustaría cursar?
—Yo quiero estudiar Leyes.
—Pues ya somos dos.
—¿Estáis bromeando?
—Desde luego que no.
—¿Y tenéis pensado convertiros en catedrático del Estudio?
—Aún no lo he decidido.
—Ojalá pudiera yo tomar algún día esa decisión.
—Méritos no os iban a faltar, estoy seguro. Y ahora, si me lo permitís, debo ir a visitar a vuestra amiga Aldonza.
—Dejadme, por favor, que os acompañe —se ofreció doña Luisa.
—Es mejor que vaya yo solo —le aseguró Rojas.
—Entonces, no creo que os dejen entrar —repuso ella—. Su casa es una fortaleza inexpugnable para los hombres ajenos a la familia.
—Pero yo represento al maestrescuela de la Universidad.
—No creo que os convenga invocar esa clase de credenciales en esa casa —le advirtió—, podría ser peor para vos. Y, además, dejaríais a Aldonza en mal lugar. Su familia no tiene por qué saber lo que ha ocurrido.
—Entonces, ¿qué me aconsejáis?
—Que me dejéis ir con vos. Les diré que sois mi primo, el que estudia para clérigo, y que se trata de una visita de cortesía. Nadie desconfiará de mí, ya lo veréis.