A la mañana siguiente, Rojas no tardó en cobrar conciencia de que, por muy mal que fueran las cosas, éstas siempre podían empeorar. El día había amanecido frío y ventoso, lo que invitaba a quedarse junto al fuego o en la biblioteca del Colegio con un buen libro en las manos, algo que, por desgracia, él ya no se podía permitir. Acababa de oír misa en la capilla cuando vinieron a buscarlo de parte del maestrescuela con orden de llevarlo de inmediato a las Escuelas Mayores. Intentó averiguar el motivo, pero sus acompañantes le aseguraron que no sabían nada. En el claustro, lo aguardaba el maestrescuela, muy alterado.
—¡Ha ocurrido una gran desgracia! —se adelantó a decir, antes de que Rojas le preguntara—. ¡Han matado a otro estudiante, y esta vez en una de las aulas! Esto va a ser un escándalo —añadió, echándose las manos a la cabeza.
Mientras lo escuchaba, Rojas vio que en la puerta de una de las aulas del lado norte había varios alguaciles del Estudio haciendo guardia, para que no entrara nadie.
—¿Cómo os habéis enterado? —preguntó.
—Lo encontraron los escolares que tenían clase a esa hora.
—Me gustaría interrogarlos —solicitó Rojas.
—Los he mandado fuera para que no alboroten —le explicó el maestrescuela—. No obstante, ya hablé yo con ellos. Según parece, cuando llegaron al aula, las puertas estaban cerradas. Todos aseguran que oyeron ruido en su interior. De modo que intentaron abrirlas a la fuerza, pero, como no cedían, avisaron al bedel, que enseguida les franqueó la entrada, y descubrieron el cadáver. En el aula no había nadie más. Como bien sabéis, ésta tiene una puerta lateral que comunica con una sala contigua que no suele utilizarse. El bedel comprobó que no estaba cerrada con llave, por lo que cabe pensar que el criminal huyó por allí. Naturalmente, he mandado registrar la sala y las aulas más próximas, pero no hemos encontrado ningún rastro del mismo. Seguramente, aprovechó el desconcierto reinante para mezclarse con los estudiantes y maestros que se agolpaban en el claustro y salir luego a la calle sin que nos diéramos cuenta.
—¿Y nadie vio nada sospechoso? —inquirió Rojas.
—No, que se sepa.
—En fin, todo esto parece indicar que el homicida conoce muy bien las dependencias del Estudio y puede pasar inadvertido dentro de ellas.
—¿Creéis que podría tratarse de un estudiante o de un maestro? —inquirió el maestrescuela con asombro.
—Aún es pronto para decirlo. Ahora querría ver el cadáver. Pero no hace falta que me acompañéis. Pedidles a vuestros hombres que sigan buscando.
—Os lo agradezco; no podría soportar verlo otra vez. Lo más horrible —le informó con estupor— es que…
—… le han cortado las orejas.
—¡¿Cómo lo sabéis?! —preguntó, sorprendido.
—Como ya os dije —explicó Rojas—, el autor de estas muertes parece seguir una pauta.
—El caso es que ya han fallecido tres estudiantes —se lamentó don Pedro—, y eso sin contar al testigo que mataron dentro de nuestra propia cárcel. Estoy pensando pedirle al rector que se suspendan las clases.
—No creo que sea buena idea —advirtió Rojas—. Eso sería tanto como sembrar el terror en el Estudio. Y no creo que nuestro hombre mate al azar; seguramente tenga algún motivo para elegir a sus víctimas.
—Pero ¿cuánto tiempo tendremos que esperar? ¿Cuántos habrán de morir antes de que logréis detener al culpable?
—Os recuerdo que yo no me presenté voluntario para hacer este trabajo.
—Lo sé, lo sé —reconoció el maestrescuela—. Y no quiero que penséis que…
—De todas formas —lo interrumpió—, estoy haciendo todo lo posible por llevar esta nave a buen puerto. Tan sólo necesito encontrar algún vínculo entre esas tres víctimas para descubrir y detener al culpable.
—En ese caso, no quiero haceros perder más tiempo.
—Os mantendré informado, no os preocupéis.
El cadáver del estudiante se encontraba apoyado en la cátedra desde la que los maestros solían impartir su lección. Rojas subió con cuidado los peldaños que conducían a ella, como si temiera que de un momento a otro fuera a derrumbarse. Enseguida pudo comprobar lo que, en su interior, ya sabía: que las orejas le habían sido cortadas limpiamente, una vez muerto, y que la lengua estaba negra e hinchada. En el atril, halló un cartapacio con todos los papeles en blanco. Después, miró con cuidado entre las ropas de la víctima, pero no encontró nada. Sin embargo, descubrió algo que despertó su atención. Para cerciorarse, volvió a observar con cuidado la cara y las manos del muchacho; sorprendido, tanteó con cuidado por debajo de sus ropas. Los dos pequeños bultos que encontró bajo su camisa no dejaban lugar a ninguna duda. ¡Era una muchacha vestida con ropas de estudiante!
Mientras completaba su examen, oyó voces fuera del aula. Una de ellas le resultaba conocida. Por lo que pudo entender, se trataba del maestro que venía a impartir la clase, al que los alguaciles no querían dejar entrar. Al ver que éste protestaba, Rojas se decidió a intervenir.
—Os ruego le dejéis pasar —les gritó a los alguaciles—; necesito hablar con él. ¡Ah, sois vos! —exclamó al ver de quién se trataba.
Era fray Juan de Santa María, el nuevo catedrático de Prima de Teología, el mismo que había sustituido a fray Tomás de Santo Domingo, cuya muerte había investigado Fernando de Rojas hacía apenas unos meses. Y, a juzgar por su gesto de sorpresa, el fraile también lo había reconocido.
—¿Puede saberse qué pasa aquí? —preguntó el fraile de manera autoritaria.
—Las preguntas, en este momento, las hago yo —aclaró Rojas—. ¿Teníais clase de Prima de Teología en esta aula?
—Por eso estoy aquí.
—¿Y por qué habéis llegado tan tarde?
—He tenido que atender cierto asunto en el convento, antes de salir, y me he entretenido un poco —se disculpó.
—¿Soléis empezar tan tarde vuestras clases? —inquirió Rojas—. Decidme la verdad.
—¿Por qué me lo preguntáis?
—Esta mañana han matado a un estudiante dentro del aula. Lo han encontrado sus propios compañeros, cuando el bedel abrió el aula, pues la puerta estaba cerrada.
—¡Por Dios Santo! ¡Cómo es posible…!
—Si no os importa —lo interrumpió Rojas—, me gustaría que lo vierais, para ver si lo reconocéis.
—¿Y por qué tiene que ser un estudiante de mi clase?
—Ésa es precisamente una de las cosas que quiero averiguar.
Rojas condujo a fray Juan hasta el fondo de la clase para mostrarle el cadáver, que había vuelto a dejar convenientemente arreglado y con el bonete puesto.
—Desde luego, su rostro me resulta familiar —informó el fraile—. Juraría que se trata —añadió, tras una pausa— de ese escolar tan taciturno que, por lo general, se sentaba en el rincón más apartado de la clase. Pero hace algún tiempo que no lo veía por aquí.
—¿Hablasteis alguna vez con él?
—Que yo recuerde, nunca vino al poste del patio, como es costumbre, para solicitar alguna aclaración.
—¿Podríais decirme si acudía con regularidad a vuestras lecciones?
—Como ya he comentado, tengo la impresión de que llevaba algún tiempo sin venir, pero no podría precisar cuánto. Al principio —añadió—, creo recordar que sí venía con frecuencia.
—¿Habíais notado algo extraño en él?
—¡¿Algo extraño?!
—En sus costumbres o en su manera de comportarse.
—Yo no permito comportamientos extraños en mis clases —proclamó el catedrático, subrayando sus palabras con el dedo índice de la mano derecha.
—Está bien —admitió Rojas—. ¿Cómo era la relación de la víctima con sus compañeros?
—Eso tendréis que hablarlo con ellos, ¿no creéis? Pero ¿por qué me hacéis a mí todas estas preguntas? —protestó, visiblemente irritado.
—Estoy buscando algún indicio para intentar atrapar al que lo ha hecho.
—¡¿Un indicio?! —exclamó—. Esto tiene que ser obra de un hereje o de un maldito converso —sentenció el catedrático, con ánimo provocador—. Y ahora, si me lo permitís, iré a ver al maestrescuela para saber qué ha dispuesto.
Rojas lo vio atravesar el claustro, con su andar arrogante y su gesto indignado, como si lo que de verdad le importara no fuera que hubieran matado a un escolar, sino el hecho de no poder impartir su clase.
Después de dar las debidas instrucciones a los alguaciles apostados en la puerta, Rojas se dirigió a la entrada de las Escuelas, para interrogar a los estudiantes que habían encontrado el cadáver. A esas alturas, tan sólo quedaban tres; los demás debían de haber aprovechado la ocasión para ir a jugar a la pelota o tal vez a los naipes. Cuando se acercó, vio que estaban conversando de forma animosa sobre lo que había sucedido.
—¿Podría alguno de vosotros explicarme qué tiene de apasionante la muerte de un compañero? —les preguntó.
—Perdonadnos si hemos podido dar una falsa impresión —comenzó a decir uno de ellos, con aire circunspecto—. Esta muerte nos ha sobrecogido a todos, desde luego, pero también nos tiene intrigados.
—¿Por qué motivo? —quiso saber Rojas.
—No sabríamos deciros exactamente. Para empezar —razonó el estudiante—, nos han desconcertado mucho las circunstancias en que se ha producido. Hay que ser muy osado para matar a un estudiante en un aula poco antes de que fuera a comenzar la clase. Si hubiéramos conseguido abrir la puerta enseguida, habríamos sorprendido al criminal in flagranti delicto. Pero se ve que se sentía muy seguro, a pesar de todo, y la prueba es que nos dio esquinazo.
—¿Sospecháis de alguien?
—No imaginamos a nadie con tanta sangre fría y capaz de semejante crueldad. Pero es evidente que tiene que ser alguien que conoce bien el Estudio.
—¿Y qué podéis decirme de la víctima?
—Poca cosa, la verdad. Hacía ya varias semanas que no venía a clase. Recordamos haberlo visto, sobre todo, en los primeros meses, pero de repente dejó de acudir; y justo cuando vuelve a aparecer…
—¿Sabéis cómo se llamaba, de dónde procedía?
—Va a ser difícil que encontréis a alguien que pueda responderos a eso —puntualizó otro estudiante—, pues nunca hablaba con nadie, ni siquiera cuando le preguntaban.
—Lo cierto es que era muy distinto a los demás —añadió el tercero, de forma inesperada.
—¿A qué os referís?
—No lo sé —contestó, encogiéndose de hombros—; tal vez fuera su manera de moverse, sus gestos, su cara, en fin, todo.
—¿Estáis de acuerdo? —preguntó Rojas a los otros dos.
Uno y otro asintieron, sin querer comprometerse demasiado.
—Y los demás compañeros, ¿qué pensaban?
—Más o menos lo mismo, supongo —prosiguió el otro—. Pero no creo que eso fuera motivo para matarlo, ¿no creéis?
—¿Recordáis haberlo visto hablar con algún maestro después de la clase?
—Ya os hemos dicho que no hablaba con nadie, y menos aún con los maestros.
—Está bien —admitió Rojas, resignado—. Si recordáis algo u os enteráis de alguna cosa por ahí que tenga que ver con la víctima, os ruego que vayáis a ver al maestrescuela. Él os pondrá en contacto conmigo.
Cuando Rojas volvió a entrar en las Escuelas, todo le daba vueltas en la cabeza: demasiados crímenes, demasiadas incógnitas, demasiadas sorpresas… Eran tantos los elementos que había que encajar que cada nuevo dato que aparecía amenazaba con destruir sus anteriores razonamientos. Resultaba todo tan enrevesado que temía que, en cualquier momento, el curso de sus ideas se detuviera, como ocurre cuando algo obstruye las ruedas de un mecanismo e impide que éstas sigan girando. Necesitaba poner en orden todo lo sucedido con la mayor presteza, y nada mejor para ello que hablar con fray Antonio. Pero antes tenía que ir a ver al maestrescuela. Lo encontró en su escritorio dando órdenes a sus alguaciles, al tiempo que consultaba con interés algunos papeles.
—Pasad, Rojas, y contadme lo que habéis averiguado —inquirió con interés.
—Todo parece indicar —comenzó a decir— que se trata del mismo modus operandi. La novedad es que, en este caso —titubeó—, la víctima ha sido una muchacha.
—Pero ¡¿qué estáis diciendo?! —exclamó el maestrescuela.
—Que bajo los ropajes de estudiante se ocultaba una mujer.
—¡¿Estáis seguro?!
—Totalmente —confirmó Rojas.
—¡Pero esto es lo peor que nos podía ocurrir! ¡Va a ser una catástrofe para la Universidad! ¡Qué van a pensar de nosotros ahora! ¿Habéis hablado con alguien del asunto? —preguntó, alarmado.
—Con nadie, no os preocupéis —lo tranquilizó Rojas—. Ni siquiera se lo he contado a fray Juan de Santa María, que llegó justo en el momento en que estaba examinando el cadáver.
—Acaba de pasar por aquí, muy ofendido por las preguntas que le habéis hecho. ¿Lo creéis acaso sospechoso?
—Para quien hace las pesquisas, todos pueden ser sospechosos, ya sabéis. Pero no creo que sea éste el caso. También he hablado con algunos de los estudiantes que encontraron el cadáver. Al igual que fray Juan, están convencidos de que se trata de un muchacho. Y, desde luego, yo no les he contado nada.
—Habéis hecho bien, hay que intentar que esto no trascienda.
—No sé si podremos evitarlo —objetó Rojas—, pues es preciso averiguar quién es la víctima y avisar a su familia.
—Me temo que su familia, en cuanto lo sepa —replicó el maestrescuela—, estará tan interesada como nosotros en que las circunstancias de esta muerte no se difundan.
—¿Tenéis noticia de otras muchachas que hayan acudido a clase vestidas de estudiante? —preguntó Rojas.
—Como sabéis, no llevo mucho tiempo como maestrescuela. Naturalmente, he oído hablar de algunos casos en el pasado, pero, según parece, se descubrieron pronto, sin que la cosa pasara a mayores. Por eso —añadió, en un susurro—, tenemos que ser cautos, pues ahora se trata de algo mucho más grave.
—Se hará lo que se pueda —prometió Rojas, escéptico.
Después de examinar detenidamente el cadáver de la víctima en el Hospital del Estudio, sin encontrar nada relevante, aparte de lo ya dicho, se fue a ver a fray Antonio de Zamora. Esta vez pudo entrar sin problemas por la puerta trasera del convento, aprovechando la llegada de varios carros cargados de leña recién cortada, con la que los frailes esperaban soportar el crudo invierno que atenazaba a la ciudad. Tras deambular un buen rato por los pasillos y claustros de San Esteban, procurando que los frailes no lo descubrieran, logró dar, por fin, con el hermano herbolario en la farmacia del convento. La mesa en la que éste laboraba estaba llena de tarros con todo tipo de mezclas, hierbas y potingues. También había almireces, redomas, balanzas y extraños utensilios que Rojas no había visto nunca, y, por supuesto, libros y papeles diversos. En medio de todo ese baturrillo, fray Antonio parecía feliz por primera vez en mucho tiempo.
—Se os ve muy animoso —le comentó Rojas—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo?
—Estoy ordenando un poco todo esto, para cuando yo no esté ya en el convento. A vos, sin embargo, os noto de nuevo preocupado. ¿Ha pasado algo?
—El criminal ha vuelto a actuar —respondió Rojas con acento lúgubre.
—¡No es posible! —dijo el fraile—. ¿Por el mismo procedimiento?
—Me temo que sí —asintió.
—¿Alguna amputación?
—En este caso, le han cortado las orejas.
—¡Dios Santo! —exclamó fray Antonio—. De modo que ya no hay duda de que el homicida sigue una pauta.
—Eso parece. Sólo que ahora…
—Hay más cosas, ¿verdad?
—… la víctima —prosiguió— es una mujer.
—¡¿Qué me decís?!
Rojas le refirió todos los detalles sobre el cadáver, así como la conversación que había mantenido con los estudiantes, el catedrático de Prima de Teología y el afligido maestrescuela. Por otro lado, le comunicó que habían matado al antiguo mozo del garito en la propia cárcel.
—¡Es terrible, terrible! —exclamó fray Antonio, llevándose las manos a la cabeza.
—Por mi parte, debo confesaros que todo esto me resulta cada vez más inconcebible —abundó Rojas, con tono desesperado.
—Pero ahora no es momento de rendirse ni de desfallecer —lo animó el fraile—. Hay que pensar, hay que pensar.
—Ojalá bastara con pensar —se lamentó Rojas.
—En estos casos, dos cabezas piensan más que la suma de sus respectivos pensamientos —explicó el fraile—. Veamos. Está claro que la persona que buscáis conoce muy bien las dependencias del Estudio, incluida la cárcel, y puede moverse por ellas sin levantar sospechas.
—Eso parece.
—Por otra parte, no sé si os habéis fijado en que cada órgano o miembro arrancado a las víctimas tiene que ver con un determinado sentido corporal: el tacto, la vista, el oído…
El fraile se detuvo, buscando la confirmación de Rojas, que no tuvo más remedio que asentir.
—Si esto es como digo —continuó fray Antonio—, tan sólo nos faltarían el gusto y el olfato, o, lo que es lo mismo, la lengua y la nariz. ¿Me seguís?
—Os sigo, sí, aunque no me gusta el derrotero que lleváis.
—¿Por qué?
—Porque, si estáis en lo cierto, no resulta muy alentador todo eso que contáis.
—No os entiendo.
—Lo que quiero decir —explicó— es que parece que dierais por sentado que no podré atrapar al culpable antes de que lleve a cabo todo su plan.
—De ningún modo he pretendido daros a entender eso —protestó fray Antonio—. Tan sólo insinúo que nos enfrentamos a un hombre frío y sin entrañas, tal vez a un fanático o a un loco.
—¿Y qué me decís de la nueva víctima?
—¿Os referís al hecho de que fuera una muchacha?
—Así es —confirmó—. ¿Creéis vos que eso ha tenido algo que ver con su muerte?
—Es difícil de conjeturar, a falta de datos. Por otra parte, resulta evidente —razonó— que esa muchacha engañaba a los demás, puesto que fingía ser lo que no era; y eso es algo que, a mi entender, tiene en común con las otras dos víctimas.
—¿En qué estáis pensando exactamente?
—En que los tres hacían trampas, de una manera u otra. Y tal vez alguien haya querido castigarlos por ello.
—Ya veo que os aferráis a vuestra hipótesis.
—Reconoced, al menos, que, si fuera así, estaríamos ante una posible pista.
—No digo yo que eso no tenga sentido. Pero aún es pronto para afirmarlo. Volvamos, si no os importa, a la última víctima. ¿Habíais oído hablar de alguna mujer que se disfrazara de varón para poder acudir a la Universidad?
—Sin duda, no es la primera ni será la última, mientras los estudios estén vedados a las mujeres.
—¿Y conocisteis vos algún caso, cuando estabais en la Universidad?
—Cuando yo era estudiante, oí hablar de una monja franciscana de la que se decía que había asistido a varios cursos en esta Universidad y que iba a clase vestida de fraile, esto es, con el hábito de los franciscanos. Se llamaba Teresa de Cartagena y era de origen converso. Cuando se marchó de aquí, ingresó en el monasterio burgalés de Santa María la Real de Las Huelgas, de la orden del Císter, pues las franciscanas de Santa Clara de esa ciudad no quisieron readmitirla, no sabemos si porque se enteraron de lo que había hecho en el Estudio o por su condición de conversa. Según parece, al poco tiempo de entrar en Las Huelgas, se volvió sorda, lo que sus antiguas hermanas interpretaron como un castigo divino por haber asistido a clase en Salamanca. Inspirada por su dolencia, esta admirable mujer escribió un libro titulado Arboleda de los enfermos, del que me han hecho grandes alabanzas algunos de los que lo han leído.
—¡Un caso interesante! ¿En qué época fue eso?
—Hace cosa de medio siglo.
—¿Y no tenéis noticia de algún ejemplo más reciente, alguno que hayáis conocido vos de primera mano?
—¿Habéis oído hablar de Beatriz Galindo, a la que todos llaman La Latina?
—Algo he oído, sí.
—Teníais que haberla visto cuando yo la traté. Era una auténtica docta puella. Había nacido en esta ciudad en 1465. Su padre, Juan López de Grizio, era un hidalgo de origen zamorano que vivía en la calle del Ave María, al lado mismo de las Escuelas Menores, donde la pequeña Beatriz tenía, por así decirlo, su lugar de juegos. Al ver su notable disposición para el estudio, un tío suyo le había enseñado la gramática latina a una edad muy temprana, y muy pronto empezó a leer, de corrido, a algunos autores de la Antigüedad. Pero era tal su vocación y deseo de saber que, nada más cumplir los catorce años, comenzó a asistir, en secreto, a algunas clases del Estudio; y lo hacía, según parece, «vestidita de varón», como la doncella guerrera del famoso romance. De esta guisa, parece ser que acudió a las lecciones del maestro Nebrija, al que tenía en gran estima y admiración, y de otros conocidos catedráticos de entonces, a los que causaba gran asombro su inmensa sabiduría y su enorme vocación.
»Sus padres, enterados de las andanzas de doña Beatriz, intentaron disuadirla, por todos los medios, de que acudiera a las aulas. Con este fin, contrataron a un maestro recién llegado de Bolonia. Pero, por lo que se ve, no era suficiente para ella, ya que sabía tanto como su preceptor; así que la muchacha aprovechaba cualquier descuido para volver a las andadas. Al final, sus padres decidieron que profesara en un convento, pues de esta forma estaría a salvo de los peligros y asechanzas del mundo y podría darles alguna utilidad a sus estudios. Por otra parte, no hubieran podido dotarla como se merecía en el caso de que hubiera querido casarse.
»Por fortuna, en esa época, la reina Isabel oyó hablar de Beatriz Galindo a un hermano de ésta, secretario del príncipe don Juan, y la llamó a la corte para convertirla en su maestra particular de latín, incluso durante sus campañas guerreras, y, más tarde, en persona de confianza. Esto sería en torno a 1481, cuando la muchacha contaba sólo dieciséis años. Más tarde, se ocupó también de enseñar la gramática latina a las infantas y a algunas damas de la corte, lo que hizo que muchas otras quisieran imitarlas; de ahí que aprender la lengua del Lacio se haya convertido hoy en una costumbre entre las mujeres de la nobleza. Ya sabéis lo que se dice por la corte: “Jugaba el Rey a los naipes, todos éramos tahúres. Estudia la Reina ahora, todos somos escolares”.
»Pero lo más admirable es que a Beatriz Galindo aún le ha sobrado tiempo para escribir algunas obras, como Notas sabias sobre los antiguos, Comentarios sobre Aristóteles y Poesías latinas. Por eso, no es de extrañar que, espoleadas por su ejemplo, muchas doncellas sueñen ahora con convertirse en maestras de gramática, y más aquí en Salamanca, donde vivió y estudió hasta no hace muchos años y donde no faltan buenos maestros, incluso en estos tiempos tan bárbaros, aunque para ello tengan que vestirse de hombre y poner en peligro su honra y el honor de su familia.
Mientras escuchaba a fray Antonio, Rojas no pudo evitar acordarse de las clases que él mismo había impartido hacía algunos años a la hermosa Jimena, por expreso deseo de su padre, y de cómo había terminado para él aquella gozosa y dolorosa aventura. ¿Habría seguido su antigua amada estudiando latín?