A esas horas de la mañana, la calle de las Varillas y alrededores estaba llena de estudiantes que acudían, alborozados y expectantes, a recoger las mercancías que les habían traído los arrieros desde sus respectivos lugares de procedencia o a contratar sus servicios para una nueva expedición. Algunos aguardaban impacientes, desde hacía horas, la llegada del dinero o la comida que les mandaban sus padres, pues, seguramente, llevaban días sin nada que comer. De repente, vio a Lázaro hablando animadamente con un recuero, al tiempo que compartían un trozo de hornazo. Esperó a que terminaran y luego se acercó a él.
—¡Hombre, Lázaro! —lo saludó—. ¿Dónde te habías metido?
—He estado escondido por aquí y por allá —le explicó—, para que no me viera el alguacil al que le rompimos las narices y se liara más la madeja. También he aprovechado para hacer algunas averiguaciones sobre el recuero que encontró el cadáver. Todos afirman que es buen cristiano, aunque un poco pusilánime, que no sé muy bien lo que quiere decir.
—Significa falto de ánimo o valor.
—Pues eso.
—¿Y de la víctima no te han hablado nada?
—Del muerto, curiosamente, todos hablan bien. Y también coinciden en que Pero Mingo no era su verdadero nombre.
—Eso era fácil de imaginar —comentó Rojas—, pues Pero Mingo suele ser un apodo. ¿Y no te han dicho cómo se llamaba en realidad?
—Uno de los recueros me ha contado que, en cierta ocasión, alguien en la calle lo llamó Juan Sánchez. El estudiante entonces se dio la vuelta y le dijo que ése no era su nombre. «¿No eres tú el hijo de Juan Sánchez el Morugo?», insistió el otro. Y Pero Mingo, de muy malos modos, le contestó que ese malnacido no era su padre, que lo dejara en paz. ¿Qué os parece?
—Que no debía de amar mucho a su progenitor —contestó Rojas con ironía.
—Merecido se lo tendrá. Seguro que es un ser vil y despreciable. Hay que serlo para que alguien del que todo el mundo habla tan bien lo repudiara de esa forma.
—Lo importante es que ya sabemos de quién era hijo y cómo se llamaba. Y todo ello gracias a ti, que, según parece, eres persona de recursos y tienes gran olfato para estas cosas.
—La calle enseña mucho —explicó el muchacho, sin darle importancia.
—Serías bueno haciendo pesquisas.
—¿Pesquisas, yo? ¡Ni por pienso! Tan sólo he pretendido serviros de alguna ayuda en vuestro trabajo, pues estoy en deuda con vos.
—Está bien, está bien —admitió Rojas entre risas—. Prometo entonces que no se lo contaré a nadie.
—¿Y a vos cómo se os ha dado?
—No tan bien como a ti. Primero, tuve un problema serio con los alguaciles del Concejo, sobre todo con uno que tenía malas pulgas y la voz gangosa.
—No me digáis más.
—Luego vinieron los del Estudio, dispuestos a enfrentarse con los otros, y, por fin, llegó el maestrescuela, que me sacó del enredo y consiguió que aquello no acabara en tragedia. Sobre la víctima sólo he averiguado que echaba pronósticos y vivía en el mesón.
—¿Y en qué consiste eso de echar pronósticos?
—Los pronósticos —recalcó Rojas— son conjeturas sobre lo que le va a suceder a alguien en el futuro o el tiempo que va a hacer y otras cuestiones que tienen que ver con la bóveda celeste.
—O sea: que era adivino.
—Algo así.
—¿Y cómo no fue capaz de adivinar su muerte?
—A lo mejor sí lo hizo, pero no le sirvió de nada.
—No os entiendo.
—Lo comprenderías si supieras que la muerte es algo inexorable.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que, cuando llega el momento, nadie la puede evitar ni ella se deja convencer con ruegos o promesas ni engañar con ninguna clase de ardid.
—¿Podríais ser más claro en vuestras explicaciones?
—¿Conoces, por casualidad, la historia de aquel guerrero árabe que, al salir de su tienda para ir a combatir contra los cristianos, se encuentra con la muerte y ve que ésta lo mira asombrada?
—No, no la conozco. ¿Cómo sigue? —preguntó el muchacho con interés.
—El guerrero, aterrorizado, montó en su caballo y huyó a galope tendido hacia la ciudad de Granada. Entonces, el rey Boabdil, que había contemplado la escena desde lejos, se dirigió a la muerte y le dijo: «¿Por qué le has hecho un gesto de amenaza a uno de mis hombres, cuando estábamos a punto de entrar en batalla?». «Te equivocas», le respondió la muerte; «yo no le he hecho un gesto de amenaza, sino de sorpresa, pues me ha extrañado mucho encontrarlo aquí, ya que esta tarde tengo una cita con él en Granada».
—Ya entiendo lo que queréis decir —asintió Lázaro—. Por mucho que intentes escapar de la muerte, ella siempre te dará caza a la hora señalada. Me recuerda mucho ese romance que dicen «del enamorado y la muerte».
—Eso es —confirmó Rojas, admirado por las palabras de su discípulo—. Ya veo que, además de despierto, eres un pozo de sabiduría popular. Pero hablemos de cosas menos tristes y, sobre todo —añadió—, intentemos salir de una vez de aquí, pues ya no hay quien pueda dar un paso.
—No sabía yo que hubiera tantos arrieros en Salamanca —comentó Lázaro.
—Ello se debe a que son muy necesarios para el Estudio. Sin su continuo trajinar de un lado para otro los estudiantes apenas podrían subsistir.
—Ahora entiendo por qué se dice: «Estudiante sin recuero, bolsa sin dinero».
—¡Amigo Rojas —gritó de pronto una voz a sus espaldas—, cuánto tiempo hacía que no nos encontrábamos por aquí! ¿No habréis cambiado de arriero?
El que así hablaba era un recuero con la piel llena de arrugas y curtida por el sol y las adversidades.
—¡De ningún modo, amigo Mateo! —aseguró Rojas, dándole un abrazo.
—¿Entonces?
—Veréis. Hace tiempo que le pedí a mi familia que dejara de mandarme comida y dinero, pues a ellos, sin duda, les hace más falta que a mí. Y, como sólo nos escribimos de Pascuas a Ramos…
—¿De modo que os va bien? —se interesó el hombre.
—No puedo quejarme.
—¿Y este mozo que os acompaña? ¿No será vuestro capigorrón?
—Ya sabéis que yo no lo necesito ni puedo permitírmelo.
—¿Qué quiere decir eso de capigorrón? —preguntó Lázaro, con fingida ignorancia.
—Es el criado —explicó Rojas— que le lleva a clase el cartapacio, con los bártulos y el tintero, a su señor, le coge sitio en el aula y le calienta el asiento, si es necesario, con sus nalgas.
—Y, de paso, asiste a las lecciones del Estudio, con más provecho, por lo general, que su amo —completó el recuero.
—Es mi amigo Lázaro de Tormes —aclaró Rojas—. Y él es Mateo Hernández, mi antiguo recuero —añadió, dirigiéndose al muchacho.
—Para serviros —dijo enseguida éste.
—Pues tanto gusto —lo saludó el recuero—. Aún recuerdo las primeras veces que Fernando y yo nos vimos en esta plaza —continuó el hombre—. Parece que lo estoy viendo. A él ya entonces le importaban bien poco la comida y el dinero; se iba derecho a los libros que le mandaba un canónigo de Toledo que lo quería mucho. ¿Os acordáis? —preguntó, dirigiéndose a Rojas.
—¡Cómo no me iba a acordar! Con él fue con quien aprendí las primeras letras —le comentó a Lázaro, un poco avergonzado por las confidencias del recuero.
—En La Puebla de Montalbán —prosiguió el arriero—, su madre siempre me pedía que le diera noticias de Fernando: que si tenía buen aspecto, si creía yo que comía bien o si pensaba que le faltaba algo. «¿Y por qué no se lo preguntáis vos misma en las cartas que le mandáis?», le respondía yo. «Pues claro que lo hago», me comentaba la buena mujer, «pero él nunca me contesta; ya sabéis que siempre anda enfrascado en sus libros. Temo que alguna vez se olvide hasta de comer o de dormir». Así que era yo quien tenía que decirle que, desde luego, tenía buen aspecto, aunque tal vez se le veía un poco pálido, pero que eso se le pasaría con unos días en La Puebla, durante las vacaciones. Y así la mujer se quedaba más tranquila y yo me iba más contento.
—Por eso, no es de extrañar —apuntó Rojas— que en las cartas nos refiriéramos a él como el tío Mateo.
—¡Ay, si yo os contara la de sobrinos que tengo repartidos por esos mundos! ¡Sabed que algunos son hoy grandes dignidades! Y pensar que a muchos de ellos les he tenido que sonar los mocos, cuando venían a buscar el avío.
—Si seguís así, vais a hacernos llorar —comentó Rojas con ironía.
—Es que son ya muchos años y muchas leguas las que llevo encima. Y aún me queda veros a vos hecho catedrático o consejero de los Reyes.
—Sentiré mucho defraudaros —bromeó Rojas.
—Ya me lo diréis dentro de unos años. Y ahora, si me lo permitís, debo atender a mis nuevos sobrinos. Andad con Dios.
—Lo mismo os digo, querido Mateo. Espero veros pronto.
—Y tú, Lázaro —le aconsejó el hombre—, no dejes de seguir los pasos de tu amigo. Mira que no hay mejor vida que la del estudiante ni más trabajada que la del arriero —añadió, entre risas.
Dicho esto, se puso a atender a los escolares que lo aguardaban dando gritos alrededor como polluelos hambrientos a la espera de que la madre les ponga en el pico la comida.
—¿Y bien? —le preguntó Rojas a Lázaro—. ¿Qué te ha parecido lo que ha dicho el arriero? ¿No te gustaría estudiar en la Universidad?
—Si os soy sincero —respondió éste de inmediato—, preferiría estudiar en otra clase de academias.
—¿Y qué academias son ésas? —quiso saber Rojas.
—Aquellas en las que te enseñan toda clase de oficios para vivir sin tener que trabajar.
—Extrañas academias son ésas, la verdad. ¿Y a qué oficios te refieres concretamente? —inquirió Rojas.
—Ya podéis imaginaros —respondió Lázaro, con gesto cómplice.
—¿No estarás pensando en las artes de Caco?
—No conozco a ese tal Caco ni lo he oído mentar nunca como maestro del oficio.
—Era un gigante mitológico que le robó a Hércules una recua de bueyes, haciendo que caminaran de espaldas hacia su escondrijo para que no dejaran huellas claras del delito.
—Pues sólo por esa treta bien merecía ser catedrático.
—De hecho, a los que se dedican a esos menesteres se les llama a veces con su nombre —explicó Rojas.
—No sabía yo que los ladrones tuvieran tan noble prosapia.
—Ni yo que hubiera academias de esas que dices.
—¡Cómo se ve que, al fin y al cabo, sois hombre de libros y apenas sabéis nada del mundo que pisáis! Si no fuera así —añadió Lázaro, muy solemne—, no ignoraríais que aquí en Salamanca se encuentran las más famosas, que, al mismo tiempo, son las más infames.
—Eso último no lo dudo. ¿Y crees tú que es necesario pasar por ellas para ejercer de maleante?
—Desde luego, no es obligatorio —explicó el muchacho—, pero sí muy aconsejable, pues no creáis que en esto de la delincuencia todo es llegar y poner el cazo. Antes tenéis que ir a rendirle pleitesía al maestrescuela de la academia y, una vez que se digne en daros audiencia, rogarle, encarecidamente y con el debido respeto, que os deje entrar en su hermandad. Este os hará entonces un examen para ver qué cosas sabéis hacer y cuáles son vuestras aptitudes y credenciales. Si superáis la prueba, os otorgará el grado de aprendiz, con el compromiso de respetar a pie juntillas todas las costumbres, mandamientos y ordenanzas de la honorable cofradía. Y, durante el tiempo que dure el aprendizaje, no tendréis derecho a participar en los repartos de lo obtenido en cada jornada, salvo que se trate de ropa vieja o comida. A cambio, recibiréis, eso sí, las lecciones de los mejores titulados en cada género de robo, engaño y estafa. Y, de cuando en cuando, podréis asistir también a las lecciones generales del maestrescuela, que, aunque son menos provechosas para el manejo del oficio, son de mucha utilidad para conocer la filosofía de este peculiar negocio.
—¡A veces me maravilla oírte hablar! —exclamó Rojas, con sincera y renovada admiración—. ¿Y, en total, cuántas de esas honorables hermandades o cofradías hay en Salamanca?
—Ni más ni menos que dos, que, en connivencia con los dos bandos de la nobleza, se tienen bien repartida la ciudad, lo que no quita para que siempre anden a la greña por un quítame allá estas bolsas o un no me ocupes este sitio. Pero las dos tienen una misma sustancia y una divisa común: «Lo que naturaleza no te da, te enseñará a alcanzarlo la hermandad».
—¿Y viene mucha gente de otros lugares y reinos a estudiar en estas academias? —siguió preguntando Rojas, sólo por el placer de escuchar las respuestas.
—Tal es la fama de Salamanca que aquí llegan de continuo aspirantes de todos los sitios, aunque muchos lo hagan so capa de llevar a cabo otro tipo de estudios de más prestigio y consideración.
—Sin duda, la mayoría se matricula en la Universidad para poder gozar de las ventajas y privilegios de su fuero, e incluso para tener amparo en caso de ser perseguidos por la justicia del Concejo.
—Sabed que por aquí ha pasado la flor y nata de la delincuencia no sólo de Castilla, sino también de Aragón y de Sicilia, desde que reina en ella don Fernando el Católico, e incluso de otros lugares.
—Ya veo que conoces bien el asunto —declaró Rojas, sorprendido y un tanto admirado por el desparpajo de su protegido.
—Tanto que, en muy poco tiempo, alcanzaría, si me lo propusiera, el grado de licenciado —proclamó Lázaro con orgullo.
—Y el de doctor, faltaría más —añadió Rojas, con tono jocoso—. Pero, digo yo, ¿no sería mejor dedicar todo tu esfuerzo y tu inmenso talento a unos estudios que, además de sabiduría, te proporcionen honra y honor?
—¿Acaso con esas cosas se puede comer caliente todos los días? Porque, para pasar hambre o necesidad, mejor me quedo donde estoy.
Ante tan contundente respuesta, permanecieron los dos callados durante un buen rato. Al cabo del cual, Rojas volvió a preguntar:
—¿Y si te consiguiera una beca en algún colegio? Así comerías caliente todos los días y te convertirías en un hombre de provecho.
—¿Y yo qué tendría que hacer a cambio? —inquirió Lázaro, receloso.
—Bastaría con cumplir las reglas del colegio y asistir con regularidad a las clases del Estudio. No es difícil, te lo aseguro, y menos para un muchacho tan despierto como tú. Ser estudiante de la Universidad tiene, por otra parte, muchas ventajas, como bien sabes.
—Está bien, está bien —concedió—. Si tanto empeño tenéis, lo podría intentar. Pero, eso sí —advirtió de inmediato—, no os prometo nada.
—Me alegra mucho oírte decir eso —le confesó Rojas—. En cuanto resuelva este caso que tengo entre manos, hablaré de ello con el maestrescuela del Estudio.
Aunque aún no había comido, Rojas decidió pasar por San Esteban, no fuera a ser que fray Antonio volviera a enfadarse con él. Dado que en el convento no era muy bien recibido, y con el fin de evitar posibles incidentes, decidió entrar por el huerto, tras saltar, eso sí, el grueso muro que lo separaba de la calle y del arroyo de Santo Domingo; luego se dirigió a la celda de su amigo, confiando en que se hubiera retirado a dormir la siesta.
—Querido Rojas, ¿cómo estáis? —preguntó éste, sorprendido, cuando lo vio en la puerta—. Me alegra mucho que hayáis venido a visitarme. ¿Qué noticias tenéis?
—Lo cierto es que muchas, tal vez demasiadas —contestó Rojas, apesadumbrado.
—Y ya veo que no todas buenas.
Sin perder un instante, Rojas lo puso al corriente de sus hallazgos sobre la muerte de don Diego y la aparición del nuevo cadáver, lo que entristeció mucho a fray Antonio. Él también pensaba que los dos crímenes podían estar relacionados, pues parecía evidente que su autor seguía una pauta; la forma de matar, desde luego, era la misma y, en ambos casos, iba seguida de una profanación del cuerpo. Luego, también estaba el hecho de que el cadáver estuviera escondido, pero al mismo tiempo a la vista, como si se tratara de un juego o una especie de ritual.
—En el caso del tahúr —continuó Rojas—, parece evidente que, de una manera u otra, lo han matado por algo que tiene que ver con los naipes. Pero ¿por qué han podido matar a Pero Mingo o comoquiera que se llamara?
—Los echadores de pronósticos —explicó fray Antonio— son muy populares, pero también despiertan recelos y el rechazo de mucha gente, que ve en ellos un engaño o, peor aún, la sombra del Diablo.
—Vaya, tenía que salir a relucir —comentó Rojas, con resignación.
—¿De qué os extrañáis? Detrás de una mala acción, se supone que está siempre el Maligno, ¿no es así?
—Ya. Pero obrar bien o mal es cosa de cada uno —replicó Rojas—; para eso Dios nos hizo libres.
—Eso no quita para que podamos ser también un instrumento del Diablo.
—El caso es que —confesó Rojas, pensativo, como si acabara de recordar algo importante—, cuando le preguntaban a Pero Mingo que dónde había aprendido a hacer pronósticos, solía contestar que había estudiado en la famosa Cueva de Salamanca, donde se había licenciado en nigromancia. ¿Qué creéis vos que quería decir?
—Tal vez se tratara sólo de una broma o tal vez lo dijera para darse de alguna manera importancia.
—Pero vos sabéis, igual que yo, que todo eso de que el Diablo da clases de ciencias ocultas en la Cueva no es más que una leyenda.
—Lo importante, en cualquier caso —apuntó fray Antonio—, es lo que crean los demás. Y, según parece, cada día son más los estudiantes que se aprovechan de esas leyendas y de esos supuestos conocimientos para engañar a los pobres incautos. De hecho, algunos van en cuadrilla, de pueblo en pueblo, embaucando a la gente con todo tipo de embustes y embelecos. Y hasta los hay que fingen ser mágicos y van por las aldeas diciendo que son capaces de hacer llover o despejar el cielo, según convenga, hasta que el engaño se descubre y tienen que salir por pies.
—Por lo que me contó el mesonero, eso fue precisamente lo que le pasó a Pero Mingo hace algún tiempo.
—¿Lo veis? Eso demuestra que no era trigo limpio.
—¿Qué insinuáis?
—Que a lo mejor lo mató alguien a quien había engañado. Y lo mismo cabe decir de don Diego.
—Pero ¿por qué?
—Por aprovecharse de alguna ventaja o por hacer trampas, lo mismo da —contestó el fraile—. Se ve que al que lo hizo no le gusta nada esa gente que va por el mundo engañando a los otros, ya sea en la vida o en el juego.
—¿Estáis seguro de lo que decís?
—Naturalmente es tan sólo una hipótesis —reconoció fray Antonio.
—En ese caso, es mejor que me vaya a dormir.
El día, desde luego, había sido largo y agitado para Rojas, pero, cuando llegó al Colegio de San Bartolomé, aún le aguardaba otra sorpresa. El maestrescuela había dejado recado de que se pasara cuanto antes por la cárcel del Estudio. Aunque el mensaje era muy escueto, su tono apremiante no hacía augurar nada bueno.
En efecto, allí le contaron que alguien había matado a su principal testigo. A la luz de una antorcha, Rojas comprobó que la víctima había sido acuchillada. Por otra parte, el carcelero le aseguró que el muchacho estaba solo en su celda cuando lo mataron, y que nadie había entrado o salido de las dependencias después de la hora de comer. Sea como fuere, para Rojas estaba claro que esa muerte no entraba en la serie, pues tan sólo tenía una finalidad práctica. Quedaba por saber, eso sí, cómo el criminal había podido entrar en la cárcel, matar a su víctima dentro de su calabozo y luego huir sin ser visto por nadie.