La noche había sido larga e intensa para Rojas. Después de dejar al muchacho a buen recaudo, se dirigió al Colegio de San Bartolomé para descansar un poco, pues llevaba ya muchas horas sin probar el lecho. Estaba a punto de dormirse cuando comenzaron a golpear con insistencia en la puerta de su celda.
—¡Fernando, Fernando! Despertad, soy Lázaro.
—Vuelve más tarde, que me acabo de acostar —consiguió balbucir.
—Es urgente —insistió el mozo—. Debéis acompañarme; han encontrado a otro estudiante muerto.
—Pero ¿qué estás diciendo? —preguntó Rojas, mientras se incorporaba y se dirigía a abrir la puerta.
—Lo que habéis oído. Y, si no os dais prisa, llegarán antes los alguaciles del Concejo.
—Pasa y cuéntame lo que sepas, al tiempo que me visto. Por cierto, ¿cómo has entrado en el Colegio?
—Ya os lo comentaré luego. Lo importante —añadió— es que acaban de descubrir un cadáver en una cuadra del mesón del Arco; está dentro de un serón, encima de una mula, como si fuera una carga.
Rojas sabía bien que en el mesón del Arco, al igual que en los situados en los alrededores de la calle de las Varillas, paraban los arrieros o recueros que prestaban servicio a los escolares de la Universidad. Su misión era transportar mercancías y dinero entre los diversos lugares de procedencia de los estudiantes y la ciudad de Salamanca; de ahí que su trabajo estuviera regulado por los estatutos del Estudio, que establecían, con claridad, quiénes podían ser arrieros y cómo debían éstos ejercer un oficio del que tantas personas e intereses dependían. De hecho, la mayoría de los arrieros estaban matriculados en el Estudio, para poder beneficiarse del fuero académico en el caso de que fueran víctimas de algún robo, obstrucción, engaño o maltrato, y garantizar así el desempeño de su importante tarea.
Cuando llegaron al mesón, los curiosos se arremolinaban ya delante de la puerta, preguntando qué había sucedido, quién era la víctima, cuándo y cómo lo habían hecho…
—Dejen paso a la justicia del Estudio —comenzó a gritar Rojas con tono imperioso.
Pero las voces no bastaron, y tuvieron que abrirse paso a empellones. Dentro del patio, encontraron a un arriero sentado junto al pozo. Tenía la mirada perdida y el gesto desolado, como si el mundo entero se le hubiera venido encima.
—¿Quién sois vos? —preguntó el mesonero, que estaba junto al otro, intentando reanimarlo.
—Soy el bachiller Fernando de Rojas y vengo de parte del maestrescuela, pues nos han dicho que la víctima es un estudiante.
—Así parece, por las ropas —confirmó el mesonero—. ¿Y ese muchacho?
—Es quien nos ha avisado. ¿Podríais decirme dónde está el cadáver?
En cuanto el arriero oyó la última palabra, comenzó a proferir maldiciones y a agitarse de forma violenta, como un poseso.
—Ahí dentro, en la cuadra, sobre una mula —respondió el mesonero, cada vez más alterado—. Y llévenselo cuanto antes, o perderé mi buena reputación y, con ella, toda mi clientela.
Desde la puerta, Rojas comprobó que la mula se había detenido en medio de la cuadra, como si estuviera esperando la llegada del arriero para ponerse en marcha.
Después, se acercó con cuidado y vio que, en efecto, el cadáver estaba embutido en un gran serón de esparto, colocado sobre las albardas del animal; la cabeza y los hombros, en un lado; los pies y las piernas, en el otro; mientras que el resto aparecía cubierto por una manta. En ese momento entró el arriero, algo más tranquilo, seguido del dueño del mesón.
—¿Es tuyo ese animal? —le preguntó Rojas al recuero.
—Ojalá pudiera decir que no lo es.
—¿Quién lo encontró así?
—Fui yo mismo, hace un rato. Iba a darles de comer a las mulas, cuando vi que una de ellas estaba ya aparejada para el viaje. Levanté un poco la manta y me encontré con lo que vos habréis visto mejor que yo, pues enseguida me alejé del animal para dar la voz de aviso.
—¿Os importaría ayudarme?
—Preferiría no hacerlo —contestó el arriero—, pero si de esta forma puedo conseguir que lo bajéis y dejéis, de una vez, libre al animal, contad conmigo.
—Lo mismo digo —añadió, por su parte, el mesonero.
—Tú, Lázaro, espera ahí fuera —ordenó Rojas—; será lo mejor.
Entre los tres retiraron el serón de la mula y lo depositaron en el suelo. Después, quitaron la manta y sacaron el cuerpo con cuidado. Cuando por fin pudieron verle la cara, descubrieron con horror que le habían sacado los ojos.
—¡Madre de Dios! —exclamó el mesonero, persignándose.
—¡Por los clavos de Cristo! —blasfemó el arriero, conteniendo a duras penas las arcadas.
—¿Lo conocíais?
—Todos aquí lo conocían —respondió el dueño del hospedaje—. Es el bueno de Pero Mingo, el que hacía pronósticos en el mesón.
Rojas se puso de espaldas a los dos hombres y se agachó, con disimulo, para examinar el cadáver. Dejando aparte las cuencas de los ojos, el cuerpo no presentaba ninguna otra herida. Después, le abrió la boca y comprobó con asombro que tenía la lengua negra e hinchada. De pronto, empezaron a oírse grandes voces en el patio; eran los alguaciles del Concejo.
—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó uno de ellos, asomándose a la cuadra.
El hombre tenía la voz gangosa, a causa de una lesión en la nariz, pues la llevaba vendada. De modo que Rojas supo enseguida quién era.
—Se trata de un estudiante muerto —contestó de forma escueta.
—¿Y vos quién sois?
—El ayudante del maestrescuela.
—¿Y se puede saber qué estabais haciendo junto al cadáver? —inquirió el alguacil.
—Evidentemente, estoy examinándolo, para tratar de descubrir cómo ha muerto —contestó Rojas con sequedad.
—¿Y no sería más bien que estabais ocultando alguna prueba?
—¡Qué sabréis vos de pruebas! —replicó Rojas, irritado—. No las veríais ni aunque os las pusieran delante de las narices, suponiendo, claro está, que las tuvierais, pues en mi vida he visto un alguacil tan romo.
El mesonero no pudo reprimir la risa, a pesar de la angustia que lo atenazaba.
—¡Daos preso! —se revolvió el otro—. Pagaréis cara vuestra impertinencia.
—Vos no tenéis autoridad para detenerme.
—Es posible que no, pero, a cambio, tengo varios hombres a mis órdenes y una espada deseosa de traspasaros.
—¿Y no tendréis por casualidad otra para mí? —se burló Rojas—. Con las prisas, me dejé la mía en la cámara.
—No pienso permitiros que uséis ninguna treta conmigo. A mí, mis hombres —les ordenó—. ¡Detenedlo!
Todos los alguaciles presentes lo rodearon con las espadas desenvainadas y dispuestos a usarlas. Por suerte para Rojas, en ese momento aparecieron los alguaciles del Estudio, que se situaron detrás de los del Concejo.
—Un momento, ¿qué sucede aquí? —preguntó el que los mandaba a voz en grito.
—Estos señores —explicó Rojas— quieren impedir que haga el trabajo que me tiene encomendado el maestrescuela.
—Eso es falso —replicó el alguacil—; el cadáver acaba de ser descubierto y no ha habido tiempo de que le hayan ordenado nada.
—Eso ahora no importa —repuso Rojas—. La víctima es un estudiante, y lo más probable es que su muerte tenga que ver con otro caso que estoy investigando.
—¿No será el del muerto de la tinaja? —preguntó con ironía el alguacil—. Sabed que ese muerto lo encontramos nosotros, y aún estamos esperando que descubráis algo.
—Por desgracia, carezco de vuestro olfato —apuntó Rojas con insolencia, provocando la risa de los alguaciles del Estudio.
—No pienso aguantar ninguna impertinencia más. ¡Detenedlo, he dicho! —añadió dirigiéndose a sus hombres.
—¡Alto ahí! —ordenó el que iba al frente de los otros alguaciles—. No podéis detenerlo. Este hombre es nuestro.
—No hagáis caso —rechazó el del Concejo—; sólo quieren burlarse de nosotros.
—Si no revocáis de inmediato vuestra orden, seréis vos el detenido.
—Adelante, venid por mí —lo retó.
—Vosotros, ayudadme a quitarle la espada y a prenderlo —ordenó el del Estudio a dos de sus hombres—. Los demás, mantened a raya a los otros.
—¿A qué esperáis para venir a protegerme? —gritó el que mandaba a los alguaciles del Concejo—. Y el resto, atacad de una vez.
Aunque los alguaciles de cada bando se resistían a acometer a los otros, para evitar una carnicería de incalculables consecuencias, la tensión se había hecho tan fuerte que en cualquier momento podía desencadenarse la batalla entre ellos; de hecho, todos aguardaban lo inevitable con las espadas en alto. Y así habría ocurrido si, en ese momento, no hubiera llegado el maestrescuela.
—Pero ¡¿qué ocurre aquí?! —preguntó éste, asombrado.
—Mucho me temo que nos encontramos ante un conflicto de jurisdicciones —le informó Rojas con tranquilidad.
—¿Por qué motivo?
—Ha aparecido otro estudiante muerto, y los alguaciles del Concejo no nos dejan hacernos cargo de él.
—¿Es verdad eso? —preguntó el maestrescuela al que dirigía a los otros.
—Aún no sabemos si el muerto era en verdad un estudiante.
—¡Yo mismo os informé! —le gritó Rojas—. Por otra parte, su muerte parece tener relación con la del otro escolar.
—¿Estáis seguro de ello? —inquirió el maestrescuela.
—Hay hechos que así lo confirman —confirmó Rojas.
—Aunque eso fuera cierto —repuso el alguacil—, debo señalaros que vuestro hombre me ha provocado de forma reiterada.
—Empezasteis vos, cuando me tratasteis como a un sospechoso.
—¿Y qué iba yo a pensar? Os encontré manipulando el cadáver.
—Eso es absurdo —protestó Rojas.
—Bueno, basta ya —cortó el maestrescuela—. Como representantes de la autoridad que sois, deberíais trataros con más respeto a partir de ahora y pediros disculpas mutuamente por lo acontecido. En cuanto al cadáver —sentenció—, nos corresponde a nosotros, por ser un estudiante y por su posible relación con el otro asunto. No se hable más.
—Esto no va a quedar así —protestó el alguacil—. Informaré de todo esto al Concejo.
—Andad con Dios. Si dentro de un momento todavía seguís aquí —le advirtió el maestrescuela—, os mandaré detener por desacato.
—Sabed que pienso denunciaros por abuso de autoridad —amenazó el otro, mientras se daba la vuelta para emprender la retirada.
—Haréis muy bien. Y ahora —añadió dirigiéndose a Rojas— vayamos a ver ese cadáver.
—Os aviso de que su cara es bastante desagradable.
—No creo que sea mucho peor que la de ese condenado alguacil.
—En eso tenéis razón —reconoció Rojas, riendo de buena gana.
No obstante, cuando estuvo frente a él, el maestrescuela tuvo que girar la cabeza y mirar hacia otro lado.
—¡Dios Santo! —exclamó—. ¿Quién ha podido hacer esta brutalidad?
—Mi opinión es que se trata del mismo que mató al otro estudiante.
—¿Lo decís por el ensañamiento?
—Y por un detalle aún más importante: los dos tienen la lengua negra e hinchada, lo que quiere decir que ambos han muerto envenenados, y con el mismo tósigo. Mirad —le dijo, mostrándosela.
—Es verdad —confirmó el maestrescuela, tras un breve vistazo—. ¿Y decís que el otro cadáver presentaba los mismos síntomas?
—Así es. También he comprobado —continuó— que los ojos le fueron arrancados después de muerto, al igual que ocurrió con las manos de la anterior víctima.
—¡Al menos les ahorraron ese sufrimiento! —exclamó el maestrescuela.
—Según creo, podría tratarse de una advertencia dirigida a terceras personas.
—Entonces, ¿estáis seguro de que ambas muertes están relacionadas?
—Las dos siguen un mismo patrón —explicó Rojas—, aunque con algunas variantes. Por eso, estoy convencido de que no se trata de dos crímenes aislados; y podrían no ser los únicos —añadió con gesto de preocupación.
—Que Dios nos coja entonces confesados. ¿Sabéis ya de quién se trata? —preguntó el maestrescuela.
—El mesonero lo ha reconocido. Al parecer, hacía pronósticos a sus clientes. La inoportuna irrupción de los alguaciles me ha impedido averiguar más.
—¿Y del otro caso qué sabéis?
—Lo primero que he averiguado es que don Diego era un tahúr.
—¡¿Un tahúr?!
—Y de los buenos. Según parece, murió envenenado en un garito de la ciudad.
—¡No puede ser! —rechazó el maestrescuela.
—Por lo que me han contado, un desconocido le dio unos polvos a uno de los mozos del garito para que se los echara en el vino, con la intención de dormirlo; de esta forma, los demás jugadores podrían aprovechar para ganarle, por fin, una partida, pues, por lo general, era imbatible y tenía fama de fullero.
—¿Fullero?
—Tramposo —aclaró Rojas—. Pero, por lo visto —continuó—, se trataba de un terrible veneno. Y el coimero o dueño del garito, en cuanto comprobó que estaba muerto, mandó que lo sacaran y lo dejaran en la calle, como es costumbre en tales sitios, para evitar problemas con la justicia.
—¿Y quién le cortó las manos a la víctima y la metió dentro de la tinaja?
—Eso es justo lo que me falta por averiguar, pero supongo que el mismo que mandó que lo envenenaran o alguno de sus cómplices.
—¿Qué pasó luego con el mozo del garito?
—Huyó, nada más ver lo que había sucedido, por temor a que lo inculparan. Por fortuna, di con él y ahora está a buen recaudo en la cárcel del Estudio…
—¿Y cómo es que no me habíais dicho nada?
—Ha sido esta misma madrugada. Después, he ido a acostarme, pues he pasado la noche en blanco y no podía ni tenerme en pie.
—¿Y os ha descrito al desconocido?
—No pudo verlo bien, pues iba embozado. Pero se ha comprometido a identificarlo, si damos con algún sospechoso.
—Pues procurad que sea pronto —lo apremió—; no podemos permitirnos que haya otra muerte.
—Lo cierto es que este nuevo crimen viene a complicar todavía más el caso —razonó Rojas—. Pero tal vez pueda arrojar nueva luz sobre el primero. Así que me ocuparé de ambos a la vez.
—Haced lo que estiméis más oportuno, pero quiero que me entreguéis un culpable enseguida.
Después de ordenar a sus hombres que se llevaran el cadáver, el maestrescuela se despidió de los presentes y se volvió al Estudio, donde, según comentó, le esperaban muchos asuntos que atender. Rojas, por su parte, entró a ver al mesonero, que andaba trasteando por la cocina, como si buscara algo útil que hacer, para no tener que darle más vueltas a la cabeza. Sin duda, estaba muy apenado y preocupado por lo que había ocurrido.
—¿Podéis hablar conmigo un momento? —le preguntó Rojas.
—Os mentiría si os dijera que lo haré con gusto —reconoció el mesonero—. Lo que más me apetecería ahora es meterme en la cama y levantarme dentro de tres días, cuando esta pesadilla haya concluido, pero no puedo hacerlo, pues yo soy el único patrón de esta nave…
—Antes me contasteis —lo interrumpió— que la víctima hacía pronósticos. ¿—Queréis decir que era astrólogo?
—Eso y muchas otras cosas.
—¿De qué tipo?
—Según me dijo una vez, también era llovista.
—¿Llovista?
—Es aquél —explicó— que mediante el empleo de conjuros o artimañas pretende hacer llover a voluntad. Pero de esto no puedo dar fe, pues nunca lo vi.
—¿Y hacía mucho tiempo que paraba en vuestro mesón?
—Unos cinco meses. Aquí tenía techo, cama y comida casi de balde, pues atraía a muchos clientes con sus pronósticos. A los arrieros les decía si les iba a ir bien en su ruta o si iban a tener algún contratiempo, y qué podían hacer para evitarlo; y, por lo que luego podía oír, casi siempre acertaba. De modo que lo tenían en gran aprecio.
—¿Se le conocía algún enemigo?
—No, que yo sepa, a pesar de que los de su oficio siempre despiertan todo tipo de recelos y desconfianzas. Tal vez alguno le tuviera ojeriza por algo que hubiera dicho o hecho, pero no tanta como para matarlo de esa forma. Es cierto que, cuando llegó aquí, venía huyendo de Alba de Tormes, donde, según me dijo, le habían pagado para que hiciera llover, y lo único que al parecer consiguió, tras muchos vanos intentos, fue que cayera una granizada de mil demonios. Y tan gruesos y duros eran los granos procedentes del cielo que algunos vecinos lo apedrearon con ellos hasta dejarlo maltrecho en medio del campo. Así que ya no volvió a esas andadas. En cuanto se repuso, optó por quedarse en mi mesón haciendo pronósticos; y, por mi parte, puedo aseguraros que nunca tuvo ningún problema con sus clientes, que eran también los míos.
—¿Sabéis si era estudiante?
—Él decía que estudiaba Leyes, pero yo nunca lo vi con libros, aunque conocimientos sobre ese y otros asuntos no le faltaban. Cuando la gente le preguntaba que dónde había aprendido a hacer sus pronósticos, él siempre contestaba que había estudiado en la Cueva de Salamanca, donde se había licenciado en nigromancia y otras ciencias ocultas. Pero nadie se lo creía; era demasiado bueno e inocente como para andar metido en esos antros. La prueba es que, en todo el tiempo que paró aquí, jamás se vio envuelto en una disputa ni engañó a nadie. Como os decía, los arrieros, que por lo general son gente ruda y de áspero trato, sentían por él gran admiración y respeto. Durante el tiempo que, entre viaje y viaje, tenían que permanecer en el mesón, los entretenía con toda clase de juegos y trucos dignos de un mágico: que lo mismo te sacaba una moneda de la oreja que se tragaba un huevo de gallina y, al instante, vomitaba un polluelo sin cáscara. Y lo hacía tan bien y con tanta gracia que nos tenía a todos embobados, con la boca abierta y los ojos como platos.
—¿Tendríais la bondad de enseñarme su habitación? Es por si encuentro algo que me permita aclarar su muerte —se sintió obligado a explicar.
—¿Y qué pensáis hallar que no sean las pocas prendas que poseía?
—Hasta que no lo vea, no sabré deciros.
—Acompañadme, pues —dijo el hombre, con resignación.
Tras subir varios tramos de escalera desgastados por el uso y horadados por la carcoma, llegaron a la última planta, la que estaba debajo del tejado, donde también tenían sus habitaciones las sirvientas y el mozo de la cuadra.
En la de la víctima reinaba un gran desorden: la cama estaba deshecha, el colchón rasgado, las mantas por el suelo, los arcones volcados, las ropas revueltas y los papeles rotos.
—Por lo que se ve —señaló Rojas—, alguien se nos ha adelantado.
—Esto ha tenido que ser obra del mozo de la cuadra —dijo el mesonero, encolerizado—. En cuanto le eche la mano encima, le haré confesar todo.
—No os precipitéis, señor, en juzgarlo —dijo de pronto una voz femenina desde el descansillo de la escalera.
Se trataba de una de las criadas del mesón, una muchacha joven y algo rolliza, de tez lechosa y semblante alegre y mofletudo.
—¿Y tú de dónde sales? —inquirió el mesonero con desconfianza.
—He visto que subíais y he venido a avisaros.
—¿De qué?
—De que el mozo no ha podido ser.
—¿Y por qué no?
—Porque he pasado la noche con él —confesó la muchacha, ruborizada.
—Conque ésas tenemos…
—¿Y no habéis oído nada en la habitación de al lado? —preguntó Rojas, antes de que se enzarzaran en una disputa.
—No, señor. Pero esta madrugada, cuando volvía a la mía —informó—, me encontré con alguien al salir.
—¿Y sabes quién era o qué hacía por aquí? —preguntó Rojas, interesado.
—Nunca lo había visto hasta entonces. Pensé que se trataba de un huésped nuevo que se había extraviado buscando su habitación. Así que lo mandé al piso de abajo. ¿Creéis vos que él fue el que mató a Pero Mingo?
—Podría ser.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó la muchacha persignándose.
—Por eso, necesito que me lo describas.
—Recuerdo que era corpulento e iba vestido como un arriero.
—¿Le viste la cara?
—Fue todo muy rápido y había poca luz, la del cabo de vela que yo llevaba, pues él no portaba ninguna.
—¿Y no te dijo nada?
—Creo que se disculpó por estar aquí y luego se marchó corriendo escaleras abajo. ¡Cómo iba a imaginar yo…!
—No le hagáis caso a esta golfa —intervino el mesonero con acritud—. Seguro que todo esto es un embuste para proteger a ese maldito mozo con el que se acuesta. Si a Pero Mingo lo mataron en la cuadra, ¿para qué iba a querer el criminal venir a su habitación?
—Tal vez para llevarse algo —intervino Rojas—. ¿No se os ocurre qué pueda ser?
—Me temo que no os podría decir; es la primera vez que entro en su cámara —dijo el mesonero mirando a su alrededor.
—Está bien —concluyó Rojas—. Si en estos días veis por el mesón a alguien o algo que os resulte sospechoso o recordáis cualquier cosa que pueda ser de interés, mandadme llamar. Me alojo en el Colegio Mayor de San Bartolomé. Y, por ahora, os ruego que no habléis con nadie de este asunto, ¿entendido?
—Así lo haré —respondió el mesonero—. Y tú —añadió, dirigiéndose a la criada—, más vale que también te apliques, si no quieres verte en la calle. Y ya hablaremos luego de tus andanzas nocturnas.