Capítulo 5

Aún quedaba bastante para que anocheciera, de modo que se fue a ver al maestrescuela para pedirle más dinero. Por suerte, el padre de don Diego ya se había ofrecido, en una carta, a pagar todos los gastos que fueran necesarios para capturar lo antes posible a los que habían matado a su hijo e, incluso, a pagar una recompensa; de hecho, había mandado por adelantado una bolsa llena de monedas de plata. Así que no tuvo ningún problema en conseguir la cantidad que su amigo le había pedido para sobornar a los alguaciles.

—¿Y no va a venir el padre a hacerse cargo del cadáver? —preguntó Rojas—. Me gustaría hablar con él.

—Los que trajeron el dinero y la carta ya se lo han llevado, por expreso deseo de la familia —le informó el maestrescuela.

—¿Y en la carta no dice nada más? ¿No menciona a algún posible sospechoso?

—Tomad, leedla vos mismo —le dijo el maestrescuela, alargándole la carta.

Ésta era bastante escueta. Dejando aparte las fórmulas de rigor, se limitaba a hacer el ofrecimiento del dinero y a dar las autorizaciones e instrucciones oportunas para que sus criados pudieran proceder al traslado de los restos. No obstante, a Rojas le llamó la atención la actitud del padre. Aunque se percibía, por sus palabras y el trazo de la letra, que estaba muy afectado, no parecía demasiado sorprendido por la muerte de su hijo. Por otra parte, le extrañó que no hubiera venido él mismo a buscar el cadáver.

Después de dejar el dinero a buen recaudo y descansar un poco en el Colegio de San Bartolomé, se dirigió a la iglesia de San Martín. Ésta se encontraba dentro de la plaza del mismo nombre, muy cerca de los puestos fijos del mercado. En su costado norte, estaba el pequeño cementerio parroquial. A la luz de una antorcha que llevaba consigo, vio varias sepulturas dispuestas en forma de cruz. Se acercó con cuidado a las que estaban junto al muro de la iglesia y creyó oír un leve cuchicheo.

—Lázaro —preguntó—, ¿estás ahí?

—Tranquilos —apuntó éste—, es el amigo del que os hablé. Y estos que están conmigo —añadió dirigiéndose a Rojas— son el Gramático y el Bejarano.

Se trataba de dos muchachos de unos diecisiete años, tal vez alguno más, con el semblante adusto, la mirada desconfiada y la ropa algo castigada por la intemperie.

—Lo de Bejarano puedo imaginarlo, pero ¿a qué se debe lo de Gramático?

—Sabía que ibais a preguntármelo —comentó Lázaro—. Su apodo le viene de que, aunque habla poco, lo hace siempre con mucha propiedad, ya lo veréis. No en vano estudió en las Escuelas Menores durante algún tiempo, pero luego su carácter inquieto e impaciente lo llevó a dejarlo.

—¿Y tú en qué escuela has estudiado para hablar con tanto desparpajo?

—Por aquí y por allá —contestó Lázaro entre risas—. Ya sabéis que todo se pega, salvo la hermosura, según dicen las viejas. En cuanto al Bejarano, debo confesaros que no tiene estudios, pero ha peregrinado mucho. Los dos conocen muy bien los garitos de Salamanca, pues llevan frecuentándolos desde hace años. Y, aunque ahora andan metidos en otros asuntos de mayor importancia, siguen teniendo trato con los coimeros y tahúres.

—Está bien. ¿Sabéis algo acerca de un tahúr al que mataron la otra noche? —preguntó Rojas dirigiéndose a los dos muchachos.

—Por lo que hemos oído —empezó a decir el Gramático—, son varios los tahúres que han desaparecido en estos últimos días. Esto no quiere decir que hayan muerto o que los hayan matado por ahí; puede que simplemente hayan huido a donde no los conozcan o se hayan refugiado en alguna parte por no poder pagar sus deudas o por cualquier otro motivo.

—¿Y en cuanto al estudiante que apareció en la tinaja? —insistió.

—Tal vez, si nos lo describierais con detalle, podríamos deciros algo.

—Tengo algo mucho mejor —anunció Rojas, alargándoles la tabla que había encontrado en el bargueño—; es una especie de retrato.

El Gramático lo cogió con cierto recelo y lo acercó a la antorcha, para poder verlo mejor. Al cabo de un rato, el otro hizo lo mismo.

—Yo lo conozco —proclamó este último enseguida—. Era un fullero.

—¿Qué es un fullero? —preguntó Rojas.

—¡Pues qué va a ser! Alguien que hace flores en el juego de naipes —explicó el Bejarano con condescendencia.

—¿Y qué significa flor? —volvió a inquirir Rojas.

—Pues lo mismo que engaño, trampa o fullería —aclaró el Gramático.

—Ahora comprendo —afirmó Rojas, al fin—. Pero ¿por qué me habláis en jerigonza?

—Es la costumbre —explicó el Bejarano, quitándole importancia al asunto.

—Lo hacemos —añadió el Gramático— para no ser entendidos por quien no conviene.

—Ya veo. ¿Y tú también lo conocías? —le preguntó Rojas.

—No me atrevería a jurarlo, pero creo que sé quién es.

—Y tú —se dirigió ahora al Bejarano—, ¿estás seguro de que era un fullero?

—Al menos, tenía fama de ello. Pero lo cierto es que los búzanos nunca le descornaron la flor…

—No te entiendo —lo interrumpió Rojas.

—Lo que mi compañero os dice —terció el Gramático— es que, a pesar de todo, los conocedores del juego nunca le descubrieron la trampa.

—Era un tahúr muy hábil —explicó el otro—, y, con el tiempo, eso le hizo ganarse el respeto de sus rivales, que no veían la forma de conocerle la flor.

—¿Y tú lo has visto jugar?

—Bastantes veces, y os aseguro que era algo digno de contemplarse. Era como en ese juego de manos que llaman de maese coral o de pasa pasa, donde los dedos van tan rápidos que te engañan la vista.

—¿Quieres decir que era muy ágil con las manos?

—Ágil es poco —encareció el muchacho—, y no sólo con las manos; también con la cabeza —añadió, palmeándose la suya—. Yo creo que tenía tratos con el Diablo.

—¿Por qué lo dices? —inquirió Rojas, sorprendido.

—Porque no parecía cosa de este mundo —respondió con seriedad.

—¿Y qué más cosas sabes de él?

—Que era muy aficionado al vino.

—¿Hasta qué punto? —se interesó Rojas.

—Ésa era su única debilidad, aparte del juego —aclaró—. Al parecer, le gustaba emborracharse, si bien es cierto que, durante el juego, bebía con moderación.

—¿Podrías decirme qué garitos frecuentaba?

—Debido a su fama, cambiaba mucho de sitio, la verdad.

—Si lográis averiguar el garito en el que jugó su última partida, os pagaré bien —les prometió—. De momento, tomad estas monedas, por haberlo reconocido.

—No ha sido muy difícil —confesó el Bejarano—, pero se agradecen igual.

—También quiero que me enseñéis a jugar a los naipes y, sobre todo, a moverme por un garito sin levantar sospechas, y que me contéis qué labor hace cada uno de los que allí se encuentran y todo lo demás. Asimismo, me gustaría aprender las señas que emplean los tahúres y esa dichosa jerigonza que hablan entre ellos.

—¿Y para qué queréis saber todas esas cosas, si se puede preguntar? —inquirió el Gramático.

—Digamos que, hablando con vosotros, se me ha despertado el interés por el juego y el deseo de poner los pies en un garito. Ya os he dicho que os compensaré con creces por todo ello.

—¿Y quién nos dice que no vais a traicionarnos luego?

—Os lo digo yo —intervino Lázaro con rotundidad—. Él me sacó ayer de la cárcel y va a impedir que vuelva a ella con la ayuda de un amigo suyo que es abogado.

—Está bien —aceptó el Gramático, tras una mirada de complicidad con su compañero—. ¿Dónde queréis que nos veamos mañana al mediodía?

—¿Conocéis la taberna que está en la esquina de la calle del Pozo Amarillo? Es un lugar muy discreto y…

—Sé dónde decís —lo interrumpió el muchacho—. Ahora tenemos que irnos. Lázaro y vos esperad a que nos hayamos alejado un poco.

—Podéis marchar tranquilos —se despidió Rojas—, que no os seguiremos.

Los dos muchachos se deslizaron por entre las tumbas sin necesidad de ninguna antorcha. Enseguida dejó de oírseles.

—Por ellos no os preocupéis —aseguró Lázaro—. Mañana los tendréis allí.

—¿Y estás seguro de que puedo confiar en ellos?

—Sin la menor duda. Mejores no los hay, ya lo veréis.

—Entonces, vámonos a dormir, que a cada día con su afán le basta.

—No os entiendo.

—Es un versículo de la Biblia; quiere decir que no debemos preocuparnos por el día de mañana, por lo que haremos o lo que comeremos. Dios proveerá.

—Si vivierais como yo, no predicaríais eso —replicó Lázaro.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Rojas, intrigado.

—Porque tengo la impresión de que Dios sólo provee a los que ya tienen. Los demás siempre nos acostamos preguntándonos si comeremos o no comeremos mañana.

Rojas se quedó pensativo durante un momento.

—¿Sabes que tienes razón? —reconoció—. Hasta ahora no lo había visto desde ese lado.

A la mañana siguiente, nada más levantarse, Rojas acudió a la capilla del Colegio para oír misa, como era su diaria obligación, aunque no siempre satisfecha, pero sus pensamientos estaban en otra parte. De buena gana le habría pedido a Dios que lo ayudara a salir con bien de la difícil empresa en la que se había metido. Pero prefirió no mezclarlo en asuntos tan oscuros y mundanos. Además, no era de esos que se acordaban de Santa Bárbara solamente cuando tronaba. Después del oficio religioso, pasó por la casa de la víctima y se llevó, con el permiso de los sirvientes, uno de los mazos de naipes que había dentro del bargueño. Por último, se dirigió a la taberna de Gonzalo Flores, donde lo aguardaba su amigo.

—Aquí os traigo el dinero para el soborno —anunció Rojas, alargándole la bolsa que llevaba escondida bajo el manto.

—En estos casos, me gustaría ser yo el sobornado —dijo su amigo, mientras la guardaba en un cajón disimulado bajo la mesa—, pero hasta la fecha me he tenido que conformar con ser el alcahuete o portador de las monedas.

—Tened paciencia, que todo llegará. Por cierto, quería pediros otro favor.

—Vos diréis.

—¿Podríais prestarme este cubículo durante algunas horas?

—¿Vais a ejercer por fin de abogado? —preguntó Alonso con tono de broma—. Si es así, os doy la enhorabuena.

—Dejaos ya de chanzas —protestó Rojas—. Lo necesito para reunirme, dentro de un rato, con dos aprendices de rufianes, que van a darme cuenta de sus averiguaciones sobre la muerte del estudiante y, de paso, a enseñarme una pequeña parte de lo mucho que saben sobre naipes y garitos.

—Ya veo que os tomáis muy en serio vuestro trabajo —comentó Alonso con ironía—. ¿Y no queréis que yo os acompañe?

—La verdad es que no me vendría mal un compañero de juego.

—Iré entonces a avisar a nuestro amigo el tabernero para que nos los mande para acá, en cuanto lleguen.

—Decidle también que nos prepare algo de comer, que invito yo.

—Se va a quedar muy sorprendido, pues nunca le hago tanto gasto.

—La ocasión lo merece, ¿no creéis?

Los dos muchachos llegaron bien pasado el mediodía, con cara de no haberse acostado aún. Cuando entraron en la cámara donde recibía el abogado, se pusieron en guardia, como si creyeran que les habían tendido una trampa.

—Éste es mi amigo Alonso Juanes —lo presentó enseguida Rojas—. No debéis preocuparos por él; es abogado, y, como tal, está de vuestra parte.

—Siempre que tengáis dinero para pagar mis servicios —bromeó el aludido.

—Sentaos, por favor. ¿Habéis averiguado lo que os pedí?

—Pudiera ser —dijo el más locuaz.

—Pues ¿a qué esperáis para empezar a referirme lo que sepáis?

En ese momento sonaron unos golpes en la puerta, lo que hizo que los muchachos volvieran a levantarse, al tiempo que metían su mano debajo de la capa.

—Es el tabernero, que nos trae algo de comer y de beber —informó Alonso con naturalidad—. Adelante, Mateo —añadió, mientras abría la puerta—, puedes pasar a servirnos.

—Os he traído un guiso de liebre recién hecho. Supongo que os agradará.

—Si sabe tan bien como huele —aventuró Alonso—, no nos defraudará. En cuanto al vino —explicó a los otros—, es de la casa y no lo hay mejor en toda la plaza y alrededores.

—Don Alonso es muy generoso —aclaró el hombre—, y, para mí, es ya como de la familia. Así que, a este respecto, no conviene hacerle mucho caso. De todas formas, se agradecen los elogios. Quedad con Dios y buen provecho.

En cuanto se fue el tabernero, los dos muchachos se abalanzaron sobre la liebre como si llevaran varios días sin probar alimento. Tenían tal destreza devorando tajadas y mondando huesos que muy pronto la cazuela se vio demediada. Tan sólo dejaban de dar bocados para besar las jarras. Así que Rojas no veía el momento de reanudar la conversación. Cuando, por fin, terminaron con lo suyo y buena parte de lo ajeno, se animó a sugerir:

—Ahora que los estómagos están llenos y las lenguas, según espero, más sueltas, tal vez podamos seguir donde lo dejamos.

—Por lo que hemos oído —comenzó a decir, inopinadamente, el que hasta entonces había permanecido callado—, el estudiante murió mientras jugaba, en acto de servicio, como quien dice, sin que ninguno de los allí presentes le hiciera nada. Acababa de recoger los naipes que le habían tocado en suerte, y, cuando los estaba mirando, se desplomó sobre la mesa. El coimero, al ver que no rebullía, lo examinó por encima, moviéndolo con un palo, y después mandó que lo sacaran a la calle, para evitar problemas con la justicia, como es costumbre en estas situaciones; de modo que lo que pasara después ya no es cosa suya.

—¿Y no se molestó en averiguar qué podría haberle sucedido?

—En tales casos, no suelen hacerse muchas averiguaciones. Cuanto menos se sepa del asunto, mejor para todos. Por lo demás, nadie dudó de que se tratara de una muerte natural.

—Pero yo sé que no lo fue —insistió Rojas.

—Como os he dicho —replicó el mozo, algo amoscado—, nadie lo tocó.

—Tal vez lo envenenaran —sugirió Rojas.

—Si fuera así —apuntó el otro—, podrían haberlo hecho antes de que entrara en el garito.

—O alguien podría habérselo dado sin que los demás se dieran cuenta de ello —razonó Rojas—. ¿Nadie notó nada extraño?

—Eso parece. De hecho, siguieron jugando, como si no hubiera pasado nada.

—En cuanto a la persona que os ha informado, ¿es fiable? —inquirió Rojas.

—Totalmente —confirmó el Gramático—. Y habéis de saber que se juega mucho al contarnos todo esto. Por eso hemos tenido que ofrecerle la mitad de lo que vais a darnos.

—Ya os dije que os pagaré bien, pero antes tenéis que decirme dónde está el garito y cómo acceder a él.

—No os lo aconsejo —le advirtió, tajante.

—¿Por qué?

—Porque sería peligroso para vos…

—Eso es cosa mía, ¿no crees?

—Y, sobre todo —añadió, suspicaz—, porque podrían sospechar que somos nosotros los que os hemos conducido hasta allí; y esto sí que es cosa nuestra.

—Si no me lo decís, seré yo mismo quien os delate.

—Entonces, ateneos a las consecuencias —amenazó el Bejarano, poniéndose en pie.

—Haya paz, haya paz —intervino el abogado—. Mirad —añadió dirigiéndose a los dos muchachos—; lo que os pide mi amigo es muy razonable, y él está dispuesto a cargar con los posibles riesgos del asunto, dejándoos totalmente al margen.

El Bejarano y el Gramático se miraron, sopesando mentalmente los motivos a favor y en contra. Rojas, por su lado, permanecía expectante.

—Se trata del garito de en medio —dijo el Gramático, por fin—. Lo llaman así por estar entre la iglesia de San Pelayo y la de San Isidro, en una casa de dos plantas que parece abandonada. Pero sólo podréis entrar si sois presentado por un asiduo, que es el que, si pasara algo, ya me entendéis, tendrá que responder por vos.

—Hablad entonces con vuestro amigo.

—No creo que se avenga —se resistió.

—Seguro que sabréis cómo resultar convincentes —insistió Rojas, haciendo sonar una bolsa de monedas.

—Y ahora que las cosas están claras —comenzó a decir el abogado—, enseñemos a nuestro buen amigo Rojas a jugar a los naipes.

—Antes querría que examinarais esta desencuadernada —les pidió Rojas, mostrándoles la baraja que había tomado prestada—, para ver si observáis en ella alguna cosa que os llame la atención.

Los dos muchachos la miraron con cuidado, por el anverso y el reverso, sin encontrar nada extraño.

—En un principio, no se aprecia nada —concluyó el Gramático.

—Nadie diría, pues, que son los naipes de un fullero, ¿no es cierto? Sin embargo, son del estudiante al que mataron —les informó.

—Eso no significa nada —replicó el Bejarano—; don Diego no era precisamente un mayordomo del naipe.

—Mi compañero quiere decir —aclaró el otro— que no era uno de esos tahúres que engañan a los otros preparando los naipes o trucando la baraja. Lo suyo era otra cosa.

—En los garitos, además —continuó el Bejarano—, no está permitido jugar con naipes propios. Estos los pone la casa. Y, si alguien sospecha algo extraño, siempre puede pedir que los cambien por unos nuevos.

—Yo os enseñaré unos auténticos naipes de mayordomo —anunció Alonso, de repente—. Miradlos con atención. Me los dio un cliente al que libré de la horca en el último momento. Me aseguró muy convencido que a mí me traerían suerte, pues a él, con lo de haber salvado el cuello, ya se le había agotado. Si os fijáis bien —añadió, mostrándoles algunos—, en el dorso se aprecian unas pequeñas marcas o señales hechas con una aguja.

Tanto el Gramático como el Bejarano observaron los naipes con gesto de entendidos, pasando muy despacio la yema de los dedos por el lugar indicado.

—¿Y qué tipos de juegos hay? —preguntó Rojas, muy interesado, pues lo de las fullerías le parecía demasiado sutil para él.

—Por un lado, están los llamados inocentes o de sangría lenta —comenzó a explicar el Gramático—, porque es poco el dinero que en ellos se apuesta; la mayor parte de ellos son lícitos. Y, por otro, tenéis los de estocada, que son de mucho riesgo, puesto que las pérdidas pueden ser muy fuertes.

—¿Podrías citar algunos?

—Entre los primeros, los más conocidos son la treinta y una, las quínolas y el quince; y, entre los segundos, están el parar o andaboba y el siete y llevar.

El resto de la tarde lo pasó Rojas aprendiendo las reglas y peculiaridades de los distintos juegos, así como algunos consejos para reconocer los ardides y las fullerías propios de la ciencia villanesca. Al final, jugaron unas manos de prueba en las que Rojas resultó ganador.

—Eso se llama la suerte del principiante —comentó el Gramático, un tanto molesto—, y no conviene fiarse de ella —advirtió—, pues muchas veces es propiciada por los otros jugadores, para que el nuevo se confíe y acabe perdiéndolo todo.

—Gracias por el aviso, lo tendré en cuenta —dijo Rojas con ironía—. Creo que ya es suficiente.

—Un último consejo —apuntó el Bejarano—. En las casas de tablaje, no está bien visto que alguien lo deje cuando va ganando.

—Si es por eso, aquí tenéis vuestro dinero —indicó Rojas, mientras se lo alargaba—. Pero ahora tenéis que iros. Y no olvidéis hablar con vuestro amigo, para que me introduzca esta noche en el garito de en medio. Avisadme del lugar y la hora de la cita a través de Lázaro. Yo aguardaré aquí.