Al día siguiente, fue Fernando de Rojas a visitar a su amada Sabela, que seguía ejerciendo en la Casa de la Mancebía. Por lo general, se veían tres o cuatro veces a la semana durante unas horas, siempre a eso del mediodía. Dado que, por el momento, él no tenía ningún medio de subsistencia fuera del Colegio Mayor de San Bartolomé, ella se negaba a abandonar el prostíbulo. Según decía, prefería trabajar de meretriz a servir en una casa de la ciudad o a vivir de tapadillo. Ese día, después de holgar, se fueron a comer a una taberna que había junto al río, cerca del puente, abastecida de toda clase de peces recién pescados en las aguas del Tormes, entre los que no faltaban las truchas, los barbos, las rubias y las anguilas.
—Te noto preocupado —comenzó a decir Sabela, mientras esperaban la comida—, y un poco ausente.
—Debo confesarte —admitió Rojas— que ando metido en otro asunto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella con cierta inquietud.
—Verás, antes de anoche… encontraron el cadáver de un estudiante de la Universidad, y el maestrescuela me ha pedido que lo ayude a descubrir al que lo mató.
—¿Y tú has aceptado? —preguntó Sabela.
—No me ha quedado más remedio, créeme, aunque sólo sea por lealtad al Estudio.
—Entonces, ¿no escarmentaste con lo de la otra vez?
—Gracias a ello nos conocimos, ¿o es que no te acuerdas? —intentó justificarse Rojas.
—Si es por eso —replicó Sabela—, también estuvieron a punto de matarme, ¿o ya no recuerdas la angustia que pasé?
—Precisamente, he venido para pedirte que no nos veamos mientras dure todo esto. No creo que sea mucho, la verdad. En principio, se trata de la muerte de un tahúr, seguramente por alguna pendencia de juego.
—¿Y si te matan a ti? Algunos tahúres son gente peligrosa y más aún los coimeros y todos los que se mueven a su alrededor; los conozco bien.
—En estos meses, he aprendido a valerme —proclamó Rojas muy serio.
—Te estoy hablando —replicó ella— de personas que matan a sangre fría por defender su negocio.
—Sea como fuere, ya no puedo echarme atrás. Me he comprometido con el maestrescuela. Y lo peor de todo —añadió, tras un pequeño titubeo— es que me he dado cuenta de que hacer esto me gusta.
—No te entiendo —repuso Sabela, sorprendida.
—Con permiso —se disculpó el tabernero por tener que interrumpirlos—, aquí traigo las truchas escabechadas y el estofado de anguilas. Si queréis algo más, sólo tenéis que pedirlo.
Además del pescado, dejó sobre la mesa un cuarto de hogaza de pan reciente y un buen jarro de vino.
—Verás —prosiguió Rojas, mientras se servía un poco de estofado—, no se trata de que yo lo busque o lo desee, no es eso. Pero lo cierto es que, una vez que estoy metido en ello, me siento más a gusto, más vivo, con una fuerza y una determinación que habitualmente no poseo. Me lo ha hecho ver un muchacho que he conocido…
—¡¿Un muchacho?! —preguntó Sabela, intrigada.
—Se llama Lázaro; él fue quien encontró el cadáver —le explicó—. El muerto estaba metido dentro de la tinaja en la que Lázaro fue a esconderse por casualidad, cuando estaba huyendo de unos alguaciles por una travesura que había hecho. Y ésa es, por cierto —añadió—, la otra razón por la que ya no me puedo echar atrás. Algo me dice que tengo que velar para que ese muchacho no acabe convertido en carne de prisión.
—Por lo que veo, tus intenciones son muy loables —reconoció Sabela—. Pero, por desgracia, cada día son más los que, de una manera u otra, van a parar injustamente a la cárcel, y ni tú ni nadie lo puede remediar.
—No obstante, se me ha presentado la oportunidad de librar a un muchacho de su destino…
—En ese caso —lo interrumpió—, haz lo que te dicte la conciencia, que yo lo sabré comprender.
—Si quieres que te sea sincero, te diré que no es sólo la conciencia; es también el corazón.
—Me alegra mucho que sea como dices. Eso habla muy bien de ti.
—De algún modo —le explicó Rojas—, me veo reflejado en ese muchacho. Probablemente su vida haya sido muy diferente de la mía, pero hay algo en él que me resulta familiar. Al igual que Lázaro, yo sé lo que es pasar necesidades o que persigan a tu padre y lo condenen o que, en la calle, todos te señalen con el dedo. ¡Sabe Dios lo que habría sido de mi vida si no hubiera podido acudir a estudiar a Salamanca! Y si, al final, vine a parar aquí, fue gracias a la ayuda de unas personas que vieron en mí algo que las conmovió y las animó a socorrerme.
—Pero, en tu caso, seguramente ya habías dado muestras de tu gran valía.
—También este muchacho, te lo aseguro.
—Se me hace tarde —dijo Sabela, mirando al cielo.
—Pero si apenas has comido —le dijo Rojas, preocupado.
—Tengo que irme. Tú haz lo que creas que debes hacer —le aconsejó—. Lo aceptaré de buen grado, si ése es tu deseo.
—Nos veremos entonces en cuanto acabe todo esto. Procuraré que sea pronto —le prometió Rojas.
—Ya sabes que te estaré esperando —se despidió Sabela, con cierta frialdad.
Rojas se quedó pensativo, durante un buen rato. Él también había perdido el apetito. Estaba confuso y desorientado a causa de la reacción de Sabela. Había algo en ella que se le escapaba, algo en lo que no se atrevía a indagar. Después de dejar la taberna, decidió olvidarse del asunto por un tiempo e ir a ver a Lázaro. Quería saber cómo se encontraba y comunicarle que su problema con los alguaciles tenía fácil arreglo, gracias a la intervención de su amigo Alonso Juanes. Y esa idea ya le hizo sentirse mejor. Al fin y al cabo, estaba haciendo algo útil y bueno; de modo que lo demás podía esperar.
Encontró a Lázaro en el mesón, vareando unos colchones de lana. Mientras el muchacho terminaba su trabajo, Rojas le contó todo lo que le había dicho su amigo el abogado.
—Pero ¿cómo pensáis sobornar a los alguaciles? —preguntó Lázaro, intrigado—. Ni mi madre ni yo tenemos nada que ofrecerles.
—Eso no va a ser ningún problema, créeme —lo tranquilizó Rojas—; yo me ocupo de todo; recuerda que eres el único testigo en el caso que ahora tengo entre manos.
—¡Ojalá pudiera serviros de alguna ayuda! —exclamó Lázaro.
—Tal vez puedas hacerlo —dijo Rojas—. Necesito hablar con alguien que conozca bien los garitos de juego de Salamanca. Es posible que algunos de los muchachos con los que andas por ahí puedan decirme algo.
—¡Eso está hecho! Nadie conoce mejor que mis amigos todo lo que se esconde en esta ciudad.
—¿Y estarían dispuestos a hablar conmigo?
—De eso me ocupo yo. ¿Podéis pasaros, cuando se haga de noche, por el cementerio de la iglesia de San Martín?
—Allí estaré. Pero no olvides andar con cuidado —le advirtió Rojas—. Los alguaciles no han recibido todavía su soborno. Así que puede que aún te tengan ganas.
—Ahora no penséis en mí, yo sé cuidarme solo —replicó Lázaro con firmeza.
Nada más dejar al muchacho, notó una fuerte aprensión. Todo parecía ir bien, y, sin embargo, no estaba tranquilo ni menos aún satisfecho. Mientras hablaba con Lázaro, había visto cómo surgía entre ellos cierta complicidad. Por otra parte, estaba convencido de que, con el tiempo, podría redimirlo de su pobreza y así librarlo de su destino. Pero lo cierto es que ahora se sentía culpable por haberlo embarcado en una aventura que podía estar llena de peligros. De todas formas, parecía evidente que, tomara el camino que tomara en este asunto, siempre encontraría alguna espina. No en vano la experiencia le había enseñado que nada en la vida era totalmente bueno o totalmente malo, sino una mezcla de ambas cualidades en la que sólo variaba la proporción.
Desde que se había sincerado con Sabela, no hacía más que indagar en los posibles motivos por los que le había cogido tanto afecto a ese muchacho. Y esto le había llevado a pensar en su infancia en La Puebla de Montalbán, de la que apenas recordaba nada, o al menos eso era lo que él había creído hasta ese momento. Lo cierto es que ahora le venían reminiscencias de aquella época en la que su familia todavía tenía contacto con sus parientes judíos, a pesar de su condición de conversos desde hacía cuatro generaciones, y él solía jugar con sus primos en la antigua aljama del pueblo. De repente, recordó que una tarde aparecieron por allí varios cristianos que acusaban a los judíos de haber secuestrado a un niño para sacrificarlo. Sus parientes, aterrados, recogieron a toda prisa algunos alimentos, ropas y enseres y se prepararon para esconderse. Fue entonces cuando descubrió que todas las casas de la vieja aljama tenían debajo una cueva que se comunicaba con las demás a través de una serie de galerías. Éstas habían sido excavadas en la tierra, antes de construir las viviendas, y estaban cubiertas por arcos y bóvedas de ladrillo; cada una de ellas, además, tenía acceso directo al pozo de la casa.
Allí permaneció escondido con sus familiares durante varios días. Mientras los mayores dirigían sus súplicas a Yahvé o leían la Torá, sus primos se juramentaban para vengarse de los perros cristianos, en cuanto tuvieran la menor oportunidad. Una vez pasado el peligro, fueron abandonando las cuevas, no sin antes comprobar que sus vecinos cristianos no les habían tendido alguna trampa, como otras veces había sucedido. Durante mucho tiempo, Rojas había soñado por las noches que se quedaba solo y perdido en ese laberinto subterráneo. Por eso, le parecía asombroso que, hacía apenas unos meses, no se hubiera acordado de todo aquello, cuando entró en la Cueva de Salamanca en pos del criminal que había matado a fray Tomás de Santo Domingo. Ahora, sin embargo, no hacía más que pensar en la suerte de sus primos; primero, perseguidos y acosados, como en ese momento lo eran los conversos; y, por último, expulsados de su casa y de su verdadera nación.
Casi sin reparar en ello, sus pasos lo habían conducido al convento dominico de San Esteban, donde tenía su celda fray Antonio de Zamora. Preguntó por él en portería, y, tras mirarlo con desprecio y reticencia, los frailes le dijeron que no estaba. Rojas sabía de sobra que no era muy bien visto en el convento, sobre todo por su prior, que se la tenía jurada, a causa de sus pesquisas sobre la muerte de fray Tomás. De modo que se hizo el remolón, con la esperanza de que su amigo apareciera por allí camino del huerto. Pero los porteros no tardaron en exigirle que aguardara fuera. Y estaba ya a punto de salir a la calle, cuando oyó a sus espaldas la voz de fray Antonio:
—Fernando, amigo mío, ¿adónde vais?
—Vuestros cancerberos me habían dicho que no estabais.
—No les hagáis caso a esos mentecatos.
—Eso decídselo a ellos —se quejó Rojas—, que, en cuanto me ven, no me quitan el ojo de encima.
—En fin, dejemos eso ahora. ¡No sabéis la alegría que me da veros! Pero decidme, ¿qué os trae por aquí?
—Os mentiría si os dijera que es una visita de cortesía —le advirtió Rojas.
—Sea cual sea el motivo, me alegrará mucho hablar con vos y poder ayudaros en lo que sea preciso. Venid conmigo —le rogó, agarrándolo del brazo—; en el huerto estaremos mucho mejor, a pesar del frío.
Cuando pasaron por delante de los porteros, éstos no se molestaron en disimular su enfado. Fray Antonio, sin embargo, hizo como si no los viera.
—Veréis… —comenzó a decir Rojas cuando llegaron al lugar en el que el fraile tenía su plantel.
—Dejadme que antes os cuente un secreto —lo interrumpió éste—. ¿Sabéis lo que voy a plantar aquí?
—Creía que ya no os interesaba el huerto —comentó Rojas, recordando sus últimas conversaciones con fray Antonio.
—Lo cierto es que he vuelto a trabajar en él —le explicó en voz baja— desde que conseguí nuevas semillas de esa maravillosa planta llamada tabaco. Eso sí, para cuando crezcan —añadió con un gesto de burla—, yo ya no estaré aquí. Pero el prior se llevará una tremenda sorpresa, ya lo veréis. Ahora ya podéis proseguir.
—Como os decía, el maestrescuela del Estudio me ha pedido que haga las pesquisas relativas a la muerte de un estudiante que ha aparecido dentro de una tinaja con las manos cortadas.
—¡¿Dentro de una tinaja?! ¡¿Y con las manos cortadas?!
—Eso he dicho.
—El asunto entonces promete —proclamó fray Antonio sin poder evitarlo—. Pero ¿por qué no habéis venido a verme antes?
—La verdad es que apenas llevo un día con el caso —se justificó— y no he tenido un momento de respiro. El cadáver lo encontró, por casualidad, un muchacho que podría serme de gran ayuda…
—Ya veo cuál es la razón de que no me hayáis avisado —lo interrumpió el fraile—; ahora tenéis un nuevo ayudante.
—¿Y qué es lo que hago entonces aquí?
—Ya, pero teníais que haberme avisado nada más tener noticia del caso —replicó.
—Ya sabéis lo necesario que es examinar el cadáver lo antes posible o hablar con los testigos y los allegados de la víctima. Por otra parte —añadió, cambiando de tono—, he tenido que ocuparme de Lázaro.
—¿Y quién es Lázaro?
—Pues el muchacho que encontró el cadáver.
—¡Acabáramos! Otra vez ese dichoso muchacho.
—Es muy astuto, ya lo veréis —le informó Rojas, con entusiasmo—. Lo detuvieron por gastarles una broma, junto con otros mozos, a los alguaciles de la ronda, y tuve que sacarlo de la cárcel.
—¡Conque de la cárcel! ¡Valiente amigo os habéis echado! —exclamó fray Antonio con ironía.
—Como vos muy bien sabéis —comenzó a explicar Rojas, armándose de paciencia—, en la cárcel, no son todos los que están, ni están todos los que son. Y, por si eso no os bastara —añadió, antes de que el otro lo interrumpiera—, recordad que es de buen cristiano ser compasivo con los que sufren tribulaciones, y más aún si se trata de un niño.
—Sin duda, tenéis toda la razón —admitió, por fin, el fraile—. Y os ruego, por ello, que me perdonéis. La verdad es que llevo unos meses muy alterado, y, para colmo, creía que os habíais olvidado de mí.
—Pero eso no es cierto —rechazó Rojas—; de hecho, he venido a buscaros en varias ocasiones y nunca estabais, o al menos eso me dijeron.
—Probablemente fuera verdad.
—El caso es que, por más que preguntaba, nunca quisieron darme razón de vos.
—¡Tampoco a mí me la han dado de vuestras visitas! Sabed que, durante estas últimas semanas, he estado en Sevilla y otros lugares haciendo gestiones para irme con Colón en su próximo viaje, pues no soporto la idea de permanecer un año más en este maldito convento. De ahí, por cierto, lo de las semillas —aclaró.
—Ahora sois vos quien tiene que perdonarme a mí, pues lo había olvidado.
—Dejémonos ya de tantos cumplidos y vayamos al grano, que estoy deseoso de saber lo que ha pasado con vuestro cadáver.
—Pues veréis; en el examen, descubrí que las manos se las habían cortado después de muerto. Pero lo más importante es que tenía la lengua negra e hinchada, por lo que deduje que había sido envenenado. ¿Estoy en lo cierto?
—Desde luego, hay varios venenos que producen esos síntomas, incluido el de alguna serpiente.
—Luego he averiguado que podría tratarse de un tahúr…
—¿Un tahúr? ¡Esto se pone más interesante! ¿Creéis que ha muerto por una cuestión de deudas o por haberse envuelto en una pendencia?
—Eso es justamente lo que me gustaría saber. Para ello, tengo que averiguar a qué garitos iba y con qué otros tahúres se relacionaba.
—¿Y cómo pensáis hacer esas pesquisas?
—Con la ayuda del muchacho del que os he hablado.
—Esperad. No me digáis que también es asiduo de ese tipo de lugares.
—De ningún modo —repuso Rojas—, pero conoce a las personas apropiadas. Precisamente, esta noche he quedado con él para que me las presente.
—Ya me imagino cuáles pueden ser esas personas —comentó el fraile con ironía—. Tan sólo espero que, en este caso, no se cumpla aquello de dime con quién andas y te diré quién eres.
—Cuando conozcáis al muchacho, estoy seguro de que sentiréis por él lo mismo que yo.
—¿Por qué no me dejáis entonces acompañaros a vuestra cita para comprobarlo?
—Porque no creo que sea muy conveniente; un dominico, a esas horas —le explicó—, resultaría harto sospechoso. Prometo, eso sí —añadió para contentarlo—, venir mañana a contaros todo lo que averigüe esta noche.