Cuando Rojas regresó al Colegio Mayor de San Bartolomé, bien entrada la tarde, le comunicaron, en portería, que un enviado del maestrescuela le había dejado un papel. Se trataba de las señas del estudiante muerto. De modo que volvió a salir. Éste vivía en la calle de los Escuderos, en una casa de dos plantas con blasón sobre la puerta y pretensiones de palacio. Cuando Rojas hizo sonar la aldaba, acudió a abrir, presuroso, uno de los criados.
—Mi señor no está, ¿qué queréis? —se anticipó a decir antes de que le preguntaran.
—Me envía el maestrescuela del Estudio para hablar con vosotros de la muerte de don Diego.
—¿De su muerte? Nosotros no sabemos nada —explicó—. Acabamos, como quien dice, de enterarnos del suceso, y estamos muy apenados.
—En cualquier caso, tienes que dejarme pasar —insistió Rojas—. Estoy autorizado por el maestrescuela para registrar las cámaras de tu señor, por si encuentro algún indicio.
Tras dudarlo un buen rato, el hombre le franqueó la puerta. El zaguán daba directamente a un patio, donde aguardaba, expectante, una mujer vestida de negro.
—Es mi esposa —le informó el criado—; nosotros somos los únicos sirvientes de la casa. Lo manda el maestrescuela del Estudio —añadió, dirigiéndose a su mujer—, para hacer algunas averiguaciones sobre don Diego.
—Pero nosotros muy poco os podemos decir —explicó la mujer, visiblemente asustada.
—Dice que quiere ver sus habitaciones —le aclaró su marido.
—¡¿Sus habitaciones?!
—Tal vez en ellas pueda encontrar algo que me ayude a descubrir quién lo ha matado —explicó Rojas.
—¡¿Aquí?!
—Me imagino que en su cámara habrá papeles y algunos objetos.
—Si os referís a los papeles del Estudio —informó el hombre—, no encontraréis nada. Los pocos libros que tenía debió de venderlos hace tiempo en la calle de los Serranos —mientras hablaba, comenzaron a subir unas escaleras de piedra que había en el patio.
—¿Por qué lo dices?
—Porque hacía ya mucho tiempo que no asistía a las lecciones.
—¿Quieres decir que pasaba mucho tiempo en casa?
—¡De ningún modo! Aquí no venía más que a dormir y a comer, y, por lo general, no llegaba hasta bien entrada la madrugada; lo sé, porque le tenía que abrir. Se acostaba algunas horas, comía cualquier cosa y se volvía a ir hasta el día siguiente.
—¿Por qué no le escribiste a su familia?
—Nosotros, señor —se justificó—, no sabemos escribir. Por otro lado, amenazó con echarnos a la calle, si le contábamos algo a su padre. Y la verdad es que nosotros no teníamos queja; él era siempre muy generoso y no nos daba mucho que hacer, dado su modo de vida.
—¿Y cómo eran las relaciones con su padre?
—Según parece, don Diego estaba aquí contra la voluntad de su padre, que no quería que estudiara en Salamanca.
—¿Por qué motivo? —se interesó Rojas.
—Al parecer, tenía miedo de que le pudiera pasar algo.
—¿Había recibido alguna amenaza? —inquirió.
—No lo sé. De todas formas, don Diego no le hacía ningún caso.
—¿Sabéis con qué compañías andaba? —les preguntó.
—No, señor.
—No me mintáis —les advirtió—. Vuestro señor ya no está aquí para reprenderos, y, si lo que queréis es guardarle fidelidad, tenéis que ayudarme a encontrar a la persona que lo mató.
—Una vez —comenzó a decir la mujer— vino a buscarlo un hombre de muy mala catadura que decía que nuestro señor le debía dinero. Como no estaba, quiso llevarse alguna cosa en prenda, pero mi marido no le dejó.
—Cuando se fue —continuó éste—, el hombre nos dijo que volvería, y que para entonces no se andaría con contemplaciones; así que más valía que se lo dijéramos a nuestro señor.
—¿Y no volvió?
—Nosotros no hemos vuelto a verlo —informó el marido.
—¿Qué dijo vuestro señor cuando se lo contasteis?
—Que no nos preocupáramos, que no volvería a ocurrir. Mirad —dijo el hombre abriendo una puerta—, aquí tenéis sus aposentos.
En la cámara tan sólo había una mesa con dos sillas, un bargueño mediano y dos arcas para guardar ropa. Al fondo, tras unas cortinas, estaba la alcoba, con una cama más bien pequeña, y sin dosel. En efecto, no se veía ni un solo libro en toda la estancia. Después de mirar bajo la cama y entre las prendas que había en las arcas, probó fortuna en los cajones del bargueño, pero sólo encontró varios mazos de naipes.
—¿Y esto? —preguntó Rojas, intrigado.
—El desencuadernado —contestó el hombre, con un gesto de complicidad—, también conocido como libro de Vilhán o de Papín, por ser éstos los nombres de sus posibles autores. Os aseguro que ése es el único libro que nuestro señor tenía a bien estudiar últimamente. Otro no encontraréis por más que busquéis. El poco tiempo que aquí pasaba, cuando no estaba durmiendo, lo empleaba en manosear esos naipes. Teníais que haber visto con qué destreza los manejaba. Según me dijo una noche, se sabía todos los juegos. Y hasta era capaz de adivinar la carta que yo había cogido del montón sin que él pudiera verla.
—¿Estás diciéndome que tu señor era un tahúr?
—Eso él nunca me lo declaró, pero, a juzgar por sus conocimientos en la materia y la vida que últimamente llevaba, no me extrañaría nada.
—Desde luego, eso explicaría lo de su deuda con aquel hombre —señaló Rojas pensativo, como si de repente algunas cosas comenzaran a encajar.
Volvió a mirar en los cajones del bargueño, por si se le había escapado algo. Y, cuando estaba cerrándolos, vio que uno de ellos no cedía, como si hubiera algo que se lo impidiera. Lo sacó del todo, metió la mano en el hueco y se encontró con una pequeña tabla. En un principio, pensó que se trataba de la tapa de un doble fondo, pero enseguida vio que, en una de sus caras, alguien había pintado un retrato del propio don Diego. En el reverso, podía leerse: «Esto salda la deuda de los 140 maravedís», y luego una firma ilegible.
—¿Conocíais este retrato?
—No, señor —contestaron a la vez los dos criados con asombro.
—Se parece mucho a vuestro señor, ¿no es cierto?
—Yo diría que es su viva imagen —confirmó la mujer.
—¿Por qué lo habrá escondido? ¿Sabéis si tenía amistad con algún pintor?
—Lo ignoramos, señor —contestó ahora el hombre.
A Rojas le llamó la atención la mirada febril del retratado y las profundas arrugas que se le formaban en la frente, como si estuviera muy concentrado en una tarea y totalmente ajeno a todo lo demás.
—Voy a llevarme este retrato —les comunicó—; podría serme de gran utilidad. Yo mismo se lo entregaré a su padre, cuando venga; a él le servirá de recuerdo de su infortunado hijo.
—Como vos digáis —convinieron los criados.
Con el retrato bajo el manto, se dirigió al establecimiento en el que recibía a sus clientes el abogado converso Alonso Juanes. La taberna de Gonzalo Flores estaba en la calle del Pozo Amarillo y hacía esquina con la plaza de San Martín. Cuando entró en ella, el bodeguero le hizo una seña para indicarle que el licenciado estaba dentro de su cubículo y no había ningún cliente en ese momento.
—¿Se puede entrar? —preguntó Rojas, después de llamar a la puerta.
—Adelante, querido amigo —contestó Alonso, de inmediato.
Cuando entró Rojas, se dieron un abrazo muy efusivo. Desde su reencuentro, hacía unos meses, habían vuelto a hacerse muy amigos. De hecho, había surgido entre ellos una gran complicidad, como la de dos personas que comparten algunos secretos que no están dispuestos a revelar a nadie más.
—Aquí estoy de nuevo envuelto en un asunto para el que necesito vuestra ayuda —anunció Rojas a su amigo.
—Ya sabéis que, si se trata de corregir abusos o de hacer justicia, podéis contar conmigo.
—En realidad, se trata de dos asuntos —precisó Rojas, mientras tomaba asiento frente a la mesa—. En primer lugar, quiero que libréis a un pobre muchacho de ir a la cárcel.
—¿Y cuáles son los cargos contra él? —preguntó Alonso, sorprendido.
—Lo cogieron anoche, cuando en compañía de otros mozos se burló de la ronda haciendo que uno de los alguaciles se partiera las narices, tras tropezar con una cuerda que aquéllos habían tendido en la calle…
—Conozco la broma —lo interrumpió el abogado, con gesto divertido—. Y el muchacho, ¿dónde se encuentra ahora?
—Ha pasado la noche en la cárcel del Concejo, pero lo he sacado esta mañana bajo fianza con el pretexto de que pueda servir de testigo en un caso de muerte violenta.
—No me habíais dicho que hubiera una muerte violenta —objetó Alonso.
—Precisamente, ése es el otro asunto del que quería hablaros. En su huida —explicó—, el muchacho se escondió en una tinaja que había en la calle y resultó que dentro había un cadáver. Así que salió despavorido, y por eso lo cogieron.
—¿Y el cadáver?
—De eso os hablaré luego. Ahora quiero que penséis en el muchacho.
—Está bien; si eso es todo, podré resolverlo con un buen soborno. ¿Tiene bienes su familia?
—El padre del muchacho está, según parece, en la cárcel y su madre es sirvienta en el mesón de la Solana…
—No me digáis más —lo interrumpió, haciéndose cargo.
—Pero no os preocupéis, yo lo pagaré todo.
—No sabía que hubierais heredado.
—Lo cargaré a la cuenta del otro asunto, que es el que en verdad a mí me concierne.
—Vaya, ¿no iréis a decirme que han vuelto a enredaros?
—Esta vez ha sido el maestrescuela, pues se trata de la muerte de un estudiante —explicó Rojas.
—¿El que estaba dentro de la tinaja?
—Ese mismo —confirmó—. De él sabemos que se llamaba Diego de Madrigal, que pertenecía a un conocido linaje de la ciudad y que se pasaba la vida jugando a los naipes. Esto último lo he averiguado en una visita que acabo de hacer a su casa.
—¿Queréis decir que era un tahúr?
—Eso parece. También sé que tuvo deudas no hace mucho y que alguien pudo saldar las que tenía con él pintándole un retrato, de muy buena factura, por cierto. Mirad —añadió, mostrándole la pequeña tabla.
—¿Es él?
—Sin duda alguna.
—No lo conozco, pero puedo aseguraros que he visto esa misma mirada en todos aquellos que viven esclavizados por un vicio o una pasión, ya sean las mujeres o los propios naipes.
—¿Y cómo sabéis tanto de estas cosas?
—No olvidéis que soy abogado, y no sólo de conversos —aclaró—; y, como tal, he sido testigo de cómo los vicios y las pasiones llevan a muchos a la ruina, y ésta, a delinquir.
—Puedo entender lo de las mujeres —admitió Rojas—, pero no sabía que los naipes tuvieran ese poder.
—Cómo se nota que vivís enclaustrado. ¿Sabéis cuántos garitos o casas de tablaje hay en Salamanca? Seguramente, cuatro veces más que iglesias y conventos, que ya es decir. Y es raro el estudiante que no ha pasado al menos una vez por alguno, aunque para ello haya tenido que robar a sus compañeros o a sus propios padres.
—Yo no he estado en ninguno, podéis creerme.
—Pues ya va siendo hora de que conozcáis alguno, si algún día pensáis ejercer de abogado o de juez. Por lo que veo —añadió Alonso entre risas—, no tiene ningún mérito ser tan virtuoso como vos, ya que no os ponéis casi nunca en ocasión de pecar. Así cualquiera puede ser santo.
—¿Y sabéis vos dónde se encuentran esos garitos? —preguntó Rojas, haciendo caso omiso a sus comentarios.
—Bastará con que una noche sigáis a algún estudiante que corra apresurado con un brillo febril en los ojos. Pero no creáis que están abiertos sólo durante la noche o que se encuentran en una parte concreta de la ciudad. La verdad es que están por todos los sitios; y no sólo en mesones, tabernas y posadas, sino también en muchas casas particulares.
—¿Y cómo es que lo consiente el Concejo?
—Los alguaciles, amigo mío —explicó el abogado, guiñándole un ojo—, hacen la vista gorda, siempre y cuando les caiga algún soborno, y lo mismo cabe decir de los que forman parte del Concejo, incluidos los alcaldes y regidores, que están a partir un piñón con los coimeros, cuando no son ellos mismos los propietarios del garito. Pensad que hasta en las cárceles se juega. Por otra parte, hay muchos caballeros que recaudan dinero de las casas de tablaje.
—¿Y la Iglesia?
—La Iglesia también se lleva sus buenos ingresos en forma de mandas y donativos —explicó—, con lo que todos mantienen la conciencia tranquila. Por otra parte, son muchos los clérigos y frailes aficionados al juego.
—¿Y qué me decís del maestrescuela?
—Me consta que es honrado, al menos de momento. Pero ¿qué puede hacer él, salvo velar para que no se juegue dentro de la Universidad ni en sus aledaños? Así y todo, son muchos los que lo hacen en el claustro de las Escuelas e incluso dentro de las aulas, en plena clase.
—Pero ¿es que nadie los ve?
—Cuando algún compinche les avisa de que el maestro o el bedel o el alguacil del Estudio se acerca, suelen echar una capa o un manteo encima de los naipes para que no los descubran.
—¡Jamás lo hubiera pensado! —exclamó Rojas con asombro.
—No sé de qué os extrañáis; es bien sabido que la mayoría de los estudiantes vienen a Salamanca no para aprender las leyes, sino para quebrantarlas. El problema con los naipes, amigo mío, es que la gente acaba haciendo lo que sea para seguir jugando. Si ganan, para poder ganar más; si pierden, para intentar desquitarse. Hay tahúres tan desalmados que han llegado a apostar a sus esposas y hasta la doncellez de sus hijas en una partida. Entre los escolares del Estudio, es muy habitual vender el voto al mejor postor, cuando hay oposiciones a cátedra, y así tener algo para jugar. Y son muchos los que se gastan todo lo que les mandan sus familias en un solo día, por lo que tienen que pasar el resto del mes pordioseando la comida o empeñando los libros y demás enseres. Los hay también que recorren los pueblos vecinos con la intención de engañar a los incautos, prevaliéndose de su condición de estudiantes. Y todo ello para seguir jugando, pues ya sabéis lo que se dice de Salamanca, que a unos sana, a otros manca, y a todos deja sin blanca.
—No creo yo que ése fuera el problema de don Diego.
—Con los naipes, amigo Rojas, nunca se tiene suficiente. Si yo os contara lo que son capaces de hacer, en estos casos, algunos que presumen de prosapia e hidalguía. Recordad que soy abogado y que, por tanto, ninguna bajeza humana me es ajena. Por lo demás, hay que reconocer que, dejando aparte la muerte, el juego es lo único que a todos nos iguala. Todos dispuestos en rueda alrededor de una mesa hasta quedarse tiesos.
—¿Creéis, pues, que lo que le ha pasado a don Diego de Madrigal tiene algo que ver con todo esto?
—Si de verdad era un tahúr, no me extrañaría nada. Morir de mala manera —sentenció— es el destino habitual de los que se pasan la vida tentando la fortuna.