Habían pasado ya varios meses desde que Fernando de Rojas concluyera sus aventuras en el interior de la Cueva de Salamanca, tiempo que había aprovechado para obtener, por fin, el grado de bachiller en Leyes. Ahora dudaba entre salir a ver mundo o continuar sus estudios hasta poder alcanzar el de licenciado. «Ser bachiller y ser nada, todo es nada», le decían una y otra vez sus maestros y conocidos, pero él no acababa de verlo claro. Mientras se decidía, ocupaba su tiempo de ocio en aprender a manejar la espada, aleccionado por un estudiante de origen siciliano, buen conocedor del arte de la esgrima, en el patio del Colegio Mayor de San Bartolomé. Allí fue donde lo encontró, a primera hora de la mañana, el maestrescuela de la Universidad. Éste, además de ser el responsable de otorgar los grados universitarios, era el juez supremo del Estudio por la autoridad pontificia y real, y, por lo tanto, el encargado de hacer cumplir el fuero universitario y de defender su jurisdicción. Hacía pocos meses que lo habían nombrado, y ya se había distinguido por su celo en hacer cumplir las leyes y las normas que regían el Estudio y por perseguir a aquellos que las hubieran violado, incluso fuera de la Universidad. Para ello, tenía a su disposición dos jueces para las causas criminales, un tribunal llamado Audiencia Escolástica, varios alguaciles, sus subordinados y una cárcel.
El maestrescuela era alto y delgado, con las facciones algo duras y una mirada penetrante. Se llamaba Pedro Suárez, y, según había oído decir Rojas, había estudiado en París y Bolonia, para luego regresar a su ciudad natal, donde no tardó en obtener una dignidad catedralicia. Él lo había conocido al poco de su nombramiento como maestrescuela, que había tenido lugar justo después de haber terminado sus pesquisas por la muerte del catedrático de Prima de Teología fray Tomás de Santo Domingo, del príncipe don Juan y de una prostituta llamada Alicia.
Era tal la fama adquirida con ese caso que el maestrescuela quiso contar con él como ayudante, con la promesa de nombrarlo juez del Estudio, una vez que obtuviera los grados oportunos. Pero Rojas le había ido dando largas, sin llegar nunca a rechazar del todo su oferta. Las razones aducidas, en aquel momento, eran que antes quería bachillerarse y escribir una obra que tenía in mente.
—Amigo Rojas —saludó con entusiasmo—, ya veo que os habéis convertido en un auténtico hombre de armas.
—De un tiempo a esta parte, intento cultivar, con igual empeño, las armas y las letras —replicó Rojas, sin dejar de combatir con su contrario—, pues tengo pensado convertirme en un caballero ejemplar.
—Y, a juzgar por la fiereza de vuestras estocadas —bromeó el maestrescuela—, por nada del mundo me gustaría ser vuestro enemigo.
—Dejaos ya de chanzas —exclamó Rojas, entre jadeos, mientras se defendía de un ataque de su rival—, y decidme de una vez qué os trae por aquí. ¿Habéis venido a tentarme con algún cargo?
—En este caso, se trata de algo más grave y perentorio —le informó el maestrescuela cambiando de tono.
—¿Y a qué esperáis para decírmelo? —se impacientó Rojas, incapaz de adivinar por dónde iba la cosa.
—A que acabéis vuestros ejercicios. Preferiría hablar con vos a solas y sin temor a que se os vaya a escapar alguna estocada.
—Si no os importa —le pidió Rojas a su compañero—, lo dejaremos por hoy. Ahora me aguarda un combate verbal con el maestrescuela.
—Por mí no os preocupéis. Quedad con Dios —se despidió el otro, con una especie de reverencia hecha con la espada.
Rojas le pidió entonces al maestrescuela que lo acompañara hasta su celda, donde estarían más tranquilos y, sobre todo, más a resguardo del frío que hacía fuera. Una vez dentro, el maestrescuela se quedó impresionado de la gran cantidad de libros, papeles, aparatos y utensilios que la ocupaban.
—Ya veo que no sólo os interesan las armas y las letras —comentó el maestrescuela con admiración—; cualquiera diría que ninguna ciencia os es ajena.
—Ya sabéis lo que se dice por ahí: «Aprendiz de todo, maestro de nada».
—Pues a eso es a lo que aspiran últimamente las mentes más preclaras de Florencia. Supongo que habréis oído hablar de un tal Leonardo da Vinci…
—Ese tema me interesa mucho —lo interrumpió Rojas—, pero no es de eso de lo que me ibais a hablar.
—Tenéis razón —se disculpó—. Veréis. Esta noche —comenzó a explicar, con el semblante más serio— han matado a un estudiante de una manera bastante cruel. Lo han hallado dentro de una vieja tinaja abandonada en una calle, con las manos cortadas.
—Ciertamente, parece algo macabro. ¿Y quién lo encontró?
—Un muchacho que huía de la ronda por una trastada que había hecho. Según parece, fue a esconderse en la tinaja, pero al instante salió despavorido. Y no era para menos.
—¿Se sabe ya quién es la víctima?
—Al ver que, por las ropas, podía tratarse de un estudiante, los de la ronda me mandaron llamar, como es preceptivo. Yo fui con dos alguaciles del Estudio y uno de ellos lo ha reconocido. Es don Diego de Madrigal, perteneciente a un conocido linaje de esta ciudad, si bien su familia hace tiempo que vive fuera de Salamanca. Después de hablar con vos, voy a enviarle una carta a su padre comunicándole el suceso. Según parece, no se encuentra ahora muy lejos de aquí.
—¿Y bien? —se atrevió a decir Rojas, temiéndose lo peor.
—Necesito que me ayudéis.
—¿A redactar la carta? —preguntó con fingida ingenuidad.
—A encontrar al que lo mató —respondió el maestrescuela con solemnidad—. Cuando vengan su padre y sus hermanos a buscarlo, quiero ofrecerles también la cabeza del que lo hizo o, al menos, la certidumbre de que lo vamos a apresar. Su familia, no sé si lo sabéis, es muy influyente y querrá pedir cuentas a la Universidad.
—Entiendo bien lo que me queréis decir, pero, como sabéis, yo no trabajo para la justicia.
—Y, sin embargo, lo hicisteis cuando os lo pidió Diego de Deza.
—Eso fue muy distinto —protestó Rojas—; en ese caso, me vi obligado… por las circunstancias.
—También ahora se trata de un caso de especial trascendencia —replicó el maestrescuela—. Si no encontramos enseguida al homicida, el prestigio y el buen nombre de la Universidad se verán en entredicho. Y no hace falta que os recuerde lo mucho que le debéis al Estudio.
—¿Y si fracaso?
—Estoy seguro de que no será así —afirmó el maestrescuela, convencido—. Por otra parte, podéis contar conmigo; yo os daré toda la ayuda y el dinero que haga falta. Y, llegado el momento, recibiréis, claro está, una buena recompensa. Por otra parte, sigue en pie mi ofrecimiento de haceros juez del Estudio.
Rojas se quedó pensativo. No le gustaba sentirse presionado, pero, por otra parte, era consciente de que, si lo solicitaban, era porque había demostrado cierta valía. Desde luego, se daba cuenta de que sus valedores siempre querían utilizarlo, lo que no quitaba para que también le ofrecieran la posibilidad de hacer algo provechoso. Estaba claro, por lo demás, que, en los tiempos que corrían, poco podía esperarse de la justicia ordinaria.
—Y bien, ¿qué me decís?
—¿Acaso tengo otra opción?
—No me gustaría que os lo tomarais de ese modo —se quejó el maestrescuela—. Os lo estoy pidiendo como un favor personal.
—Y yo voy a concedéroslo porque sois vos quien sois, qué remedio me queda —confesó Rojas—. Si no os conociera, pensaría que habéis matado a ese pobre escolar sólo para convencerme de que debo ser vuestro ayudante.
—No es mala idea —reconoció, esbozando una sonrisa—. En cualquier caso, deberíais sentiros honrado de que alguien quiera concederos la oportunidad de demostrar vuestro talento como pesquisidor.
—Eso es precisamente lo malo —replicó Rojas—, que se espera mucho de mí, tal vez demasiado. Por eso me cuesta tanto aceptar esa responsabilidad.
—Entiendo muy bien lo que decís. Todos tenemos nuestras limitaciones, y debemos ser conscientes de ellas, pero eso no significa que tengamos que renunciar a nuestras posibilidades.
—Me alegra ver que sois comprensivo.
—Y a mí comprobar que vos no sois un soberbio ni un imprudente. ¿Puedo contar entonces con vos?
—Os prometo hacer todo lo que esté en mi mano —concedió Rojas.
—Con eso me basta. Decidme, ¿qué es lo que necesitáis?
—De momento, lo que más preciso es examinar el cadáver. Quiero saber, si es posible, cómo murió.
—Siempre y cuando no lo descuarticéis… Bastante terrible es ya que le falten las manos.
—En principio, me conformaré con un examen superficial.
—El cadáver está ahora en el Hospital del Estudio —le informó.
—¿Y el muchacho, el que lo encontró? —se interesó Rojas.
—Probablemente esté detenido en la cárcel del Concejo.
—¡¿Detenido?! ¿Es que los alguaciles sospechan de él?
—Según me han dicho, el jefe de la ronda acababa de romperse las narices y varios dientes por su culpa y la de otros muchachos que estaban con él. Al parecer, éstos habían tenido la feliz idea —dijo con ironía— de tender una cuerda de un lado a otro de la calle, para que, cuando los alguaciles acudieran a detenerlos, tropezaran con ella y se partieran el alma, como así fue.
—Desde luego —reconoció Rojas—, es un hecho reprobable, pero hay que reconocer que estos muchachos son ingeniosos.
—Espero que a los que están en el Estudio no les dé ahora por imitarlos; bastantes problemas tenemos ya con el Concejo, al que, como sabéis, no le agrada que nuestros estudiantes campen por sus respetos, amparándose luego en el fuero universitario.
—Son los riesgos de tener jurisdicción propia.
—Lo malo es que a mí siempre me coge en medio —señaló don Pedro con resignación.
—Duro cargo el de maestrescuela, entonces.
—No lo sabéis bien. Tomad —añadió, alargándole un papel y una talega de fieltro—, os he traído una credencial firmada de mi puño y letra en la que os nombro pesquisidor a mi servicio y una bolsa de monedas de plata para atender posibles necesidades.
—Ya veo que no dudabais de que fuera a aceptar.
—Como vos habéis dicho, no os quedaba más remedio.
—Cualquier día de éstos, abandonaré la ciudad y no me volveréis a ver.
—¿Y dónde vais a estar mejor que aquí?
—Dadas las actuales circunstancias, en cualquier sitio.
—Ya tendréis tiempo de moveros; aún sois muy joven. Y ahora, si me lo permitís, debo ir a enviar esa carta. ¿Necesitáis algo más?
—Me gustaría echarles un vistazo a las habitaciones de la víctima. Me imagino que, siendo hijo de quien era, tendría casa propia y, seguramente, varios sirvientes, a los que por supuesto querría interrogar.
—En cuanto sepamos dónde vivía, os lo comunicaré. Tan sólo os ruego que seáis discreto con lo que averigüéis; no olvidéis que es mucho lo que nos jugamos.
—Por mí, no os preocupéis.
—Entonces, os deseo suerte. Si tenéis algún problema, no dejéis de avisarme.
—Así lo haré.
Cuando entró en el Hospital del Estudio, no pudo evitar pensar en la prostituta que había examinado hacía sólo unos meses. Desde entonces, había asistido a algunas otras lecciones de anatomía, menos dolorosas para él, gracias al empeño del maestro Nicola de Farnesio, con el que había ido descubriendo algunos de los secretos del cuerpo humano, antes y después del momento de la muerte. El del estudiante mutilado estaba sobre una mesa, en una pequeña dependencia del Hospital, fuera de la vista de los estudiantes pobres y necesitados que en él se albergaban. Sería más o menos de su misma edad y de similar estatura, aunque bastante más delgado y con la tez muy pálida, a causa, seguramente, de una mala alimentación, cosa rara en alguien de su alcurnia.
A pesar de que ya estaba sobre aviso, lo sobrecogió comprobar que no tenía manos. La ausencia de sangre en los cortes indicaba, eso sí, que se las habían amputado después de muerto, pues, como bien sabía por sus clases de anatomía, las heridas post mortem no sangraban. Esto le hizo pensar que no se trataba de un castigo, sino de un aviso o una advertencia dirigida a terceros.
Tras despojarlo de todas sus ropas, examinó el resto del cadáver, sin encontrar ninguna otra herida ni indicio, salvo algún pequeño golpe o leve rasguño. Por último, le abrió la boca con cuidado y comprobó, con asombro, que tenía la lengua hinchada y teñida de negro, probablemente por efecto de algún veneno, pues sabía de varios que producían esa clase de síntomas. Para asegurarse, tendría que hablar de ello con fray Antonio de Zamora, su maestro en todo lo referido a ese tipo de sustancias. Antes de irse, registró a conciencia las prendas de la víctima, pero no encontró nada, lo que, en principio, hacía suponer que se trataba de un robo. Y si era así, ¿por qué le habían cortado las manos? ¿Sería para indicar que el robado era, a su vez, un ladrón? ¿No era así como castigaban el hurto en algunos lugares? Entonces, ¿por qué lo habían matado? Claro que también podían haberle quitado lo que llevara encima los propios alguaciles. No sería, ni mucho menos, la primera vez.
Después, se fue a ver el lugar en el que había aparecido el cadáver. Se trataba de una callejuela sin nombre conocido entre la Rúa de San Martín y la calle de Sordolodo. A ella daban las puertas de algunas cuadras y la parte trasera de algunas viviendas y tabernas, por lo que siempre estaba llena de inmundicias. La tinaja estaba en un rincón, muy cerca de la entrada, ahora partida en varios pedazos. Rojas supuso que los alguaciles habrían tenido que romperla para poder sacar el cuerpo, que ya estaría rígido. Buscó con atención entre los restos de la vasija, pero no encontró nada que despertara su interés. Cuando se incorporaba, oyó ruido detrás de una puerta, como si alguien lo estuviera observando a través de una rendija.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
—Esto sí que tiene gracia —gritó una vieja desde el otro lado—. Debería ser yo quien preguntara, y no vos, que sois el intruso, ¿no creéis?
—Tenéis razón. Siento haberme adelantado —se disculpó Rojas, con ironía.
—¿Y qué hacíais ahí? —preguntó la mujer entreabriendo la puerta.
Asomó primero la cabeza, sucia y desgreñada, y, cuando vio que el visitante no parecía peligroso, se decidió a mostrarse por entero. Se movía despacio, como si algo la entorpeciera. Rojas no tardó en darse cuenta de que llevaba encima varias capas de ropa para intentar vencer el frío.
—Buscaba algo —le explicó— que me ayude a descubrir al que mató al estudiante que encontraron anoche en la tinaja. Supongo que estaréis enterada.
—¡¿Y cómo no iba a estarlo?! —exclamó—. Apenas me dejaron dormir.
—¿Oísteis algo antes de que descubrieran el cadáver? —preguntó Rojas, con interés.
—Tengo el sueño ligero y por aquí pasan muchos estudiantes borrachos casi todas las noches, incluso vienen a revesar y a hacer sus necesidades en esta callejuela. El que se maten entre ellos no me preocupa —reconoció—. Lo único que de verdad me quita el sueño y no me deja pegar ojo es que puedan robarme la marrana que guardo en la cuadra para los últimos días de mi vejez.
—¿Queréis decir entonces que hubo una pelea esa noche?
—¿Y cuándo no es fiesta para estos estudiantes? Un día sí y otro también —explicó— vienen aquí a armar bulla, sin que nadie pueda decirles nada, que para eso tienen licencia, aunque aún no sean licenciados ni tan siquiera bachilleres. Y lo que yo digo: si quieren pelearse, que vayan al desafiadero que hay junto al Estudio, que los demás tenemos que dormir y, al mismo tiempo, velar por lo nuestro.
—Pero, anoche, ¿visteis algo? —se impacientó Rojas.
—¿Queréis decir que si vi cómo lo mataban y luego lo metían dentro de la tinaja?
—Eso es.
—Pues eso… exactamente no lo vi. Ni, por supuesto —añadió, cautelosa—, oí nada que me hiciera sospechar que había muerto alguien.
—Y después, cuando vinieron los alguaciles, ¿les dijisteis algo?
—¿Qué les iba a decir esta pobre vieja que ellos no supieran?
—Pero es vuestra obligación prestar testimonio.
—¿Creéis que a alguien le gusta verse envuelto en un proceso que ni le va ni le viene y que no puede acarrearle más que trastornos? De todas formas, enseguida vieron que era un estudiante y que lo habían matado a cuchilladas.
—Pero a la víctima no la mataron con una espada —precisó Rojas.
—Pues, por lo que yo escuché, le faltaban las manos.
—Se las cortaron, sí, pero después de muerto; el cadáver no tenía ninguna otra herida.
—¿Lo veis? Ya me estáis enredando. Ahora comprenderéis por qué no quise saber ni decir nada.
—Está bien —la tranquilizó Rojas—. Ya no os molestaré más.
—Un momento —dijo entonces la vieja, con tono suspicaz—. ¿Y quién me dice a mí que no sois vos el que lo ha matado?
—Si lo fuera, no deberíais preocuparos, pues ya he visto que no sabéis nada —le explicó Rojas con ironía.
—Eso me deja más tranquila.
—Y a mí, más liberado. Quedad con Dios —se despidió—, y dadle recuerdos a vuestra marrana.
—Así lo haré —aseguró la vieja, que, al parecer, siempre quería tener la última palabra.
Era ya cerca del mediodía cuando Rojas llegó a la cárcel pública, en la Casa del Concejo. Una vez allí, se dirigió a la dependencia de los carceleros.
—Vengo a buscar al muchacho que apresasteis anoche, el de la tinaja —le dijo al que estaba de guardia.
—Está encerrado en uno de los calabozos —se limitó a contestar éste de muy mala gana.
—¿Era necesario encarcelarlo? —preguntó Rojas.
—¿Sabéis lo que le hizo a un alguacil el angelito? —replicó el otro con ironía.
—Algo he oído.
—Pues sabed —le explicó, de todas formas— que le ha dejado la cara como la de un eccehomo.
—Como podéis ver —le explicó Rojas, mostrándole la credencial—, me envía el maestrescuela del Estudio. Naturalmente, no es nuestra intención hurtárselo a la justicia del Concejo, pero resulta que es el único testigo de que disponemos en un caso de muerte violenta en el que la víctima es un estudiante.
—¿Y pensáis que ha sido obra del muchacho? A mí, desde luego, no me extrañaría.
—De ningún modo —corrigió Rojas—. Él fue quien descubrió el cadáver.
—Una cosa no quita la otra —replicó el carcelero, con simpleza.
—De todas formas, debo llevármelo bajo mi responsabilidad y la del maestrescuela, que es quien me envía. Os lo devolveremos pronto, no os preocupéis. Y estará a buen recaudo, os lo aseguro; nosotros también tenemos cárcel en el Estudio.
—En ese caso —advirtió—, debéis firmarme un documento y dejar la fianza establecida, por si se escapara por el camino.
—Está bien —concedió Rojas, pues no quería que el muchacho pasara una noche más en los calabozos—. Dadme papel y tinta. Y, mientras tanto, id a buscarlo. Cuanto antes nos marchemos, antes volveremos.
El carcelero, sin embargo, no parecía tener demasiada prisa, como si no estuviera todavía convencido de lo que tenía que hacer. Pero, al ver la bolsa con el dinero, le cambió el semblante y se le disiparon las dudas. Así que cogió las monedas y se fue a buscar al prisionero, no siendo que el enviado del Estudio fuera a arrepentirse. Al poco rato, llegó con el muchacho. Rojas lo tomó entonces de un brazo y, sin pararse a saludarlo ni a despedirse del otro, lo condujo hacia la calle. A la luz del día, comprobó que el mozo tenía la cara llena de golpes y de heridas y los brazos y piernas salpicados de moratones.
—Ya veo que te han zurrado bien los alguaciles.
—Hasta decir basta —confirmó el muchacho con ironía—. Pero yo no confesé nada, ni siquiera cuando me amenazaron con cargar a mi cuenta el muerto que apareció en la tinaja.
—Por ése no te preocupes. Ahora te llevaré a tu casa, que te estarán esperando. Dime dónde vives.
—Por aquí cerca, en el mesón de la Solana —explicó—; en él sirve mi madre desde hace algún tiempo, y yo me dedico a hacer recados a los huéspedes.
En efecto, la cárcel no estaba lejos del mesón, cosa que no debía de alegrarle mucho al muchacho. Nada más traspasar la puerta, apareció su madre, que lo aguardaba con impaciencia.
—Pero ¿dónde te habías metido, desgraciado? —comenzó a gritar la mujer, mientras lo amenazaba con una mano—. Dime, malnacido, ¿qué has hecho ahora? ¡Y mira cómo te han dejado la cara! ¿Has vuelto a meterte en alguna pendencia?
—El muchacho os contará luego lo que ha pasado —la interrumpió Rojas—. Ahora dadnos de comer y de beber, que necesito hablar con él de un asunto importante que en nada lo compromete. Y por la paga no os preocupéis, que yo corro con todos los gastos. Traed también algo para curarle las heridas de la cara.
—¿Y los vicios del alma quién se los va a curar? —rezongó la mujer, camino de la cocina del mesón.
—Mientras tu madre pone la mesa —le dijo Rojas al muchacho—, tú vete al patio a lavarte las manos y la cara, y cámbiate de ropa —añadió—, que el sitio donde has estado estaría lleno de chinches y toda clase de inmundicias.
Para su sorpresa, el muchacho lo hizo todo con diligencia y sin protestar. Recién aseado parecía otro. Cuando volvió su madre con la comida y un jarro de vino, se sentaron en una mesa bien apartada, para poder charlar con más tranquilidad.
—¿Qué es lo que queréis saber? —se adelantó a preguntar el mozo.
—Antes dime cuál es tu nombre.
—Todos me llaman Lázaro de Tormes.
—Lo primero está muy claro, pues hoy, sin ir más lejos, has vuelto a la vida. En cuanto a lo de Tormes, ¿de dónde viene?
—De que nací en el río, en una aceña que hay en la aldea de Tejares, donde mi padre trabajaba como molinero, y donde a mi madre, una noche que estaba de visita, le tomó el parto, y allí me tuvo.
Dicho esto, le dio varios besos al jarro, antes de empezar a comer.
—Pues, para haber nacido en el Tormes, parece que te gusta mucho el vino.
—¿De qué os asombráis? —replicó Lázaro, risueño—. ¿No habéis oído decir que el vino que se sirve en Salamanca está bautizado para que nadie lo tome por judío o por moro? Si no con agua del Tormes, al menos con la de alguna fuente o pozo próximo.
—Ya veo que tienes respuesta para todo y que no se te escapa nada —comentó Rojas, con admiración—. ¿Y tu padre?
—Mi padre, por lo que yo sé, está en la cárcel —confesó el muchacho con naturalidad—; dicen que por robar de los costales de trigo que le llevaban a la aceña para moler, pero hace ya bastante de eso. Mi hermano es hijo de un moreno que nos ayudó durante un tiempo y que, al cabo, terminó más o menos como mi padre, por lo que ya nadie quiere juntarse con nosotros.
—En cuanto a eso —comenzó a decir Rojas, para consolar al muchacho—, debes saber que son muchos los que, acuciados por el hambre, se ven obligados a hacer cosas que, en otras circunstancias, no harían, pues la necesidad es enemiga de la virtud…
—Todavía no me habéis dicho de qué queríais hablar —lo interrumpió el muchacho para cambiar de tema.
—Tienes razón —admitió Rojas—. Sólo quería preguntarte si conocías al hombre que estaba en la tinaja.
—Yo, al muerto, lo que se dice verlo, no lo vi, la verdad. Tan sólo sé que no tenía manos —explicó—, pues sentí sus muñones en mi cuerpo, mientras trataba de acomodarme en la tinaja. Y después, cuando lo alumbraron los alguaciles, no quise acercarme a él.
—Y la tinaja, ¿la habías visto antes?
—Llevaba ahí puesta varios días —explicó—; así que sabía bien dónde estaba. Pero ignoro si llena o vacía. En mala hora se me ocurrió meterme dentro, ya que al final no sólo me cogieron, sino que me he visto envuelto en un asunto más negro todavía.
—Eso ahora no debe preocuparte —lo tranquilizó—. Nadie te culpa de esa muerte, y a nosotros nos has prestado un gran servicio. Si no te hubieras metido dentro de la tinaja, sabe Dios cuándo habría aparecido el cadáver. Y el tiempo es primordial, en estos casos, para poder descubrir al culpable.
—Y vos, ¿cuándo me vais a decir de una vez quién sois? —preguntó el muchacho, de repente.
—Mi nombre es Fernando de Rojas, nacido en La Puebla de Montalbán, muy cerca de Toledo, e hijo de Hernando de Rojas, que, como tu padre, también fue perseguido y condenado por un tribunal.
—¿Es cierto eso? —preguntó el muchacho, sorprendido.
—¿Por qué habría de mentirte en un asunto como éste?
—Tenéis razón. Mi madre dice —añadió luego— que, a los perseguidos por la justicia, el Evangelio los llama bienaventurados, pues de ellos es el reino de los cielos.
—Así será, sin duda, en algunos casos —concedió Rojas—. ¿Quieres saber algo más?
El muchacho asintió y, tras una pausa, se atrevió a preguntar:
—¿Por qué os interesa tanto el muerto de la tinaja?
—El maestrescuela del Estudio me ha pedido que averigüe quién lo mató.
—¡¿Acaso sois alguacil?! —preguntó Lázaro, poniéndose en guardia.
—La verdad es que soy un simple bachiller en Leyes, pero el maestrescuela, que es quien administra la justicia en la Universidad, se ha empeñado en que lo ayude a resolver este misterio.
—¿Y os gusta esa tarea?
—Desde luego, no es algo que yo haría por propia voluntad, pero, ahora que me lo preguntas, debo reconocer que le estoy cogiendo gusto.
—¿Y si tuvierais que perseguir a un ladrón?
—Por eso no debes preocuparte. A mí sólo recurren cuando se trata de casos de muerte violenta en los que la víctima tiene algo que ver con la Universidad —se justificó Rojas—. Y los acepto porque no me queda más remedio y para que ningún inocente tenga que cargar con el delito. Como sabrás, los alguaciles no suelen ser muy eficaces ni muy escrupulosos en su trabajo.
—Vaya si lo sé —confirmó el muchacho, sonriendo.
—En cuanto a tu problema con cierto alguacil, hoy mismo trataré de resolverlo con la ayuda de un buen amigo mío, que es abogado. Pero, hasta que eso suceda, no quiero que salgas del mesón. ¿Me lo prometes?
—No tenía intención de hacerlo hasta que no amainara el temporal.
—Sin duda, es una medida juiciosa. Y ahora, si te parece, vamos a curarte esas heridas y a hablar con tu madre de lo que te ha pasado.
—Si no os importa, contádselo vos —le pidió el muchacho—, pues a mí no me creería.