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SINÓPTICOS

EN EL SALÓN DE ACTOS del Seminario se había reunido toda la clerecía capitalina, encabezada por el Nuncio Apostólico, el Cardenal Primado y el Arzobispo coadjutor. Una especial solemnidad flotaba en el recinto.

Torres y Buenaventura contemplaron al Nuncio, sentado rígidamente sobre el estrado imponente. Intentaron encontrar su mirada. Con el peso de su autoridad definiría el curso del juicio. Prometió concluir rápidamente, porque confiaba en sí mismo, en su diplomacia y en sus dotes persuasivas. Mucho ruido… Corridas… Exaltación. Pero, en el fondo, ¿qué?… En el fondo, hijos, no ha sido nada.

Empezó el preámbulo. Preámbulo pesado, amenazador, inclemente y frío. El Dios de los ejércitos, del trueno, de la ira, del apocalipsis, tomaba posesión del acto. Sus tropas sacerdotales juraban obediencia, al tiempo que en las arterias empezaba a latir el disciplinado ímpetu de guerra santa. Algunos ojos giraron hacia las víctimas propiciatorias que debían apaciguar la cólera divina: su propia cólera de hombres.

Agustín Buenaventura y Carlos Samuel Torres querían autosugestionarse de que todo saldría bien, como lo aseguró el Nuncio, pero una irrefrenable vergüenza —de ellos mismos, de la Institución, de algo indefinible— los angustiaba. Este juicio podría ser la paradójica o simplemente burda conclusión de todos sus sueños, ideales y proyectos, reducidos a una fatua vanidad de vanidades. A ilusiones pueriles e irrealistas. A evasiones masturbatorias de la soledad, de la frustración, de la nada amorfa y oprimente.

Ofrecieron la palabra al Nuncio.

Los enjuiciados se desplazaron unos centímetros en sus asientos. La espalda se les rectificó.

El embajador del Vicario de Cristo acomodó sus delgados anteojos y desplazó lentamente su mirada por el apretado auditorio, recogiendo bloques de silencio. Sus ojos claros apenas rozaron a Buenaventura y Torres, como si no tuvieran más significación que los demás. Podía interpretarse de dos maneras.

El enigma se desveló en seguida, cuando su voz autoritaria e implacable hizo trepidar la atmósfera.

—La arquidiócesis ha debido recurrir a una medida de excepción como ésta, porque dos sacerdotes fementidos han violado los más elementales principios que deben regir su conducta, transformando una iglesia en barricada —las facciones del Nuncio parecían talladas en mármol y sus ojos en brasas—. Ese inaudito ultraje es la culminación de una actividad disolvente y herética. Actividad nefasta para la vida secular y religiosa de esta católica ciudad. Empezaron rechazando el principio de autoridad —extendió el índice—, la autoridad que vertebraliza a la Iglesia y le permite navegar gloriosamente a través del tiempo. Modificaron sin expresas licencias algunos aspectos de la liturgia —extendió el índice y el mayor—. Introdujeron en sus sermones ideologías destructoras, mezclando la Palabra del Señor con literatura condenada por la Congregación para la Defensa de la Fe —extendió también el pulgar y su mano adoptó la actitud del predicador que, curiosamente, en ese instante servía para enumerar acusaciones.

Y luego de la aflicción de aquellos días, el sol se obscurecerá y la luna no dará lumbre y las estrellas caerán del cielo y las virtudes de los cielos serán conmovidas.

—Si los demás sacerdotes procediéramos igual ¿qué sería de nuestra Santa Iglesia? —sus dedos se encogieron en puño indignado y amenazante.

Prendido Jesús, le llevaron a Caifás pontífice, donde los escribas y los ancianos estaban juntos.

El recinto estaba clausurado. La voz del Nuncio rebotaba dentro de ese cofre impenetrable. El aire soportaba una combustión exclusiva y discriminatoriamente sacerdotal. Como en otra ocasión lo fue el Sanhedrín.

La flagelación por el látigo o la tortura con electricidad o la muerte por lapidación no deben producir un dolor tan profundo y total, tan aplastante —que parece despojar del esqueleto—, tan prolongado —que no le alcanza el cosmos para expandirse y reventar— como esa traición fresca, burda y reveladora. La boca del Nuncio semejaba una horrible y devastadora máquina.

Buenaventura se estiró con desesperación la golilla y con la otra mano metió su pañuelo secándose la copiosa transpiración que confluía en su cuello.

Imitado Christi, pensó Carlos Samuel. Ésta es la voz de Roma. Habla la sangre de San Pedro. Ilumina el Espíritu Santo… Sus dedos temblaban.

—¿Qué sería de la Iglesia —insistió el Nuncio— si a cada uno de vosotros se les confiara un templo y lo vejara llevándolo irresponsablemente hacia la profanación? Explotando slogans izquierdistas, estos malos sacerdotes atrajeron jóvenes ávidos de cambios o simplemente curiosos de las novedades. Orquestaron un movimiento pseudocristiano masificado, inconsciente, desprovisto de virtudes como la prudencia y la moderación. Soliviantaron a los estudiantes. Organizaron una provocativa manifestación que desbordó sus cálculos. Recurrieron a la violencia, sin agotar los medios pacíficos que provee el diálogo. Desconocieron las obligaciones que como ciudadanos y como sacerdotes deben a las autoridades legítimamente constituidas. Son los responsables de la masacre ocurrida en las calles y del ultraje cometido contra un templo. Por su culpa la iglesia de la Encarnación ha sido invadida y mancillada —extendió sus manos en un gesto grandilocuente, para denunciar con máxima potencia—: ¡Las heridas del Señor vuelven a sangrar!

Una onda de exaltación se propagó a lo ancho del auditorio.

Y los príncipes de los sacerdotes y los ancianos y todo el consejo, buscaban falso testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte.

Ésta es la Iglesia que debo amar y obedecer, se repetía Carlos Samuel. Éste es Pedro y sobre él construiré mi Iglesia. Vocación de servicio… Amarás al prójimo como a ti mismo… Dar la vida por los otros… El Nuncio habla desde su estrado, desde su montaña. Pronuncia su sermón de la montaña. Predica su cristianismo, basado en un Cristo militar, disciplinado, codicioso y exigente.

—El Jefe de Policía comunicó a monseñor Tardini sobre sus infructuosos pedidos de rendición. Si Buenaventura y Torres no se hubieran empecinado en proseguir la violencia, ese templo no hubiera sido maculado por las balas, los gases lacrimógenos, el fuego, por esa locura destructiva que hizo añicos púlpito, puertas, bancos. Pero ¿cómo iban a rendirse y entregar esa heterogénea masa de pecadores? Los comunistas, prostitutas y delincuentes que efectuaron depredaciones callejeras y atacaron con proyectiles a las fuerzas del orden, organizaron su segundo frente en la iglesia bajo la anuencia de estos dos sacerdotes. Junto a los estudiantes actuaban las rameras. ¡Ése es el nuevo cristianismo que predican! —descargó su puño sobre la mesa.

Un murmullo se encendió en el auditorio.

Muchos testigos falsos llegaban. Al final vinieron dos que acusaron: Éste dijo: Puedo derribar el templo de Dios y en tres días reedificarlo.

—¡Que respondan los reos desde cuándo las prostitutas frecuentan esa iglesia y qué papel desempeñaban en la captación de adeptos! —exclamó el Nuncio con un enojo que no dejaba resquicio para el afloramiento de réplicas.

Y levantándose el pontífice, le dijo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti?

Torres y Buenaventura parecían dos cadáveres horriblemente desfigurados. Por sus cabezas cruzó el frágil recuerdo de esa meretriz que vino a pedir ayuda para un estudiante malherido. En seguida rodearon la iglesia y empezaron a derrumbar e pórtico. ¿Por qué insiste con lo de las prostitutas? ¿A qué otras prostitutas hace referencia? La lengua se había secado.

Jesús callaba.

Buenaventura no podía hablar. Carlos Samuel no podía hablar. Estaban más perplejos que los demás sacerdotes del recinto. Magdalena y el amor… Magdalena y la soledad… El que se sienta libre de pecado, que arroje la primera piedra, porque Jesús amó a los réprobos, a las prostitutas y a Magdalena. Magdalena en busca infructuosa del amor, recibió la más profunda e inconmensurable prueba de amor al ser ella una ramera —una impura— la que primero supo que Cristo había resucitado… Magdalena amada por Cristo y aborrecida por el Nuncio; Magdalena, prueba del más trascendente misterio de Dios y pieza de la más baja trampa del Nuncio. Magdalena despreciada antes, amada después (por Cristo), despreciada siempre (por sus representantes). ¿Ésta es la Iglesia que Jesús mandó edificar? ¿Ésta es la autoridad ante la cual debo inclinarme?

Buenaventura recordaba sus años de juventud al otro lado de la civilización, cuando solía encender la imaginación de los indígenas con descripciones de la grande y maternal Iglesia, con anécdotas de sus santos, con historias de sus gestas en pro del bien. El aire gris de ese recinto clausurado adquiría tonalidades de esmeralda como las selvas, nácar como los picos, púrpura como los crepúsculos. Su cuerpo giraba sobre las ruedas del vahído, que enfriaba su transpiración y colapsaba sus venas. Alud. Piedras. Polvo. Fragor. Tembladeral.

El precipicio de ese cañón profundo, profundo, profun… do… Vacío… vacío…

—En esta asamblea iluminada por Dios —los dientes del Nuncio seguían masticando palabras—, debemos desenmascarar los móviles que esconden las innovaciones temerarias e irresponsables. El aggiornamento no autoriza a destruir a la Iglesia, ni convertir sus templos en estadios o antesalas del prostíbulo. Tras ciertas innovaciones existe una crisis de fe, una desembozada ambición política y una patológica inclinación disolvente.

El pontífice le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si tú eres el Cristo, Hijo de Dios.

Torres se enderezó. Apoyó sus manos en el respaldo de la silla que tenía delante. Su cara era tan blanca como la cal, sus labios apenas se distinguían como una fina raya. Bajo su piel fasciculaban los músculos anárquicamente. Estaba solo como Cristo con los mercaderes, como Cristo en el Sanhedrín, como Cristo con Pilato. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?… Roma, Lovaina, Innsbruck, San José, Encarnación, sierras, Seminarios, Tardini, coronel Donato Pérez, Nuncio, juicio eclesiástico, eclesiástico, eclesiástico, eclesiástico.

El Nuncio le miró con ojos desorbitados. Él no le ordenó levantarse. Al contrario, ayer le advirtió claramente que no hablara, que no intentara embrollar el juicio con defensas inoportunas.

Pero Carlos Samuel no veía los gestos del Nuncio, que le exigían volver a sentarse: tenía los ojos llenos de lágrimas. La frustración es peor que una caldera en el séptimo infierno. La frustración es sentir que han hecho añicos de uno mismo y del universo que uno ama, es presenciar la flagelación de la propia madre, es reconocerse burdamente humillado por todos, es hundirse en un monte de excrementos, es rechazar todo menos la muerte que embota, que hace olvidar, que aplasta para siempre los tumefactos lóbulos del cerebro. Su voz salió ronca, partida, falseada, pero doliente como un serrucho.

—¡Sacerdotes y escribas hipócritas! —extendió sus brazos trémulos hacia el estrado, como si intentara alcanzarlo y destruirlo—. ¡¡Raza de víboras!!

Entonces el pontífice rasgó sus vestiduras diciendo: Blasfemado ha: ¿qué necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora habéis oído su blasfemia.

Buenaventura yacía desvanecido.

El mismo clérigo que la otra vez exigió juicio eclesiástico, se puso de pie, enrojecido y violento. Extendió su índice como una lanza.

—¡Excomunión! —sentenció a voz de cuello.

—¡Excomunión! —repitió el eco—. ¡Excomunión! ¡Excomunión! ¡Excomunión!

Pesadilla. Irrealidad. Símbolo. Caricatura. Esperpento.