—¡CUALQUIER DÍA iban a complicarme en conciliábulos!
Apretó un botón del tablero.
—Habla el suboficial Higueras —contestó desde el aparato una voz ronca.
—¿Detuvieron a todos?
—Sí, excepto los curas.
—Bien, bien. Inicien los interrogatorios, nomás. Después seleccionaré los casos difíciles —sonrió.
—A la orden, mi coronel.
Levantó el cigarrillo del cenicero y se reclinó en su sillón. Estaba satisfecho. Había procedido con técnica impecable, con rapidez y eficacia. Destruyó la gigantesca manifestación de la tarde con la estrategia de un acabado militar. Estudió el terreno, las calles, las plazas, los pasajes comerciales, los bares, todos los vericuetos e irregularidades que podían incidir en el curso de la batalla. Bloqueó las avenidas y los corredores que conducían a ellas hasta que los encerró como miserables ratas. Circunscribió el campo de las acciones. Y cuando los tuvo rodeados, comprimidos, lanzó sus unidades motorizadas. Golpeó con desproporcionada rudeza, paralizándolos en escasos minutos. Luego empezó la caza, un verdadero festín para sus agentes, a quienes dio piedra libre para que se cobrasen todas las vejaciones que desde hacía años venían recibiendo de los estudiantes. Garrotazos. Balazos. Movimientos acelerados, acciones categóricas. Nada de apaciguamiento. El grueso de la ciudad permaneció ajena, porque el cordón que limitaba al campo bélico tenía instrucciones precisas de no abrirse por ninguna causa. Los periodistas fueron mantenidos lejos, sin excepción. Todos los manifestantes que se lograron prender (heridos, muertos y vivos) fueron conducidos velozmente hasta la cárcel central. Los pocos que huyeron —sin contar ínfimas excepciones— se concentraron en la iglesia de la Encarnación.
El coronel meneó la cabeza: ¡Pobres tontuelos! Me sirvieron en bandeja ese foco subversivo. No podían haberme ofrecido mejor oportunidad. Decidí invadirla de inmediato. Mis decisiones tenían la puntería del genio. Pero algunos suboficiales, tímidamente (¡maricas!), objetaron que eran católicos, que se trataba de una iglesia en fin de cuentas, que el derecho de asilo (¡todavía pensando en derecho de asilo!), que deberíamos pedir la aprobación del Obispo, que una cosa, que otra cosa. Me hicieron perder casi cuatro horas. No quería obligarlos a realizar algo en contra de sus convicciones —aunque me sobra autoridad— para que en sus podridas vísceras no le empiecen a dar retortijones los cargos de conciencia.
Tuve que darles mis razones. Si no extirpábamos el foco de la subversión, todas las demás acciones contra los estudiantes, incluida la de esa tarde, perderían valor.
No faltó el suboficial negociador. Pero lo disuadí. Había que tomar esa iglesia y expulsar a los que la profanaban convirtiéndola en comité político. Di mis instrucciones, repitiendo el mismo esquema. Circunscripción de las acciones, bloqueo de las vías de escape y asalto con la máxima brutalidad. En cuanto a los curas, que no se los arreste; en eso les daría con el gusto a los chupacirios.
Salieron los vehículos cargados de hombres. Cuando rodearon la iglesia, desde el campanario observaron nuestro despliegue. Trabaron las puertas y telefonearon a la prensa. Aún pensaban ganarme. Pero no les di tiempo. Apenas me informaron sobre esa maniobra, ordené implacablemente que atacaran. ¡¡Ataquen, maricas!! ¡No les regalen una ocasión para conquistar a los llorones! ¡¡Ataquen!!
Aplastó la colilla del cigarrillo en el cenicero. Se frotó los dedos para sacarse un resto de ceniza que se le había pegado.
Ahora debo darle el toque final a esta obra de arte —cerró los ojos gozoso. Pensó en las palabras adecuadas y escogió un botón del tablero.
—Operador —respondió.
—Comuníqueme con el señor Obispo. Dígale que debo pasarle un informe urgente.