ERA UNA CARRERA contra los segundos. A golpes de martillo, con serruchos, con los pies, rompían los bancos para improvisar escudos, lanzas y garrotes. El pórtico cedía. Con otra embestida, el barreno lo partiría.
Una oleada de policías, como un chorro de petróleo, invadió súbitamente la iglesia. Cayeron vidrios, se desplomaron las contrapuertas. Los primeros invasores tropezaron con una hilera de bancos —primera línea de defensa— y cayeron de bruces sobre los mosaicos. Los estudiantes les arrojaron una lluvia de tablas. Inmediatamente, esquivando los cuerpos caídos, penetró con ímpetu la retaguardia. Desde el coro les lanzaron más proyectiles. Esta distracción dio oportunidad para que una columna de estudiantes, mezclando sus gritos, se abalanzara contra ellos para expulsarlos del recinto. Un agente desenfundó su revólver y disparó al techo. Ese estampido se reprodujo con un eco grandilocuente e interminable, al tiempo que un ancho trozo de revoque se desplomaba sobre el centro de la nave. Un nuevo refuerzo policial penetró en la iglesia.
El padre Buenaventura arremangó su sotana, empuñó con ambas manos un tablón de metro y medio y empezó a girar como un trompo, demoliendo cuanto se pusiera a su alcance. Los policías no pudieron avanzar. Muchos yacían tendidos. Silbatos y órdenes desde fuera se mezclaban con ensordecedores gritos desde adentro, repeliéndose con la misma fuerza que los cuerpos.
Desde la puerta un oficial arrojó una bomba de gases lacrimógenos. Estalló junto a un estudiante y le quemó el rostro. Su aguda exclamación, lejos de alebronar, enardeció a sus compañeros. Una fila de policías puso rodilla en tierra y disparó sus armas. Algunos jóvenes cayeron escupiendo sangre. Aumentaba la confusión. Nuevas y más espesas nubes de gas hacían imposible proseguir la resistencia. Penetraron agentes enmascarados. Los muchachos y chicas, tosiendo, cubriéndose los ojos con los brazos, lanzaban ciegamente sus proyectiles. El padre Torres encendió una fogata con los restos de algunos bancos para combatir el efecto de los gases. Pero la fuerza de represión se imponía.
Olga fue aquietada con un bastonazo en la nuca y Magdalena arrastrada de los pelos hasta la calle.
Varios camiones blindados aguardaban y a medida que se los llenaba de gente, eran despachados. El tránsito fue oportunamente interrumpido, lo mismo que el acceso de curiosos y de periodistas. La acción fue rápida. Entre el comienzo del bloqueo y la evacuación del último camión blindado, no pasó más de una hora. El último camión se detuvo a poco de iniciar su marcha. Entreabrió una portezuela, apenas lo suficiente como para que pasara un hombre. Por allí fue expelido el padre Torres. Cayó sobre el pavimento. Le sangraban el rostro y las manos. Un policía le ayudó a incorporarse y condujo de nuevo a la iglesia. Trastabillando, alcanzó a apoyarse en una columna. Los gases aún flotaban y empezó a toser. Buenaventura le tomó por los hombros y condujo hacia las habitaciones contiguas.