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EPÍSTOLA

QUERIDO TÍO:

He leído con atención y respeto tus cartas. Coincido en mucho. Pero nos enfrenta la interpretación que damos a este o aquel aspecto de la doctrina.

Un sector de nuestro clero se ha anquilosado y prefiere seguir el camino más fácil, el que se evade tras el gesto litúrgico. Esto es fariseísmo. Dios no quiere actos mecanizados ni objetos desprovistos de contenido. Dios busca la persona, que se expresa a través del culto. El culto que no se acompaña de una vida igualmente limpia, aunque encandile por su fasto, repugna. Es más importante una vida cristiana que esporádicos gestos cristianos; sólo con lo primero se puede dar al culto su excelso y profundo significado.

Jesús nos ordenó mezclarnos con la gente «como me envió mi Padre, así os envío a vosotros». Mas predicar no sólo significa aumentar el número de fieles que se habitúan a venir a la Iglesia, sino cristianizarlos, mejorarlos, enseñarles a hacer de sus vidas una auténtica imitación de Cristo.

Cristo, tío, no gastó muchas palabras ensalzando el derecho de propiedad. Como ejemplo. Él no fue propietario. Él, dueño del Universo, se presentó como el más pobre de los pobres. Su encarnación no vino envuelta en láminas de oro, sino en enfática complicidad con los oprimidos.

Creo que insistes demasiado en ese «derecho natural» que es la propiedad, postergando derechos naturales más importantes. Defender mucho la propiedad es defender algo a los ricos, ¿verdad? Sin embargo, Jesús dijo: «Bienaventurados los pobres, porque suyo es el reino de Dios» (Lucas, VI, 20).

Los bienaventurados no son los propietarios, ni los hartos, ni los felices, sino los hambrientos materialmente. Para los ricos tiene otras palabras, así como para los que les adulan y apoyan, simbolizados en los escribas «Guardaos de los escribas, que quieren andar con ropas largas y aman las salutaciones en las plazas y las primeras sillas en las sinagogas y los primeros asientos en las cenas» (Lucas, XX, 46). No se trata de que los ricos sigan siendo ricos y los pobres sigan siendo pobres porque Dios, desde la época de Babel, enseñó que no gusta de la uniformidad. Esto también es farisaico, tío.

Me aconsejas que no sueñe con enriquecer a los pobres, que sea solamente un pastor que cuide almas y las purifique con los instrumentos de la religión. Que no me adhiera a esas multitudes que por un plato de lentejas (o sea, la propiedad terrenal) venden al cielo. Pero, tío, nuestra vida en la tierra es muy importante. Es tan importante que de ese breve lapso que casi nunca pasa de cien años, depende toda la vida eterna. ¿No es hipocresía pensar que la vida eterna se logra con sólo cumplir algunos preceptos rituales? ¿Puede un sacerdote como tú tranquilizar a un pequeño sector de su feligresía que se revuelca en la abundancia de un oro bien o mal habido, mientras la mayoría de sus hermanos padecen hambre y frío, diciéndoles que si pagan el salario justo, asisten a Misa y se confiesan una vez al año, están en armonía con Dios? ¿Puedo yo enseñarle a un padre que no tiene con qué comprarle un medicamento a su hijo que no es lícito violar el derecho de propiedad? Durante mucho tiempo en la parroquia de San José les pedía que rezaran, que rezaran. Pero Cristo seguramente les habría dicho otra cosa…

Ni el derecho de propiedad, ni la legitimidad de las autoridades permiten a un cristiano aceptar las injusticias que le queman su conciencia. La propiedad desprovista de su significado social asquea al Señor. ¿No recuerdas las frases de los profetas? «Escuchad esto, vosotros que oprimís al pobre y decís: ¿cuándo pasará el mes y venderemos el trigo, y la semana y abriremos los alfolíes del pan, y achicaremos la medida y aumentaremos el precio y falsearemos el peso engañoso, para comprar a los pobres por dinero y a los necesitados por un par de zapatos?».

De la boca de los profetas salen llamaradas de fuego. Dios está indignado por los caminos torcidos de los hombres. Cumplen con los ritos y le exigen recompensas. Ayunan para obtener ganancias. «¿No es antes del ayuno que yo escogí, desatar las ligaduras de impiedad, deshacer los haces de opresión y dejar ir libres a los quebrantados y que rompáis todo yugo? ¿No es que partas tu pan con el hambriento y a los pobres errantes metas en casa, que cuando vieras al desnudo lo cubras y no te escondas de su carne?». La justicia social es la condición primera de un mundo auténticamente religioso.

Las autoridades no siempre merecen respeto y obediencia, aunque la Iglesia enseña que toda autoridad proviene de Dios. Esa autoridad la suelen ejercitar hombres que no responden a los santos mandamientos. Una autoridad imperial (Poncio Pilato) hizo ejecutar los deseos de una autoridad civil (Herodes) y una autoridad religiosa (Caifás). Esas tres autoridades «legítimas» para la cosmovisión de cierto cristianismo asesinaron a Cristo. Durante siglos la Iglesia respetó a los reyes y se comprometió con los príncipes. Por defender la autoridad terrenal de quienes no la tenían moralmente, disminuyó su propia autoridad. ¿No sugeriste que me bautizaran Samuel? Pues ¿debo reproducir lo que dijo Samuel de los reyes? «Tomará vuestros hijos y pondrálos en sus carros. Y se elegirá capitanes de mil y capitanes de cincuenta: pondrálos asimismo a que aren sus campos. Y sieguen sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros. Tomará también vuestras hijas para que sean perfumadoras, cocineras y amasadoras. Asimismo tomará vuestras tierras, vuestros vinos y vuestros olivares y los dará a sus siervos» (I Samuel, VIII, 11-14).