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ESTA VEZ EXIGIRÍA. No se trataba simplemente de informar y cubrirse el rostro. Era necesario realmente que su pedido prosperara; tenía que plantear debidamente el problema, sin temor a las críticas.

Sobre la alfombra caía desde la ventana un angosto cilindro de luz. Faltaba aire: espeso cortinado sobre las aberturas, cuadros con anchos marcos labrados, viejas adargas de cuero oscuro, una araña que pendía sobre el escritorio y cuyos caireles serían rutilantes si se encendiera.

—Entre los detenidos hay muchos jóvenes de dignas familias católicas, monseñor… Tendríamos que interceder por ellos.

El Obispo acarició la piel de su mandíbula, pensativo.

—Si han cometido algunas faltas —insistió Torres—, la lección ya es suficiente. No deberíamos permitir que se prolongue su encierro.

—¿Dónde fueron arrestados?

—Bueno… —titubeó Torres—. Fue hace tres noches ¿recuerda? «La noche blanca», como la calificaron algunos periódicos.

—¡Ah!

—Arrestaron centenares de personas. La ciudad fue rayada por las luces de los patrulleros y autos celulares. En algunos barrios se oyeron silbatos y gritos. Sonaron timbres, aldabonazos. En fin, creo que despertó la ciudad entera.

—La noche blanca… —repitió Tardini.

—Muchos hogares fueron violados, monseñor.

—¿Los de dignas familias católicas?

—No podría detallarlo. Mis medios de información son limitados. Pero los hubo.

—La noche blanca… —volvió a murmurar. Se acomodó los anteojos e inclinándose un poco hacia adelante, agregó—: ¿La llaman así porque se despertó a la gente, porque las luces de los vehículos policiales iluminaban mucho o porque se limpió a la ciudad de sus oscuras costras?

Carlos Samuel retrocedió en su asiento. Apoyó el extremo de sus dedos sobre el borde del escritorio. Sus posibilidades de éxito quedaron reducidas a menos de la mitad.

—Tal vez haya un poco de todo eso, monseñor.

—Razona bien, Torres —sonrió satisfecho—. Razona bien.

Carlos Samuel sentía que lo estaba bloqueando. Decidió arremeter.

—Pero fue tan grande la razzia, que han caído injustamente muchos inocentes.

—¿Cuántos inocentes?

—No sé. Los jóvenes en su mayoría son inocentes.

—Es curioso —se apoltronó tranquilamente—. Su pedido me trae a la memoria un pasaje bíblico que nada tiene que ver con usted, por cierto. Abraham pidió a Dios que perdonara a Sodoma y Gomorra insistiendo que había inocentes. ¿Se parece usted a Abraham?

Largó una breve carcajada, mirando de reojo la faz izquierda y derecha del cura.

Carlos Samuel tuvo que forzar una sonrisa. Aguardó un instante y volvió al tema.

—¡Los jóvenes son limpios! Si cometen errores, casi siempre es por ignorancia.

—Puede ser. Pero entonces hay que sacarlos de la ignorancia. Deben conocer cuáles son los malos caminos, para evitarlos. Y una manera —¡no la mejor por cierto!… Tampoco la propicia, ¡válgame Dios!— una manera es ésta: la empleada por el poder secular.

—Monseñor… yo…

El Obispo apoyó sus codos sobre el cristal del escritorio, cruzó los dedos de sus manos y adelantó su busto, dispuesto a oír la frase decisiva.

—Yo… vine a solicitarle que interceda ante las autoridades para…

—¡No siga! —le interrumpió.

Carlos Samuel quedó cortado, con la boca abierta y una palabra a medio salir.

—A quien tengo que dirigirme no es a otras autoridades, sino a usted para encarrilar su propia autoridad en la iglesia de la Encarnación.

El curso de la entrevista viró bruscamente hacia un agudo enfrentamiento. El Obispo perdió su bonhomía, había penetrado en un asunto que le quitaba el sueño. Extendió su índice hacia el entrecejo de Carlos Samuel.

—Usted es el culpable de que muchos jóvenes católicos hayan sido arrestados porque los condujo hacia una peligrosa alineación marxista.

—¡Monseñor!

—¡No me interrumpa! —se aclaró la voz y, moderándola, prosiguió—: Usted ha transformado una de las más veneradas y dignas iglesias de nuestra ciudad en un foco de agitación estudiantil. A mi no me confunden los títulos: «catequesis universitaria», «diálogos humanos», «rescate del Evangelio», son, en el fondo, mítines políticos. Eso no es imprescindible para el correcto desempeño de su ministerio. Con esos mítines usted aglomera multitud de jóvenes, satisface las inclinaciones izquierdizantes de algunos grupos pero ¿en qué los cristianiza más profundamente? Los que asisten a los debates sobre subdesarrollo, economía política, socialismo e incluso historia sagrada ¿van a confesarse? ¿Cuántos siquiera oran?

—Monseñor… —Carlos Samuel quiso explicarse respetuosamente.

—¿Olvida que la confesión es un sacramento? Usted no la estimula: casi diría que la ignora. Sé que muchos jóvenes concurren a su misa dominical sólo porque les interesa el sermón. Es una blasfemia para el Santo Sacrificio. A mí no me confunde la cantidad. Preferiría menos gente y más devoción.

La entrevista retomó el aspecto de tantas otras. El Obispo reprendía a Carlos Samuel y éste, con humildad, con estoicismo, bajaba la cabeza para recibir los azotes. Pero esa situación no se resolvía. Marchaban por una meseta en la cual ninguno de los dos podía bajar o ascender sobre el otro. Ambos sabían que tras esa descarga —útil para tranquilizar la conciencia honestamente torturada del Obispo— Carlos Samuel volvería a su iglesia y proseguiría actuando como si nada hubiese ocurrido.

Monseñor Tardini no se atrevía a tomar decisiones más severas porque los nuevos vientos le helaban el corazón.

—Estuve en la cárcel, monseñor —dijo Carlos Samuel al abrigo de una pausa.

El Obispo se sorprendió un poco, pero simuló no interesarse.

—Han mezclado prostitutas con comunistas, con ladrones y con estudiantes —exageró adrede.

Tardini se contempló las uñas. Carlos Samuel esperó su reacción en silencio. Al cabo de un rato le miró a los ojos.

—¿Eso es lo que más le preocupa?

—¿No debería preocuparme, monseñor?

—La noche blanca… —volvió a apoltronarse—. Los cargos deben ser severos —reflexionó lentamente—. Para la policía son todos delincuentes. Hay diferencias, por cierto… Pero —se detuvo en seco y volcó bruscamente su cuerpo hacia adelante—: ¿De qué jóvenes católicos dignos me habla usted?

—Puedo proporcionarle una lista.

—¡Cuántos son! ¿Ciento?, ¿noventa?, ¿ochenta?

—¿Si fueran cincuenta no merecerían su merced?

—Por cincuenta intercederé.

Carlos Samuel tragó saliva. Debía corregirse rápidamente.

—¿Si sólo se trata de treinta? No recuerdo con exactitud la cantidad.

—También lo haré por treinta… Esto es cómicamente parecido a Sodoma y Gomorra.

—¿No lo haría también por los estudiantes no católicos? —Carlos Samuel se puso tenso, jugaba su última carta.

—Mándeme la lista que me prometió y acabemos aquí —Tardini se puso de pie.

El cura bajó los ojos. Se incorporó lentamente. Presentía otro fracaso.

El secretario del Obispo abrió la puerta. Carlos Samuel salió al bruñido corredor. Arrastró lentamente sus pies cansinos.

En la calle, el sol se posó caliente sobre su cara hosca. Contrajo los ojos, rechazándolo.