ME ARRASTRARON hacia lo alto de la pirámide, mientras infructuosamente intentaba trabar mis pies en los peldaños. Sabía que iba a la muerte, que abrirían mi pecho y arrancarían el corazón palpitante. El gran sacerdote, con los brazos extendidos aferrando el puñal, se asomaba en la cumbre como un triángulo, cuyo vértice era la hoja de acero escintilante. El mundo dependía de mi sacrificio. Las tinieblas amenazaban con la destrucción cósmica. Era necesario el «chalchiuatl», la sangre chorreante de mi corazón desgarrado para que renaciera el sol y volviera la vida. Mi vida por la vida de los demás, del mundo, del universo. Y las manos de esos esbirros comprimían mis brazos y mi garganta y mi cintura y me obligaban a subir hacia ese altar sangriento porque una vez el más pequeño de los dioses se arrojó a un mar de fuego y salió transformado en el sol, caliente, luminoso, fértil, pero inmóvil, sin fuerza para desplazarse, débil, exangüe y por el cual los demás dioses reunidos en Teotihuacán donaron sus vidas para que él bebiera la sangre rutilante y pegajosa de todos. Así el sol adquirió ruedas, expulsó las tinieblas, derritió las escarchas y doró los maizales.
Cada día necesitaba la sangre de un hombre y otro hombre al día siguiente. Por eso yo era izado, pero no quería morir aunque todo muriera, porque es mejor morir con todos que morir solo, siempre se muere solo aunque sea por el universo, aunque el corazón que a uno le arrancan tenga la dignidad de lo divino, siempre se muere solo, muy solo y es mejor no morir aunque la vida se extinga por doquier. En lo alto está la pira, el altar o el cadalso, no tiene sentido morir para vivir, es mejor seguir viviendo sin morir. Dios le dijo que debía sacrificarme y él está dispuesto a hacerlo. En su mano sostiene el puñal, su mano tiembla y el puñal oscila locamente, ojalá que yerre el golpe, ojalá que aparezca pronto el carnero con sus astas enredadas en los arbustos y Dios le diga «Abraham, Abraham». Sentí frío en mis espaldas y dolor en mis extremidades, firmemente amarradas. Abraham lloraba y sus lágrimas resbalaban por sus mejillas, por su espesa y larga barba y esas lágrimas con sal y dolor golpeaban sobre mi cara y Abraham, desesperado, apuntó el puñal contra su propio pecho y se lo clavó. Entonces supe que yo era el hijo de Dios, que no podía morir, que era inmortal, que tal vez creían que me habían muerto y yo no sentí nada. Estaba contento, era como si todo fuera una simulación teatral. Mi nombre es Jesús, así me decían todos. Esperaba que les hablara en su favor. Entonces dije: «Padre, perdónalos». Pero este altar no es como el Gólgota. ¡Caramba! Comprendí que no era Jesús, sino Haoma, hijo de Dios también, como lo aceptó Zoroastro. Estaba metamorfoseado en una planta y el sacerdote me colocó respetuosamente dentro de un mortero. Empezó a molerme, pero yo no sentía nada, reposaba tranquilamente. El mortero era confortable. El sacerdote hacia bien su trabajo. De mi cuerpo vegetal empezó a brotar jugo, me empapaba la piel, como la sangre de una herida que nos embadurna y ese jugo fue bebido por el sacerdote y por los fieles para que todos me tuvieran a mí en ellos y de ese modo están ellos en mí y en mi Padre. Y mi jugo era vino porque la planta da vino pero era mi líquido vital, cuya ausencia me anemiza y embota.