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TORRES RECIBIÓ el paquete y le extendió un billete a la mujer.

—Gracias, padre, gracias —exclamó efectuando zalemas, como si ese dinero, por venir de un cura, tuviera más valor.

Cerró la puerta. Sentía aún en su mano el roce de la piel áspera de la lavandera. Depositó el pequeño bulto sobre la mesa y lo abrió.

Se llama Magdalena —siguió recordando—. Magdalena a secas… o Magdalena de Jesús… Magdalena de la resurrección… María Magdalena.

Contó las prendas, abrió la deslustrada puerta del desvencijado ropero y las acomodó una a una dentro de los estantes torcidos.

Magdalena en busca del amor… El amor de su presunto novio, que le exige dinero; el amor de los estudiantes, que le retribuyen con cierta camaradería; el amor de sus clientes, que desean abandonarla apenas eyaculan; el amor de su madre, que la detesta; el amor de su hermano, que es un idiota… El amor que es compañía, protección, motivación, bálsamo, entrega y que huye de sus manos como un pájaro inasible…

Sentóse en el borde de la cama, con las manos colgando entre sus piernas.

Buscaba mi consejo… buscaba mi amor… —esbozó una sonrisa triste y burlona—. ¿Qué sé del sexo?… Que ella es una ramera, una pecadora… ¡Reza! ¡Apártate del Mal! —extendió su índice contra la luna del ropero—. ¡Reza, Magdalena! ¡Cien padrenuestros! ¡Quinientas avemarías! ¡Recorre de rodillas siete iglesias, hasta que se te pelen las rótulas!

Torres se miraba en el espejo. Su cara se enrojeció levemente. Su dedo amenazaba como una lanza de varios metros.

¡No forniques con Juan! ¡No forniques con nadie! ¡Sé casta, casta, casta! —dejó caer el brazo pesadamente; su cabeza también se dobló, como si fuera de trapo.

Ella busca el amor a su manera, desesperadamente e infructuosamente… como yo. No lo encuentro en la soledad, lejos de la carne, y ella tampoco puede alcanzarlo revolcándose en la carne… Está sola, nadando entre genitales y está sola… como yo estoy solo.

Esta soledad que aprieta el cuello, que muerde el estómago, que llena de arenilla las venas… Sin amigos, sin familia. Sólo con Dios, que tiene oídos enormes, pero no habla… Ella ni siquiera con Dios o… ¡quién sabe!… Ahora acaricia a un cliente, tal vez a su novio… Busca amor, un amor concreto, físico, real, que se sienta en el músculo cardíaco… Yo sólo puedo acariciar el crucifijo, pellizcar el rosario, contemplar imágenes… pedir fuerzas para olvidarme de mi cuerpo, que quiere ser protegido… ¡Solo! ¡Solo en este cuarto! ¡Solo en esta iglesia! ¡Solo en la parroquia! ¡Solo en el mundo! Solo en medio de hermanos que no me pueden transfundir su afecto.

Movió su cabeza, vencida por ideas contradictorias que rodaban confusamente, mezclando su angustia con recuerdos de las evasiones masturbatorias que en el Seminario se reprimían con ferocidad lindante en la vesania, con ilusiones de plenitud, con misticismo, con sublimación, con pesadilla.

El sexo no es del hombre, sino del diablo… Sin embargo, a través del sexo el hombre suele alcanzar su máxima expresión de amor… Puede también, merced al sexo, caricaturizar y deformar al amor, rebajarlo a un brebaje pestilente… cuando hay soledad, como le ocurre a Magdalena, como me ocurre a mí… La soledad descompone al amor del cuerpo… y descompone todo amor… Hablo de un amor que no tengo… que no sé dar ni recibir… Tengo la ilusión del amor… y Magdalena buscó mi consejo sobre el amor. ¡Qué burla más cruel!

Pasó su mano sobre la descolorida colcha. La acarició como si fuera la cabellera rebelde de un niño. Queda bien que un cura acaricie las cabelleras de los niños… Dejad que los niños vengan a mí… Por algo le dicen «padre…». ¡Qué ridículo!… Niños que se alborotan a su alrededor, cuando les reparte golosinas o les enseña algún juego o les narra un cuento de maravillas… Niños que no son suyos, que los siente separados de él, circunstanciales, que como afecto son apenas una mezquina limosna. Porque no es un hombre como los otros, está condenado a vivir solo —otra burla cruel— y ofrecer al mundo una imagen triunfal de su soledad desgarradora.