EL PADRE AGUSTÍN BUENAVENTURA aflojó sus músculos. Se sentía cansado y viejo, más viejo que su Obispo. Estiró pesadamente las piernas y dejó caer los brazos. La silla crujió: de ella colgaba su cuerpo, como una enorme y oscura marioneta abandonada. Cejijunto, se concentró en un grupo de manchas que se destacaban sobre el embaldosado. Repasaba los acontecimientos del día. «El Gran Día», como solía anunciarlo solemnemente monseñor Constanzo. Había llegado gracias a los mensajeros y mensajes que le enviaba con creciente insistencia. «La peregrinación está lista: apúrese». «He depositado en sus manos el santuario de la diócesis». «Van demasiado lentos, acelere, termine de una vez». El santuario de la diócesis… Su obra magna… La inolvidable peregrinación inaugural… Desde que llegó a la Villa del Milagro no le dejaron pensar en otra cosa.
Hasta allí deambuló un grupo de niños. Se los buscó infructuosamente durante angustiosas semanas. Seguro que los asesinaron los indios o devoraron las fieras. En el mejor de los casos murieron de hambre y sed. Una columna de exploradores, ya sin esperanzas, continuó avanzando hacia el oeste, impulsada por una extraña intuición. La tierra árida y el sol inclemente tornaron ilusorio un rescate. Pero la columna no se detuvo. La Virgen protegió a los niños: abrió un manantial entre las rocas y los alimentó. Fueron encontrados sanos y salvos. Sus familias dieron gracias al Cielo y construyeron una iglesia junto al prodigioso manantial. Las generaciones sucesivas veneraron los muros gruesos y añosos del santuario. Los remodelaron, mejoraron, fortificaron y ampliaron. A la vera del templo nació una población: Villa del Milagro. Los campos fueron arados. Estalló el júbilo del trigo y el maíz. Era una comarca bendita. Y los que hicieron fortuna emigraron a la capital, conservando las tierras por devoción.
El padre Buenaventura llegó a la Villa del Milagro para cumplir una tarea específica. Toda su vida fue un cura de campaña, medio indio y medio diablo, que sabía tratar con los salvajes y los blasfemos. Llevó el Evangelio hasta donde no se atrevían a penetrar los soldados. Enseñó y aprendió. Decía que, fundamentalmente, aprendió, porque lo que enseñaba no era suyo, sino de Cristo.
Su piel negra se tornó más negra. Los indígenas le aceptaron como uno de los suyos. Fue trasladado a diversas «zonas difíciles», sin que trascendiera demasiado su obra. Sólo Dios conoció sus sinsabores y sus llagas. Cuando recibía la orden de partir, alzaba sus escasas pertenencias y algunos recuerdos inútiles, montaba sus cien kilos en un caballo o una mula y partía otra vez.
Monseñor Constanzo, consciente del vigor espiritual y físico que se concentraba en Buenaventura, decidió confiarle la conclusión de la obra que coronaría su episcopado. En una breve entrevista le transmitió sus instrucciones. El curtido sacerdote, que pasó más de treinta años en zonas apartadas de la civilización, opinó humildemente que esa tarea desbordaba su capacidad. Rápidamente, le explicó que sabía tratar con analfabetos y delincuentes, pero no entendía una letra de arquitectura. El Obispo le tranquilizó y despachó.
En Villa del Milagro vivían 800 personas. Buenaventura caminó por sus cortas calles polvorientas. De las miserables chozas se asomaron niños semidesnudos y perros, alborotándose. A cada paso crecía la mole del templo. Ya se le veía desde todas partes, como un monstruo prediluviano que intentaba eclipsar al sol. La aparición del nuevo párroco sacudió a la aldea. Mujeres andrajosas y hombres con calzados rotos siguieron a los niños y a los huesudos cuzcos. Una espontánea procesión se organizó tras el sacerdote. Pronto fueron muchas docenas de personas las que se compactaron a sus espaldas, como una capa gigantesca y bulliciosa. El sacerdote se detuvo frente a la majestuosa escalinata. Elevó sus ojos lentamente, como acariciando el labrado pórtico de bronce, la imponente fachada y, más arriba, la efigie colosal de la Virgen. De ambos costados le llegaban exclamaciones sobre la belleza del templo. El pueblo estaba orgulloso de su joya y se la mostraba exaltado, a gritos. El cura asintió varias veces con la cabeza y empezó a subir la escalinata. El pueblo le siguió, silenciándose espontáneamente a medida que llegaba a la nave.
En el interior, varios hombres trepados en andamios reparaban altares, columnas e imágenes. La amplitud de la iglesia sobrecogía. Los obreros dejaron de trabajar. La multitud empujó a Buenaventura hacia el púlpito de madera, con incrustaciones de marfil y oro. Desde allí contempló la enorme cúpula, sostenida por sólidas columnas corintias que dividían ventanales desde donde se derramaba una lluvia de luz coloreada. La espaciosa nave era un juego exuberante de curvas, contracurvas y volados. Una profusión de mármol, madera y bronce enmarcaban gigantescos frescos que relataban los prodigios de la Virgen. Imágenes, capillas, guirnaldas de plata, estucados y mosaicos mezclaban sus estilos para lograr una abigarrada y densa atmósfera de poder y riqueza.
Buenaventura se sentía contraído por esa grandeza palaciega. Bajo su piel temblaban finamente los músculos. Miró al pueblo concentrado respetuosamente y le pareció reencontrarse con sus antiguos feligreses, en alejados valles. Eran tan pobres y desmedrados como aquéllos. Y también muy niños, con esas miradas párvulas y sin malicia. Entonces empezó a hablarles. Les dijo que venía como un simple amigo, para ayudarles. Que Dios desea la felicidad de sus criaturas, como un padre la felicidad de sus hijos.
Las manchas del embaldosado parecían adquirir la forma de un yelmo. Extraño yelmo con plumas en su parte posterior, como los que había en el santuario. Junto a lanzas, espadas y arcabuces del tiempo de la colonia.
Le molestaron esos artículos de guerras en la casa del Señor, mandó a ponerlos en un carro y los vendió. Con esos fondos decidió construir un dispensario. Ésa era su primera obra entre los indios. Y se había automatizado. Como no le alcanzaba, utilizó parte del dinero que le enviaba el Obispo para la iglesia. Aumentó los salarios. Contrató a casi toda la aldea en las obras de ampliación y remodelación. Los ingenieros se disgustaron, los capataces perdían el control. Llamó entonces a los arquitectos y les exigió cambiar ciertos detalles. Se negaron a tocar una línea sin orden escrita del Obispo. Los despidió y llamó a otros por su cuenta y riesgo. El Obispo mandó un observador. Buenaventura era medio diablo y el observador regresó tranquilo. Pero, en realidad, Buenaventura se había encendido como sus antepasados salvajes ante el llamado de la Divinidad. Sobre los planos tachó, volvió a dibujar, borró, corrigió. Sus propios arquitectos hicieron lo que él quería: una iglesia sin paganismo. No en balde se pasó treinta años entre los infieles, evangelizándolos. Odiaba a los ángeles gorditos que se reían de sus niños macilentos. Odiaba a ese Júpiter con corona y cetro que representaba al Padre. Vendió el oro, los marfiles, las imágenes, los cuadros, las túnicas regias. La casa del Señor debía ser tan humilde como la de sus hijos. Pintó las paredes de blanco, de un blanco reluciente. La atención de los fieles ya no se extraviaría en la contemplación de riquezas vanas, sino en un Cristo crucificado, desnudo y doliente, como los habitantes de Villa del Milagro.
Paradójicamente, esos aldeanos se resistían a entender la higiene del templo. Tuvo que explicarles en sermones, personalmente, una, diez y cien veces. Buenaventura tropezó con prejuicios inconmovibles, con supersticiones pétreas. Le resultaba más duro evangelizar a estos bautizados que a los indios. Enronquecía insistiendo que Dios no se ve, no se palpa, que no necesita casa donde guarecerse de la lluvia ni ser comprado con oro para arrojar su bendición.
Monseñor Constanzo, viejo y enfermo, se impacientaba. Quería ver concluida la obra y conducir personalmente la peregrinación. El gran santuario de su diócesis; el sueño de sus últimos años, el magno homenaje a la Virgen.
Llegó el Gran Día. Desde la capital partió la gigantesca caravana.
El Obispo oía las clarinadas de gloria. Centenares de fieles, algunos con los zapatos en la mano, marcharon jubilosamente para rendir culto a la Madre de Dios. En Villa del Milagro, contemplando la iglesia luminosa y limpia, Buenaventura creyó que arribaba al fin de otra batalla. Con la conciencia en paz, confiado, esperó.
Las manchas del embaldosado se metamorfoseaban. Moviendo algo los ojos se les podía imprimir otro sentido, formar otra imagen. Entre los que engrosaban la godible peregrinación se contaban decenas de exhabitantes del villorrio que se radicaron en la capital y solían volver periódicamente en automóvil para visitar sus tierras cultivadas, pagar los salarios, controlar el trabajo y comerciar las cosechas. Las manchas formaban una nube oscura, como la que se cruzó por los ojos de monseñor Constanzo. Fue un momento terrible. Su cuerpo quedó paralizado súbitamente, en medio de un peldaño, apenas pudo observar a través del pórtico el interior del santuario. Porque no quedaba ornamentación alguna; las paredes parecían rasuradas. Buscó con sus ojos al padre Buenaventura: emitía rayos de indignación como el cielo tumefacto de las tempestades.
Buenaventura sabía que eso iba a ocurrir y miró hacia el crucifijo. El Obispo era el Obispo, pero Dios era Dios. El Obispo vivía en su palacio episcopal y no conocía la huerta del Señor. El Obispo practicaba el turrieburnismo y él la caridad. La caridad no es quitar el pan de los pobres para comprarle esmeraldas a la Virgen. La caridad es demoler el Templo, porque en tres días será construido en Cristo, en el hombre, en los hombres. Todos los obispos tendrían que pasarse varios años con los miserables para comprender que un santuario con oro y marfiles es una bofetada al Evangelio.
Buenaventura contempló una vez más el crucifijo sobre el altar. Lo había exaltado a único objeto de culto en ese recinto enorme y sobrecogedor. Tenía que llegar al final. Y su sermón no pudo ser más vehemente.
«Ésta es una peregrinación. Debemos entonces preguntarnos qué es una peregrinación. ¿Cuál es su alta significación cristiana? Abraham peregrinó a la Tierra Prometida abandonando las riquezas de Ur y a su padre, que se aferraba a ellas. Los cristianos también marchamos hacia la Tierra Prometida. Abraham prefiguró nuestra marcha, abandonando a Ur, a sus riquezas y a quienes nos obligan a conservarlas. Moisés hizo peregrinar a su pueblo cuarenta años por el desierto para limpiarlo de su mentalidad esclavista y transformarlo en un pueblo nuevo, apto para un inédito rol histórico. Peregrinar es prescindir de la propiedad, de nuestros intereses egoístas, de nuestro apego a la riqueza. Quien se desplaza de un lugar a otro piensa en Dios y en sus semejantes, olvidándose de sus tesoros».
El Obispo le contempló con ojos desorbitados. Su cara era una tormenta. Pálido como los muros de la iglesia, trataba con disimulados gestos de influir sobre el enloquecido párroco. Buscaba una comunicación telekinética para ordenarle moderar su discurso. Pero Buenaventura no lo miraba.
«Muchos peregrinos nacieron aquí. Vienen con frecuencia para controlar sus propiedades. Y hoy vienen a este santuario. Hoy no deben pensar en sus propiedades, sino en los hermanos que se quedaron en esta Villa para hacerlas producir. Hoy no deben preguntar cómo van los cultivos sino cómo crecen los niños de sus peones. Así como aquí repartimos el Cuerpo de Cristo sin que nadie quede olvidado, así en el mundo, que es el Gran Templo del Señor, a nadie le puede faltar el pan ni quedar postergado».
Agustín Buenaventura entornó los ojos para no mirar más esa fantasmagórica mancha del piso que le reproducía cada instante del día. El Obispo se fue sin saludarlo. Jamás comprenderá el sentido que lo movió a cambiar la pompa del santuario por algunas mejoras imprescindibles en el villorrio. Se fue brutalmente herido.
El cura recogió sus pesados miembros, se incorporó y avanzó lentamente hacia el altar.