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HECHOS

TORRES SALIÓ DE LA CELDA y esperó hasta que el carcelero asegurara el cerrojo. Un fuerte clamor se encendió en el vacío recinto, cuyas paredes eran rejas de otros innumerables calabozos. El guardia, con una inclinación de cabeza, lo invitó a seguirlo, despreciando los gritos. Avanzaron lentamente sobre un embaldosado que retumbaría si el aire no estuviera tan cargado de voces.

El sacerdote miró hacia donde mantenían encerradas a las prostitutas. Vio en ese abigarrado y denso conjunto puños que se estiraban amenazándole. Giró hacia ellas. Se les aproximó. Algunos puños desaparecieron y otros se transformaron en manos nerviosas que hacían la cruz invertida, gestos obscenos. Distinguió algunas voces, como si se estuviera junto a uno de los parlantes de un aparato estereofónico. Oía insultos, terminachos y blasfemias.

El doctor Bello se acercó a los barrotes de su celda y se apoyó con ambas manos. Viendo los gestos de esas prostitutas, podía entender qué decían. Torres no parecía sentirse el destinatario de las injurias y siguió avanzando cachazudamente.

Llegó a escasos centímetros de las manos impúdicas. Si su marcha simuló indiferencia, su rostro delataba amargura. El guardia, a su lado, agitó el manojo de llaves; era la costumbre de todos los cancerberos. Le daba superioridad y arrogancia, lucía el símbolo del poder.

Las mujeres, detenidas por los barrotes, se aplastaron entre ellas intentando alcanzar a esos hombres y despedazarlos como si fueran los únicos culpables de su desgracia.

Carlos Samuel contempló la jauría de rostros desencajados y sucios que se contorsionaban histéricamente. Por un instante creyó hallarse en la caverna de una pesadilla. Las cabezas se movían mezclándose las greñas de una con los ojos de otra. De pronto, una de las mujeres más robustas empujó a sus vecinas para inspirar profundamente y se desgarró la blusa. Con sus manos abiertas alzó los voluminosos pechos y los proyectó descaradamente hacia el cura.

—¡Toma! ¡Agarra! —aulló.

Un hachazo de perplejidad suprimió la vocinglería. La mujer, con furia salvaje, rompió su vestido y empezó a quitarse la ropa interior. Una exclamación cóncava empezó a inflarse. Todos los presos se amontonaron sobre sus rejas para poder gozar el insólito espectáculo.

Torres le asió una mano. Ella intentó liberarse, la sacudió, pellizcó con la otra, asomó un puntapié. Pero él no la soltó. Se mantuvo firme como un poste. El guardia, boquiabierto, sostenía en el aire su gigantesco llavero inmóvil. Carlos Samuel le cogió la otra mano. Como respuesta, la mujer le lanzó un espeso gargajo a pleno rostro.

Otras prostitutas se abalanzaron sobre él. Lo tenían pegado a las rejas y podían golpearlo, rasguñarle y morderle. Empezó a brotar sangre de las escoriaciones que le produjeron sobre el dorso de su mano. El salivazo se alargaba como un gota por su mejilla. Lo zangoloteaban ya como si el poste se hubiera aflojado en su base. Pero las tenazas de sus dedos no se rendían.

El doctor Bello no entendía la escena. Vio cómo Torres se aproximaba desafiando las amenazas y se adhirió estúpidamente a esos barrotes, como una mosca a la sustancia venenosa que la destruirá. Quiso intervenir, presentía que esa tempestad de puntapiés y puñetazos lo iban a demoler. Le gritó al guardia que hiciera algo. El carcelero vacilaba desde antes, miró los presos que le insultaban y, cediendo a las imposiciones de su orgullo, llevó el silbato a la boca y sopló pidiendo ayuda.

La enorme mujer, llamada a la realidad por los inexorables grillos de Torres que estrangulaban sus muñecas, empezó a transformar sus gritos en llanto. El cura aflojó sus manos y ella apoyó su cara sobre las escoriaciones sangrantes. Su obeso cuerpo se iba descontracturando. Y empezaron a doblársele las rodillas. Los insultos amainaron.

Se oía con más estridencia el silbato del guardia. Llegaron varios policías a la carrera, con sus armas desenfundadas. Rodearon en hemiciclo a Torres, nerviosamente, dispuestos a enfrentarse con el peor amotinamiento.

La gritería se apagó. La mujer, semidesnuda, se agitaba en un incontrolable zollhipismo, como una criatura desamparada e indefensa, sujetando ahora ella, como a un madero de salvación, las manos sucias, abiertas y cansadas del sacerdote.