DECIDIMOS CON OLGA preparar juntos una materia. Me convenía, porque ella era metódica y consecuente, atributos que no integran mi personalidad. Yo estaba ya algo atrasado, lo cual provocaba una creciente alarma en casa. Con rendir esa materia lograría que me dejaran en paz un tiempo. Y para conseguir un adelanto de esa paz, les anuncié mis planes. Desde luego que se interesaron en saber quién era ella, y su familia. El doctor Arturo Bello tenía reputación de buen abogado y eso les agradó. Que yo fuera diariamente a su casa para estudiar unas horas les parecía altamente positivo, pues imaginaban que el Derecho me entraría por inhalación y ósmosis. Cuando insistían demasiado en su burgués interrogatorio y yo tenía ganas, inventaba de lo lindo sobre las maravillas que veía en casa de los Bello. Y mis pobres viejos soñaban que su hijo —yo— llegaría a constituir un hogar de iguales condiciones, donde flotaría una dorada nube de superioridad académica. Mamá ampliaba algunos de mis comentarios, especialmente en lo que se refería a la limpieza y buenas costumbres, como si alguna vez hubiera estado allí.
Con el doctor Bello y su señora apenas si había cruzado un saludo, porque nunca se asomaban al cuarto de Olga. Yo entraba y salía como en mi casa. No existía ni el control ni la limpieza que se imaginaba mamá. Ese relativo desorden producía un resolano calor. Incluso perdí mi aversión al piso de parquet, al que rayaba con el borde de mis suelas mientras estudiaba, como si dibujara garabatos en la arena.
También me acostumbré a que las ventanas permanecieran abiertas dejando que los cuadros de luz se proyectaran en el piso y en los muebles, sin temer que éstos se destiñeran ni que la habitación se llenara de polvo.
Una tarde, para concluir el tema, decidimos estudiar un par de horas extras. Me quedé a cenar. Por primera vez compartí dos horas de charla con el doctor Bello y su esposa. Tanto me martillaron en casa sobre lo que era el hogar de un «profesional bien», que el contraste con la realidad me deparó una grata sorpresa. La misma naturalidad y desorden que aprecié desde que empecé a estudiar con Olga, reinó en la cena. Nada de amaneramientos, ni reglas de puntilla almidonada, ni acosamiento de sirvientes en legión. Comida simple y vajilla simple. Todo simple, natural, cómodo. Pocos platos, poco vino y mucha charla. En la comida es cuando los padres y su hija discutían de todo, especialmente de política.
La señora Bello era dulce, porque callaba cuando hablaba su marido. Creo que lo mismo hubiera opinado papá… El doctor Bello era también amable, pero se aproximaba al borde del fastidio cuando empuñaba un asunto que despertaba sus pasiones. Entonces su verborragia se hacía incontenible. Debo reconocer que se expresaba bien y que sus ideas eran claras, armónicas y categóricas. Sospeché que era marxista. Se lo pregunté a Olga.
—Somos comunistas —precisó.
El doctor Bello aplicaba su marxismo por doquier, con tremenda facilidad, pero Olga encontraba aspectos que le permitían discutirle con rigor. Entonces distinguí dos marxismos: el del viejo y el de la joven, como dos tipos de arterias: las escleróticas y las sanas. El marxismo joven es flexible, elegante y atractivo. El marxismo viejo es duro, seco y antipático. Yo mismo me asombré cuando de golpe se plantaron ante mí estas dos formas ideológicas, como se asombró Roentgen al descubrir los rayos X.
Esa noche regresé tarde y mis padres me recibieron afligidos. Temían que me hubiera ocurrido algo. Era su primer hijo, su hijo varón único y el depositario de sus ilusiones.
Ya conocía bien a mis viejos y los entendía y hasta toleraba. Los pobres querían «ser más» mediante el «tener más» y mientras más tenían, en vez de liberarse más se esclavizaban. Sus limitaciones afectivas, ideatorias y visuales aumentaban de manera proporcional a su fortuna.
Así que, ya harto, decidí contarles la verdad: que cené en casa de Olga porque se nos hizo tarde, que conversé largamente con sus padres y que —en eso fui algo brutal— el doctor Bello y su familia, eran comunistas.
Papá y mamá no reaccionaron en seguida, sino que adelantaron al unísono un poco sus cuerpos, abriendo más los párpados. No lograban encajar mis palabras en su concepción sobre el doctor Bello. Les repetí lo último, para que de una vez comprendieran bien. La sangre se les fue de la cabeza. Mamá retrocedió hasta tocar una silla y se sentó.
—Esa chica no te conviene —dijo—: puede arruinarte la carrera.
—Pero si con ella estudio muy bien esta materia, mamá.
—No te conviene, Néstor; será tu ruina.