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ÉXODO

LOVAINA, ROMA, INNSBRUCK. Se enhebran en la memoria como una tricota de lana blanda y tibia. Los recuerdos vienen y van por los pliegues del cerebro como esas ondas que cabrillean sobre la infinita bóveda del mar. El pasado, aún tan fresco, es presente. Pasado y Presente son siempre presente cuando la memoria funciona bien. Ahora es necesario aplicar lo aprendido, ver con esos «poderosos» lentes nuevos que han sido pulidos por el aggiornamento.

En mi patria las condiciones sociales son distintas. No se pueden aplicar los moldes de países altamente industrializados a sociedades que recién se desperezan de un letargo semifeudal. Pero sí se deben aplicar los instrumentos que se encuentran en otras partes, para avanzar más rápido. En fin de cuentas África ha dado un salto mucho más gigantesco que cualquier nación latinoamericana. Los africanos en sólo dos o tres generaciones atravesaron el tiempo que empieza en el canibalismo y llega a la Academia de Ciencias. El padre impuso al hijo las cicatrices faciales de un salvaje paganismo y ese hijo, con las cicatrices del pasado en su presente, deslumbra con su educación, su habilidad y su cultura. África nos enseña mucho, especialmente a saltar. Pero ellos tienen una ventaja sobre nosotros. Los grillos que el colonialismo sujetó a sus pies pesan un siglo y en Latinoamérica, cuatro siglos.

América Latina es terreno fértil para nuevas experiencias sociales. No, América Latina duerme para el mundo, excepto cuando rompe con su pasado, como ocurrió en Cuba, América Latina es el depósito de la reacción eclesiástica. No, América Latina tiene capacidad para revolucionar a la Iglesia y apoyar su retorno a las fuentes. No, América Latina duerme. No, América Latina despierta. No, América Latina seguirá igual, agitándose en debates impotentes, dando la impresión de movimiento, pero continuando en el mismo sitio. No, América Latina cambia día a día y se gesta una sociedad inédita en su seno. No, América Latina merece ser ignorada, está al margen del mundo. No, América Latina puede llegar a rutilar como Sión. Las olas del mar ruedan sin cesar, atropellándose unas con otras, rompiéndose en espuma como esos pensamientos paralelos o encontrados que nacieron en Roma o Lovaina durante los debates o el estudio.

Fue enviado a Europa con los promedios más altos (aprendió a memorizar) y una conducta ejemplar (su rebeldía había logrado la suficiente profundización anestésica). En la Universidad Gregoriana se puso en contacto por primera vez con un ambiente internacional. De junio a octubre viajó con libertad absoluta, una libertad que había olvidado, que no sabía consumir. Se abrió al mundo, sintió sus contrastes, su electricidad, vio sus miserias, compartió su jocundidad. La vieja anestesia se empezó a diluir. Su conocimiento emergía de las aguas profundas y vio otra vez al cielo y a sus nubes ruborizadas por el sol. De la católica Roma pasó a Innsbruck, donde la Iglesia había adquirido aún mayor liberalización.

Por primera vez se quitó la sotana. Le pareció haber ingresado en un club de nudistas, donde la regla, por ser común, devino tolerable. Al principio extrañó ese amuleto que le protegía de las tentaciones mundanas.

Aprendió a estudiar de otra manera, conoció un pensamiento teológico crítico y compatible con este mundo que recién asumía. Por primera vez se rió de los viejos manuales y supo lo que es un ejercicio auténtico para la inteligencia. Abandonó los métodos perimidos y encaró estudios serios, profundos, sin soflamería declamatoria ni pueriles fuegos de artificio. En sus nuevos libros intercaló con lápiz los viejos lemas para uso de la militancia que le habían enseñado en el Seminario. Parecían la historia del lobo feroz contada por Descartes.

La nave partía el océano rumbo a su tierra, una extraña Tierra Prometida. Abrió un profundo surco de espuma. Carlos Samuel contempló el espeso y lácteo encaje que emergía del agua. Latinoamérica no se deja roturar. Así se lo demostraron. Sus élites desean la inmovilidad. Conservan el statu quo violentamente. La Iglesia debería ser como la quilla de ese barco. Tendría que partir la espesa costra como un diamante al vidrio para liberar la fuerza y belleza sumergidas. La Iglesia es una nave. Y la oligarquía, esa escasa cantidad de agua que forma la superficie, que se colorea de azul o de verde, que se espejea en el cielo, pero que oculta con terca opacidad a las enormes masas oceánicas y su infinita vida interior. La nave tiene la ilusión de estar sostenida por la superficie y con ella se compromete. Pero, en realidad, navega sobre el mar y es todo el mar, no sólo la zafírica y arrogante superficie quien la sostiene.