19

—¡ADÓNDE VAS!

—A misa. ¿Me acompañas?

—Tendría que arreglarme un poco.

—Te espero. Apúrate.

Inés corrió la sucia cortina floreada que protegía la entrada de su cuarto. Magdalena sopló sobre la piedra del umbral y se sentó. Oía los ruidos que venían de atrás de la cortina, revelando la actividad de Inés, sacándose su pollera y calzándose un vestido.

—¡En seguida estoy! —gritó.

Magdalena hacía mucho que no iba a misa. La solía llevar su madre cuando estaba embarazada con Inoc, para obtener la gracia de Cristo. Como Dios la defraudó, no volvió a pisar una iglesia. Cuando podía, blasfemaba. Su lengua panfletaria hasta consiguió restarle feligreses a la parroquia del barrio. El padre Torres la habló en varias ocasiones.

Una vez entró en su casa, sin llamar. Saludó amablemente, eligió una silla y se sentó. Isabel apenas contestó a su saludo.

—Tiene que volver a la iglesia —aconsejó dulcemente, por decir algo de rutina.

Isabel estaba ocupada en terminar de encender el brasero. Jacinto, echado en un catre, roncaba.

—No es bueno encenderlo dentro del cuarto —observó el cura.

La madre giró su cabeza y le clavó una mirada torva.

—El óxido de carbono les hará mal a todos.

—Para eso están ustedes, para protegernos del mal —replico agresivamente.

—Hija. Dios dice que nos cuidemos y Él nos cuidará.

—Me cuido bastante. Lo mío está cumplido. De Él no he recibido nada todavía.

—No sabe cuáles son sus designios. No trate de saber más que Él. Quizá está en víspera de una bendición.

—¡Sí…! ¡Bendición! No será otra como la que me encajó con Inoc… ¡Flor de bendición! El cura no sabía qué decirle.

—No lo sana Él ni los médicos —siguió protestando—. Todo es farsa. Promesas vanas, gratuitas. ¡Yo lo curaré! ¿Entiende? ¡YO lo curaré! —se puso de pie, en actitud amenazante.

El sacerdote se echó atrás, contra el respaldo, sorprendido por esa inesperada reacción. Su cara formulaba la pregunta que sus labios no se atrevían a articular.

—¿Sabe cómo lo curaré? ¿Quiere saberlo? —gritó ella—. Como lo hacían los indios: bebiendo la sangre caliente de las reses recién carneadas, de cara al sol. Aunque chille de asco las primeras veces le haré tragar esa sangre y le haré masticar los corazones chorreando grasa y palpitando vivos. ¡Eso lo curará!

Le dio la espalda y continuó avivando las brasas.

El cura tenía paralizadas sus manos sobre el borde de la mesa. Magdalena lo contempló con lástima. No merecía ese agravio. Era un cura distinto que se interesaba de verdad por los pobres, que trataba de ayudar.

Magdalena quiso hablar con él, porque su madre sólo sabía decirle que era una puta desde que la violó Jacinto. Y decidió hablarle. Era una forma de restañar ese agravio y cobrarse un desquite. Consiguió desahogarse. Le contó que a su Juan no lo querían porque era vago. ¡Como si Jacinto fuera el monumento al trabajador! Y cada vez qué se enteraba que había salido con él, le torcía la cara de una bofetada. Pero ella siguió buscando al muchacho. Iban al parque Bolívar, elegían los caminos sinuosos y oscuros que se pierden entre el follaje y donde se siente el olor de plantas mojadas y el alboroto de los pájaros jugando al amor. Le dijo que no se podía quedar en casa sabiendo que Juan la esperaba. Huía de su madre amargada y de Jacinto borracho y de Inoc, que olía a excrementos, y cuando divisaba a su Juan, el corazón le trincaba de alegría, porque era el muchacho más hermoso del mundo. Él la convenció de que obraba como una tonta impidiéndole que metiera la mano bajo el escote. Pero eso la ponía fuera de sí era capaz de aceptarle cualquier cosa menos lo último. Juan se animaba de más en más, casi no había centímetro de su piel que no acariciara. Le dijo: ¡eso, no, cuando nos casemos! Pero no podía resistir, era imposible, su cuerpo temblaba y transpiraba y Juan lo quiso repetir a la semana y después cada vez que se veían. Y si ella se resistía, él sabía ya por dónde empezar y cómo seguir hasta que ella le mordía la boca y le rogaba que continuara hasta ese final maravilloso.

A Magdalena nada le importaba más que Juan, daba todo por Juan. Estaba convencida de que no conseguía trabajo porque pronto lo llevaban al servicio militar. Entonces él le pidió que por una sola vez le consiguiera como las grandes mujeres lo han hecho por sus amantes. Y la llevó a casa de don Francisco. ¡No se quería acordar! Y después fue otro y otro más. Nunca le alcanzó. Pero ella lo amaba, sin él no tenía para qué vivir, aunque su madre insistiera que era un vago empedernido y la aprovechaba como un rufián. Ella cierra los ojos frente a Jacinto, que es peor.

El padre Torres no le respondió. Empezó a rezar y ella le imitó, aliviada.

—¡Lista! —apareció Inés.

Caminaron hacia la iglesia. Decían que era la última misa de Carlos Samuel Torres, porque lo trasladaban a otro barrio.

—¿Qué te dijo el padre cuando le contaste? —preguntó Inés.

—¡Ah! —recordó Magdalena—. ¿Aquella vez?… Nada.

—¿Nada?

—No. Me escuchó del principio al fin solamente.

—Pero ¿no te dijo nada?