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DEUTERONOMIO

CARLOS SAMUEL abrazó la almohada. Frotó su rostro sobre la tela ya húmeda y cuando el nudo de su garganta empezó a cerrarse de nuevo, la mordió con rabia. Su dormitorio era una caja de ladrillos delgados y sin techo, porque el techo, muy alto y común, servía para veinte de esas celdas.

Tenía una puerta con cerrojo externo. El prefecto pasaba a la noche y la cerraba. Era un prisionero de ese tabuco hasta la mañana siguiente, a menos que los deseos de ir al baño le impulsaran a dar golpes, hasta que el prefecto oyera, despertara y viniera. Su cabeza hacía un hueco en la lana y en él desagotó por sus dientes y por sus ojos la enorme desazón que lo acongojaba. Hacía tres meses que había ingresado en el Seminario. Sus pórticos se abrieron como las alas doradas de un ángel. Contempló los pabellones y los patios y esa cantidad de muchachos como si fueran un anticipo del Edén. Allí se encontraba la porción selecta del mundo —como le explicó su tío—: era un oasis de salvación. De allí saldría apto para el sacerdocio, para servir a Dios y a sus criaturas con fuerza, con conocimiento y con pasión eficaces. Se despidió de su madre y de su tío con los ojos llenos de luz. Con esos ojos felices siguió contemplando ese universo nuevo que había tratado de imaginarse muchas veces, sacando y añadiendo detalles que ahora resultaban fatuos. Porque la realidad siempre es distinta, por más que la pensemos anticipadamente de una forma u otra. En pocas horas se enteró que ese Edén difería del que conoció Adán, que llegar a ministro de Dios no era fácil ni grato.

Mordisqueando la almohada, recordó vagamente aquel primer día como si perteneciera a un pasado lejano. El pórtico del Seminario era hermético y oscuro. ¿Por qué le parecieron alas de un ángel? Él decidió ser cura: su vocación no fue impuesta sino, a lo sumo, descubierta por su tío. Con plena libertad vino al Seminario. Quería aprender y entrenarse. Tenía fuertes ansias de ser útil a Dios. ¿Por qué entonces eran tan severos los prefectos, tratándolo como a un sujeto extraño, peligroso, lleno de malas intenciones? ¿Por qué lo obligaban a mantenerse distante de sus condiscípulos prohibiéndosele consolar a los tristes?

¡Qué extraño era el camino que llevaba al servicio de Dios! Carlos Samuel empezó a temer que no llegaría a sacerdote. Que se iría transformando en una persona diferente, desconocida. Esto le preocupaba mucho, porque no podía formarse una idea clara sobre la situación que vivía. Pero no debía preguntar. Le regañaron duramente. ¡Las preguntas revelan dudas, espíritu débil! ¡Cada interrogante es una finta del diablo! ¡No hay que preguntar! ¡No hay que preguntar!

Carlos Samuel extrañaba mucho a su buen tío Fermín. Los estudiantes mayores podrían allanarle esas dificultades iniciales como seguramente lo hubiera hecho su tío. Pero estaba vedado conversar con los muchachos de otros cursos. En el patio, una tapia de ladrillos reforzaba las divisiones.

Temió que sonara el timbre. Sonaba de noche. Siempre igual, despiadadamente. Se encendían las luces y el demoníaco aparato eléctrico continuaba emitiendo sus taladrantes agujas de acero. Cuerpos, cobijas y almohadas se ponían en movimiento. Había que vestirse rápido, correr al baño medio dormido, abrirse paso entre una multitud temulenta. El agua estaba fría y cada vez se tornaba más fría. El grifo, con sólo ser tocado, lanzaba su máximo chorro, como si pretendiera borrar drásticamente los resabios del sueño. Los muchachos le temían a esos chorros feroces. Algunos sólo aproximaban dos deditos y se llevaban unas gotas a los párpados. Otros, más endurecidos, se lavaban los dientes con velocidad increíble, enjuagándose con fracciones de centímetro cúbico y escupiendo el agua como si pinchara las encías. El tiempo nunca alcanzaba. Tenían que avanzar hacia la capilla, disciplinadamente formados. Los seminaristas de todos los cursos penetraban en orden, ubicándose en las primeras filas los más pequeños, de once años, siguiéndoles las divisiones sucesivas, en progresión, hasta los mayores, los teólogos. Tampoco aquí, donde no había tapia, podían intercambiarse frases ni saludos entre estudiantes de distintos cursos, aunque fueran hermanos, bajo pena de expulsión.

Los seminaristas colmaban el templo. Era una caja de resonancia que vibraba sísmicamente. Algunos jóvenes aún no habían abierto bien sus ojos y de sus gargantas ya brotaban coléricos mea culpa. Las oraciones se memorizaban paulatinamente hasta la automatización. Nadie necesitaba más de un mes para recordarlas —sin entenderlas claramente— y repetirlas a gritos durante la noche como parte de sus pesadillas. Carlos Samuel apretó los extremos de su almohada contra las orejas para no oírlas, para ahogar su angustia, sus lágrimas y su perplejidad.

La prolongada genuflexión producía dolor. Ayudaba a despabilar en cierto modo. Un seminarista de los últimos cursos dirigía la meditación. Pero no se podía meditar con ese puñado de alfileres que se incrustaban en las rodillas. Había que apoyarse más sobre un lado para que descansara el otro. Eso imprimía un leve movimiento a todo el cuerpo. Y ese movimiento se transmitía como una onda caprichosa y zigzagueante. El seminarista proseguía su monótona melopeya, impasible, bajo la severa mirada de sus superiores y no terminaba nunca.

Por fin podían sentarse. ¡Ah!… ¡Qué alivio!… La relajación dormía a los más débiles, pero manteniendo la cabeza erecta, sacudiéndola bruscamente cuando se inclinaba hacia un lado.

La meditación terminaba con un propósito: generalmente privarse de la mitad de la comida. Carlos Samuel no entendía por qué la salud espiritual exigía enemistarse siempre con los alimentos.

La noche proseguía. Caminaban por un corredor iluminado artificialmente hasta el refectorio. Desayunaban. Allí, cada mesa, cubierta con un hule, estaba destinada a una división específica. A medida que avanzaban los cursos, la mesa de tornaba más pequeña; por las deserciones.

Aún continuaba oscuro. Se regresaba a los dormitorios para tender las camas. El timbre acechaba para comenzar a bailotear en su estridente caparazón de bronce apenas se insinuaba una pausa. ¡Empezar a estudiar! Había que estudiar o, por lo menos, inclinarse sobre los libros, abrir cuadernos y carpetas, escribir y calcular, borrar, memorizar. Sobre todo memorizar. Repetir una frase dos, tres, cinco veces. Repetirla una vez más. Estudiar la frase siguiente. Repetirla aún. Decir ahora la primera y segunda frase de corrido, como si fueran versos de un poema. El conocimiento crece como una casa; ladrillos sobre ladrillos. Cada frase es un verso, un ladrillo, y cada lección una pared, un poema. Memorizar y recitar como un poema era la clave del éxito.

Las clases corrían de a dos seguidas, separadas por un recreo. Al finalizar, otra vez ir a la capilla, para contabilizar la mañana. El examen de conciencia era metódico. Un seminarista formulaba en voz alta la pregunta y seguía un silencio constrictor para reflexionar. Otra pregunta. Silencio, reflexión. Pregunta. Silencio. Pregunta. Silencio. Pecados, pecados, pecados. La mañana transcurría infectada de pecados que se metían en el cuerpo, flotaban en el aire; no había manera de librarse, aunque uno se lo propusiera con todas las fuerzas.

Luego iban al comedor. El mismo comedor, las mismas mesas, la misma separación de cursos. En la cabecera se sentaban los superiores. Esa cabecera estaba bien tendida, con mantel blanco y vajilla reluciente. No había que contemplarla con envidia porque eso era pecado. En el centro de la sala, sobre una modesta cátedra, un seminarista efectuaba la lectura. Sus palabras corrían monótonas e iguales como el chorro de una canilla, pero, aunque no se le prestase atención, servía para impedir la conversación. La comida era mala y escasa: garbanzos hervidos casi siempre. El hambre acepta cualquier cosa. Las religiosas cocinaban tras una puerta clausurada con cuatro cerrojos, uno debajo del otro. Se comunicaban con los empleados de este lado, a través de un giratorio opaco llamado «torno», acudiendo cada vez que se hacía sonar una pequeña campanilla. Estas monjas se esforzaban en aumentar la santidad de los seminaristas, castigando sin misericordia las apetencias animales de sus estómagos, manteniendo el régimen de garbanzos, sopas grasosas y carne muchas veces azulina y putrefacta.

Cediendo a la tentación, los seminaristas más jóvenes cometían el pecado de mirar con envidia las fuentes humeantes que llegaban a la mesa de los superiores. Carlos Samuel no le sacó sus ojos de encima al director espiritual que ordenó entregar las sobras de su plato a José Tardini, filósofo que ganó su benevolencia. Tardini agradeció con una reverencia y devoró el magnífico obsequio.

La almohada absorbió sus lágrimas como una esponja. Carlos Samuel quedó dormido de bruces, con los dientes y los ojos hundidos en esa blanda gelatina confidente.

Domingo. Por la tarde vendrían los familiares a visitar el Seminario, de cuatro a seis. Había que estar aseados y la ducha era obligatoria. Ya Carlos Samuel se había acostumbrado a ciertas curiosidades como la de bañarse con un pantaloncito que le llegaba a las rodillas. Al principio le molestaba sentir que su cuerpo se mojaba a través de la ropa, que no podía enjabonarse ciertas partes, pero después le pareció natural, llegando a sentirse incómodo los escasos segundos que le llevaba sacarse sus prendas interiores y calzar ese pantalón. De tanto repetirlo, sus superiores lograron hacerle comprender cuán impúdico era permanecer desnudo y exponerse a las miradas de sus condiscípulos. Además, las duchas estaban separadas en compartimientos individuales, con una puerta cuyo gancho se prendía por fuera, para evitar las tentaciones. Sin embargo, en pleno invierno, cuando de los baños brotaban aullidos salvajes por el frío, algunos seminaristas desafiaban las ordenanzas, apresuradamente se sacaban los pantalones, los mojaban extendiendo su brazo para que los flechazos helados del agua no tocaran el resto del cuerpo y regresaban al dormitorio simulando haberse duchado. Luego había que extender al sol los pantalones, pues serían usados para jugar al foot-ball.

Antes del examen de conciencia, cada uno escondía bajo sus ropas un trozo de la comida que sus familiares les traían semanalmente. El domingo ya los paquetes se habían terminado, de modo que en el día del Señor almorzaban más frugalmente que nunca. Después de la comida volvían a la capilla para rezar seis padrenuestros. En el espacio de tiempo que faltaba hasta la llegada de las visitas, tenían que jugar al foot-ball. Carlos Samuel le dijo a su prefecto que no se sentía bien y prefería no jugar. El prefecto accedió, pero a condición de que regara una porción del jardín.

—Algo tienes que hacer —explicó su ergasiomanía—: la ociosidad es aliada del vicio.