PAPÁ HUBIERA PREFERIDO tener menos sucursales y conservar algún mínimo rastro de la admiración que mamá le profesó en el barco, cuando en un vórtice de saltos y gañidos le refería sus hazañas guerrilleras. En el fondo, lo que añoraba era su autoridad de antes, porque no sólo le fue prohibido visitar amigotes republicanos, sino que debía olvidar su pasado y callarse la boca cuando en una reunión surgía el tema de la Guerra Civil.
Las amistades eran de nuevo cuño. No resultaba difícil amoldarse. Los temas giraban fundamentalmente en torno a los negocios o los hijos. Por ahí un empresario con sentido del humor narraba las privaciones de sus comienzos y papá se tentaba por contar sus heroicas aventuras, pero un discreto puntapié o una mirada no tan discreta le hacían recuperar el control. Se asociaron a un club, concurrían al teatro, visitaban exposiciones, ingresaron en la liga de Padres de Familia, en la Sociedad de Beneficencia y en las Cooperadoras de tres hospitales. Pero no era suficiente. Nuestros hijos estudiarán —decidió mamá. Lo había decidido antes que naciéramos.
Me contaron que cuando niño yo era débil y enfermizo. En una de las tantas noches que les obligué a permanecer despiertos, mamá pensó que yo debería estudiar farmacia.
—¿Por qué? —preguntó mi padre.
—Porque es más fácil, no creo que pueda seguir otra carrera.
—¡Pero si un farmacéutico es igual a un comerciante!
—¡Es un comerciante con título, es un universitario, no como tú!
Se preocuparon que fuera bien educado. Que saludara a las visitas, que no me hiciera rogar en treparme a una silla (que previamente debía cubrir con un papel o trapo para no ensuciarla) y recitar un versito, andar siempre limpio (para lo cual debía privarme de jugar en el suelo) y no repetir jamás una de esas palabrotas que se oyen en cualquier parte (casi me arrancaron la oreja por preguntarles inocentemente el significado de una).
No me dejaban divertir con cualquiera, excepto cuando mamá me llevaba a casa de señoras que consideraba más encumbradas y con quienes se desesperaba por estrechar amistad. Allí se conducía con estudiado fruncimiento y me empujaba maternalmente a ser como los hijos de ellas.
Me mandaron a una escuela de salesianos y a mi hermana a una de monjas, porque así estilaban sus «amigas» de la Liga de Madres Católicas. Tenía la obsesión de que fuéramos los mejores alumnos. Mensualmente iba a informarse directamente sobre nuestra conducta y aprovechaba para deslizar obsequios a maestros y directores. Aquéllos solían incidir favorablemente sobre nuestras calificaciones.
Eurídice, además, tuvo que estudiar piano. La pobre no tenía oído, ni gusto, ni ganas. Golpeaba las teclas como si sus dedos calzaran guantes de boxeo. A pesar de los años que estudió, nunca pudo tocar nada audible. Mamá le compró una pieza de moda. Su descalabrado ritmo de vals me sonaba hasta en sueños. Mamá se lo hizo ejecutar delante de las visitas. Al principio Eurídice enrojeció, pero al cabo de varios meses ya se transformó en una acción automática, como dar la mano; se sentaba al instrumento, castigaba monótonamente durante cuatro minutos las teclas, se ponía de pie y bajaba la cabeza para recibir los aplausos. Mi madre gozaba el elogioso comentario de rigor, o si no surgía de ninguna boca, refería los comentarios que habían hecho las visitas anteriores.
Sin embargo, Eurídice fue la única persona que logró ejercer dominio sobre mamá porque ésta se identificaba y reflejaba en ella. Desde pequeña se acostumbró a gritarle por cualquier cosa y obtener la satisfacción de sus caprichos. Despertaba preguntando qué ropa se pondría y después que mamá le sugería una, empezaba a protestar. No entiendo cómo ese episodio podía repetirse durante todos los días. Eurídice preguntaba, mamá respondía, Eurídice gritaba, mamá salía a buscarle otra ropa. Era casi un rito, la oración matutina.
Cuando entró en la adolescencia fue preciso «presentarla en sociedad». Hicieron una fiesta en casa, invitaron a la «gente bien» del barrio (nuestro barrio era residencial y, consecuentemente, «bien» por antonomasia). Llegaron un montón de chicas y muchachos que conocía por primera vez. Mi madre invitó a sus presuntas «amigas». No entiendo cómo tantos copetudos se dignaron venir. Yo se lo dije: Papá, no te engañes: aprovechan la fiesta, pero no nos han aceptado. Saben que fuiste un vulgar miliciano y que mamá trabajó de sirvienta.
—¡Tendrán que aceptarnos! —me contestó.
Entonces le tuve lástima al viejo, porque ni siquiera le quedaba la dignidad.
Me gustó una chiquilla y empecé a frecuentarla. Mis padres averiguaron pronto quién era y quiénes sus padres. Arribaron a la conclusión de que no me convenía. Pero se me había prendido su carita luminosa y no les hice caso. Arreciaron las tormentas, sermones, amenazas, profecías catastróficas, ejemplos apocalípticos. El aire se tornaba espeso. Una fuerza nueva crecía en mi interior ayudándome a enfrentarlos, como no me lo hubiera imaginado. Seguí visitando a la muchacha en forma disimulada y otras veces no tanto. Mis padres seguían mis rastros y cada vez que me encontraban con ella, armaban una escena Una vez respondí con violencia y mamá cayó postrada con una jaqueca terrible. El médico aconsejó reposo psicofísico. En el segundo ataque, después de conversar a solas con mamá, el médico pidió que por un tiempo abandonara a esa chica, si quería evitar una agravación. Asustado, accedí.