LLEVABA CINCO MESES de embarazo. Ni el luto ni el vientre le importaron a Jacinto. Permaneció con ella en la pieza y habló hasta que la ropa negra no se diferenció de las paredes claras. No tuvo necesidad de cerrar la puerta ni correr la sucia cortina. Le tomó una mano, en seguida le rodeó el cuello y ella protestó, se resistió, no se resistió tanto, y él la besó en la cara, en la boca, en el cuello, y ella se olvidó del difunto y del hijo que le dejó en el vientre.
Jacinto se quedó a vivir con Isabel, pero la nena que nació no era suya y así lo comentó a todos. Después empezaron los abortos provocados.
Magdalena solía acompañar a su madre al hospital y escuchaba las conversaciones. Un día le previno a su madre que no levantara el fuentón cargado de ropa, porque eso la hacía sangrar. Isabel rió: Oyes muy bien el cuento que le hago a los médicos. Pero la niña no entendió hasta el día en que Jacinto inició una escena violentísima porque su madre no aceptaba intentar cierta maniobra. El vientre empezó a crecer y Jacinto se tornó sombrío. ¡No tenemos comida para otro! —le increpó—. Pero su madre replicó furiosa: ¡Si trabajaras algo, alcanzaría para diez más! Jacinto no cedía: «Yo no trabajaré y tú, con esa panza, tampoco: así que nos moriremos todos de hambre».
La luz despertó a Magdalena. La comadrona se dio cuenta y la invitó a salir. El patio estaba oscuro, era plena noche. Dio unas vueltas, mareada por el sueño, sin saber qué hacer. Los gritos de su madre la asustaron. Buscó a Jacinto, pero se había ido a un bar: necesitaba tranquilizarse con un poco de vino. Caminó sola ida y vuelta por el largo corredor de tierra. Algunos vecinos encendieron la luz, otros empezaron a murmurar en la oscuridad. Nació un varoncito, su medio hermano. La comadrona miró al almanaque para fijarse en el nombre de su santo. Se llamará Santos Inoc, sentenció. Y aunque después se supo que Inoc era abreviatura de Inocentes le quedó nomás el nombre, amputado y grotesco.
Jacinto se enfureció un mes después, cuando le aclararon el equívoco, porque tampoco se dio cuenta, pero la comadrona lo consoló relatándole el caso de un pariente que nació el día de la Independencia y lo bautizaron Fiesta Cívica, apodándole Fies y otros Fis, cariñosamente. Para desgracia del chico, los malintencionados impusieron Pis como sobrenombre y ya nadie lo reconoce de otro modo.
Cada vez que Inoc se enfermaba, Jacinto reiniciaba sus reproches. Y cuando debían comprar medicamentos, los escándalos llegaban al máximo. Inoc vivía más en el hospital que en casa.
Su madre descuidaba con frecuencia su trabajo y Jacinto aumentaba sistemáticamente sus raciones de vino. Cuando Magdalena cumplió quince años, Inoc se enfermó más gravemente que nunca. Decían los médicos que se le infectó el cerebro. Isabel estaba arrepentida de no haberlo abortado. Jacinto tenía razón. Pero ya no había nada que hacer. Eso la descorazonaba. La oprimía un sentimiento de culpa. Lloraba en silencio y jamás volvió a protestar por la ociosidad ni borrachera de Jacinto. Hasta se atribuyó a ella misma la causa de su alcoholismo, porque ella quiso tener a Inoc, ella se obstinó en traer al mundo a ese pedazo de animal, mentalmente amputado como su nombre, que apenas se sostiene, habla ladrando y se caga encima.
Y mientras Isabel cuidaba a Inoc en el hospital, regresó Jacinto sudando vino. Puso sus ojos inflamados en el cuerpo de Magdalena y la comenzó a perseguir. Total, no era su hija y estaba muy bien la mocosa.