11

—¡DONATO! —le llamó un coro de voces.

Donato miró hacia el grupo de muchachos tendidos en la hierba.

—¡Hola! —respondió—. ¿Qué hacen?

—Nada. Contando chistes.

—Entro. ¿Cuál es el último?

—Carlos Samuel no cree que violaste a Eloísa —dijo Hormiguita.

—¿Ése es el chiste?

—No, eso lo dijo antes. Yo creo en tu versión, Donato.

—No necesito que me creas —replicó con suficiencia.

—¡Cuéntalo de nuevo! ¡Cuéntalo! —insistió Hormiguita.

—¿Para que después vayas al baño y lo embadurnes con tu leche? —lo puso en ridículo.

Hormiguita enrojeció.

—Así no sabrás nunca lo que es una hembra. A una hembra hay que darle ¿entiendes? Hay que darle duro con todo, para que sufra y se desespere. No se trata de darle duro a la propia verga: eso debilita, idiota. En cuanto a Eloísa… Bueno… —se recostó sobre la hierba y cruzó las manos bajo la nuca, sonriente.

—¡No hables más de Eloísa! —advirtió Ricardo, que había estado crujiendo los dientes desde que vio a Donato.

—Es una puta —sentenció Donato con naturalidad.

—¡No te permito!

—Será tu prima segunda, o tercera, o no sé qué, Chueco —Donato arrancó un tallito de hierba y lo puso en su boca—. Pero es una puta.

—¡Cállate, que te haré tragar las palabras!

—No levantes tu voz. Me fastidia —hizo bailar al tallito con los dientes.

—¡Levántate!

—No quiero, Chueco.

—¡Levántate, que te doy patadas! —Ricardo parecía un tomate que estalla.

—No tengo ganas de romperte los huesos. Así que siéntate, Chueco…

—¡Retira lo dicho respecto a Eloísa!

—Chueco: eres un maricón. Yo en tu lugar en vez de sulfurarme por sus virtudes la había tirado de una vez —acompañó sus palabras con un gesto obsceno.

Ricardo se arrojó sobre Donato y empezó a descargarle puñetazos. Los cuerpos se enroscaron. Los demás se apartaron rápidamente Para ampliar el ring. Carlos Samuel intentó separarlos, pero fue rechazado como por una hélice en movimiento. Donato peleaba bien, Pero Ricardo extraía fuerzas de una indignación largamente contenida.

—Me ahogas, Chueco —gimió Donato al fin.

—¡Retira lo dicho! —exigió Ricardo, ajustando sus tenazas en la garganta del contrincante.

—No seas tonto. Chueco. ¡Suelta ya!

—¡Retira lo dicho!

—No puedo hablar… Afloja.

—¿Retiras lo dicho?

—A… floj.

—¡Retirarás lo dicho, carajo!

—S… sí.

—¡Dilo!

—Retiro lo dicho… Déjame levantar.

Ricardo se apartó. Donato se incorporó lentamente, sacudió su ropa, se frotó el rostro, miró tranquilamente la ronda de muchachos que le contemplaban. Armándose de todas sus fuerzas, simuló indiferencia y se puso a efectuar ejercicios respiratorios. Cuando la tensión disminuyó, se acercó a Ricardo y le palmeó la espalda.

—Me agarraste desprevenido. Eso no es de machos.

Esa noche, indignado, no pudo conciliar el sueño. Su mente trataba de compensar la afrenta recibida. Decidió empezar con diez. No, mejor con veinte. Usaría un traje especial, ceñido, brilloso, destacable. Los reunirá para hablarles desde una tarima, enhiesto, sacando levemente el pecho con las piernas algo separadas, como hace su padre al reprenderlo. Desde su mano colgará un látigo. Será un símbolo de poder, su cetro. La guarida tendrá suficiente amplitud como para disponer de varias habitaciones. En una descansará él cuando regrese de una campaña. En las otras descansarán sus subordinados. El acceso deberá estar inteligentemente protegido y disimulado. Algo así como el fondo de una huerta. No será fácil sospechar que por allí se va a sus magníficos aposentos secretos. Habrá que separar hojas y arbustos hasta dar con una argolla en el suelo. Tironeándola no producirá ningún efecto. Habrá que hacerle girar: dos vueltas hacia la derecha, cinco hacia la izquierda, una hacia la derecha y dos hacia la izquierda. Tras esa combinación se hundirá suavemente el piso. La escalera será suficientemente cómoda para que todos puedan descender con rapidez en caso de persecución. Tras el último en entrar, la tapa se cerrará automáticamente de nuevo.

La sala de tortura ocupará casi la mitad de la guarida. No tendrá divisiones. Será conveniente que los prisioneros contemplen recíprocamente sus sufrimientos. Su terror será doble. Tendré mi rostro enmascarado y personalmente castigaré a los más perversos. A Ricardo y a Carlos Samuel los ataré de pies y manos, totalmente desnudos, y les arrojaré baldazos de agua hirviendo. Cuando la piel roja y ampollada adquiera el máximo de sensibilidad, entonces los azotaré con mi látigo. ¿Creen o no que me la tiré a Eloísa?, les gritaré en sus rostros desfigurados. ¡Y me creerán! Vaya si me creerán.

También lo juzgaré a papá. Lo merece. Haré traerlo inmovilizado en una silla. Lo instalarán en el centro de la sala. Aún no me habré presentado. Mirará en todas direcciones y sólo verá un montón de chicos sangrando por las heridas que les roturó mi látigo invicto. Oirá gemidos, gritos y aullidos de dolor. Pensará: ¡qué poderoso debe ser el jefe! Le sentará frío en el cuerpo. Él, que es tan fuerte, vigoroso y agresivo, tendrá miedo por primera vez en su vida. Se pondrá ansioso por conocerme. El suspenso le hará transpirar, cada minuto le parecerá un día, un año. Mis soldados, por fin, lanzarán el terrible anuncio: ¡Atención, que entra el Jefe! Mi padre abrirá grandes los ojos, se estremecerá en su silla, y se pondrán más tensas las cuerdas que lo inmovilizan. Los prisioneros callarán de golpe, como si una pelota se les hubiera metido en la garganta.

El miedo, miedo atroz, un miedo que hace volver loco, sacudirá a todos. Las paredes se iluminarán intermitentemente, como electrificadas. Sonará un clarín y, rompiendo esa inaguantable tensión, apareceré yo.

Mis pasos firmes y sonoros retumbarán en el suelo como golpes de tambor, como martillazos en la cabeza. Los ojos desorbitados de los prisioneros me seguirán hasta el estrado, donde me pararé con las Piernas abiertas. Haré que mi látigo pellizque al aire. Y una larga exclamación brotará de todos los labios ante mi figura impresionante.

—¡Quisiera ser como él! —deseará mi padre.