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¡DECIDIÓ IR A MISA! Yo tendría ocho o nueve años. Se hizo devota de golpe y ¡de qué manera! Claro. ¿Cómo no ir a misa si pretendía extender sus vinculaciones a todos los copetudos del barrio elegante en el que acababa de instalarnos? No se debía mencionar el pasado republicano de papá. Era casi un comunista porque… «dime con quién andas…». Hasta persiguió a un grupo de curas. ¡Bien comprometido habrá quedado como para tener que abandonar de repente su España y meterse en el primer barco que se hiciera a la mar! Allí conoció a mamá, una emigrante igual que él. Tenían mucho en común, especialmente hambre. Entre los mejores sueños de entonces figuraba comerse la luna. De vez en cuando papá conseguía robar algo en la cocina, para hacer más llevadera esa travesía atlántica. ¿Por qué venían a Latinoamérica? No lo sabían con certeza. Este continente sería su refugio transitorio, una posada en el camino hasta que la noche se fuera de España. Lo imaginaban atrasado y amorfo donde los europeos amasan con rapidez prodigiosas fortunas, pero donde no se encuentra incentivo Para vivir.

Mamá admiró las hazañas que papá le refirió sobre la Guerra Civil. Fueron actuaciones verdaderamente trascendentales para el desarrollo de la conflagración. Papá se reconfortó reviviendo sus días de soldado; otra vez saltó, portó armas y se arrastró en cubierta imitando las acciones bélicas. Su cuerpo ilustraba acrobáticamente el relato. Las palabras eran demasiado anémicas para tronar su arrojo épico. Mamá sonreía, temblaba, estallaba en sollozos, golpeaba con los puños sobre sus rodillas, participando de más en más en la lucha. Trajeron la Guerra Civil al barco. La tripulación se dividió en republicanos y falangistas, prendiendo discusiones, amenazas. Los harapientos emigrantes hicieron causa común con mis padres, un frente compacto sano, invencible. Podían arrojar al mar a todos los enemigos y hacer de la nave un reducto de la España libre. El capitán se alarmó y puso drástico término a esas escenas.

Cuando desembarcaron, casi todos fueron al barrio español. Mis padres ingresaron en una sucia pensión donde fueron aceptados bajo la condición de empezar a trabajar al día siguiente. Papá fue ocupado como portero de un hotelucho y mamá de sirvienta. Ambos iniciaron sus tareas de muy mal grado, especialmente mamá, porque las consideraba denigrantes.

Los sueldos los cobró el dueño de la pensión, un fanático republicano que no hablaba más que de España. Si no hubiera sido por sus ideales —dijo una vez— no habría aceptado a esta pareja sin dinero. Pero mamá empezó a quejarse, porque él se embolsaba el total de ambos sueldos para compensarse la magnitud de sus ideales. Papá buscó otro empleo. El republicano se sintió ofendido (porque él los recibió, atendió y protegió como un padre) y los echó sin previo aviso. Por primera vez en su vida papá puteó a un republicano. Desde entonces se olvidó un poco de la Guerra Civil y pensó más seriamente en el futuro de ellos mismos. El hambre padecida en el barco no era nada en comparación a la que sentían ahora. Durante varios meses no consiguió más que «changas». Por fin obtuvo un empleo mejor remunerado, pero no duró. Siguió con las «changas». Otro empleo. De nuevo en la calle.

En la casa donde trabajaba mamá, se condolieron y lo recomendaron. Fue ocupado en una mueblería: reparaba, embalaba, lustraba, transportaba. Mamá le rogaba día y noche que hiciera méritos para consolidarse en el puesto. Papá trabajaba hasta más allá del horario corriente sin reclamar pago por sus horas extras. Los patrones tampoco intentaron pagárselas, pero reconocieron que era un empleado excelente, cumplidor, ejemplar. Recaudó una fortuna de palabras…

Años después, como los méritos de papá sólo se recompensaban con frases bonitas y alguno que otro regalo inservible, pasó a otra mueblería. Allí era el único empleado y le habilitaron. Empezó a reunir algún dinero. Unió su dinero al de otro inmigrante español e instaló un pequeño comercio. Luego se enemistó con su socio. Siguió solo y prosperó.

El resto fue historia fácil: dinero, dinero y más dinero. Los años de la posguerra chorrearon oro en este continente. Fuentes y señora S. R. L. pasaron a integrar la clase de nuevos ricos. Era necesario penetrar en círculos sociales más altos, pulir las amistades. Una elegante dama recomendó a mamá un buen ginecólogo. Se trató y gracias a él o a las necesidades que imponía la fortuna —poseer herederos, entre otras— nací yo. Mi madre se opuso a todos los nombres que sugirió papá, inspirado en los Presidentes de la República o en sus camaradas de milicia. ¡Basta de Pepes y Pacos!, le gritó. Tendrá un nombre fino, histórico: Néstor. Luego nació mi hermana y la amiga de mamá —que tenía una obsesión con los griegos— sugirió su nombre: Eurídice. Néstor y Eurídice debían llegar a ser la culminación triunfal de sus esfuerzos: hacer de Fuentes un apellido que provocara admiración.