A quien pueda interesar

Éste es el (pen)último capítulo de la historia de mi hermana Olivia que comencé a escribir en aquel hotelucho de Magaluf poco después de su muerte, y mi deseo es esmerarme para que sea lo más fiel posible a su recuerdo, también a los acontecimientos que lo componen. He pensado mucho en cómo darle forma al final de esta larga confesión que lleva por título «Invitación a un asesinato», y por fin he elegido esta fórmula burocrática de «a quien pueda interesar» por ser la más desapasionada de todas. No quiero que se trasluzcan mis sentimientos, creo que Oli lo hubiera preferido así, ella odiaba los sentimentalismos.

Ocurre a veces que un problema que parece irresoluble cambia de signo al aparecer un mínimo dato, una piececita del puzle que aunque pequeña e incluso obvia es la que confiere sentido a todo lo demás. Dicha pieza obraba en mi poder desde hacía tiempo, sólo que yo la había encajado equivocadamente en otra esquina del rompecabezas, y allí no hacía más que emborronar el paisaje. Me refiero a ese famoso volante para el Ministerio de Justicia que recogí en casa de Flavio junto con otras y muy escasas pertenencias de mi hermana. He repetido a menudo a lo largo de esta extensa confesión que Oli nunca hacía nada a humo de pajas. Por eso, yo tenía que haber comprendido desde el principio que no era casual que el volante se encontrara junto a las fotos de sus hijas muertas. Sin embargo, no caí en ello. Tampoco me precipité a averiguar qué diablos me había dejado Oli, primero porque hubo un fin de semana por medio, y segundo porque siempre pensé que, si dicho volante obraba en mi poder, significaba que yo era la beneficiara. Cósima Kovatchev. He ahí el nombre de la verdadera beneficiaría. Reconozco que tuve que releerlo un par de veces, porque no me lo esperaba en absoluto. Y sin embargo, en cuanto lo hice, todo el resto de las piececitas a las que antes he hecho mención se colocaron en su sitio como por ensalmo. La primera de todas corresponde al hecho de que esta muchacha es hermana de Kardam Kovatchev, el vengativo novio de Sonia San Cristóbal. Pero, mucho más importante para nuestra historia, Cósima es, además, aquella niña de trece años a la que arrebataron a su hija recién nacida. Por lo que yo había podido averiguar, ella nunca logró recuperarse de tan desdichado parto y desde entonces entraba y salía de distintas instituciones mentales a cual más sórdida Una vez encajada esta pieza fundamental, el resto de lo que yo había ido averiguando en conversaciones con cada uno de los pasajeros del Sparkling Cyanide cobró de pronto un nuevo y revelador sentido. ¡Claro!, me dije, ahora lo comprendo todo, es muy sencillo. Tal como declaró a la Guarda Civil el médico de mi hermana, el doctor Pedralbes, Oli sabía desde tiempo atrás que estaba mortalmente enferma. Posiblemente fue entonces cuando lo urdió todo. Tengo que comprobar los datos con Gutiérrez Müller o con alguien que entienda de seguros, pero por lo que dice la propaganda que a veces leo en los periódicos, contratar una póliza de vida no requiere un examen médico demasiado exhaustivo si uno es aún joven. Lo único que se requiere es no morir por una enfermedad que se estime contraída antes de la firma de dicho seguro. Supongo además, y usando el más elemental sentido común, que las compañías aseguradoras no pagarán lo mismo en caso de que la muerte se deba a un suicidio, por lo que ella necesitaba que pareciera un accidente… o un asesinato.

«¡Dios mío!», exclamé, porque ahora cobraban sentido para mí las ocurrencias de Oli a bordo del Sparkling Cyanide, todas sus bromas extravagantes. La primera, reunimos tras la cena para explicar las razones por las que cada uno deseábamos su muerte. Aquel particular aquelarre tenía sin duda como finalidad poner en evidencia nuestros ocultos motivos y crear un clima de incertidumbre. El truco funcionó. De hecho, mientras yo peleaba en mi camarote con mi muy poco glamourosa colitis, todos ellos fueron desfilando ante Olivia para suplicar su silencio. Y aquí es donde adquiere de pronto sentido la hasta ahora absurda teoría de Miranda de Winter. Ésa de que, igual que Rebeca, la protagonista de la novela de Daphne du Maurier, Olivia, al saberse desahuciada, intentó poner fin a su vida con un sufrimiento menor que la agonía que conlleva un cáncer. Siempre según Miranda, mi hermana habría tratado de incitarla, de provocarla a ella, y es de suponer que también a todos los demás, llevarlos hasta el límite de su paciencia. He aquí, por cierto, donde encaja otra de las piececitas del puzle. Me refiero a esa conversación que yo recordaba haber oído desde mi camarote, aquel «Hazlo, Vlad», seguida de una extraña risa por parte de Vlad Romescu. Desde luego sonaba como una petición extemporánea y completamente absurda por parte de Olivia. Pero ¿y si uno de nosotros no se había reído tal como hizo él? ¿Y si Olivia había conseguido su propósito? ¿Qué argumentos esgrimiría para lograrlo? ¿Qué le había dicho a cada uno de ellos? Mi hermana podía ser tan elocuente como cruel cuando se lo proponía.

Un nombre se me vino entonces a la cabeza, el de Kardam Kovatchev, seguido de un latinajo, uno muy elemental cuando se trata de descubrir la autoría de un asesinato: qui prodes?, ¿a quién beneficia? A pesar de lo que puede leerse en la mayoría de las novelas de detectives, la resolución de un enigma, uno de la vida real me refiero, suele estar siempre en la explicación más sencilla. ¿Qué pasaría, me pregunté a continuación, si Olivia de alguna manera hubiera hecho saber a Kardam que su muerte beneficiaba directamente a su hermana?

La-explicación-más-sencilla… repetí, porque llegado a este punto estaba segura de tener mi candidato perfecto a asesino. KK, me dije con una pequeña sensación de triunfo, él era quien más te odiaba, ¿verdad Oli? Pero ¿qué dijiste para convencerle? ¿Cómo utilizaste tu muy afilada lengua? ¿Le explicaste lo de tu enfermedad, también lo de la póliza de seguros y que ésta sólo podría cobrarse si la muerte se debía a un accidente?

Me quedé callada a la espera de la respuesta de mi hermana. Y es que, mirando hacia atrás, es fácil darse cuenta de que, desde el principio, ella se las había arreglado para dirigir todo este extraño juego desde su tumba. ¿Y qué otras pistas has dejado por ahí para que yo pueda seguir adelante, Oli? ¿De veras lo planeaste todo para beneficiar a la persona a la que más daño habías causado y después se lo hiciste saber a su hermano para que te ayudara a morir? ¿Fue así como sucedió todo?

Había en esta hipótesis muchos elementos que encajaban con la extravagante personalidad de mi hermana y también con la forma de ser de Kardam. Pero ¿cómo comprobar si era cierta o no?

En este estado de ánimo me encontraba cuando salí del Registro. No sabía bien qué hacer ni a quién dirigirme. Era evidente que tendría que entrevistarme con Kardam y ver qué podía averiguar para redondear mi tesis. Tal vez necesitara confrontarlo con las nuevas evidencias que acababa de descubrir. Sin embargo, me dije, lo mejor era ir en compañía de alguien que pudiera ayudarme en situación tan delicada, hacerlo con Gutiérrez Müller, por ejemplo. «Sí, es mucho más prudente —resolví—. Además —añadí con una sonrisa entre triste y orgullosa—, apuesto que cuando le cuente todo lo que acabo de descubrir, Müller no podrá por menos que admirar el temple de Oli y el modo en que lo dispuso todo». Qué extraña era realmente esta hermana mía.

Miré el reloj. Las cuatro y media. «Carámbanos», me dije entonces, porque de pronto me di cuenta de que, a pesar de mi gran descubrimiento, la vida continuaba. Y de un modo muy agradable, además. La llamada de Pedro Fuguet a la que he hecho mención en el capítulo anterior tenía como finalidad quedar para vernos, y yo había aprovechado para invitarle a cenar a casa. Sí, yo, la de la dieta perpetua, la de la despensa yerma, a excepción de dos o tres productos de régimen y un par de frutas mustias. Y es que ahora, gracias al paso del bello Vlad por mi vida, había aprendido algunos trucos del fondo de despensa, como él lo llamaba, o de la cocina de la resurrección, que es como me gusta llamarla a mí por los milagros que obra con dos o tres cositas de nada. ¿Y Vlad? ¿He dicho ya que había vuelto a Mallorca sin éxito tras sus entrevistas de trabajo? Aun así, me llamó un par de veces más para preguntar cómo seguía su princesa. Asombrada, así estaba esta princesa que nunca ha sido otra cosa que rana, pero he aquí otro de los efectos de esta curiosa historia sobre mí. ¿También de esto te ocupas desde el más allá, Oli? ¿De que aumente mi sex appeal, mi desbordante atractivo? Eso dije y me reí, claro, porque yo nunca he creído en el influjo de los espíritus desde el otro mundo. Además, mi intención en ese momento era de lo más terrenal. Tenía que pasar por el supermercado y comprar unas cuantas cosas para una cena que se anunciaba muy agradable. Como aún soy novata en esto de la «cocina fondo de despensa», pensaba ensayar una apuesta segura, los espaguetis a la Ágata que me había enseñado Vlad. ¿Y de bebida un clericot o tal vez un Sparkling Cyanide en honor a Oli? Bueno, eso ya tendría tiempo de decidirlo camino del súper. Lo único que tenía claro por el momento era que la señorita Marple no tendría más remedio que tomarse otras vacaciones forzosas, al menos mientras yo me dedicaba a mi segunda cena romántica.

No duraron mucho las vacaciones de Miss Marple, me temo. Apenas el tiempo que tardé en ir a la compra y volver con los ingredientes de la cena porque allí, en mi propia casa, me esperaba la última y fundamental pieza del puzle que configuraba la muerte de mi hermana Olivia. Debo decir que lo que sentí al encontrarme con ella fue, al menos al principio, sólo una alegría voyeur. Voyeur, sí, porque la piececita de la que hablo tenía forma de correo electrónico dirigido a madame Poubelle y el remitente no era otro que mi muy esquivo Rapunzel. «Consideraciones para antes de una cita romántica» era el asunto que figuraba en su encabezamiento, por lo que inmediatamente pensé que tampoco este correo añadiría nada a mis investigaciones detectivescas pero que, en cambio, prometía ser iluminador sobre nuestra cita. «Qué suerte que me escribas ahora, Pedro —me dije mientras lo abría—, esto es lo que yo llamo información privilegiada. Así sabré qué piensas de mí y cómo te planteas nuestro encuentro —añadí—, porque ¿no es esto lo que desea cualquier persona que comienza a conocer a otra que le resulta cada vez más atrayente? ¿Ser capaz de leer sus pensamientos, conocer sus más secretas intenciones? Y sin embargo, ahora empiezo a comprender por qué la Providencia, el Destino o quien quiera que se ocupe de estos menesteres, juiciosamente declinó concedernos este don.

Querida madame Poubelle —así decía el correo de Rapunzel escrito horas atrás y de forma tan atropellada que había descuidado incluso dejar los correspondientes espacios entre algunas palabras—, lescribo con cierta prisa y con la esperanza de que me conteste en cuanto reciba estaslíneas, porque sería de gran ayuda saber suopinión antes de la noche. Tengo una cita con una persona que me resulta no sólo agradable sino muy atractiva. (Qué bien, me dije al leer esta parte, igual que me ocurre a mí, esto promete). En mi último correo lepreguntaba a usted si creía posible que las cualidades positivas de una persona fallecida se transfirieran, una vez muerta ésta, a otra de su misma sangre. Juiciosamente me contestabausted que no creía en nada parecido pero —y reproduzco textualmentesuspalabras, «Carámbanos. Rapunzel. Todos sabemos que el destino es un gran bromista al que siempre le han gustado las pequeña paradojas. Además, esa segunda persona de la que hablas suena de lo más interesante, ¿por qué no quedas con ella y a ver qué pasa?». Bien, madame, le he hecho caso, esta noche tenemos nuestra primera cita y sé que con ella podría llegar a ser feliz. Sin embargo, sé también que una sombra se interpondrá siempre entre nosotros y acabará un día ganándonos la partida y es ésta: yo maté a su hermana.

Yo maté a su hermana

Yomatéasuhermana

Por más que lo intentaba se me hacía imposible continuar la lectura. Las letras en mi pantalla bailoteaban trenzándose y destrenzándose en un macabro e inacabable ballet. Por eso tuve que hacer un verdadero esfuerzo para volver a un texto que, a juzgar por su extensión y atropellamiento, presagiaba ser una confesión en toda regla.

… En una carta anterior me indicó usted que reparara bien en su nombre y en su muy conveniente significado. «Me llamo Poubelle, papelera en francés, caja de desperdicios», eso me dijo y es a esa particular virtud suya a la que quiero apelar. Toda alma necesita un estercolero, madame, y usted un día se ofreció para ser el mío. Por eso creo que, al final, sólo voy a pedirle que me escuche, no hace falta que me conteste, ni siquiera aspiro a que me comprenda, sé lo difícil que sería hacerlo.

Sin duda recuerda la historia que le conté de aquella persona a la que tanto amaba y que tanto me hizo sufrir. Sabe también que ella me invitó a pasar unos días a bordo de un barco muy bien llamado Sparkling Cyanide junto a otros siete invitados. ¿Cree usted que se puede matar por amor, madame? No, no me conteste aún. Si lo hace ahora, seguro que se equivoca. Cuando se habla de algo así inmediatamente piensa uno en crímenes pasionales, en violencia machista, en «la maté porque era mía». Y nada más lejos de mi caso, señora. Yo hablo de algo muy distinto. Escuche, se lo ruego:

Aquí la confesión de Fuguet relataba con más detalle que en correos anteriores los hechos que tuvieron lugar en el Sparkling Cyanide, haciendo hincapié sobre todo en las dos bromas de Oli. La primera, al confrontarnos a todos con nuestras razones para odiarla; la segunda, al fingirse muerta, broma que, en palabras de Pedro Fuguet, «fue la más reveladora de las dos».

Leer esto último me hizo recordar de pronto ciertas palabras de mi hermana pronunciadas mientras charlábamos en su camarote antes del desayuno el mismo día de su muerte: «Cuando uno se finge muerto, acaba viendo en las caras de las personas que están a su alrededor no sólo quién le quiere y quién no, sino incluso quién está dispuesto a darle matarile». Sí, éstas fueron sus exactas palabras y, según Pedro Fuguet, algo muy similar le había dicho Olivia poco antes de morir. Fuguet relató cómo esa conversación se había producido en los diez o quince minutos previos al accidente. Pero todo había comenzado (según su propio relato) varios minutos antes con él sentado en el salón interior del barco desde donde tuvo oportunidad de oír la conversación que Olivia sostenía con su médico. «Claro —me dije al leer estas líneas—, he aquí otra minúscula piececita que aún le faltaba a mi puzle: Oli llamó a su médico, no para comentar su diagnóstico ni buscar en él consuelo, como yo erróneamente creía hasta ahora, sino para darle a conocer a Fuguet de esta forma indirecta su enfermedad, las características de la misma y el poco tiempo de vida que le quedaba».

Una vez oída su conversación —continuaba relatando Pedro Fuguet en su correo electrónico— salí a cubierta con intención de confortarla, de decirle que lucharíamos juntos como otras veces, que la ayudaría en todo: «Tú y yo contra el mundo, Oli», ¿no es eso lo que solías decirme en tiempos? Verás cómo lo conseguimos, nunca se sabe con esta enfermedad, mira que

La siguiente parte del testimonio de Fuguet era tan vivida que me permitió escenificar los últimos minutos de la vida de mi hermana como si estuviera presenciándolo todo desde una de las blancas tumbonas del Sparkling Cyanide. Vi entonces a Olivia sentada sobre la barandilla de popa, de espaldas al mar. Ya Pedro Fuguet de pie frente a ella. Olivia, aún con el teléfono en la mano, sonreía. «Ya ves, Fug —dijo encogiéndose levemente de hombros— así son las cosas. Por eso me alegro tanto de que estés conmigo. Como antes, como siempre». Pedro redobló entonces sus palabras optimistas, sus protestas de que no podía ser cierto, que tenía que someterse a nuevas pruebas, consultar otros médicos, y ella detuvo sus argumentos con un único gesto de la mano: «Ya lo he probado todo, lo sé desde hace meses». Y fue en ese momento cuando añadió aquellas dos palabras que yo había oído también en boca de Vlad Romescu: «Hazlo, Fug», acompañadas de una sonrisa. «Hazlo, te lo ruego», repitió mientras inclinaba su cuerpo levemente hacia él, como en una súplica, como en una plegaria. Lágrimas corrían ahora por ese rostro que un día fuera tan bello y hoy, extrañamente, volvía a serlo en todo su esplendor.

¿Se ha fijado, madame?—rezaban las últimas líneas de la confesión de Pedro Fuguet—. En los momentos más cruciales de la vida, las palabras siempre están ausentes. Lo están mientras viene uno al mundo, por supuesto, y también mientras se cumple con el postrero y más importante trámite por el que todos hemos de pasar. Incluso somos muchos los que elegimos callar mientras hacemos el amor. No me refiero ahora al físico, sino también y sobre todo al gran, el inmenso amor que me llevó ese día a inclinarme hacia ella y darle un último beso en la boca. Estoy seguro de que Oli se había preparado. No sólo por el lugar en el que estaba sentada que, ahora me doy cuenta, no era casual, sino por el aspecto que presentaba aquella tarde. Su vestido blanco, como una novia; su pelo suelto, al hacer del viento. Estaba tan guapa, y entonces fue cuando vi, una vez más, esa sonrisa de la que yo le decía siempre que poseía la virtud de derretir corazones y también conciencias. El resto ocurrió muy rápido. Soy médico, madame y quien está capacitado para preservar la vida lo está también para quitarla del modo más indoloro. Por eso puedo decirle que fue fácil. Primero tomé su cabeza entre mis manos, con todo el amor, con toda la devoción que siempre sentí por ella y fingí que deseaba besarla de nuevo. Luego un movimiento rápido, muy preciso, un crujido y ya está. Eso fue todo. A continuación empujé suavemente su cuerpo y cayó, furo que sonreía aún cuando golpeó la plataforma. Ése es mi mejor consuelo, ella siempre confió en mí

Las lágrimas impidieron que continuara con la lectura. Me preguntaba ahora si Olivia le había contado a Fuguet lo de la póliza de seguros, su plan para favorecer a Cósima, su necesidad de que la muerte se produjera no por enfermedad sino por causa fortuita. Pedro Fuguet no hablaba de ello en las líneas que venían a continuación, pero yo me inclinaba a pensar que sí. Era el argumento perfecto, el más sólido sin duda, para que él la ayudara a cumplir su propósito.

«Dios mío —me dije entonces—. ¿Y ahora qué hago, cómo debo proceder?». Aquel correo electrónico estaba escrito horas antes pero yo no lo había leído hasta ese momento, las ocho y media de la tarde. En menos de una hora, Rapunzel, o lo que es lo mismo Pedro Fuguet, tocaría al timbre. Yo le abriría, cenaríamos, y si la velada se desarrollaba más o menos en la misma línea que mi encuentro con Vlad Romescu era probable que acabáramos en la cama, sólo que esta vez (y de verdad) yo estaría durmiendo con el asesino de mi hermana. El mismo que llevaba semanas intentando desenmascarar porque así lo había dispuesto Olivia al dejar tantas y tan evidentes pistas en mi camino. Como el libro de Roger Ackroyd, por ejemplo, en el que el asesino es un médico. O como el de Némesis que se encontraba en el camarote de doña Cristina y en el que, por un lado, una persona muerta encarga desde la tumba la investigación de un asesinato, y por otro al final resulta que el asesino mata a la víctima por lo mucho que la ama. Luego estaba también aquel almohadón de tira bordada con su leyenda explícita… sí, tantas y tan evidentes piedras de Pulgarcito dejadas por Oli, igual que en uno de nuestros lejanos juegos infantiles. Y aún había además otras piedritas menos evidentes pero igualmente útiles, como el nombre de Miranda de Winter o como el libro dejado a doña Cristina con una dedicatoria que sugería consultar con Mycroft Holmes en caso de dificultad. «¿También estos dos detalles los planeaste de antemano? —le pregunté a Olivia como si estuviera delante—. No, perdona, te considero hábil, Oli, pero no hasta ese punto. Más bien me inclino a creer que el apellido de Miranda, por ejemplo, fue el que te dio la idea de imitar la forma de morir de Rebeca, como bien señaló Miri cuando hablamos en Londres, y no al revés. En cuanto a que doña Cristina y yo nos encontrásemos por la calle para que ella me diera la idea que acabó resolviéndolo todo al modo de Mycroft Holmes, me parece más un guiño del destino que tuyo. De hecho, yo no necesitaba en absoluto la intervención del hermano listo de Sherlock, iba ya camino de ese Registro y en seguida descubriría tu bello gesto.

«Qué curioso —me dije entonces, y siempre en voz alta, como si hablara con mi hermana— resulta que, al final, va tener razón ella, doña Cristina, me refiero a eso del reloj parado. Porque tú cumples admirablemente con esa metáfora suya, Oli: has dado la hora exacta, y dos veces además. La primera es obvia, tu forma de planearlo todo para resarcir a Cósima, la segunda ya no lo es tanto y tiene que ver conmigo». Entonces me puse a pensar en cuánto había cambiado mi vida desde la muerte de mi hermana. Por supuesto no creo en esa teoría de Pedro de que las virtudes positivas de Oli estuvieran traspasándose a mí de alguna manera misteriosa. Pero lo que sí es cierto es que, una vez muerta ella, me estaba convirtiendo en una persona desenvuelta y segura, más atrayente, incluso. «Porque yo siempre viví a tu sombra, Oli: la hermana guapa y la fea, el ángel y el conguito, la cigarra y la hormiga. No, más evidente aún: Abel el bello, el indolente, pero que está tocado por la caprichosa mano de Yavé, frente a Caín, el torpe, al que todo le sale mal por mucho que se afane. Sin embargo, ahora que no estás, ya no hay sombras a mi alrededor. Por eso pienso que no me queda más remedio que ser muy fiel a tu memoria y hacer exactamente lo que tú deseabas que hiciera. Y ¿cuál era tu idea al inducirme a investigar tu muerte? Por lo general un encargo de estas características tiene por finalidad desenmascarar al asesino y llevarlo ante la Justicia. ¿Es eso lo que quieres que haga, Oli, delatar a Pedro? ¿Por eso dejaste tantas pistas en mi camino, para que yo revelase la verdad y me ocupara luego de que se hiciera justicia? Dime, ¿cómo has podido hacerme semejante putada? Supongo que porque un reloj parado da la hora exacta dos veces, pero no más…».