—Ya ves, mami —dijo Sonia San Cristóbal mirando a su madre—. Ahora, además de los bautizos, bodas y primeras comuniones se festejan los divorcios. ¿No te parece superguay? ¡Es tan bonito tener cosas que celebrar! Olivia es un encanto invitándonos a su fiesta, a pesar de los pesares. ¿A que sí?
La madre miró a Sonia y tuvo la misma sensación que tantas otras veces. Idéntica a la que experimentara la primera vez que sostuvo a su hija en brazos una mañana de hacía veintiún años. O en el primer día de colegio de la niña en el Instituto Británico de Madrid, con cinco recién cumplidos. O cuando la vio desfilar para Donna Karan en Nueva York a punto de cumplir los diecisiete. «Taita-Dios tiene un extraño sentido del humor —se había dicho en cada una de esas ocasiones—. Extrañísimo, realmente». Y es que aquella niña linda como un sol era la respuesta a todas sus plegarias y sin embargo…
Cristobalina Sosa había llegado a España de su Cuzco natal treinta años atrás con una maleta de cartón y un escapulario del Señor de los Temblores por todo equipaje. En cuanto puso pie en Madrid y aún sin haber visto nunca Lo que el viento se llevó —ni tampoco ninguna otra película, dicho sea de paso— besó aquella tierra que le era extraña y, con un puñado de ella en la mano, desafió a los cielos jurando que nunca más volvería a pasar hambre. Su primer año en la capital fue un compendio de obviedades. Comenzó sirviendo en una casa cerca de la plaza Castilla, pero sólo estuvo allí el tiempo suficiente como para conocer un poco los alrededores y poder hacerse con algunas cosas indispensables: unas botas de charol negro, una mini-falda decididamente poco favorecedora para sus piernas chuecas, un perro callejero al que llamó Pisco y unos ahórralos que le permitieran alquilar durante quince días un cuartucho cerca del metro de Tetuán. Y aunque existen ciertas profesiones para las que resulta delicado solicitar la bendición del Señor de los Temblores, Cristobalina le recordó a éste su debilidad por la Magdalena al tiempo que le rogaba «que un día, Papá Lindo, estas manos mías luzcan anillos caros y grandes como los de las señoritas de Arequipa. Y ya que estamos metidos a plegarias, Diosito, que otro día un poco más adelante, tenga yo una niña tan relinda que no necesite anillitos ni oros para hacerse querer y respetar».
En sociedad con su perro Pisco, Cristobalina hizo la calle durante siete u ocho fructíferos años. Es cierto que no era muy agraciada. Además de las piernas zambas, era petisa, tenía la piel áspera como un sapo y le faltaban dos o tres dientes, pero tenía, en cambio, unos bellos ojos y un arma infalible: el don de hacer creer a un hombre (aunque fuera durante poco tiempo, aunque fuera completamente inverosímil) que no había en el mundo nadie tan regio como él. Pronto aprendió además que los varones europeos, en especial ciertos caballeros de posibles, lejos de abominar de cholas feas como ella, deliberadamente las buscaban para satisfacer algunos deseos recónditos. Así, aprendió el significado de varias palabras desconocidas para sus oídos hasta entonces como «lluvia de oro», «beso negro», «piolita», «carrete» y otras por el estilo. Y qué importaba que aquellas palabras raras escondieran ni se imagina nadie qué chanchadas; lo importante es que pagaban el alquiler del cuartito (que fue creciendo en metros y mejorando de barrio), las botas de charol (que ya no eran de plástico sino de Moschino) y también alguna que otra joyita que demostraba a las claras que el Señor de los Temblores comprendía e incluso aprobaba su conducta tal vez porque había captado la indirecta sobre la Magdalena. Cuando tuvo por fin un capitalito aceptable y el perro Pisco había partido de este mundo dejándola sin un cariño verdadero, Cristobalina consideró que había llegado el momento de planear la segunda parte de sus sueños y el más difícil milagro de los dos que había solicitado hasta el momento al escapulario del Señor de los Temblores. Cristobalina sabía para entonces cómo funcionaban las cosas arriba, en el Más Allá. Si uno quiere que le hagan un milagrito acá abajo, es imprescindible poner los panes y los peces. Y en este caso nada más fácil, se dijo. Si ella deseaba tener una niña relinda, lo único que debía hacer era encontrar el papá adecuado. Pero no, no hacía falta que se alarmaran sus clientes, ella no iba a solicitarles pensión ni ayuda alguna (algo imposible de conseguir en cualquier caso en aquel entonces), lo único que pensaba tomar de sus señorías era su semen, su semillita y cuanto más bella mejor. Por eso, durante meses y como si fuera la responsable del casting en una agencia de modelos (premonitorio, esto, por cierto), Cristobalina se dedicó a calibrar las virtudes y atributos de diversos candidatos. Contaba con mucho y muy buen material, puesto que en su cartera de clientes figuraban políticos de renombre y prohombres intachablemente virtuosos más allá de las cuatro paredes de casa de Cristobalina. Había también actores de fama, grandes periodistas que eran la conciencia moral de Occidente, profesionales de todos los ramos, e incluso tres o cuatro estrictos miembros de una Santa Obra. Y ella, que no sabía de genética más que lo que le dictaba el sentido común, unido éste a la sabiduría popular de su tierra milenaria, se dijo que, más que inteligencia, lo que debía procurar añadir al bagaje de la criatura era una sobredosis de belleza y dulzura, por lo que acabó decantándose por el donante ideal: Fernandito Lugones. Como Dios y el Señor de los Temblores —a pesar de evidencias en contra— no son del todo injustos, en Fernando Lugones, hijo predilecto de un famoso notario de la capital, gran jugador de golf y consumado bailarín, la Providencia había derramado una belleza sin par pero, para equilibrar, lo dotó en cambio de un cerebro de mosquito. Sin embargo, en opinión de Cristobalina, poco importaba tal inconveniente porque, como guinda de tan bello pastel, los cielos habían derramado sobre Fernandito otro don: una extraordinaria bondad, algo que a Cristobalina le pareció una virtud sumamente deseable para su hija. «Belleza y dulzura son una combinación perfecta para triunfar y, a la vez, agradar al Santo Cristo —se dijo—. Sobre todo —concluyó— porque el otro ingrediente fundamental para tener éxito en la vida, las luces y las entendederas, ya las aporto yo».
Así, con todo atado y bien atado, Cristobalina durante casi un año se ayudó de unas sabias hierbas cuzqueñas que, según dicen, resultan infalibles cuando se quiere concebir una niña y no un niño (algo que hubiera sido un gran contratiempo) y, unos meses más tarde, acunaba ya en sus brazos aquel prodigio.
—Lo tengo —dijo cuando la enfermera le preguntó si había pensado en un nombre para la bellísima criatura que acababa de nacer. Y acto seguido, cuando la misma enfermera, acostumbrada a alumbramientos como el de Cristobalina, inquirió con tacto si era su deseo tal vez darla en adopción, ella exclamó que no, que de ninguna manera, que la niña tenía nombre y también apellido. «Sonia San Cristóbal, nada menos», enfatizó la madre, por lo que la partera no se atrevió a preguntar quién se escondía tras aquel santo que invocaba con la cabeza tan alta. De haberlo hecho, ella habría improvisado cualquier embuste para despistar, mientras que la verdadera razón era que si llamó a su hija Sonia fue porque ese nombre salía a menudo en las revistas de moda que solía leer para sacar ideas y aprender las maneras del gran mundo. «Un nombre de niña de casa bien», se dijo, mientras que la razón del recién inventado apellido San Cristóbal era, simplemente, que constituía una variante dignificada de su nombre de pila. Un recordatorio, además, de todo lo que había tenido que trajinar antes de permitirse el lujo de concebir a tan divina criatura. Pero es que además hay que señalar que, por esas fechas, Cristobalina como nombre había dejado de existir. Hacía ya una temporada que ella se hacía llamar Ana Christie. Primero, porque, por aquel entonces, acababa de descubrir su fascinación por el Séptimo Arte y en especial por las actrices antiguas, tan elegantes, tan señoras ellas. Y segundo, porque Ana Christie sonaba mucho mejor que Cristobalina, dónde va a parar, y gustaba enormemente a los clientes.
Desde aquel año a principios de los noventa y hasta el momento en que Sonia y ella recibieron la invitación de Olivia Uriarte para embarcase en el Sparkling Cyanide, la cuzqueña había vuelto a cambiar de nombre una tercera vez. En el presente se hacía llamar doña Cristina, algo mucho más acorde con su edad y también con su actual profesión de prestamista informal así como intermediaria en negocios del amor y en otros algo más turbios.
Sea como fuere, aquí estaba ahora Cristobalina, Ana Christie, doña Cristina o como quieran llamarla con aquel ángel de belleza y bondad sentada ante sí comiendo una matutina tostada con gelée de frambuesa mientras ambas abrían su nutrida correspondencia. Y al mirar a su hija tan relinda, tan señorita, la madre suspiró al pensar, por segunda vez en el día, lo mismo que había pensado tantas veces a lo largo de estos años sobre Taita-Dios y su extraño sentido del humor.
Si la frase era tan recurrente en sus cavilaciones era porque, aunque el Santo Cristo había atendido todas y cada una de sus plegarias, el problema estribaba precisamente en eso: en que había cumplido todos sus deseos. Si doña Cristina hubiera sido más leída, cosa que no era porque ella no tenía tiempo para zarandajas, al ver el resultado de sus oraciones posiblemente habría recordado esa sabia advertencia que aconseja ser muy cuidadoso con aquello que se desea porque es posible que se cumpla punto por punto. Y es que la doña no se había tomado la molestia de pedir a los cielos que la niña tuviera luces, suponiendo que heredaría las suyas. Pero el caso es que heredó las de Fernandito Lugones, carajo qué vaina, y ahora aquel ángel de belleza y bondad tenía (en opinión algo xenófoba de doña Cristina y no muy propia de Cristobalina, dicho sea de paso) menos luces que una patera.
—Mira lo que dice la invitación, mami. Por lo visto, Olivia ha decidido convidar a un grupo de amigos adorables a pasar unos días a bordo del barco de Flavio durante la última semana de julio. Desde luego es un cielo invitándonos a nosotras dos y también a Churri. ¿No te parece superguay?
Doña Cristina bebió un sorbo de su té Lapsang Souchong y achinó los ojos. Lejos de parecerle superguay y un cielo, Olivia Uriarte siempre le había parecido una sierpe, un áspid. No, peor a aún: una mangosta hipnotizante y devoradora de animales. ¿Cómo era posible que Sonia no le guardaba al menos un poco de rencor por lo que le había hecho años atrás cuando era apenas una niña? Cualquier otra muchacha, al ver cómo le robaban el gran amor de su vida al pie del altar, tal como le ocurrió a ella, no habría vuelto a dirigir la palabra a la ladrona. Pero he ahí otra prueba de la bondad insobornable de su niña heredada de Fernandito Lugones: su absoluta falta de resentimiento por lo ocurrido. Doña Cristina recordó cómo unos años atrás Sonia se había enamorado perdidamente de Flavio Viccenzo. Él acababa de firmar su segundo divorcio cuando conoció a Sonia, y durante unos meses no miró más que por sus ojos. La niña estaba rodando un spot publicitario para una marca de relojes en Cerdeña y Flavio la abordó en plena calle. A partir de ese momento se habían convertido en inseparables: ski en Cortina, brunch en Nueva York, pascua en San Petersburgo, Año Nuevo en Punta del Este… Por supuesto también le había regalado muchos objetos de valor: joyas, relojes, abrigos de las más estrafalarias pieles y otros enseres que Cristobalina —que se ocupaba de tasar e inventariar los regalos que recibía su niña en previsión de posibles vacas flacas— no dudó en catalogar de «muy extraordinarios». Por fin, apenas siete meses después de su primer encuentro, Flavio le propuso matrimonio para alegría de Sonia y más aún de doña Cristina. Es un hecho habitual que los partidos que gustan a las madres disgusten a las hijas y viceversa, pero hasta de este detalle parecía haberse ocupado el Señor de los Temblores. Y es que Flavio era el sí de las niñas y también el de las madres; un rico muy rico con una fortuna de origen un tanto oscuro, es cierto, pero a cambio de eso, era aún bastante joven, guapo y sobre todo de una generosidad fuera de lo común. ¿Qué más se podía pedir?
Cristobalina, siempre temerosa de los reveses de fortuna de última hora, había redoblado por aquel entonces las oraciones a su milagrero escapulario. También las limosnas a algunos santos locales para que nada se torciese, pero algo debió de cortocircuitarse allá en los cielos porque, con el traje de novia colgado en el armario, una fatídica mañana en que la niña estaba fantaseando en casa con su velo de tul ilusión, recibió de Flavio un Frank Müller de brillantes muy caro y una carta de despedida muy corta. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Dónde estuvo el fallo? ¿Cómo se desvaneció el hechizo? Doña Cristina, que sabía leer los corazones (y más aún las mentes) del sexo opuesto igual que libros abiertos, nunca tuvo dudas al respecto. En su opinión, los hombres, incluso los más inteligentes y triunfadores, o mejor dicho, precisamente éstos, son criaturas frágiles, vanidosas, y sobre todo dependientes. De ahí que cualquier mujer que sepa manipular con astucia estos tres defectos masculinos tiene todas las de ganar muy por delante incluso de sus congéneres más bellas y jóvenes.
Doña Cristina nunca había visto a Olivia más que a través de las páginas de alguna revista de chismorreos, pero no necesitaba conocerla en persona para hacerle la radiografía. Porque ella, además de saber leer hombres, también sabía leer rostros femeninos, aun a través de una foto. Y la cara de Olivia no tenía secretos para una profesional del amor como Cristobalina alias Ana Christie, ahora reconvertida en doña Cristina. Aquellos labios finos pero determinados que Olivia Uriarte lucía en las instantáneas. Esos ojos taimados que siempre buscaban los de Flavio como los de una cobra a su rata, y sobre todo aquella forma suya de posar en las fotos siempre un pasito detrás de él para que no se sintiera eclipsado… «Maldita, maldita bruja» —se dice la doña casi en voz alta, y luego, controlándose y ya para sí de modo que no pueda oírla su adorable niña sonríe—: En todo caso, qué poco te ha durado tu influjo, querida cobra, apenas unos años. Y es que, por lo que dice esta invitación que tengo acá, también te ha llegado la hora como a cada chancho su San Martín. Porque de lo que no cabe la menor duda, querida —razona doña Cristina como si tuviera delante la cara de Olivia Uriarte— es de que te han dado el chaucito, el adiós para siempre. ¿Cuál será la causa del despido? Quién sabe. Me faltan datos para deducir si Flavio te cambió por otra o por simple… desgaste de material, digamos. Pero lo que está clarísimo, linda mía, es que la idea del divorcio fue de él y no tuya. Porque ¿qué hombre presta su barco a una ex esposa para que pasee con sus amigos a menos que sea él quien la ha plantado como un ají? Qué pena —ironiza doña Cristina mientras dirige las siguientes palabras dedicadas a Olivia a la tostada con gelée de frambuesa a la que acaba de dar un mordisco—: Te han abandonado, además, en el peor momento posible, ¿verdad? No sólo porque son inciertos estos tiempos que vivimos sino porque ¿cuántos años tienes ahora, maldita víbora? ¿cuarenta y cuatro, cuarenta y seis? En todo caso malísima edad para tipas como tú. Un ERE y te dejaron fuera de plantilla —remacha doña Cristina con tono patronal mientras que la Ana Christie que aún lleva dentro opina que los ricos son siempre causa de gran precariedad amatoria para según qué mujeres que no sirven para otra cosa. Por su parte, la Cristobalina que también lleva dentro tiene algo que añadir al respecto y lo expresa así—: Una-buena-patada-en-el-poto, he ahí lo que mejor explica la generosidad de Flavio para contigo, linda mía, porque, como decimos allá en mi tierra: Marido rumboso, marido culposo.
Quizá una mujer menos experimentada que Cristobalina alias Ana Christie, alias doña Cristina, al enterarse de que el gran amor de su hija estaba de nuevo libre, habría caído a continuación en la ingenuidad de albergar esperanzas de que la boda que no tuvo lugar años atrás pudiera celebrarse ahora, pero ella sabe que eso es del todo imposible. Y no porque Flavio no esté dispuesto, a lo mejor sí puede estarlo (los hombres, según su experiencia, son románticos de espoleta retardada y un amor inacabado es siempre un amor maravilloso y deseable de retomar). No es posible porque su niña se ha enamorado de otro. De un perfecto don nadie, según doña Cristina, pero de un hombre bueno, según Cristobalina. Doña Cristina y Cristobalina, naturalmente, están de acuerdo en todo, y, hasta ahora siempre ha mandado la primera sobre la segunda pero… será la edad que debilita las voluntades más firmes. Será el paso del tiempo que ablanda incluso las pieles de yacaré, pero lo cierto es que por un momento la cuzqueña que llegó a Europa treinta años atrás con la maleta llena de sueños prevalece sobre la doña. Y Cristobalina se dice que, en el fondo, es comprensible que, después de tan gran desengaño como el sufrido con Flavio, su hija haya elegido como ha elegido. Porque la cuzqueña, que en toda su vida no ha amado ni ha sido amada nunca por nadie más que por el perro Pisco, aunque no lo aprueba, casi —y dice bien casi— comprende lo que le ha ocurrido a su niña. ¿Y qué le ha ocurrido? Churri, eso es lo que le ha ocurrido o, lo que es lo mismo, la aparición en su vida de un insignificante camarero búlgaro de nombre Kardam Kovatchev.
Sucedió que, después de aquella ruptura que la llevó, para gran dolor de su madre, a ingresar en una clínica con las muñecas desgarradas y casi desangrándose, Sonia buscó refugio en su trabajo y poco tiempo después había logrado convertirse en una de las más bellas modelos del mundo, en una de las más envidiadas también. Sin embargo, nunca volvió a ser la misma Tanto es así que meses más tarde, una vez salida de aquella clínica de reposo tan cara, llegaron incluso a arrestarla. A doña Cristina no le gusta recordar este episodio de la vida de su hija, porque hasta el día de hoy no lo entiende. ¿Cómo una niña que puede comprarse todo lo que se le antoje acaba sustrayendo unos pendientes en una joyería? «Es muy común —eso le había dicho el psicólogo chapetón que la había tratado al salir de la clínica— que cuando a una muchacha inestable se la desposee de lo que más quiere, aparezcan rasgos de cleptomanía. Ni siquiera hace falta que haya una tentativa de suicidio de por medio como en el caso de su hija, señora San Cristóbal. Mire los muchos casos que se conocen de actrices y modelos riquísimas. Yo lo llamo "compensación emocional".»
Y con todo, nada de esto era lo peor. Lo peor, según doña Cristina, era que, después de lo ocurrido, su niña, que había vuelto a ser cortejada por otros cuatro o cinco Flavios tan guapos y ricos como él, acabó rechazándolos a todos porque, según ella, ya había elegido a su hombre, Kardam Kovatchev, el tal Churri. Un tipo ni guapo, ni rico, ni siquiera inteligente o emprendedor, sino un simple camarero que trabajaba en la clínica en la que estuvo internada tres meses tras su intento de suicidio. «Un perfecto don nadie», eso opina de él doña Cristina. Un mindundi que la conquistó contándole un cuento tristísimo sobre una hermana suya de nombre Cósima. Una muchacha, por lo visto muy parecida físicamente a Sonia, a la que le había pasado algo terrible y muy injusto que doña Cristina ahora no recuerda porque, como es lógico, no prestó la menor atención a los traumas familiares del tal Churri.
Por su parte, la segunda persona de tan particular santísima trinidad, esto es Ana Christie, que es gran lectora de revistas del corazón, ve todo lo sucedido a su niña de manera un tanto distinta de doña Cristina, pero igualmente negativa. Según ella, lo que le pasa ahora a su princesita es algo bastante común entre algunas chicas muy guapas y con todas las posibilidades para triunfar en el amor: sufre el síndrome Estefanía de Mónaco. En otras palabras, pudiendo besar a todos los príncipes que se le antoje, ella prefiere besar ranas.
Dicho esto, queda aún por reseñar qué piensa de tan enojoso asunto la tercera y más antigua persona de esta santísima trinidad. Y en lo que a Cristobalina respecta, existe un matiz extra que no se puede desdeñar de ninguna manera. Es que, según ella, no es sólo que su hija guste de las ranas sino que —ya metidos en comparaciones con el reino animal— lo que la niña ha hecho después de todo lo ocurrido es optar por un hombre muy parecido al difunto perro Pisco. En otras palabras: por un ser cariñoso, leal, que la adora —no por cómo es por fuera sino por dentro— un tipo incondicional, bondadoso, con un gran sentido de la familia… y un perfecto chucho cacharento. Por eso, doña Cristina, Ana Christie y por supuesto Cristobalina, que son tres personas distintas pero una sola ambición verdadera, saben que poco se puede hacer ya. Por mucho que ellas se empeñen, no habrá en la vida de su niña más flavios guapos e influyentes. Tampoco habrá boda de postín con la madrina luciendo mantilla negra de blonda como las antiguas señoritas cuzqueñas ni ninguno de esos maravillosos y redentores sueños con los que doña Cristina tanto ha fantaseado a lo largo de años en complicidad con el Señor de los Temblores. Y la culpa de todo la tiene Olivia Uriarte. Ella, que le robó a su hija el amor ideal cuando no era más que una niña condenándola a regresar, qué ironías, al ambiente y grupo social que su madre tanto había luchado por dejar atrás.
—Mira, mami, aquí lo pone muy claro. Olivia quiere que vayamos a su barco los tres, Churri, tú y yo. ¿No te parece guay?
Doña Cristina odia esa palabra. «Guay» engloba toda una filosofía moderna que le parece deplorable. Guay es organizar una fiesta de divorcio pagada por un ex e invitar a un grupo de personas con las que festejar un fracaso matrimonial. Guay es robarle el novio a alguien y a continuación dedicar esfuerzos para hacerse amiga de esa persona como, muy extrañamente, ha hecho Olivia con Sonia en los últimos meses. Guay es también ser tan cándida y buena como su hija y no darse cuenta de que en la vida a veces es mejor ser un poco mala o, al menos, un poco más astuta.
«Sí, hoy en día todo el mundo es guay y supercool y buen rollito», resume entonces para sí la doña usando palabras tan cojudas como ajenas a su vocabulario habitual, pero según ella, desde que el mundo es mundo y hasta que el Señor de los Temblores decida que deje de serlo, las pasiones humanas son las de siempre: «Mismitos perros con distintos collares, he ahí la única verdad», se dice. Por eso, a pesar de tanto rollo cool y superguay, doña Cristina opina que, o mucho se equivoca su instinto, o en esta invitación fuera de lo común algo huele a podrido. ¿Qué será lo que se propone la tal Olivia Uriarte con su convite? La doña echa ahora otro vistazo a la invitación. Lee dos veces más el texto manuscrito mientras intenta descubrir en él algo que se le escape. Guapísima ha escrito Olivia Uriarte con su estudiada caligrafía de niña rica. Atrás te pongo la lista de los invitados, de todos los grandísimos amigos que vendrán a mi fiesta de divorcio…. Doña Cristina vuelve entonces la tarjeta. Lee primero el nombre de Ágata Uriarte y luego el de Cary Faithful acompañado de una tal Miranda. A juzgar por el apellido, Ágata debe ser familia de Olivia, eso está claro y, en cuanto a Cary Faithful ¿será el Cary Faithful que se imagina? ¿El de las películas? Ojalá. Con lo que a ella le gusta el cine tendrá al menos esa minúscula alegría, aunque, en su opinión, los actores de ahora no son ni sombra de los de antes, adonde va a parar. Por su parte, el nombre que cierra la lista, el del doctor Pedro Fuguet, le resulta del todo desconocido, de modo que vuelve a girar la tarjeta.
… un grupo de grandísimos amigos… ¿Qué pinta ella, Cristobalina o Ana Christie o incluso la más que respetable doña Cristina entre aquel «grupo»? ¿No es acaso extraño que la incluya en la invitación?
En su vida doña Cristina ha visto muchas cosas raras y sabe que ante ellas existen dos actitudes posibles: una es plantarles cara; la otra, esquivarlas, y ésta es la actitud que suele preferir la mayoría de la gente. Sin embargo, ella no sería esa particular santísima trinidad que es si hubiera evitado situaciones extrañas en el pasado, y no va a empezar a hacerlo ahora.
—Sí, princesita —le dice a su hija— contesta a esa amiga tuya que iremos encantadas. Encantados —corrige rápidamente recordando con desagrado que la invitación incluye también al perro Pisco.
Luego, y por una inevitable asociación de ideas, Cristobalina dedica un fugaz recuerdo a aquel perro pulguiento, a su viejo amigo, consuelo en tantas noches. ¿No será mejor —piensa— dejar a un lado todo reparo y aceptar que la niña sea feliz con quien elija, sea quien sea? Pero en seguida tanto Ana Christie como doña Cristina neutralizan tan incómodo pensamiento. Cojudeces, claro que no es mejor. Además, quién sabe, tal vez quien esté detrás de esta invitación tan rara sea el mismísimo Señor de los Temblores. ¿Por qué no? Quizá todo esto haya sido planeado por él para que la niña conozca por fin a alguien que le haga olvidar a Churri (la esperanza es lo último que se pierde). Y si no es así, a lo mejor la razón es otra. Como por ejemplo, permitir que ella, Cristobalina Sosa, encuentre el modo de darle a Olivia su merecido por interferir en los designios de alguien como servidora, que siempre ha conseguido cincelar su destino y el de su hija como si fuera un bajorrelieve mochica y sin reparar en obstáculos.
«"La venganza es mía", eso dice el dios de la Biblia, el justiciero Yavé —recuerda ahora la doña—. Sin embargo, es necesario recordar siempre que para que Papalindo haga sus milagritos allá arriba, alguien acá abajo tiene que poner los panes y los peces. ¿Verdad que sí, Taita-Dios?».
—¿Quieres mi hijita que te prepare un baño calentito en la tina, con sus aceites y perfumes? —le dice a continuación la madre mientras se acerca a darle el beso en la frente que todas las mañanas marca el comienzo del día para ambas—. ¿Un bañito ni muy frío ni muy caliente y con dos pastillitas de aroma de ámbar con magnolia? ¿O te gusta más de ámbar con azahar? ¿Azahar prefieres? Claro que sí, preciosura, el azar es algo muy importante en la vida de las personas, si lo sabré yo. Ahora dale otro beso a tu mamá. Ella se va a ocupar de todo lo relacionado con este viaje. Como siempre, mi princesita.