Early moringa tea es una clásica costumbre inglesa. El Early morning tea consiste en que, mucho antes de la hora de levantarse, con las primeras luces del día más o menos, un criado abre las puertas del dormitorio, deposita una bandeja con una solitaria y humeante taza de té sobre la mesilla y luego se evapora de ese modo inaudible que es propio de los criados ingleses. A veces, si en el último correo de la noche ha llegado una carta importante, se suma ésta a la bandeja del té y allí queda a la espera de ser abierta por su destinatario. Todo el mundo dice odiar el té tempranero, hábito que, al parecer, se popularizó en tiempos del Imperio. Y es lógico que lo detesten, porque si malo es madrugar, peor aún es que le despierten a uno un par de horas antes de la hora prevista. Pero las costumbres son las costumbres, en especial para algunos representantes de la nobleza rural, fieles depositarios del espíritu británico, del stiff upper lip y del Rule Britannia.
—Fuck —dice Cary Faithful, y vuelve a repetirlo dos veces más antes de abrir por fin un ojo y ver que, en efecto, sobre la bandeja, además de la maldita taza de té hay un sobre gris con reborde rojo—. Fuck, fuck —y luego, dirigiéndose al mayordomo—: ¿Ha sido usted quien ha dejado aquí esta carta, Meadows? —Pero Meadows ha desaparecido ya de la habitación tan silente como siempre—. Fucking Meadows, oh shit.
Cary Faithful consulta su reloj. Las seis y media. Faltan solo cinco horas para que llegue el tren de las 11.27 que trae a su tía, lady Daliah; shitty hell qué lata, nunca se puede estar tranquilo en el campo sin que irrumpa alguna latosa tía o pariente lejano, suspira, y entonces se le ocurre que a lo mejor, con un poco de suerte, la carta de la bandeja puede que sea de tía Daliah, que ha cambiado de opinión y ya no viene. ¿Por qué no? Los dioses son de vez en cuando misericordiosos, así que mejor será, oh fuck, que venza de una vez la insuperable pereza, alcance la carta, rasgue el sobre y vea si hay suerte, bloody lazy, fuck, fuck.
Cary Faithful se incorpora. Viste un bonito pijama de Savile Row con hermoso anagrama bordado en el bolsillo superior. Ya tiene el sobre en la mano, y está punto de abrirlo cuando una voz perfectamente detestable salida de algún rincón a su izquierda grita:
—Jo-der, por todos los diablos pero ¿qué coño pasa aquí? ¡¡¡Raccord!!! ¡¡¡Raccord!!!
«Raccord» es una palabra del argot cinematográfico. Con ella se designa algo muy importante en el rodaje de toda película: la memoria que ha de llevarse entre una escena a otra y la vigilancia que ha de mantenerse para impedir que se produzcan fallos desastrosos como, por ejemplo, que el Cid Campeador muestre de pronto un reloj de pulsera en pleno asedio a la ciudad de Valencia en el siglo XI. El raccord sirve también para velar que no ocurra que, en la primera parte de una escena, un actor aparezca, pongamos que con el pelo revuelto y segundos después y sin razón, perfectamente peinado.
Normalmente, la persona que se encarga de llevar el llamado raccord es la script. Pero ese día, la script debía estar a por uvas o tomando un early morning tea, porque lo cierto es que, en la escena que está rodando Cary Faithful en esos momentos, se ha colado un elemento extraño. Nada tan cantoso como que Charlton Heston empuñe la Tizona con un Rolex en la muñeca, pero extemporáneo en cualquier caso.
—A ver: ¿quién coño ha puesto aquí este sobre con rebordes rojos? La carta de tía Daliah que preparamos ayer es blanca con monograma azul, coño, joder, ¿dónde está? ¿Y de dónde ha salido este puto sobre?
Nadie sabe de dónde ha salido, pero al examinarlo, el director se da cuenta de que el destinatario es el propio Cary. «Puta mierda, ¿se puede saber qué hace tu correspondencia privada colándose en mi película, joder?», y Cary, que tampoco tiene ni idea responde: «Puta mierda y coño joder, Leslie» (que es el director) «ni zorra idea», y luego, mientras se levanta de la cama con su pijama de monograma azul de Savile Row y se calza las zapatillas de terciopelo negro también con monograma, piensa que qué harto está de esta puta película. Qué harto está de todas las putas películas que ha rodado en los últimos tres años. Todas son iguales, clónicas. ¿Por qué a los productores americanos les gustará tanto la ambientación, los temas y el acento inglés de Oxford? Tanto les excita, tanto les pone la madre patria británica, que acaban siempre obligando a actores como él a hacer el panoli película tras película actuando de Bertie Woosters y diciendo cosas que ni el más estereotipado de los personajes de Wodehouse diría jamás como «Oh dear, señora baronesa, no pise usted las petunias». «Jo-der. Parece que llevo toda mi puta vida rodando la misma escena: gilipollas de familia bien, mayordomo de nombre Meadows, tía Daliah y el tren de las 11.27… Lo único que han tenido a bien cambiar para diferenciarse de las pelis de los años cuarenta son las interjecciones: antes, en cada frase, había que exclamar Oh dear!, Oh dash it!, y By jove!, ahora, en aras de la modernidad, gritamos fuck!, shit!, shitty fuck o bloody helll, ¿pero qué diferencia hay? Fucking bloody, shit, ninguna».
—Venga, Cary. A ver si ponemos atención a lo que hacemos. ¿Prevenidos? Vamos en dos y medio.
Cary mira el sobre con rebordes rojos que continúa sobre la bandejita. En un par de minutos comenzarán de nuevo a rodar. Son las putas siete de la mañana y se ha tenido que levantar a las cuatro para llegar al estudio. ¿Dónde coño está el glamour del séptimo arte si puede saberse? Para colmo hace un frío de cojones y, a menos que alguien quite la jodida carta de la bandejita, volverán a rodar la escena con ella ahí y habrá que repetirla una vez más. Cary decide entonces cogerla él mismo para evitar nuevos desastres y la examina más de cerca. Es cierto, está dirigida a él, y además la letra, para su desgracia, la conoce bien, aunque hace varios años que no tenía noticias de su remitente. Titubea. No sabe qué hacer. Preferiría no haberla visto siquiera pero…
—Coño, Cary, ¿se puede saber qué haces ahí con cara de gilipollas? Métete en la cama de nuevo y empecemos. A ver, ¿dónde estábamos? Ah sí, cuando tú decías que el tren de tía Daliah llegaba a las 11.27. Prevenidos, ¡treinta segundos!
Horas más tarde, el mismo sobre gris asoma del bolsillo superior de la chaqueta de Cary aún sin abrir. No se rueda ya película alguna pero el decorado es bastante similar al anterior. Estamos ahora en una casa «al lado del zoo», eufemismo que usan los moradores de este barrio londinense para explicar dónde viven sin que suene esnob o petulante. Porque «al lado del zoo» las casas no bajan de ocho o nueve millones de libras y allí tienen su domicilio varios intelectuales y artistas. No sólo Paul McCartney, Kate Moss o Jude Law. También vive en ese barrio Cary Faithful, el soltero más codiciado del celuloide, porque tal vez esté harto de representar el papel de gilipollas de Eton y Oxford, pero desde luego le pagan muy bien por hacerlo. Además, según la revista People, se ha convertido de un tiempo a esta parte en el segundo hombre más sexy del planeta a pesar de —o gracias a, según se mire— «ese aire desgarbado de perrillo con ojos tristes y ese frunce de cejas mitad perplejo, mitad suplicante que tan bien combina con su flequillo de niño bueno» (todo esto People dixit). «Qué tiranía de profesión ésta que le obliga a uno a estar agradecido a todo aquello que más odia», se dice al cerrar tras de sí la puerta de calle. Y sin embargo, existe otra tiranía aún peor. Una que está relacionada no sólo con su profesión sino también con esa carta que lleva en el bolsillo, aunque no quiera de momento pensar en ella. Mejor será entrar primero en casa y tomar ciertas medidas precautorias antes de enfrentarse a la emergencia. En otras palabras, prepararse un baño, llamar a Miranda, su novia, beberse un whisky con un lexatin y luego telefonear a Paul, su amante, para que pase con él la noche: aunque no necesariamente en ese orden.
«Empecemos por el whisky y el baño», se dice, y dejando la chaqueta sobre una silla del vestíbulo, se dirige a la biblioteca y, más concretamente, hacia el lugar donde están las bebidas alcohólicas, en el interior de un mueble, junto a la ventana.
Si Leslie Fox, el director de su última película, estuviera rodando la presente escena, seguro que se demoraría unos segundos en mostrar al espectador el panelado de madera de la biblioteca de Cary Faithful. También las persianas venecianas. La bella encuadernación de los libros, las alfombras armenias, la colección de objetos africanos, todo ello para terminar en un plano corto, enfocando el Torres García que hay en la pared de la izquierda y el Bacon de la derecha. Pero Leslie Fox no está y a Cary le importa un carajo la decoración. De eso, como de lo demás, se ocupa Miranda, que Dios la bendiga. Y Cary avanza sin reparar tampoco en dos mesitas japonesas que hay junto a la pared de la izquierda, menos aún en las butacas que son una la Bubble chair y la otra la Tomato chair, ambas de Aarnio años sesenta y que tan bien contrastan con el resto de la decoración, mezcla ecléctica de clásico con vintage y oriental. En realidad, lo único que le interesa a Cary en estos momentos es un mueble Biedermaier que hay al fondo, y no por su aspecto exterior (que es inmejorable) sino por lo que contiene. Ya está junto a él. Ya lo ha abierto y sin más preámbulo se dispone a servirse un Cardhu triple con hielo y tres rodajitas de naranja. De naranja, sí, la ocasión merece una cierta excentricidad, y luego, tras subir una de las venecianas, bebe despacio mientras sus ojos escapan hacia el exterior, hacia la plaza que tiene enfrente, que es en forma de media luna con sus múltiples casas blancas, todas iguales, que se alinean formando una medialuna en torno al jardín central. Las mira como si fueran elementos de un acertijo: «Descubra usted las siete diferencias», pero qué difícil es encontrar siquiera la más mínima. Parecen todas pequeños merengues altos y estrechos pegados unos a otros por los flancos, cada una con sus puertas blancas y sus aldabas de bronce.
Cuentan que, a mediados de los años sesenta, en una casa muy similar a éstas, Disney rodó Mary Poppins. Tal vez por eso, desde que Cary se mudó aquí, más de una vez se ha encontrado en la misma situación que ahora, con la vista perdida en el exterior y dando rienda a una fantasía tan infantil como reconfortante: la de imaginar que bastaría con separar los pies en ángulo obtuso, abrir un paraguas y ¡volar! Sí, por qué no, sería perfecto poder elevarse más allá de su carísima casa de diez millones de libras, por encima de este barrio lleno de intelectuales falsamente de izquierdas. Arriba, arriba, lejos de esa ciudad que todos consideran una de las más civilizadas del mundo y fuera por fin, muy lejos de este planeta absurdo en el que términos como tolerancia, libertad, comprensión o diversidad no son más que palabras gastadas, tan huecas y manidas que han perdido todo significado. Elevarse, sí, y desaparecer como un globo de helio allá por la estratosfera y que les den por culo a todos.
—Coño, joder —dice en voz alta.
Cuando está a solas, Cary intenta no hablar tan mal como lo hace en su vida profesional pero joder, puta y coño, esta vez resulta muy difícil: ¿qué va a pasar ahora?
Para continuar con las cuatro cosas que se ha propuesto hacer antes de abrir la carta que lleva en el bolsillo, ahora debería subir a la planta superior de su bonita casa-merengue, dejar correr el agua de la bañera mientras se toma un segundo Cardhu con un lexatín y a continuación llamar a Miranda. No, lo del lexatín y el whisky está bien pero luego, mejor telefonear a Paul. No, a Miranda… No, no, definitivamente lo mejor será que decidan por él san Cardhu y Nuestra Señora del Lexatín una vez que esté metido en el agua.
Cary se dispone a subir la escalera. Si el bueno de Leslie Fox estuviera por aquí filmando esta escena, sin duda elegiría a continuación realizar un rápido contrapicado de los peldaños y luego un barrido lateral. Así el espectador tendría la oportunidad de ver cómo las paredes del hueco de la escalera están recubiertas de diversos diplomas y menciones especiales de tal o cual festival cinematográfico. También hay allí varias fotos enmarcadas en las que puede verse al dueño de casa junto a diversos amigos: Cary jugando a los bolos con Madonna y al criquet con el príncipe Guillermo. Aquí hay un diploma que lo acredita como el mejor actor del festival de Toronto en 2005, allá otro de un Globo de Oro del 2001, acullá la foto de una farra con Martin Scorsese, ambos fumando grandes Cohibas. Fotos y diplomas interesantes no sólo por los personajes que retratan sino por cómo describen la vida de Cary Faithful. Sin embargo, para describir verdaderamente su vida, antes de que él termine de subir la escalera, Leslie Fox debería cerrar plano sobre una foto en particular. Una menos glamourosa que el resto pero más reveladora que todas juntas. Aquella en la que aparece Cary flanqueado por un muchacho a su izquierda y por una chica a su derecha. Ella aparenta treinta y muy pocos y, aunque la foto no es del todo nítida, puede apreciarse que posee una de esas cabelleras extraordinarias, rojizas y rizadas, que la convertirían en perfecta modelo de un pintor prerrafaelista. Pero aún hay más datos destacables, como una sonrisa bondadosa que desentona con unos rasgos demasiado angulosos entre los que reinan al fin unos asombrados ojos verdes. Y si esto fuera una película y no la vida real, al pasar por delante de dicha fotografía Cary debería detenerse al menos unos segundos para dirigir a la muchacha un pequeño hiato o gesto de cariño cansado. «Miranda», tendría que decir idealmente y luego continuar su camino evitando de forma deliberada detenerse en el rostro del personaje que aparece a su izquierda en la instantánea y que es, en principio, mucho menos notable que Miranda. Nada extraordinario, realmente. Un muchacho recio de aspecto sanote de apenas unos dieciséis o diecisiete años, con un solo rasgo destacable: unos ojos negros y profundos que parecen reírse del mundo. Y es conveniente que la cámara ofrezca sólo un cicatero y muy fugaz atisbo del chico para que el espectador quede cavilando y con deseos de saber más sobre aquellos ojos burlones. De este modo, los espectadores más avisados podrían lucirse ante sus compañeros de butaca. «Mira qué chico tan joven» (codazo cómplice al vecino), «seguro que es el tal Paul del que antes han hablado. Quédate con su cara, seguro que aquí hay tomate». Y luego, satisfechos, ya podrían volver todos con ahínco a las palomitas y a la coca-cola light.
Dos sorbos más de Cardhu y Cary está ya en el piso de arriba. El whisky empieza a hacer su previsible labor beatífica dentro de su cabeza. Tanto, que por un momento piensa que no va a necesitar recurrir, por esta vez, al lexatín. «Un baño y un poco más de whisky serán suficientes para tranquilizarme», se dice mientras abre al máximo los grifos de la bañera. Empieza a desnudarse. Lo hace pausadamente, imitando, sin darse cuenta, el modo sexy en que lo hizo en su última película llamada Petticoat Lane, junto a Hilary Swank. Porque he aquí otra de las maldiciones de ser actor: se actúa todo el tiempo. Incluso sin público, incluso en los momentos de angustia. ¿O debería decirse sobre todo en los momentos de angustia? Cary Faithful se encoge de hombros, qué más da, actuar o no actuar ésa no es la cuestión ahora, y con un rápido movimiento comienza a meterse en la bañera. Ésta es alta y antigua y al elevar la pierna derecha, por un segundo sus testículos rozan el borde de la bañera, que está frío en contraste con el agua hirviendo, y la sensación dispara en su cabeza una corriente eléctrica (oh Paul, amor mío), pero es sólo un instante. En seguida se hunde en el líquido sedante, amniótico, donde parece (casi) que nada malo le puede ocurrir.
Y sin embargo, el sobre gris con rebordes rojos continúa ahí. Ha quedado donde estaba antes, en el bolsillo superior de su chaqueta, que está colgada en el respaldo de la silla de modo que Cary podría alcanzarla con sólo estirar la mano. Una vez más desea pedir ayuda por teléfono, pero ¿a quién llamar primero? Da igual, Miranda o Paul, Paul o Miranda, el orden de los factores no altera el producto en este caso; cualquiera de ellos servirá para neutralizar el maléfico efecto de aquel sobre.
«Olivia Uriarte». Por primera vez desde que recibió la carta, Cary se anima a decir el nombre de su remitente. Y pensar que hace una treintena de años ese nombre lo fue todo para él. Sí claro, y precisamente por eso se había equivocado tanto respecto de Olivia de ahí en adelante. ¿Quién dijo aquello de que el primer amor es el único verdadero y que los demás no son más que remedos, torpes tentativas de volver a sentir la maravillosa sorpresa, la divina turbación de amar por vez primera? Sin duda alguien así como Eric Segal, el olvidado autor de Love Story, o si no, una de esas millonarísimas autoras de novelas rosa tipo Danielle Steel. Por supuesto es falso que el primer amor sea el único verdadero pero en algo sí tiene razón esa gente: un primer amor posee la llave de algún viejo mecanismo dentro de nosotros, por eso es capaz de poner en marcha ciertos extraños resortes que hacen que bajemos la guardia ante esa persona. De este modo, al volver a verla, resulta que la consideramos de inmediato alguien cercano e incluso íntimo aunque hayan pasado más de treinta años desde que esa proximidad existiese.
Cary mira ahora su cuerpo desnudo entre dos aguas. Ese al que la revista People ha nombrado el segundo más sexy del planeta. Joder, si lo vieran ahora, con su sexo arrugado y minúsculo, su pecho exiguo y una barriguita feminoide… Cary desconoce el contenido de la carta de Olivia Uriarte pero sabe que nada de lo que ella hace o dice carece de un motivo específico. «Cuando vuelvas a saber de mí será por algo muy bueno… o muy malo…». Así fue como se despidió unos años atrás.
Se habían encontrado por casualidad en París, en plena calle, junto al Pont D’Alma, los dos mirando como turistas curiosos el lugar en que se estrelló el coche de Lady Di. Y después de hablar de todas las obviedades que cabía esperar «Qué terrible ¿no?… Lo tenía todo y ya ves…». «Sí, sí, hoy estamos aquí y mañana quién sabe, más vale disfrutar mientras se pueda…». Tal vez empujados por los fantasmas del carpe diem y también por los de su viejo amor adolescente, acabaron pasando la noche juntos. Fue en el Ritz, en la habitación de ella, y él había tenido el gatillazo más monumental de los últimos ocho siglos. Ni siquiera pudo aducir que había bebido más de la cuenta. El encuentro coincidió con una de sus periódicas épocas de «ramadán», es decir uno de los intervalos de diez o, a lo máximo, doce días que él mismo se imponía sin alcohol una vez al año; y tuvo que suceder justo entonces para dejarle sin coartada posible. Así, tras dos o tres nuevas tentativas verdaderamente patéticas («no lo entiendo, esto no me ha pasado nunca», «espera un poco a ver», etcétera), Cary dejó de intentarlo, se sentó en la cama y le contó a Olivia su vida. No, peor aún, le contó la parte de su vida que nunca le había confesado a nadie. Cary se pregunta si algún psiquiatra o psicólogo habrá estudiado bien lo que él llama el «vértigo del gatillazo». Porque según Cary —que antes de conocer a Paul había conocido muchas y muy diversas formas de gatillazo— existen ante el fiasco dos actitudes conocidas: el silencio sepulcral o la palabrería incontenible, el autismo absoluto o la puta hemorragia verbal. Dicho de otro modo, una vez que ha ocurrido el desastre, o bien se calla uno como un muerto y no articula palabra hasta el día siguiente, o bien habla hasta por los codos y dice un sinfín de estupideces en un vano intento de camuflar lo incamuflable. Y en el caso de su confesión a Olivia, según Cary, se habían confabulado contra él dos espectros: el antes mencionado fantasma del primer amor y el del gatillazo, funesta combinación. Por eso aquel día, Gary había empezado a hablar por esa boquita y le había contado a Olivia su más oculto secreto. Aquel que jamás había contado a persona alguna. Porque desde los lejanos tiempos en que ambos vivieran en Moscú, hacía de esto más de un cuarto de siglo, él era fiel al menos a una máxima soviéticoleninista incontestable: «Las paredes oyen y lo que realmente no quieres que se sepa no se lo digas ni a tu sombra». De mucho le había valido aquella enseñanza que, según Cary, parece una perogrullada pero no lo es en absoluto. Porque todo el mundo piensa que hay excepciones a la regla, amigos fieles, hermanos discretos, confidentes que son una tumba; mentira, gran mentira, la única manera de mantener oculto un secreto vergonzoso es no confesarlo jamás. De ahí que Cary no había revelado a persona alguna su debilidad por los muchachos, a pesar de vivir en un ambiente liberal y supuestamente tolerante como el del cine. Porque en aquel mundo estúpido del que él querría escapar volando como Mary Poppins, todo era mentira. Mentira que no importe la inclinación sexual. Tal vez dé igual si uno es escritor, pintor, comerciante, hombre de negocios, médico, abogado, oficinista, empleado, funcionario, piloto, barrendero, o alto ejecutivo. Irrelevante también si uno es banquero, político o primer ministro, incluso, pero importa y mucho cuando se gana uno la vida en el cine haciendo papeles de galán, coño, que hasta el palabro suena decimonónico. ¿Porque dónde se ha visto que quien encarne a Rhett Butler sea gay, a James Bond invertido, o a Rocky Balboa maricón? He ahí la gran paradoja de lo que es su vida. Cary Faithful tiene una profesión que todos ven como una de las más liberales del mundo y en realidad está doblemente atrapado: atrapado en papeles gilipollas por un lado, y por otro, mintiéndole a todos sobre lo que siente y sobre lo que es. Su único consuelo es que lo mismo le ocurre a seis o siete actores de primera fila (ay, si la gente supiera) pero todos callan como putos, ¿qué van a hacer si no?
Cary bebe otro trago de su Cardhu y recuerda cómo había confesado sus inclinaciones con todo lujo de detalles, nombres —y sobre todo edades— a Olivia. Ella lo observaba, primero, esbozando ese tipo de maternal sonrisa que las mujeres prodigan cuando escuchan confidencias masculinas y, poco después, como quien no quiere la cosa, comenzó a juguetear con el móvil. Desde el mismo momento en que soltó su confesión, Cary supo que había cometido un grave error. Uno sabe siempre esas cosas. Entonces no se había atrevido a preguntarle a Olivia a qué venía ese súbito interés por jugar con el teléfono en medio de una conversación. ¿Y si le había grabado mientras hablaba? Pero no, claro que no. Con toda seguridad, una mujer de mundo como Olivia jamás haría cosa semejante…
Otro sorbo de Cardhu. Cary tiene la impresión de que el whisky ejerce sobre él un efecto benéfico pero también ciclotímico porque un trago le hace sentir mejor y el siguiente lo devuelve a sus temores: un sorbo optimista y otro horripilantemente pesimista. «Bueno, toca a continuación sorbo malasombra, bebamos con cuidado».
Entonces recuerda cómo, una vez que había metido la pata y con el secreto terror, además, de que Olivia le hubiera grabado, lo único que pudo hacer fue suplicar su silencio. «Tranquilo, tonto, no le diré a nadie que te gustan los efebos, yo soy una tumba», le había asegurado ella con la misma sonrisa maternal de antes. «Si algo odio en esta vida es a la gente que traiciona a sus amigos famosos por dinero yendo con el cuento a los periódicos». Y luego, con una sonrisa mucho menos maternal, había añadido: «Muy necesitada tendría que estar para llegar a hacer algo así, descuida». A continuación de estas palabras vino una ducha a dos (Cary se había empeñado en ello: un pequeño juego erótico en desagravio, pensó, pero no había más que ver el tamaño de su pene y la antisexy laboriosidad de Olivia con el jabón y la esponja para saber que hubiera sido mejor no intentarlo). Más tarde llegaron las despedidas:
Olivia dijo: «Ha sido un estupendo reencuentro, de veras».
Cary dijo: «Sí, ya, cuídate».
Olivia dijo: «Claro».
Yal final Cary dijo: «Me gustaría tanto volverte a ver…».
¿Por qué diablos le había dicho eso? Bueno, porque sabía que Olivia estaba «felizmente casada», según le había contado ella horas antes. Sabía también que su marido tenía mucho dinero, lo que resultaba un antídoto perfecto contra la tentación de contar vergüenzas ajenas a precio de exclusiva mundial. Sin embargo, aun así, le pareció más prudente intentar seguir en contacto con Olivia por aquello de que siempre resulta más difícil traicionar a alguien con el que uno tiene relación que a un antiguo amigo al que se ha perdido la pista. «¿Lo intentamos otra vez la semana que viene en Londres?, esta vez con champagne o whisky de por medio, ¿qué te parece? Venga, Oli, por los viejos tiempos». Pero Olivia, con otra sonrisa maternal, se había mostrado inflexible: «Lo siento, amor, no hay repetición de la jugada. Estar casada con un napolitano tiene sus servidumbres y yo sólo me permito infidelidades de una noche. Flavio es un marido maravilloso pero me arrancaría la piel a tiras —y la pensión, que sería aún más doloroso— si se entera de que estoy liada con alguien».
Entonces fue cuando ella dijo la frase que tanto habría de preocupar a Cary de ahí en adelante: «Descuida, cuore, si vuelves a saber de mí, será sólo por algo muy bueno… o muy malo».
Otro trago de Cardhu. Toca sorbo pesimista nuevamente, pero al mismo tiempo realista y práctico. «Pero vamos a ver —se dice Cary—. Lo mejor sin duda es abrir la maldita carta y salir de una vez de tanta incertidumbre. Además ¿por qué tendría que contener nada malo? Él siempre tiene propensión a agobiarse y a lo mejor no es nada Más aún: ¿por qué piensa tan mal de su antigua amiga? ¿Qué sabe de ella en realidad? Nada. La conoce desde hace treinta años pero no sabe de Olivia más de lo que pudo vislumbrar en una noche de gatillazo y lo que su intuición le dicta. ¿Que es egoísta? (bueno, ¿y quién no en estos días?). ¿Que es práctica y bastante cínica? (vale, pero ¿acaso ambas cosas no pueden también ser virtudes?). ¿Que su intuición le previene a gritos de que no es persona de fiar? (cierto, pero ¿no se equivoca uno todo el tiempo con las intuiciones?). Vamos —se repite Cary Faithful—, te estás ahogando en un vaso de agua (o, lo que es más patético, en uno de malta doce años, abre esa carta de una puta vez).»
«Por algo muy bueno… o muy malo», eso había dicho Olivia. Por tanto, también podía ser por algo positivo. Más aún: lo más probable es que no fuera ni bueno ni malo sino completamente irrelevante para él. Algo relacionado, tal vez, con un dato que ella le había comentado también aquella noche. Cary recuerda entonces cómo, a cambio de sus muchas confidencias, Olivia le había hecho una a él. Su inalcanzable deseo de ser madre y sus muchas tentativas realizadas sin éxito. ¿No podía ser ésa la «buena» razón para ponerse en contacto con él después de estos años? ¿Que por fin había tenido un bebé y deseaba comunicárselo? La carta tenía aspecto de ser una invitación. A un bautizo, quién sabe ¿por qué no?
Un sorbo más de Cardhu y ya todos sus temores le parecen infundados. Claro, eso es. Las personas egoístas como Olivia catalogan de buenas o malas las noticias según lo sean para ellas no para los demás. «Venga, ábrelo —se dice—, no pasa nada».
Cary rasga el sobre y por fin lee:
Olivia Uriarte tiene el placer de convidar a —reza la parte impresa de la tarjeta y a continuación, con letras grandes y exhibicionistas, Olivia ha rellenado a mano la línea punteada con lo siguiente: a Cary y a Miranda (…O si no, tráete a uno de los que tú ya sabes). A continuación y con letra más pequeña pudo leer: Festejo mi divorcio con un grupo de grandísimos amigos, Flavio me presta el Sparkling Cyanide hasta finales de julio y navegaremos por Baleares.
Cary lee las dos frases manuscritas por segunda vez como si fueran mensajes cifrados de los que trata de extraer la mayor información posible. La primera es decididamente inquietante: que lo invite con Miranda… O si no con uno de los que tú ya sabes indica dos cosas. Una, que Olivia está al corriente de su vida sentimental «oficial» con Miranda. Y dos, que no ha olvidado en absoluto lo que descubrió de él a través del vértigo del gatillazo. La segunda frase manuscrita es, en cambio, más tranquilizadora. Porque si bien anuncia su divorcio (y los divorcios suponen un cambio en la situación financiera, en el caso de mujeres como Olivia), el hecho de que el tal Flavio le preste su barco para «pasearse con amigos» indica que no hay peligro de falta de pasta. Y es que ningún marido (napolitano por más señas), razona Cary, presta un velero de lujo a su ex a menos que la separación haya sido muy, pero que muy amistosa. Tranquilidad, pues. Por lo que se ve, la línea de crédito sigue abierta. «Ya chorros —se dice entonces Cary, dejando por fin la carta de Olivia y también el vaso de Cardhu sobre el borde de la bañera—, lo que aleja todo peligro de chantaje, está claro. En cuanto a la invitación de marras, ¿por qué no aceptarla y acudir? (con Miranda, naturalmente). Seguro que a ella, que es medio escocesa pero también medio colombiana, por lo que adora el calor y languidece con las brumas de Londres, le encantará pasar unos días los dos juntos al sol. La buena de Miranda, la incondicional, la novia perfecta… y también la mujer más ciega de Occidente, que Dios la bendiga».
«Y ahora —se dice Cary envolviéndose en un bonito albornoz color burdeos—, hagamos algo para celebrar que mi tonta intuición estaba equivocada ¿Dónde dejé el móvil? Ah, aquí está».
—¿Sí, sííí? ¿Me oyes, Paul? Sí, amor, soy yo. Vente para aquí lo antes posible; tenemos toda la noche para nosotros dos y te necesito tanto… Pero antes… ¿Te importaría pasar por una farmacia? No, no es nada realmente, pero tráete un paquete de aspirinas, vida mía. Sí, y también, de paso, una tortilla de Alka Seltzer, no sabes qué día tan tonto he tenido.
Después de colgar, Cary vuelve a coger la invitación de Olivia, pero esta vez con una actitud mucho más despreocupada que antes. «A ver, a ver —sonríe—. Aquí dice que detrás se incluye una lista de los invitados. ¿Conoceré a alguien? Está Ágata Uriarte, naturalmente, y quién más… Sonia San Cristóbal, ¿de qué demonios me suena este nombre?».