24Capítulo

Cámara de los acordes

Excavaciones de la Atlántida, Cádiz, España

14 de septiembre de 2009

Qué significa? —preguntó Murani mientras enfocaba con la linterna la piedra que había atraído la atención de Lourds.

—No lo sé.

Sus palabras flotaron en el vacío de la cueva y volvieron repetidas por el eco.

—Es lo mismo que había en el muro, ¿verdad?

La impaciencia de Murani iba en aumento y sabía que pisaba terreno peligroso. La Guardia Suiza reconocía la autoridad de la Sociedad de Quirino, pero era consciente de que sus caminos eran divergentes. Se opondrían a la muerte de Lourds, Sebastian y el resto. Pero él no podía permitir que vivieran.

Por eso había llevado a Gallardo y a sus secuaces a la excavación. Era posible que el teniente Sbordoni y sus hombres siguieran órdenes, incluido el asesinato, pero la mayoría de los que habían trabajado en la excavación no lo harían.

Se ocuparía de ese contratiempo cuando fuera preciso. De momento necesitaba que Lourds utilizara sus conocimientos. Se dijo que esa era su última oportunidad.

—Es lo mismo —aseguró Lourds.

—La última pared era falsa.

—No creo que esta lo sea.

Murani hizo un gesto a Gallardo, que golpeó con la culata de su rifle la piedra, pero sólo se desprendieron varias esquirlas.

El fuerte golpe retumbó en la cámara.

—Sólida —gruñó Gallardo.

Lourds inclinó la cabeza y prestó atención.

Murani supuso que estaba escuchando el eco, pero no sabía por qué. Aquel hombre le sorprendía. Esperaba que pidiera clemencia, pero en vez de eso parecía cada vez más fascinado por lo que estaba sucediendo.

En cuanto a él, casi no podía contener la impaciencia. Llevaba muchos años pensando en el Libro del Conocimiento, desde que había descubierto la existencia de los cinco instrumentos en el libro que el resto de los miembros de la Sociedad de Quirino no habían encontrado en sus archivos.

Apretó la pistola que llevaba en la mano. No estaba acostumbrado a su tacto, pero sabía cómo utilizarla. Y se conocía lo suficiente como para estar seguro de que la utilizaría si era necesario.

Por un momento, dudó si Lourds estaría ganando tiempo. Si era así…

—Vuelve a golpear la piedra —pidió Lourds sin apartar los ojos de la pared.

—Hazlo tú —replicó Gallardo.

Impaciente y preguntándose si se habría alineado con la persona equivocada, el teniente Sbordoni golpeó la pared con su rifle. De nuevo, el sonido retumbó por la cueva.

—Este sitio es como un estudio insonorizado —comentó Leslie.

En el momento en que escuchó esas palabras, Murani recordó que era lo mismo que había pensado él, que era como la antecámara de una iglesia.

—Otra vez —pidió Lourds.

Sbordoni volvió a golpear.

—En otro lado.

El teniente alejó el rifle y le obedeció.

En esa ocasión, Murani notó la doble cadencia del golpe. La cueva amplificaba el sonido tan bien que resultaba perfectamente discernible.

—Ayúdeme —le pidió Lourds alumbrando con la linterna—. Tiene que haber algún mecanismo, una palanca o algo así.

—¿Por qué?

—Hay otro espacio detrás de esta pared.

—¿Otra cueva?

Lourds negó con la cabeza mientras pasaba los dedos por la talla.

—No es tan grande, parece un hueco.

—No tiene más de unos centímetros —dijo Sbordoni mientras buscaba también—. ¿Cree que está escondido en el dibujo?

—Échese hacia atrás y deme tanta luz como pueda sobre la talla —pidió Lourds apartándose también.

Todo el mundo permaneció en silencio. Entonces oyeron un suave susurro en la piedra.

—¿Qué es eso? —preguntó Gallardo.

—Es el mar —intervino el padre Sebastian con voz ronca por el golpe que había recibido—. Hay trozos en los que la pared de piedra de las cuevas es la única barrera que impide que el océano Atlántico las inunde. Si la rompéis, nos ahogaremos.

Aquella idea puso nerviosos a muchos guardias suizos. Gallardo y sus hombres tampoco parecían alegrarse ante aquella posibilidad.

—La pared es firme. Sólo intenta asustaros.

Pero sabía que la táctica del miedo empezaba a funcionar. Aquellos hombres carecían de la fe en Dios y de la misión que él tenía.

—¿Ha visto alguien esta imagen antes? —preguntó Lourds.

—Yo sí —contestó Murani. Era como la que había en el libro que había encontrado en los archivos.

—¿La ha traído?

—No.

Lourds pareció molesto.

—Nos habría venido bien para compararla.

Estudió la pared. Murani vio que estaba totalmente absorto con el problema, que había olvidado cualquier amenaza a su vida.

Confundido por el ensimismamiento de Lourds, buscó alguna diferencia en la imagen. Parecía la misma que la que había en el libro.

Excepto que sí había una diferencia.

—El libro. El libro que lleva en la mano el primer hijo —señaló Murani.

—¿Qué pasa con él? —preguntó Lourds, que se acercó para examinarlo.

—En la imagen que vi estaba cerrado, no abierto.

Lourds tocó el libro con el dedo índice.

—Necesito un cuchillo —pidió estirando una mano.

—Ni hablar. Eres un prisionero, no un invitado —replicó Gallardo.

—Dáselo —ordenó Murani—. Tenéis rifles. ¿Qué va a hacer con un cuchillo contra tus tiradores?

Gallardo le entregó una navaja con una hoja de unos doce centímetros.

Lourds la abrió y empezó a rascar alrededor del libro. De repente, la hoja se hundió. Sonriendo, retiró la navaja.

En el interior de la pared, se oyó el sonido de un resorte, que devolvió el eco de la cueva. Después, unos chirridos inundaron la caverna.

La pared retrocedió bruscamente y mostró unas marcas que el tiempo había cubierto de polvo. La pared se alejó quince centímetros y se deslizó hacia la izquierda.

Detrás había otra talla, en la que aparecían los cinco instrumentos, pero en diferente orden.

Debajo había diez cuadrados. Lourds apretó uno. Aquello accionó un mecanismo en el interior de la pared y casi inmediatamente se oyó un contundente y musical sonido de campana.

Lourds ya se había metido en las sombras con la linterna en la mano.

—Apriete ese botón otra vez.

Murani hizo un gesto para que algunos guardias suizos lo siguieran y le dijo a Gallardo que apretara el botón.

Volvió a oírse el sonido.

Lourds se detuvo y alumbró por encima de su cabeza.

—Otra vez —gritó al tiempo que desaparecía el eco.

¡Bong!

Murani oyó el sonido directamente encima de él y siguió con el rayo de su linterna el de Lourds en el techo de la cueva.

—Otra vez.

En esa ocasión, Murani distinguió el martillo que percutía la estalactita. Parecía hecho de hueso. Estaba conectado a un agujero del techo con un cable de oro.

—Otra vez.

El martillo se movió y percutió la estalactita.

¡Bong!

—Apretad otro botón —indicó Lourds.

El ruido estimuló otra breve búsqueda en la que se descubrió otro martillo de hueso conectado con un cable de oro.

—Convirtieron la cueva en un instrumento musical —explicó Lourds dirigiendo la luz de la linterna a su alrededor.

Natashya giraba el volante de la camioneta dando bandazos en la oscuridad. El vehículo se precipitaba por la pendiente. Miró el cuentakilómetros y se fijó en las decenas de kilómetros mientras seguían avanzando.

—¡Cuidado! —gritó Gary.

Demasiado tarde, Natashya vio que la pared de la cueva se les venía encima, como salida de las sombras. Giró con fuerza para tratar de esquivarla, pero las ruedas resbalaron en la lisa superficie de la piedra. La proximidad del océano Atlántico llenaba de humedad el ambiente. Con el tiempo, aquello produciría cambios en el sistema de cuevas y destruiría parte de las bacterias y hongos que crecían de forma natural.

La camioneta chocó contra la pared con fuerza. Natashya pensó por un momento que no podría volverla a poner en marcha. Las ruedas traseras giraban sobre la piedra en busca de asidero.

Las luces de sus perseguidores se aproximaban.

Entonces, las ruedas encontraron agarre y salieron disparadas.

Gary soltó un juramento y quitó el cristal roto de la ventana. La mayor parte le había caído en el regazo.

—¿Piensas que deberías haberte quedado atrás? —le preguntó Natashya.

—Puede que un poco —admitió—. Pero he de decirte que, en realidad, no quería venir. Para empezar, por el ataque en Alejandría.

Natashya forzó una sonrisa al oírlo. Pisó el acelerador y siguieron avanzando.

A poca distancia, la cueva se ensanchaba. Reconoció aquella parte, era la que había salido en numerosas ocasiones en la televisión, la anterior a la de las criptas.

Un vistazo hacia delante le advirtió de que ya no podían seguir. Pisó el freno y torció el volante. Giraron de lado al perder tracción y antes de poder detener la camioneta chocaron contra una excavadora que estaba parada. Se dio un golpe en la cabeza y casi se desmaya.

El olor a gasolina se filtró en la cabina.

«No todos los coches estallan —se dijo a sí misma—. Eso sólo pasa en las películas norteamericanas».

Pero también sabía que sí lo hacían los suficientes como para justificar una rápida evacuación. Ya había sido testigo de lo que había ocurrido en Moscú. Además, tenían casi encima a los hombres que los perseguían.

—¡Sal! —ordenó a Gary sacudiéndolo por el hombro.

Este la miró. Le salía sangre del corte que se había hecho encima de un ojo.

—Creía que nos habíamos matado.

—Todavía no —dijo Natashya, que empujó la puerta para abrirla. Salió y sacó las pistolas en el momento en el que llegaron los otros vehículos.

«Son obreros. Sólo intentan hacer su trabajo. No son Gallardo ni sus hombres. No son los que mataron a Yuliya», se dijo, y se obligó a recordarlo.

Gary no pudo salir por su puerta y tuvo que hacerlo por la del conductor. Se tambaleó inseguro mientras buscaba refugio entre el equipo de construcción.

Unas balas impactaron en la camioneta y Natashya vio tres guardias suizos cerca de una caseta prefabricada. Tanto la caseta como los guardias destacaban en la oscuridad de la cueva debido a las bombillas que había colgadas a su alrededor.

Agarró a Gary y lo empujó debajo de una excavadora. Maldijo mentalmente. Chernovsky y ella habían estado en situaciones complicadas en Moscú muchas veces, y aquella no pintaba nada bien.

Entonces se fijó en el goteo de gasolina que se iba acumulando bajo la camioneta. Con todo el metal que había y el suelo de piedra, en cualquier momento podía producirse una chispa.

Los obreros se detuvieron, pero en cuanto lo hicieron unas balas derribaron a varios de ellos y el resto se puso a cubierto.

—Vale, esos son malos —dijo Gary.

«Siempre se trata de una cuestión de elección», pensó Natashya. No había razón para dispararles, a menos que fuera mucho lo que había en juego. Pensó en Lourds e imaginó lo mal que podría estar pasándolo.

Después, una de las balas rozó el suelo y prendió la gasolina, que se inflamó inmediatamente.

—¡Muévete! —ordenó a Gary. Lo empujó con la cabeza y lo llevó hacia el otro lado de la excavadora en el momento en el que las llamas se elevaron y alcanzaron el depósito de la camioneta.

La explosión no fue tan grande como las que suelen verse en la televisión, pero la onda expansiva la derribó y envió trozos de la camioneta en todas direcciones.

Se levantó y se puso en movimiento. Se recordó que tenía que utilizar su visión periférica y no mirar a los guardias suizos directamente. Demasiados escondites se habían descubierto por el reflejo de un ojo. Apareció al otro lado de la excavadora y apuntó con la pistola que llevaba en la mano izquierda el tiempo suficiente como para hacer tres disparos.

Al menos uno de ellos impactó en la cabeza de uno de los guardias y lo derribó. Los otros dos se escondieron. Manteniéndose en su posición y con la nariz y la garganta ardiéndole por el humo que se acumulaba en el techo de la cueva, vio que uno de los guardias salía de su escondite y lanzaba una granada contra la caseta.

Resultó ser incendiaria y su estallido llegó hasta sus oídos. El fuego prendió en un lateral.

—¡Hay gente dentro! —gritó Gary.

Miró hacia las ventanas y vio las caras de los obreros apretadas contra el cristal.

—¡Están encerrados! —exclamó Gary.

—Lo sé.

—No podemos dejar que se abrasen. —Lo sé, deja que piense.

Pero no había tiempo para pensar, y lo sabía. Quedaban dos guardias armados…

Gary se puso al descubierto y corrió hacia la caseta. Uno de los guardias se levantó y disparó. Lo derribó, pero Natashya lo localizó en la oscuridad por el resplandor del disparo. Disparó hasta que el guardia cayó al suelo.

Oyó un ruido de suela de cuero detrás de ella. Supo que era el que quedaba y se agachó. Una bala le acertó en la cadera y la hizo caer.

El posterior estudio del resto de los botones dejó ver que todos estaban conectados a un martillo de hueso. Lourds observó cuidadosamente las estalactitas y vio que se les había dado forma. La cueva no iba haciéndose más grande, así que las estalactitas no habían cambiado en miles de años.

—Conozco algo parecido —dijo poniéndose una vez más delante de la imagen del primer hijo—. Lo vi en unas cuevas de Luray, Virginia, en las que hay lo que llaman el órgano Stalacpipe. Aunque este está basado en uno de los instrumentos musicales más antiguos que se han encontrado, el litófono. Normalmente se construían con barras de piedra de distintos tamaños, o con madera.

—Como un xilofón —comentó Murani. Asintió.

—Exactamente, aunque el Stalacpipe se construyó con el mismo diseño y se utiliza electricidad para accionar los martillos. Lo tocan y hasta venden discos de las canciones interpretadas con él.

—Pero ¿por qué está aquí?

Lourds iluminó los símbolos que había debajo de los botones.

—Por extraño que parezca, creo que es un código de alarma. Si se acciona la secuencia correcta, quizás aparezca el Libro del Conocimiento.

—¿Y si se acciona la equivocada? —intervino Gallardo.

—¿Te refieres a si es una trampa? —preguntó Lourds, al que no se le había ocurrido aquella posibilidad, pues estaba fascinado con todo el montaje.

—Sí.

—Entonces quedaremos inundados. —Gallardo no pareció muy contento con la idea—. La cuestión es cómo evitarlo. —Lourds estudió la pared y recopiló todo lo que sabía—. Los guardianes creían que los instrumentos eran la clave para entrar en la Tierra Sumergida. Las inscripciones de las paredes de fuera dicen que la clave estaba dividida en cinco partes.

—Pensaba que esa era simplemente la clave para acceder a la cámara oculta —dijo Murani.

—Puede que haya algo más. Volvamos a estudiarlos.

Murani envió a uno de los guardias suizos a buscar los instrumentos. Cuando los trajo, todos los observaron. El susurro del mar se oía al otro lado de la roca y producía eco en las cuevas.

De repente, el padre Sebastian se liberó de los guardias suizos por un momento y pisoteó el tambor antes de que pudieran detenerlo.

—¡No le ayudéis! —gritó tanto a Lourds como a los guardias—. ¡Quiere utilizar el Libro del Conocimiento! ¡Si lo hace volverá a atraer la cólera de Dios sobre todos nosotros!

Murani apuntó con la pistola hacia el sacerdote. No cabía duda de que iba a matarlo.

Lourds le agarró la muñeca a tiempo y le levantó el brazo. La bala rebotó en el techo.

Gallardo le dio un golpe a Lourds que hizo que cayera de rodillas. Sintió un profundo dolor en la cabeza y notó el sabor a cobre de la sangre en la boca. Intentó levantarse, pero las piernas no le sostenían.

Cuando Murani bajó la pistola, tres de los guardias suizos se pusieron delante del padre Sebastian y formaron una barrera humana.

—En este lugar no se va a cometer ningún asesinato. Estamos aquí para llevar a cabo la obra de la Sociedad de Quirino. Si encontramos el Libro del Conocimiento, lo guardaremos —manifestó uno de ellos.

Murani no dijo nada, pero Lourds se fijó en que no parecía nada contento. La Guardia Suiza parecía dividida y empezaban a formarse dos grupos, el que estaba con el padre Sebastian y el que se alineaba con el cardenal.

Lourds estaba en medio y sabía perfectamente que no era un buen lugar. Miró al tambor para ver si podía arreglarlo. El instrumento era una mezcla de fragmentos de barro y cuerdas de piel. Por suerte eran trozos grandes y pensó que a lo mejor podría pegarlos. Y lo que era aún mejor, la inscripción con las dos lenguas parecía intacta.

Entonces se dio cuenta de que en el interior de las piezas también había inscripciones, una serie de líneas con marcas dibujadas.

—¿Qué es eso? —preguntó Murani.

—A menos que me equivoque, parece una partitura —contestó Lourds fascinado—. Parece diatónica. Los antiguos griegos desarrollaron la teoría de la música. La llamaron genera y establecieron tres tipos primarios. El diatónico, utilizado para las escalas mayores y los modos de la iglesia, que también se llamó modo gregoriano.

—¿Pueden ser la clave a la que se refiere la inscripción?

—No lo sé, es posible que… —Antes de que pudiera acabar la frase, Murani había roto la campana.

Hubo que juntar los trozos para componer la escala, pero ahí estaba. Rápidamente, Murani rompió el címbalo, la flauta y el laúd. En el interior de cada instrumento había un trozo de partitura.

—Hay que ponerlas en orden, ¿no? Como muestra el relieve —preguntó Murani.

—Quizá.

El cardenal dispuso la partitura, volvió hacia los botones y empezó a tocar.

La cueva se inundó de música. La emoción que sintió hizo que Lourds olvidara el dolor en la cara. Leslie se puso a su lado mientras se oía el eco que provocaba la música. Le cogió la mano y la apretó con fuerza.

Durante un momento, una vez acabada la última nota, no pasó nada. Entonces se oyó el ruido de una explosión seguido por el de una ráfaga de disparos. Todo el mundo se volvió hacia las cuevas de donde provenía.

Las dos facciones de la Guardia Suiza se separaron aún más, con los fusiles levantados. Parecía como si ambos grupos temieran una traición.

Entonces, unas rocas aparecieron en el centro de la cueva e hicieron que todo el mundo volviera su atención hacia ellas. El estruendo que provocaron llenó el ambiente de ecos que retumbaron por la cueva.

Lourds vio que el suelo se volvía iridiscente en el centro. Unos dientes de piedra sutilmente tallados se retiraron para dejar ver un pozo del que provenía un brillo dorado.

Se acercó rápidamente, seguido de Leslie, que continuaba asida a su mano.

Sin embargo, Murani los adelantó y llegó primero. Apuntó hacia el pozo, primero con la linterna y después con la pistola.

Sorprendido consigo mismo, Lourds dudó un momento, al imaginar que un demonio del Antiguo Testamento o algún ser maligno le golpeaba. «No crees en esas cosas», se recordó. Pero ante todo el mal que le rodeaba y todas las cosas imposibles que había visto, pensó que podía creer cualquier cosa. Cuando llegaron al pozo apretó la mano de Leslie con más fuerza.

Cuando respiraba, Gary sentía que un fuego líquido le quemaba el costado. Por un momento, después de que le alcanzara la bala, había olvidado cómo respirar. Aquello le había asustado más que cualquier otra cosa en su vida. Por decir algo, pues se había salvado por los pelos en más de una ocasión desde que Leslie y él habían decidido unirse a Lourds y Natashya.

«¡Levántate, gilipollas! Esa gente se va a quemar viva mientras estás en el suelo».

Dolorido y con miedo a que volvieran a dispararle, ya que seguía oyendo disparos en la cueva, se puso de pie. Se sentía mareado, pero lo consiguió, cosa que le sorprendió muchísimo.

Se concentró en respirar y andar. La verdad es que era más bien como ir dando tumbos, pero a él le bastó. Sintió el calor que desprendía la caseta al acercarse a ella.

Los hombres que había en el interior habían roto las ventanas, pero estas eran demasiado pequeñas como para poder salir. Cuando lo vieron, gritaron frustrados.

Un creciente mareo se apoderó de él y sintió que la oscuridad le iba carcomiendo alrededor, esperando para inundarlo.

Unos secos y violentos estallidos de disparos sonaron a su espalda.

«¿Estaremos ganando?», pensó. Ni siquiera él creía que pudieran ganar aquella batalla.

Cuando llegó a la caseta casi tuvo que darse la vuelta a causa del calor. Pero, en vez de eso, se obligó a ir a la puerta. Alguien había colocado una palanca para bloquear la salida. La agarró y el metal le quemó la mano, aunque logró sostenerla lo suficiente como para apartarla y lanzarla hacia un lado.

Los hombres salieron corriendo. Dos de ellos lo cogieron por debajo de los brazos y lo alejaron del fuego. Hablaban italiano y no consiguió entender casi nada de lo que decían.

En aquel momento, cuando empezaba a darse cuenta de que había sido un héroe y que le habían disparado por haber luchado, se sumergió en un oscuro vacío.

Unos escalones tallados en la pared del pozo conducían hacia la oscuridad. A pesar de que Lourds unió el rayo de luz de su linterna al de Murani, no consiguieron perforarla lo suficiente como para ver qué había en el interior.

El brillo parecía concentrarse en el fondo.

Murani apuntó a Lourds con la pistola.

—Tú primero —le ordenó.

Pensó en negarse, pero sabía que no era posible. Aunque aquella no fue la única razón que le impulsó a bajar. La otra, la más importante, era que tenía que ver lo que había allí.

Si los atlantes, o como quisieran llamarse a sí mismos, habían dedicado tiempo y esfuerzo a esconder el Libro del Conocimiento, ¿qué otra cosa podía ocultarse en un lugar tan elaborado?

Lo más inteligente habría sido bajar una luz a aquel enorme abismo y ver qué escollos —literalmente— tenían por delante. Pero también sabía que ni Murani ni él iban a esperar a que se hiciera una cuidadosa exploración.

«Un día de estos te va a matar la curiosidad», se reprendió a sí mismo.

En el interior hacía más frío que en la cueva. El sonido del océano borboteando contra la roca también era más alto. No pudo dejar de pensar a qué distancia por debajo del nivel del mar estaban. Debían de ser unos ochenta o noventa metros, a tres kilómetros de la entrada de las cuevas.

Los escalones eran estrechos y profundos, y casi no había espacio para bajar. No había visto ningún cuerpo de atlante, pero estaba convencido de que debían de ser bajos.

Oyó unos pasos a su espalda. Cuando se detuvo para mirar hacia atrás vio a Leslie.

—Bajar puede ser peligroso.

—Estar aquí fuera también lo es.

—Ya imagino.

—No puedo dejar que vayas solo.

Sonrió. Podía haberse quedado y los dos lo sabían. Estaba seguro de que la curiosidad la impulsaba tanto como a él.

—Esperemos que sea lo más inteligente —dijo dirigiéndose hacia la oscuridad.

Al final de las escaleras había una puerta. No estaba cerrada y se abrió hacia dentro con facilidad. El aire estaba viciado y olía a humedad, aunque también flotaban otros olores que hicieron que se le acelerara el corazón y perdiera el miedo que sentía.

—¿Lo hueles? —preguntó entusiasmado mientras avanzaba con determinación. Reconoció esos olores inmediatamente, los reconocería hasta el día de su muerte.

—¿Qué? ¿El polvo?

—Pergaminos, tinta, en grandes cantidades.

Iluminó el interior de la habitación y se asombró al ver filas y filas de libros. Estaban cuidadosamente dispuestos en estanterías en las paredes, además de otras en el suelo.

Avanzó hasta la primera y cogió uno. Estaba forrado con un material parecido a la piel, pero no era piel, al menos no ninguna que conociera. La piel no se hubiera conservado durante miles de años sin mostrar ninguna señal de envejecimiento. Aquel libro, todos ellos, parecían recién impresos.

Se lo puso sobre el antebrazo, estaba encuadernado con un intenso color azul, y lo hojeó con la mano izquierda mientras alumbraba con la derecha. Resultaba difícil hacerlo esposado. Sus tersas páginas estaban llenas de los mismos símbolos que había descifrado en los instrumentos musicales.

Volvió a alumbrar la habitación. Había cientos, quizá miles, de libros en las estanterías. Los títulos sugerían historia, biografías, ciencias y matemáticas.

—¡Dios mío! Es una biblioteca —dijo Lourds en voz baja.

—¿Eso es lo único que ves? —preguntó Leslie—. Mira esto.

Siguió la luz de su linterna mientras Murani, Gallardo y el resto entraban en la habitación.

Atraída por su belleza, Leslie estiró sus manos, aun con las esposas, para tocar la figura de ámbar que había en el extremo de una de las estanterías. Una luz destellaba de su pulida superficie e iluminaba las vetas doradas de su interior.

Aquella figura tenía casi metro y medio de altura, y representaba a un hombre sujetando una maqueta del sistema solar en la mano. Alrededor del Sol orbitaban seis planetas de distinto tamaño.

—Conocían el sistema centrado en el Sol —dijo Lourds—. Estaban adelantados miles de años. Y las proporciones parecen correctas.

Se sintió fascinado y se dedicó a observar el resto de los libros.

—¿Eso es importante? —preguntó Leslie—. Creía que todo el mundo sabía que los planetas giran alrededor del Sol.

—No. De hecho la Iglesia encarceló a Galileo por afirmarlo.

—Estás de broma.

No podía creer que no lo supiera.

—No, no estoy de broma.

—La astronomía no ha sido nunca mi fuerte —confesó.

Recorrió los pasillos y buscó títulos que pudiera leer, como un niño en una tienda de caramelos.

—¿Tienes idea del conocimiento que puede haber estado escondido aquí durante todos estos años? ¿Puedes imaginar qué pasos podrían haberse dado en el mundo si otras culturas hubieran poseído este conocimiento?

—Ya imagino que todos estos libros son muy importantes.

—Mucho —aseguró Lourds, cuya mente calculaba las posibilidades. Recordó todo lo que se había perdido en la biblioteca de Alejandría. Un mundo de antiguos conocimientos…, allí… al alcance de su mano. Le invadió un absoluto asombro.

—¡Lourds! —lo llamó Murani, impaciente.

Se volvió y se encontró con un rayo de luz dirigido a sus ojos. Levantó las manos para protegerse.

—¿Qué?

—¿Dónde está el Libro del Conocimiento?

—No lo sé. Debe de estar en algún sitio.

—Aquí —dijo Leslie.

Siguió su voz a través de las estanterías y todos fueron detrás de él.

En cuanto los obreros salieron de la caseta, Natashya se dio cuenta de que la estrategia del guardia suizo que quedaba había pasado de ofensiva a defensiva. También sabía que había cometido el error de permitirle llegar hasta el cuerpo del segundo hombre que había matado. Dejó las pistolas y cogió el fusil y la bandolera con munición. Se la colocó al hombro y comprobó la recámara. Estaba casi llena.

Volver a tener armas de verdad hizo que se sintiera bien.

Con calma, sabiendo que su oponente sólo tenía dos opciones, se agachó en las sombras, al lado de la excavadora, y esperó. Le molestaba no poder acercarse a Gary, que estaba inconsciente e inmóvil en el frío suelo. Con todo, algunos de los hombres seguían cerca de él. Esperaba que siguiera vivo y que los que había salvado, lo salvaran a él.

El guardia suizo salió de su escondite y corrió hacia los vehículos de los obreros. Había optado por salvar el pellejo en vez de unirse a sus camaradas en las siguientes cuevas.

Se llevó el fusil al hombro, lo siguió un poco y apretó el gatillo. La bala le alcanzó en el cuello, justo por debajo del casco. El impacto lo derribó. No volvió a moverse.

Una vez libre de peligros, corrió hacia Gary. Los obreros la dejaron pasar, intimidados por el arma. Muchos de ellos se dirigieron a los vehículos para salir de allí.

El movimiento de su pecho le indicó que seguía vivo.

Miró a uno de los hombres.

—¡Tú! —dijo con su voz de policía.

—¿Yo? —preguntó el hombre asustado.

—Mi amigo te ha salvado la vida y quiero que tú salves la suya.

—Por supuesto. —Llamó a un compañero y entre los dos lo levantaron.

—Con cuidado —les aconsejó Natashya.

El hombre asintió y se dirigieron hacia uno de los vehículos. Llamó al conductor, que aparcó el camión al lado.

Lo dejaron en buenas manos antes de subir ellos.

Observó que se alejaban. Después volvió su atención a las cuevas que había más adelante, donde parecía haberse declarado la Tercera Guerra Mundial.

Leslie estaba en un extremo de la habitación, junto a una caja de cristal, bajo un colorido mosaico. En él podía verse una imagen del primer hijo en lo alto de un prado, con los brazos extendidos, llamando a los hombres y a las mujeres que había en una oscura selva llena de demonios y bestias horribles.

—«Puede que volvamos a casa pronto». —dijo Lourds leyendo en voz alta los símbolos que había bajo el mosaico.

Sobre una mesita había una caja de oro puro batido. También había una nota. Dirigió la linterna hacia ella y la leyó rápidamente.

—¿Puedes traducirla? —pidió Murani.

—Sí.

—Entonces, hazlo. La nota era corta y concisa.

He aquí el Libro de Conocimiento. Se lo arrebatamos al primer hijo de Dios, que vino al jardín a apaciguarnos. Rezamos para que Dios perdone nuestros pecados.

Cuando cayó la torre, después de construirla para ascender a los Cielos, sobrevinieron tiempos difíciles. Nos peleábamos entre nosotros porque ya no compartíamos una misma lengua. Sólo unos pocos de nosotros consiguieron aprender esa lengua de nuevo. Juramos que nunca se la enseñaríamos a nadie. Pero el libro pertenece a Dios y siempre habrá aquellos que crean que pueden ser tan poderosos como él.

Están equivocados.

Cuando nos sumergió el mar, unos pocos permanecimos en las cuevas. Estamos sufriendo una misteriosa enfermedad que nos ha seguido hasta las profundidades.

—¿Puede seguir aquí? —preguntó Gallardo.

—No, además tienes otras cosas de las que preocuparte —le espetó Murani.

—Seguramente toda bacteria o virus sucumbió al barotrauma —indicó Lourds.

—¿Qué es eso? —preguntó Gallardo receloso.

—Puesto que estas cuevas están secas y que algunos de ellos sobrevivieron, al menos un tiempo, todo el lugar se convirtió en una gran cámara hiperbárica. Es decir, el oxígeno que había dentro tenía más presión. Ocurre lo mismo cuando uno se sumerge a más de cuarenta metros de profundidad durante largo tiempo. Por eso, los buceadores han de someterse a descompresión y ascender poco a poco, o utilizar una cámara de descompresión, también llamada cámara hiperbárica. El barotrauma se manifiesta cuando hay un cambio de presión dentro del cuerpo que no se equilibra.

—Seguro que has conocido alguna mujer que le gustaba el submarinismo —comentó Leslie con acritud.

No podía imaginar que en aquellas circunstancias pudiera sentir celos, pero no había duda de que los sentía. Los había presenciado y había tenido que enfrentarse a ellos en demasiadas ocasiones. Y, de hecho, tenía razón. Había salido con una mujer que era profesora de submarinismo. Una profesora griega muy guapa, que se expresaba muy bien.

—Enfermaron por estar bajo el mar —dijo Gallardo.

—Sí. Ha habido personas que han intentado vivir bajo el agua en muchos lugares, como los proyectos Conshelf, Sealab y Aquarius de Jacques Cousteau. El buceo de saturación, y eso es a lo que tuvieron que enfrentarse los supervivientes en cierto sentido, puede provocar necrosis ósea aséptica, que conlleva pérdida de sangre en los huesos y posiblemente gangrena en brazos y piernas. —Se quedó callado un momento—. Una muerte horrible y dolorosa.

—¿Dice algo más la nota? —preguntó Murani. Lourds volvió a leer.

Sé que no viviré mucho más, quizás unos días, pero quiero dejar esta advertencia a los que encuentren el libro. Si Dios quiere, la isla no volverá a elevarse nunca más y nuestros pecados permanecerán enterrados en el océano. Sé que Dios obrará según su deseo.

Así que si has hallado este libro, si puedes leer mi mensaje, escrito en la antigua lengua que Dios nos arrebató, haz caso de mi advertencia. No lo leas. Déjalo en lugar seguro hasta que Dios regrese para buscarlo y nos alivie de esta carga una vez más.

—La firma Ethan, el historiador —concluyó Lourds.

—Apártate —dijo Murani apuntándole con la pistola. Lourds se alejó de mala gana.

Murani se metió el arma en la sotana, se acercó a la caja, abrió la tapa y buscó en su interior. Cuando sacó el libro, Lourds se sorprendió de que el cardenal no empezara a arder o que se volatilizara al tocarlo.

Era mucho más pequeño de lo que creía. Tendría unos treinta centímetros de ancho y cincuenta de largo, y no llegaba a siete de grosor.

¿Cómo podía haber en él todo el conocimiento de Dios? Murani lo abrió temblando. Al principio, las páginas parecían estar en blanco, pero luego se llenaron de símbolos. Aparecieron tan rápido que Lourds pensó que simplemente no los había visto en un principio.

Murani miró el texto, parecía enfadado, frustrado y atónito. Miró a Lourds y se lo entregó.

—Lee esto —le pidió.

Lo hizo, pero los símbolos le jugaron una mala pasada. Parecían moverse y zigzaguear, resultaba difícil que estuvieran quietos.

—Has de saber que este es el libro de Dios y su palabra es sagrada y sin…

Murani lo cerró de golpe.

—Vas a enseñarme esta lengua. El que no pueda leerla es lo único que te mantiene con vida.

Lourds no pudo pensar en nada que decir.

—Quédate con él, Gallardo. Teniente Sbordoni, hay que encontrar la forma de salir de aquí.

Lourds miró los libros antes de que le obligaran a subir los escalones. No le apetecía nada tener que dejarlos allí. Quería estudiarlos, pero Gallardo le puso una mano en la espalda y volvió a empujarlo, con lo que provocó que casi se cayera.

De vuelta en la cámara de los acordes, la tensión entre las dos facciones de guardias suizos había alcanzado un punto crítico. Lourds lo tuvo claro con sólo ver la forma en que uno de los grupos protegía al padre Sebastian.

—Cardenal Murani, ha de devolverme el Libro del Conocimiento —pidió el sacerdote.

—¿Y si me niego? —preguntó Murani en actitud beligerante.

—Entonces tendré que arrebatárselo, y preferiría no hacerlo —dijo uno de los guardias suizos.

—Estás al servicio de la Sociedad de Quirino. Se supone que has de ayudarme.

—A recuperar el libro para ponerlo en lugar seguro sí, pero no a dejar que lo lea. Ese libro ya ha hecho demasiado daño. Ha de guardarse donde no pueda hacer mas.

—Este libro puede fortalecer a la Iglesia y acercarnos a Dios —repuso Murani.

—Volverá a atraer la cólera de Dios sobre nosotros —aseguró Sebastian estirando la mano—. Deme el libro, cardenal Murani. —Hizo una pausa—. Por favor, Stefano, antes de que tu fanatismo acabe con todos nosotros.

Por un momento pareció que iba a acceder a la petición. Entonces sacó la pistola y le disparó antes de que los guardias suizos pudieran cerrar filas.

Aquello desencadenó el baño de sangre que se había ido gestando.

Cuando las balas empezaron a silbar, Lourds se apartó de Gallardo, que también comenzó a disparar. Manteniéndose lo más agachado que pudo, corrió hacia Leslie, la cogió del brazo y fueron hacia la pendiente que llevaba al pozo en el que estaba la biblioteca. Era el lugar más seguro que se le ocurrió hasta que acabara aquella batalla. Los guardias suizos iban cayendo a su alrededor.

La caverna se llenó de un ruido que fue amplificándose con una cacofonía de ecos que repetían una y otra vez la lucha que se estaba librando en el auditorio. Sintió que el suelo temblaba bajo sus pies y se quedó quieto detrás de una estalagmita que les ofreció cobijo ante la tormenta de balas.

—¿Qué es eso? —preguntó Leslie—. ¿Un terremoto?

—No, es una vibración armónica. La cueva es una cámara acústica diseñada para recoger y amplificar el sonido.

El susurro del agua a su alrededor se hizo más intenso.

Lourds sintió una sensación de desazón en el estómago.

—No —susurró.

De repente se oyó un horrible crujido que ahogó el sonido de los disparos. Después, las paredes se quebraron y cedieron. El ávido mar que contenían se derramó con suficiente fuerza como para derribar todo a su paso.

Tras cubrir el suelo de la caverna, fue hacia el pozo que había en el centro.

—¡No! —gritó amargamente dirigiéndose hacia allí, pero Leslie lo agarró y lo contuvo.

—¡No puedes hacer nada! ¡Salgamos de aquí! —gritó.

Después de todo lo que habían pasado, después de todo a lo que habían sobrevivido, había acabado siendo un impotente testigo. Agotado, cayó de rodillas mientras el agua giraba y se convertía en un remolino que desembocaba directamente en la biblioteca.

Leslie tiró de él.

—¡Venga! ¡Vamos! ¡Levántate o moriremos!

Se obligó a levantarse y echó a correr hacia la entrada de la cueva. Delante de ellos, los que habían sobrevivido a la batalla también huían, aunque alguno seguía disparando.

Mientras corría, se dio cuenta de que el nivel subía muy deprisa. A cada paso que daba, más profunda era el agua. Esquivó y saltó por encima de cadáveres sin soltar la mano de Leslie.

Esta gritó horrorizada.

—Guarda las fuerzas. Saldremos de aquí, pero no si no puedes correr —mintió. A la velocidad que ascendía el nivel era imposible que se salvaran. Se ahogarían como ratas.

Murani se detuvo a cierta distancia delante de ellos y señaló hacia donde estaban. El agua le llegaba a la cintura. A pesar de que no podía oírle por el borboteo de la corriente, supo que estaba ordenando a sus hombres que lo atraparan.

Tres guardias suizos dieron la vuelta y corrieron hacia ellos, acompañados por Murani.

Lourds soltó un juramento y casi se cae cuando una ola le golpeó la espalda y los hombros, y le hizo tambalearse. La sal hacía que le escocieran los ojos y la nariz. El pánico se apoderó de él cuando resbaló, pero recuperó el equilibrio y siguió adelante.

Los guardias suizos y Murani le estaban esperando. Lo agarraron con fuerza y tiraron de él hacia la cueva en la que estaban las imágenes talladas.

«Todo esto va a perderse», pensó con consternación. Apenas notaba el dolor de las esposas que se le clavaban en la piel ni la fuerza con la que tiraban de él sus captores.

Entonces se acordó de Leslie.

Miró por encima del hombro y vio horrorizado que la habían dejado atrás. Luchaba contra el agua, que cada vez cubría más su cuerpo, y apenas avanzaba.

Clavó los pies en el suelo e intentó zafarse del hombre que lo empujaba.

—¡Quieto! —le ordenó el guardia.

—¡No podéis dejarla allí! ¡Necesita ayuda!

—¡Eres idiota! ¡Si vuelves, morirás! —le gritó el hombre.

Siguió luchando. Entonces, el guardia le golpeó con la culata del fusil en la cabeza y casi lo dejó inconsciente. Las piernas dejaron de sostenerle y cayó, aunque aquel hombre siguió arrastrándolo por el agua.

Intentó concentrarse, pero sus pensamientos daban vueltas en el interior de su dolorida cabeza. Finalmente, recuperó la fuerza en las piernas y volvió a pisar el suelo. El guardia se detuvo y se dio la vuelta dispuesto a golpearle otra vez con la culata.

Intentó protegerse, seguro de que esa vez lo dejaría inconsciente. En vez de eso, se puso tenso y de repente se hundió. Sólo consiguió vislumbrar el agujero que tenía en la parte de atrás de la cabeza antes de desaparecer bajo el agua.

—¡Lourds!

Reconoció la voz de Natashya y la buscó. No la veía por ninguna parte. Había demasiados sitios donde esconderse en las paredes de roca.

—¡Cogedlo! —ordenó Murani a los otros dos guardias suizos.

Echaron a andar hacia él, pero cayeron antes de alcanzarle.

Murani, con el Libro del Conocimiento en una mano, sacó la pistola y le apuntó. Antes de que pudiera darse cuenta de nada se oyó un ruido seco, el cardenal giró y se hundió en el agua.

«¡El libro!», pensó, pero se volvió hacia Leslie. Había conseguido no perder la linterna. Leslie apenas se mantenía por encima del agua y nadaba contra el mar agitado.

—¡Levanta las manos! —gritó Natashya.

Las subió automáticamente y después pensó en cómo iba a salvarla si ni siquiera sabía si podría salvarse a sí mismo. Mantuvo la luz de la linterna enfocada hacia ella.

Sintió una sacudida en las manos, que se separaron cuando se partió la cadena que unía las esposas. El sonido de un disparo de rifle rebotó en la cueva.

—¡Ve! ¡Sálvala! —le apremió Natashya.

Lourds se zambulló y nadó contra la tromba de agua. Le resultaba muy difícil mantener la luz sobre Leslie y esperó que ella la utilizara como un faro para encontrarlo.

Gallardo se movió con rapidez en las sombras. Había conseguido localizar a la mujer rusa cuando esta había disparado al guardia que intentaba atrapar a Lourds. Vadeando con el agua hasta el pecho y la pistola en la mano hacia la roca en la que la había divisado, luchaba contra la corriente e iba avanzando.

Se acercó a ella por detrás. La otra cueva tenía bombillas colgadas y utilizó aquella luz para ubicar su contorno en la pared de roca. Le apuntó a la nuca.

Entonces, cuando el amortiguado flash iluminó sus facciones, se dio cuenta de que no estaba de espaldas, sino mirándolo de frente.

Un dolor indescriptible inundó su pecho y su corazón. Intentó apretar el gatillo, pero le habían abandonado las fuerzas. Sus brazos cayeron hacia los lados, al tiempo que se tambaleaba.

Su corazón dejó de latir y sintió un silencio de muerte en el interior del pecho.

La mujer estaba a su lado con la cara endurecida como una piedra.

—Mataste a mi hermana, cabrón —gruñó.

Después volvió a ver otro flash, notó que la cabeza daba un tirón hacia atrás y luego no vio ni sintió nada.

Lourds encontró a Leslie en las enfurecidas aguas y la agarró por las esposas, tal como había hecho el guardia suizo con él.

—¡Agárrate! —farfulló a través del agua. Casi no lograba apoyar los pies en el suelo, pero siguió tirando de ella y nadando cuando era necesario.

Lentamente, con el corazón latiéndole a toda velocidad y la respiración entrecortada, notó que avanzaban en un río que no dejaba de crecer. O bien la presión se había estabilizado, o bien aquella cueva, mayor, tardaba más en llenarse.

No le cabía duda de que la biblioteca se habría inundado.

Intentó no pensar en ello y se concentró en la luz que se veía en la entrada de la siguiente cueva. El agua había llegado allí también, pero todavía quedaba algún vehículo abandonado por los obreros.

Cuando volvió a pisar tierra, le quemaban la garganta, la nariz y los pulmones. Tomó impulso y arrastró a Leslie. Tocar fondo era una gran ayuda y siguieron avanzando con el agua hasta la cintura.

Pensó que, después de todo, a lo mejor conseguían salir con vida.

De pronto, como un muerto viviente de las antiguas películas de miedo que tanto le gustaban de niño, Murani salió del agua delante de él. Tenía sangre en el hombro izquierdo, pero sostenía la pistola con la mano derecha.

—¡Alto! —le ordenó.

Lourds esperaba que Natashya le disparara, pero no se produjo ningún disparo. Murani dirigió el arma hacia Leslie y pensó que iba a matarla y a cogerlo prisionero después.

Se oyó una detonación desde algún lugar detrás de la pared con las imágenes talladas que estaba a su espalda. Saltó hacia delante, cogió la mano de Murani y lo empujó con el hombro hacia la roca con un movimiento que no era legal en el fútbol, pero que había empleado en alguna ocasión cuando el juego se endurecía. Murani intentó golpearle con la rodilla, pero Lourds se apartó y recibió el golpe en la parte interior del muslo.

El Libro del Conocimiento cayó de algún lugar entre la ropa del cardenal, chapoteó en el agua y empezó a hundirse.

Antes de poder pensarlo, soltó la mano de Murani y estiró el brazo en dirección al libro. Consiguió atraparlo antes de que desapareciera.

—¡No! ¡Cuidado, Thomas! —gritó Leslie, que corría hacia ellos sin avanzar apenas en el agua.

De medio lado, Lourds vio la pistola que le apuntaba a la cabeza y la cara de rabia de Murani por encima de ella. Era imposible que el cardenal fallara a esa distancia.

Con un movimiento instintivo levantó el libro para protegerse. El fogonazo iluminó la cueva un momento y sintió el impacto. Creyó que la bala atravesaría las páginas y le alcanzaría.

Pero no fue así.

Sujetando el libro con la mano izquierda, lanzó la derecha en dirección al cardenal. Este, en vez de luchar, se dejó caer sin fuerzas en el agua. Tenía un agujero de bala entre los ojos.

Sin acabar de creer lo que había sucedido, observó cómo se alejaba flotando. Cuando le dio la vuelta al libro, no vio ni un arañazo.

—¿Has visto eso? La bala ha rebotado —dijo Leslie cuando llegó a su lado—. Tenemos que salir de aquí —le apremió tirando de él—. Venga.

Lourds pasó la mano por el libro. No había ninguna mancha ni marca de la bala, pero sabía que había impactado en él.

Natashya se unió a ellos. Tenía sangre en la cara, pero no era suya.

—Gallardo ha muerto, la muerte de mi hermana ha sido vengada.

Lourds asintió, pero seguía pensando en el libro. Si la bala no lo había dañado, ¿sería también impermeable? Lo abrió y vio que las páginas estaban mojadas, pero no habían sufrido ningún daño. Los símbolos flotaban y empezó a traducirlos automáticamente.

—¡No! —exclamó Leslie cerrándolo—. Este no. Puedes leer un millón de libros, un billón si quieres, pero este no.

Lentamente y a regañadientes, aceptó. Fueron juntos hasta la siguiente cueva conforme iba aumentando el nivel del agua.