22Capítulo

Cueva 42

Catacumbas de la Atlántida, Cádiz, España

13 de septiembre de 2009

Los gritos de los hombres heridos retumbaron en la cueva, aunque apenas lograron penetrar en la sensación de irrealidad que inundaba la mente del padre Sebastian. Dejó de prestar atención a la puerta, que había quedado varios centímetros entreabierta, envuelta en una profunda negrura, y fue a ayudar a uno de los hombres azotados por el cable.

Brancati dio órdenes a sus hombres para que echaran una mano también y después se unió a ellos cuando llegó el botiquín. Durante unos minutos se ocuparon del brutal accidente.

Por suerte, ninguno había muerto. De hecho, las heridas no parecían graves. Podría haber sido mucho peor.

«No ha muerto nadie. Ha sido obra del Señor —pensó Sebastian—. Que su misericordia descienda sobre nosotros mientras seguimos adelante».

Tras ayudar en la cura de los heridos, se limpió las manos con una gasa esterilizada lo mejor que pudo. Se había negado a esperar a que llegaran los guantes y había estado taponando heridas para contener la sangre.

—¿Cree en los malos presagios, padre? —preguntó Brancati en voz baja.

—Creo en todo lo que proviene de las manos del Señor, pero también creo en los accidentes. Los hombres están cansados y estresados por toda la tensión que han soportado. Debemos proceder con cuidado.

—Estoy de acuerdo —dijo Brancati dándole una potente linterna como las que llevaban la mayoría de los trabajadores, además de las luces de los cascos. Fue el primero en pasar a la siguiente cámara.

Sebastian iba detrás de él, flanqueado por los dos guardias suizos asignados a su protección personal.

La siguiente cueva era incluso mayor. Eran como unas fauces de piedra. Cuando las iluminaron, las estalactitas y estalagmitas dieron la impresión de ser los siniestros dientes. La cueva estaba seca, lo que indicaba que había estado herméticamente cerrada hasta que habían abierto la puerta.

—Quizá deberíamos dejar que se aireara un poco, padre —sugirió Brancati—. Por si el cambio de presión causa algún problema como en la cueva anterior.

Sebastian se obligó a asentir. No quería irse de allí, pero sabía que era más seguro.

—Padre Sebastian —lo llamó una voz.

Se volvió y vio a dos hombres que alumbraban con las linternas hacia una inscripción tallada en la pared. Atraído por la voz, se dirigió hacia ellos.

De nuevo, por un momento, le resultó imposible entender las palabras. Entrecerró los ojos, lo intentó de nuevo y consiguió leer el mensaje.

No pudo comprenderlo, pero sí leerlo. Lo miró un buen rato, se dio la vuelta y estudió la enorme cueva.

—¡Aquí! ¡Aquí, padre Sebastian! —gritó alguien.

Corrió hacia allí ayudado por los guardias suizos y encontró una larga pared, alisada para tallar imágenes. Entre los relieves había espacios, como si fueran las páginas de un gigantesco libro de piedra. Sin duda, muchas personas habían dedicado toda su vida para realizar aquel intrincado trabajo.

La primera imagen era la de una inmensa selva. Un hombre y una mujer, desnudos, estaban en un claro. Un gran número de animales estaban a sus pies o los observaban de cerca. Los pájaros llenaban las ramas de los árboles que había a su alrededor.

—Santa madre —susurró hipnotizado por lo que estaba viendo. Dio un paso hacia delante y pasó sus temblorosos dedos por la hermosamente tallada superficie.

—¿Qué es? —preguntó Brancati en voz baja.

—El jardín del Edén. Adán y Eva en el jardín del Edén.

Varios de los hombres se santiguaron y se quitaron los cascos, hasta que Brancati les ordenó que volvieran a ponérselos.

—¿Está intentando decirme que esto era el jardín del Edén? —preguntó Brancati.

—No, no este lugar. Esto era parte de la Atlántida, o como quiera que lo llamara la gente que conocemos como atlantes.

—¿Y por qué tallaron esas imágenes en las paredes?

—Para no olvidarlo. Para no repetir la misma locura que hicieron Adán y Eva. —Dirigió la luz de la linterna un poco más allá y descubrió otra imagen en la que se veía a Dios moldeando a Adán con un trozo de arcilla.

—Toda la historia está aquí —comentó alguien—. Estas imágenes cuentan la historia bíblica de la creación.

—¿Es Dios? —preguntó alguien con gran reverencia.

Sebastian avanzó por los recovecos de la cueva y encontró otra imagen en la que se veía a un hombre frente a Adán y Eva en la selva. Otro hombre estaba cerca de la pareja, con un grueso libro en la mano y un brillante halo alrededor de la cabeza.

—No, no es Dios —respondió Sebastian.

—Entonces, ¿quién es? —preguntó un trabajador.

—No estoy seguro, pero creo que es su hijo.

Afueras de Cádiz, España

13 de septiembre de 2009

Inclinado sobre el portátil, el cardenal Stefano Murani estudió el vídeo de las excavaciones, que quedaban a pocos kilómetros de donde se encontraba. Había establecido un piso franco por si necesitaba refugio. Era una de las casitas de la zona que a veces alquilaban a turistas. No le proporcionaba el tipo de lujo al que estaba acostumbrado, pero quedaba cerca de las excavaciones y del océano Atlántico.

Observó con creciente interés las imágenes del interior de la nueva cueva, al otro lado de la enorme puerta. Sebastian se había acercado al objetivo deseado por el Papa.

«¿Serán todos esos relieves las ilustraciones del libro?», se preguntó mientras iba pasando las imágenes. El trabajo de aquella obra era asombroso.

La respuesta, por el momento, era que no lo sabía. Necesitaba acceder al interior de la cueva.

Sonó su móvil, lo abrió y contestó.

—Sí.

—Llegaremos dentro de cinco minutos, más o menos —dijo Gallardo.

—Nos vemos entonces.

Colgó, apagó la conexión a Internet y cerró el ordenador. Fue a la puerta y atravesó el sistema de seguridad instalado por los guardias suizos que habían decidido acompañarle. Había cámaras vigilando los alrededores.

El teniente Milo Sbordoni estaba sentado en el porche. Tenía unos treinta años y era apuesto, con facciones bien definidas y una espesa perilla negra. Al igual que el resto de los guardias a su mando, llevaba un chaleco de combate lleno de armas. No tenían ninguna duda de que asaltarían las excavaciones en cuanto Gallardo hubiese atrapado a Lourds.

—Cardenal —lo saludó Sbordoni poniéndose de pie. La pistola y el rifle que llevaba brillaban bien engrasados.

—Ha llegado la hora.

—Muy bien —dijo Sbordoni. Sonrió y dio órdenes para que se reunieran sus hombres.

La Guardia Suiza se preparó y se repartieron más armas mientras en la calle se oía el motor de un camión de carga.

—Necesito decirles algo —pidió Murani.

Sbordoni dio una rápida orden y los hombres formaron delante de Murani. Debido a su estatura y a los chalecos que llevaban, se sintió muy pequeño ante ellos. A pesar de todo, los hombres reconocían su autoridad y mantuvieron silencio mientras los arengaba.

—Sois mis compañeros de armas. Sois lo mejor de la Guardia Suiza del Vaticano. Más que eso, también habéis reconocido lo sagrado de las palabras de Dios, algo que muchos de los que viven en el Vaticano han olvidado.

—La Iglesia se ha debilitado. Hemos de fortalecerla. —Hizo una pausa—. Algunos de vosotros conocéis la Sociedad de Quirino desde hace tiempo y sabéis que sus cardenales han trabajado con los anteriores papas para recuperar cosas perdidas durante miles de años. Unos pocos de vosotros, bendecidos por Dios, habéis tenido la oportunidad de ayudar en la localización y custodia de esos objetos.

Algunos hombres asintieron, incluido Sbordoni. Todos tenían cicatrices de aquellas batallas. La Iglesia no era la única entidad involucrada en esa búsqueda, y la Sociedad de Quirino siempre había tenido éxito a la hora de obtener lo que deseaba. En ocasiones, aquellos objetos se habían vuelto a perder o habían caído en manos enemigas.

—Lo que buscamos esta noche es el objeto más importante que Dios envió al pueblo elegido. Tiene el poder de rehacer el mundo.

Los ojos de Sbordoni se clavaron en los de Murani y el teniente de la Guardia Suiza asintió lleno de expectativas.

—Personas no creyentes y corrompidas por el ansia de poder lo utilizaron una vez. Querían ser como Dios. —Hizo otra pausa—. Es la obra más sagrada de Dios y debe ser usada por los que lo aman. Sé que lo amáis tanto como yo. Juntos situaremos este mundo en el lugar que Dios quería que estuviera.

—¡Alabemos al Señor! —exclamó Sbordoni.

Murani les pidió que inclinaran la cabeza mientras rezaba para invocar la protección de la Virgen.

Lourds estaba atado en el asiento trasero de un camión con cubierta de lona, aturdido y mareado por el efecto secundario de la droga que le habían administrado.

A su lado, Leslie también parecía agotada.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella.

—No lo sé. —Lourds miró hacia la oscurecida costa que se veía por la abertura de la parte posterior del camión. La luz de la luna iluminaba las olas—. Cerca del mar.

—¿Cuándo te atraparon? —preguntó pasándose la lengua por los labios y comprobando la consistencia de las esposas.

—Después de secuestrarte. Me dijeron que si no iba con ellos te matarían.

—¿Y tu nueva novia no lo impidió?

Suspiró. Estar prisionero ya era suficientemente peligroso, pero estarlo con una joven con un interés personal en sus desventuras amorosas era todavía más complicado y menos agradable. La droga que le habían administrado a ella le había hecho hablar en sueños. No había sido nada amable en sus referencias a él. Sus ofensivos comentarios habían servido de diversión a los secuaces de Gallardo. Se alegró de no haberse despertado mucho antes que ella.

—No soy la única persona que te ha utilizado. Gallardo me llamó y me dijo que, si no le entregaba los instrumentos, te mataría.

—¿Y se los has dado? —chilló.

—Sí, iba en serio. Me refiero a lo de matarte.

—Imagino que eso no le habrá gustado a tu nueva novia. Sobre todo la parte en la que entregabas los instrumentos por mí.

—Natashya no es mi novia.

—No me digas que simplemente te usó y te dejó —dijo fingiendo que se compadecía de él.

—¿Por qué te preocupa mi vida privada? —preguntó levantando sus esposadas muñecas—. ¿Te has parado a pensar que estamos metidos en un buen lío?

—Puede que tengas razón —aceptó mirando las caras de los hombres que los custodiaban—. Vale, tienes razón. Al menos no nos han matado.

—Puede que eso no sea tan bueno como parece.

Cuando el camión se detuvo, uno de los hombres cogió a Lourds por la camisa y lo puso de pie. Lo empujó hasta la parte de atrás y después por la puerta con saña.

Sus captores no parecían nada preocupados por estropear la mercancía.

Tropezó y cayó con fuerza al suelo, le dolía hasta respirar. Veía puntos que giraban delante de sus ojos. Antes de que pudiera recuperarse, uno de los hombres volvió a ponerlo de pie. Sintió un profundo dolor en las muñecas y se enderezó tan rápidamente como pudo.

Un hombre vestido con ropa de cardenal se paró delante de él. A su espalda había un pequeño ejército armado hasta los dientes.

—Señor Lourds, soy el cardenal Murani —se presentó sonriendo.

La expresión de aquel sacerdote hizo que sintiera un escalofrío.

—Dadas las circunstancias no puedo decir que sea un placer conocerle —le espetó.

Leslie se apretó a su lado. Frente a tantos enemigos no parecía tan implacable respecto a sus antiguos pecados de alcoba.

—Sí, la verdad es que no es un placer, aunque puede que sea una sorpresa. Una sorpresa muy agradable para mí, aunque me temo que desagradable para usted.

No dijo nada, pero sintió que un frío e intenso miedo le roía las entrañas.

—¿Ha descifrado la adivinanza de los instrumentos?

—No.

—¡Teniente! —llamó Murani sin parpadear.

Un hombre esbelto con perilla dio un paso adelante y desenfundó una pistola.

—Cardenal.

—La mujer.

El hombre apuntó inmediatamente a Leslie. Lourds se colocó delante de ella sin dudarlo. Leslie se agarró a su camisa y se apretó contra él con fuerza. No era exactamente la reacción que esperaba, pero no podía culparla. Él también estaba asustado.

El teniente gritó una orden. Dos hombres se acercaron y agarraron a Leslie. Esta chilló, dio patadas y gritó cuando la apartaron.

—No matarás —dijo Lourds—. Ese es uno de los diez mandamientos de Dios, ¿no es así?

Los hombres pusieron a Leslie en el suelo y el teniente le colocó la pistola a escasos centímetros de la cara.

—Ese mandamiento no cuenta cuando los soldados han de luchar en una guerra santa por Dios. Y esto es una guerra. Se ha convertido en nuestro enemigo. Dios nos perdonará los pecados que cometamos hoy en su nombre. Estamos aquí para librar al mundo del mal. Los instrumentos que ha encontrado son nuestras armas. —Miró a Leslie, que estaba en posición fetal, aunque las manos que se había llevado a la cabeza no detendrían las balas—. Nos ayudará. Estoy dispuesto a matar a la joven para demostrárselo.

—No he descifrado la adivinanza de los instrumentos —aseguró con tanta sinceridad como pudo. En lo que había traducido hasta ese momento no había ninguna—. Sigo trabajando en la inscripción. Lo he resuelto casi todo, pero no hay mención alguna a una adivinanza.

Murani lo miró.

—Se lo juro. Va a matarla sin motivo. Le ayudaré en lo que quiera, pero no la mate. Yo tampoco quiero morir. —La sangre se agolpó en sus orejas y su corazón empezó a latir con fuerza—. Lo intentaré otra vez, es todo lo que puedo hacer.

La mirada del cardenal no vaciló ni un momento. Finalmente, cuando Lourds estaba cada vez más convencido de que iba a matar a Leslie de todas formas, Murani miró al teniente Y dijo:

—Tráela.

«Gracias a Dios», pensó. Soltó aire, aunque aquello no pareció aliviar la opresión que sentía en el pecho.

—Subidlos al camión —ordenó Murani.

Unas fuertes manos volvieron a agarrarlo otra vez y apretó los dientes para soportar el dolor.

De nuevo en los incómodos límites del camión, iba sentado en el suelo metálico que había entre dos bancos llenos de soldados vestidos de negro. Creía que eran guardias suizos y, por las conversaciones que había oído, romanos.

Una cadena sujetaba las esposas al suelo. No había posibilidad de escapatoria. Dio bandazos y saltos mientras el vehículo avanzaba por un terreno accidentado.

Las solapas de la lona en la parte de atrás cubrían gran parte de la vista, pero se balancearon lo suficiente durante el viaje como para ver algo de vez en cuando. Habían seguido la costa. Tenía su atención dividida entre Leslie, Murani y encontrar referencias que facilitar a la Policía para que los localizara.

Leslie estaba a su lado. En ocasiones su cuerpo chocaba suavemente contra el suyo y le recordaba tiempos más agradables. También le hacía pensar lo vulnerable que era aquella joven.

A pesar de la determinación de esos hombres de matar por el cardenal Murani, no pensaba que fueran a violarla. Al menos, estaba a salvo de esa amenaza.

O eso esperaba. Gallardo y sus secuaces también iban entre los guardias; a veces sus calenturientas miradas se desviaban hacia Leslie. Lourds se sentía incómodo al adivinar sus intenciones.

—Thomas.

—¿Sí? —preguntó mirando a Leslie.

—Lo siento —dijo con lágrimas asomándole en los ojos.

—¿Por qué? —Sintió pena por ella. No estaba preparada para algo así. Tampoco él. La verdad era que sentía pena por los dos.

—Por ser una bruja.

—Mira, la noche con Natashya… —empezó a decir, pero se calló pues no estaba muy seguro de cómo continuar. Aquella noche había sido maravillosa, como las que había pasado con ella. Pero no creía que debiera disculparse con ninguna de las dos. Había sido sincero desde el primer momento. Le gustaban las mujeres. No estaba listo todavía para sentar cabeza. Y tampoco había perseguido a ninguna de las dos, sino que ambas se habían mostrado dispuestas.

—No has hecho nada malo —lo tranquilizó.

Se relajó. A veces, cuando las mujeres se enfrentan a sitúa dones duras o difíciles dicen cosas que suponen deberían decir, pero que realmente no sienten. Lo había aprendido a fuerza de experiencia.

—Al menos, no exactamente malo. Eres un hombre y tienes una serie de limitaciones básicas. Como especie, no sois nada fieles.

En un rincón del camión, uno de los hombres de Gallardo les prestaba atención y sonreía.

—Creo que no es el mejor momento para hablar de esas cosas.

—Puede que no tengamos otro —protestó exasperada—. No es una situación incómoda con la que vayamos a sentirnos molestos un tiempo y después volvamos a nuestra vida normal.

—Preferiría que fuera así.

Leslie puso cara de incredulidad.

—¿Estamos en un camión lleno de asesinos y quieres jugar a ser un optimista redomado?

De repente se dio cuenta de que estaba a punto de volver a enfadarse con él.

—No somos asesinos —intervino Murani.

—Ya. Pues a mí me parece que secuestrar a gente y amenazarla con pegarles un tiro es un claro indicador de maldad, ¿no cree?

—Intento salvar el mundo, no soy el malo —protestó Murani.

Lourds se encolerizó al recordar que Gallardo, o uno de los hombres a las órdenes de Murani, había asesinado a Yuliya y había disparado al equipo de Leslie en Alejandría. Fueran cuales fueran las intenciones que tuviera aquel hombre, era un delincuente.

—¿Y cómo va a hacerlo? —preguntó Leslie.

Murani suspiró.

—A través de la palabra de Dios. Ahora cállate, o haré que te amordacen.

Leslie se calló, pero se apoyó con más fuerza contra Lourds.

—De todas formas, lo siento —dijo en un susurro.

Lourds asintió.

Leslie lo miró enfadada.

—¿No me vas a decir que tú también lo sientes?

Se quedó helado. ¿De qué tenía que disculparse? Hizo una tentativa.

—Siento haberte convencido para que vinieras conmigo.

Leslie gruñó y se apartó de él.

—Eres un idiota.

Gallardo y sus hombres se echaron a reír y hasta Murani pareció divertirse con aquella situación.

No podía creer que temiera por su vida y a la vez tuviera que sentirse culpable por sus relaciones con las mujeres. Si no hubiera tenido tanta curiosidad por lo que iban a encontrar en la excavación de Cádiz, se habría vuelto loco. Se concentró en la inscripción. Volvió a reconstruir la lengua en su mente para poder traducirla una vez más.

Más tarde, aunque no podía estar seguro de cuánto tiempo había transcurrido, el camión se detuvo y se oyeron voces en el exterior. Una mirada a través de la lona, antes de que uno de los guardias la cerrara, le reveló que estaban en la excavación de Cádiz. Varios vehículos de los medios de comunicación rodeaban el lugar.

Estaba desesperado. Seguramente lo único que tenía que hacer era gritar pidiendo ayuda; entonces, la gente…

—No lo haga —le advirtió Murani fríamente—. Manténgase callado o mataré a su amiga. Necesito esa genial mente suya un poco más de tiempo. Pero la compañía de la señorita Crane es una mera conveniencia para usted, algo de lo que seguirá disfrutando según su comportamiento.

Desistió. Oyó que Leslie inspiraba con fuerza a su lado. Inmediatamente uno de los guardias le puso una mano en la boca. Leslie chilló, pero el sonido quedó amortiguado.

El motor del camión se encendió y volvieron a ponerse en marcha.

Natashya se mantuvo en las sombras que rodeaban la excavación y observó los dos camiones que atravesaban la valla, que habían elevado en previsión del interés que podrían despertar y para evitar a los medios de comunicación. Sus tres metros de altura y el alambre de espino en la parte superior no detendrían a una división acorazada, pero sí mantenían a raya a periodistas, curiosos y a quienes sólo piensan en el robo. Unos proyectores de luz barrían el rocoso terreno.

A la derecha, el océano Atlántico golpeaba contra un muro de contención de dos metros y medio que se había construido para evitar el agua de la marea alta. No era una construcción permanente, aunque estaba hecha con buenos materiales. La Iglesia católica no había escatimado gastos para asegurar que su gente estuviera a salvo.

Pensar que tenía que descender a las cuevas seguía revolviéndole el estómago. Incluso los túneles del metro de Moscú la hacían sentir así. No le gustaba la idea de quedar atrapada bajo tierra. La posibilidad de ahogarse mientras estuviera allí todavía la horrorizaba más.

Enfocó los binoculares hacia los dos camiones que atravesaban la puerta. Eran las 2.38. No creía que fuera ningún reparto, aunque cabía la posibilidad.

—¿Y bien? —preguntó Gary a su lado.

No contestó, su compañero estaba demostrando no tener paciencia.

—¿Son ellos? —insistió.

—No lo sé. No había una lista de pasajeros impresa en el lateral.

Gary soltó un juramento.

—¿Y si te has equivocado?

—Entonces el que estaba equivocado era Lourds. Él fue el que hizo la traducción y estaba seguro de que los instrumentos conducían hasta aquí.

—Podía estar en un error. Incluso si era cierto que las inscripciones hablaban de la Atlántida, esta podía no ser a la que se referían.

—Ya lo sé.

—Tal vez los hemos perdido.

—Ya lo sé.

Sólo seguía manteniendo esa conversación porque hasta cierto punto lo relajaba.

Gary volvió a maldecir.

—Quizá la Iglesia católica no está en lo cierto y esto no es la Atlántida. Si leyeras la documentación que se ha escrito sobre el tema, sabrías que podría estar ubicada en cualquier parte del mundo.

—No me importa. Lourds dijo que vendrían aquí.

—Pero si estaba equivocado, los hemos perdido.

—Intenta no pensar así, creo que tenía razón. —Observó que los camiones se detenían en la entrada del sistema de cuevas y que descendían sus pasajeros.

—¿Qué otra cosa podría…?

—Tenía razón, ahí están —dijo al ver a Lourds, que tropezó al bajar del vehículo.

—Lo sabía, es un tipo muy inteligente.

—Sin duda. —A pesar del peligro, no pudo dejar de sonreír. En parte por el ridículo cambio de postura de Gary, y en parte porque Lourds y Leslie seguían en el mundo de los vivos, pero sobre todo porque su venganza por la muerte de Yuliya estaba próxima.

Casi no podía esperar para llevarla a cabo.

El grupo fue hacia la cueva y desapareció en su iluminado interior.

Había llegado el momento más difícil.

—Tenemos más problemas —dijo Natashya.

—¿Cuáles?

—Los hombres de Gallardo han entrado fácilmente.

—¿Y?

—Eso significa que hay gente de su parte. Se han infiltrado en la seguridad.

—¿Y?

—Están al mando, van armados y nos superan cien a uno —le explicó como si fuera un niño pequeño.

—Eso no te ha detenido nunca.

Murani bajó a las cuevas con Sbordoni a un lado y Gallardo al otro. Resultaba extraño pensar que si se hubieran conocido en otras circunstancias no se habrían caído bien. Sin embargo, podía utilizarlos para sus propósitos.

Gallardo observó nervioso que el grupo de guardias suizos encargado de la seguridad se unía a su equipo. No había pensado que la incursión en el sistema de cuevas fuera tan fácil.

—¿Creías que íbamos a tener que abrirnos paso a tiros? —preguntó Murani.

—¿Yo? No, pensaba más en la estrategia de colarse por la puerta de atrás —dijo Gallardo, que parecía tenso—. Otra cosa que he aprendido con los años: entrar en un sitio no significa que luego se pueda salir.

—Nosotros podremos —lo tranquilizó Murani. Todos los guardias suizos que había en la excavación habían jurado lealtad a la Sociedad de Quirino y creían en el mantenimiento de los secretos de la Iglesia. Los que no sabían que Murani tenía planeado utilizar el objeto que el padre Sebastian estaba a punto de descubrir se darían cuenta de ello demasiado tarde.

—Para que lo sepas —comentó Gallardo—: si algo sale mal, no me quedaré por aquí.

—No saldrá mal —dijo Murani observando las cuevas y el campamento base.

Había pocos trabajadores despiertos, la mayoría dormía en el interior de las tiendas. Los que no lo hacían, miraron con cierta curiosidad a Murani y a su gente. Todos sabían que la Guardia Suiza iba armada y que había habido amenazas contra la excavación. Murani estaba seguro de que la presencia de guardias en el campamento base solamente les haría pensar que se había aumentado la seguridad.

—¿A qué distancia se encuentra la cueva en la que está el padre Sebastian? —preguntó Gallardo.

—A unos tres kilómetros.

Gallardo miró con inquietud la entrada de la cueva.

—Eso es un largo camino bajo tierra.

—Personalmente, sabía que habría un largo camino hasta donde quería llegar. Estoy deseando estar allí —dijo Murani, que esperaba que el padre Sebastian no hubiese encontrado el libro todavía.

Siguiendo las órdenes de un guardia suizo, Lourds subió a un remolque que transportaba provisiones y trabajadores. Unas largas tablas de madera hacían las veces de asientos.

Leslie iba a su lado.

—No me gustan las cuevas —dijo esta.

—Algunas son fascinantes —la tranquilizó. Había visto algunas cuando estudiaba pinturas rupestres en busca de alguna señal de lenguaje rudimentario. La idea de que la humanidad hubiera vivido en ellas le fascinó durante un tiempo.

—Te gustan cosas muy raras.

—Supongo que sí —dijo Lourds sonriendo.

—Es parte de lo que te hace ser interesante.

—Si tú lo dices —aceptó Lourds, que intentaba seguir el hilo de pensamiento de Leslie. No sabía si en un principio lo había encontrado encantador o desagradable. Se sorprendió al descubrir que le importaba lo que pensara de él.

En vez de seguir preocupándose por ella, dirigió su atención hacia el campamento base. Se había organizado de forma muy parecida a los que se instalan cuando se asciende una montaña. Había comida, botiquín y entretenimientos, como televisión y juegos de vídeo, alimentados por ruidosos generadores que llenaban las cuevas de ostensibles vibraciones.

El camión puso en marcha el remolque con una sacudida. Lourds chocó contra Leslie. Miró a los guardias que había frente a ellos y no pudo dejar de pensar que si hubiera sido una película de James Bond, 007 entraría en acción en ese momento y vencería a sus captores. Después salvaría al mundo.

«Al menos James Bond sabría de qué estaba salvando al mundo», pensó con amargura. Él sólo tenía una ligera idea de lo que iban a encontrar.

Pero la certeza de que saltar sobre uno de los guardias y arrebatarle la pistola era una locura le quedó muy clara antes de actuar y se sintió agradecido. Se imaginó acribillado a balazos y a Murani torturando su moribundo cuerpo con unas tenazas calientes o algo parecido para que le tradujera la inscripción.

El camión fue cogiendo velocidad conforme descendía hacia las entrañas de la tierra. Se fijó en que el equipo de la excavación había seguido unos túneles que ya existían, pero se habían visto obligados a agrandar algunos. Los faros hendían la oscuridad y las bombillas colgadas en la roca desnuda de los túneles indicaban el camino hacia su destino.

Notó que Leslie temblaba y pensó en rodearla con el brazo. Podría hacerlo incluso con las esposas, pero no supo si se lo permitiría. Así que continuó sentado en silencio temiendo lo que iba a encontrar al final de aquel viaje a la Atlántida.

—Estas eran las catacumbas que había debajo de la ciudad —explicó el padre Sebastian mientras iba mostrando los grandes relieves tallados en la piedra que mostraban gran parte de lo que había descrito en el Génesis. Se detuvo frente a uno en el que se veía el nacimiento del universo y la separación de la oscuridad y la luz. Dios, una presencia reluciente, tenía los brazos en alto y abiertos mientras la luz del sol lo rodeaba—. Seguramente las excavaron a medida que iban construyendo la ciudad.

—No hemos encontrado nada encima —comentó Brancati.

—¿No habrán sido los terremotos y las olas los responsables de la desaparición de la ciudad? —preguntó Sebastian pasando los dedos por un relieve que mostraba la construcción de un zigurat en el centro de una fantástica ciudad mucho más adelantada que cualquier construcción que hubiera podido existir en el mundo en el momento en el que se creía que la Atlántida había quedado sumergida.

—Sí, he visto terremotos que no han dejado gran cosa en zonas rurales, pero eso no sucede en las ciudades actuales. Hay demasiadas conexiones de servicios públicos y sistemas subterráneos, como para que desaparezcan todos.

—Pero ¿y hace miles de años?

—Las murallas circulares permanecen. Hay quien duda de que esto sea la Atlántida.

Sebastian asintió indicando hacia el relieve que tenía delante.

—Los estudiosos de la Biblia y los historiadores se equivocaron acerca de la Torre de Babel. No se construyó en Babilonia, sino aquí, en la Atlántida.

—¿De verdad lo cree? No esperaba algo así.

Al reconocer la voz, pero sin saber qué podría estar haciendo allí la persona que había pronunciado esas palabras, Sebastian se dio la vuelta y vio al cardenal Murani al frente de un pequeño ejército de guardias suizos.

—¿Qué hace aquí Stefano? —preguntó.

Murani se detuvo frente al relieve y lo observó un momento, antes de girarse hacia el sacerdote.

—Estoy aquí para realizar la verdadera obra de Dios. He venido para devolver el conocimiento de Su palabra y Su verdad al mundo. No voy a encubrirla y continuar ayudando a debilitar su poder.

—No debería estar aquí —le reprendió Sebastian.

—No, pero el hombre que manda sobre mí es un inútil. El nuevo papa es tan débil como los que hubo antes que él. Insiste en que todo lo que se encuentre aquí debe enterrarse. Está equivocado y no voy a permitir que lo haga.

El terror invadió a Sebastian al contemplar al cardenal. Era evidente que algo se había descontrolado en su interior. Sus ojos estaban tan enloquecidos como segura sonaba su voz. Miró a los dos guardias suizos que habían actuado como su escolta.

Ambos se alejaron de él.

—No sé qué demonios… —empezó a decir Brancati dando un paso adelante.

Un hombre de aspecto brutal le golpeó con la culata de un fusil en la frente y lo derribó. Brancati cayó de bruces al suelo y le empezó a sangrar el corte que se había hecho en la ceja izquierda.

Los trabajadores corrieron a defender a su jefe, pero las armas que blandían los guardias suizos los frenaron. Los guardias dieron órdenes y los trabajadores se pusieron de rodillas con las manos detrás de la cabeza.

Rápidamente se las ataron con esposas de plástico. Una vez prisioneros, los condujeron a la cueva exterior. Ninguno se resistió. Murani sonrió. Se acercó para que sólo Sebastian pudiera oírle.

—No puedes detenerme, viejo. Lo único que puedes hacer es resistirte y morir. Si quieres morir por Dios, hazlo. Estoy deseando que hagas ese sacrificio. De hecho, lo apruebo.

Sebastian se obligó a mantenerse firme a pesar del miedo.

—El libro no está aquí.

Murani miró a su alrededor.

—Yo creo que sí.

—Destruyó la Atlántida.

—Porque los reyes sacerdote de aquellos tiempos querían ser iguales a Dios. Yo sólo quiero devolverlo a este mundo. Quiero que todo el mundo vuelva a temerlo, incluido el inútil chapucero que está en la Ciudad del Vaticano. Sobre todo él. Tengo planes…

Sebastian empezó a temblar, pero no dijo nada. No podía creer lo que estaba sucediendo. La Guardia Suiza debía obediencia al Papa, a nadie más. Y sin embargo, habían seguido a Murani como si él fuera el Papa.

—¿Dónde está el libro? —preguntó.

Sebastian negó con la cabeza.

—No lo sé, y si lo supiera, no te lo diría.

Un temblor nervioso se hizo patente bajo el ojo derecho de Murani.

—Ten cuidado, no voy a aguantar ninguna insurrección. Si es necesario, te enterraré aquí.

—Así que vas a añadir el asesinato a tu lista de atrocidades.

—Demasiado tarde, ya lo añadí hace mucho tiempo —replicó Murani fríamente—. En este momento lo único que puedo hacer es ahondar en lo que ya he hecho. Acabar con una vida persiguiendo el propósito de Dios no es un asesinato.

—Esa no es la obra de Dios.

—Tú no la reconoces como obra de Dios, yo sí.

—No te ayudaré.

Murani sonrió.

—No necesito tu ayuda —gruñó antes de levantar la voz—. ¡Profesor Lourds!

Lourds fue dando traspiés cuando un guardia suizo lo empujó. Entonces se dio cuenta de lo desgastado que estaba el suelo de piedra entre los murales tallados. Hacía miles de años, la gente había pasado mucho tiempo paseando ante aquellas imágenes.

—¡Ven aquí! —ordenó Murani.

Se acercó al cardenal de mala gana. Había presenciado la conversación entre él y el padre Sebastian, pero no había conseguido oírla debido al ruido de los generadores que había en la cueva contigua. Con todo, por la expresión de sus caras, se dio cuenta de que ninguno de los dos estaba contento con nada de lo que hubieran dicho.

Murani hizo un gesto hacia la imagen tallada que tenía delante.

—¿Sabes qué es eso?

Miró la piedra y pensó que quizás estaba intentando engañarle. La imagen era clara, no cabía duda de lo que era.

—La Atlántida —aseguró haciendo un gesto hacia el zigurat con las dos manos, ya que las llevaba esposadas—. Esa es la Torre de Babel. Se construyó para llegar al Cielo y alcanzar a Dios.

—Sí —dijo Murani, que indicó hacia las secciones de la piedra en las que había talladas inscripciones en la misma lengua que aparecía en los instrumentos. Sin embargo, la imagen que aparecía era diferente. En ella se veía a dos hombres y una mujer en la selva, rodeados de animales—. ¿Puedes leerlo?

Estudió un momento la escritura y notó la intensa mirada del padre Sebastian.

—No le ayudes a hacerlo —le pidió con suavidad el sacerdote—. No tienes idea de lo que pretende…

Rápido como el ataque de una serpiente, Murani golpeó al padre en la cara con la palma de la mano. Sebastian soltó un grito, se tambaleó y cayó sobre una de sus rodillas. Sangraba por la nariz y por los labios.

Algunos guardias suizos empezaron a acercarse. Sólo unas órdenes dadas por sus superiores los detuvieron. Era evidente que el acuerdo que hubiera entre el grupo implicaba cosas distintas para algunos de ellos. No todos pensaban igual.

No supo si aquello era bueno o malo. Lo único que sabía era que todos iban armados. Una rebelión podría producir numerosas bajas, de las que no se librarían los testigos. Pensó que, de momento, no era un buen plan enfrentarlos. Quizá más tarde, si cundía la desesperación.

—¿Puedes leerlo? —volvió a preguntar Murani.

Miró el texto.

—No lo sé, hasta anoche no sabía cómo traducir esa lengua.

—¿Qué dice?

Se preguntó si Murani, cuyos finos labios habían dibujado una sonrisa, podría leer la inscripción.

—Deja que parafrasee esa sección por ti. Después de que Dios creara el Paraíso y la Tierra, los océanos y los cielos, cuando finalmente creó al hombre y poco después a la mujer de una de sus costillas, envió a su hijo para que caminara con Adán y Eva.

—Puede ser correcto —aceptó.

Murani no había leído la inscripción.

—Lo es.

Miró la historia escrita en la piedra. A pesar de algunos errores y alteraciones, era lo que decía.

—Pero es una equivocación. La Biblia dice que Jesús nació de María miles de años después y que era el único hijo de Dios.

—Eso es lo que te ha hecho creer la Iglesia —dijo Murani—. Es uno de los secretos que han protegido todos estos años. Dios tuvo dos hijos, a los que envió a la Tierra. La humanidad los mató a los dos.

Miró a Sebastian.

Su silencio fue elocuente.

—Si puede leerlo, ¿para qué me necesita? —preguntó a Murani.

—Porque no puedo hacerlo. Sólo sé de qué trata la historia, parte del secreto. Necesito que me digas el resto. El primer hijo de Dios vino a la Tierra, al jardín del Edén, con un regalo maravilloso: el Libro del Conocimiento. No era ni un árbol ni una fruta ni nada de eso. Eso fue otra de las cosas que ocultó la Iglesia. Ese libro contenía la palabra de Dios y tiene el poder de transformar nuestra realidad. Fue el libro que destruyó la Atlántida.