21Capítulo

Aeropuerto Internacional Murtala Mohammed

Lagos, Nigeria

12 de septiembre de 2009

Eh!

Alertada por el grito de Gary, Leslie levantó la vista hacia su reflejo en el cristal. Había estado observando los aviones en las pistas de aterrizaje. Su padre viajaba mucho. Ella y su madre siempre lo acompañaban a Heathrow para despedirle. Los aviones la fascinaban. Siempre había gente que iba y venía.

—¿Qué? —le preguntó.

Gary se encogió de hombros tímidamente. Parecía un zumbado, con los auriculares del iPod alrededor del cuello. Entonces se dio cuenta de lo desagradable que estaba siendo con él. Por desgracia, en ese momento no le importaba. Pero sabía que luego sí que lo haría, así que contuvo los comentarios mordaces que le habían venido a la cabeza.

—Sólo quería asegurarme de que estabas bien.

—Estoy bien.

—Eso imaginaba.

—Ya soy mayorcita —alegó intentando controlar la amargura de su tono de voz—. No me ha roto el corazón, sólo teníamos sexo.

—Sí, ya lo sé. A mí también me ha pasado alguna que otra vez —confesó Gary con una sonrisa torcida—. Es curioso, a veces empiezas a decirte a ti mismo que sólo es una cosa física, que no te importa…

—No me importa.

—… pero al final acabas hecho un lío de todas formas. —Gary parecía más incómodo—. Sólo quería que supieras que no estás sola.

—¿Te sientes especialmente hermano mayor hoy?

—Un poco.

Leslie miró el reflejo de Lourds y de Natashya en la puerta de salida. Estaban sentados, Lourds trabajaba en su bloc de notas y la vaca rusa leía una revista y bebía agua. No hablaban.

—Entonces, si eres mi hermano mayor, ¿no deberías darle una paliza a Lourds?

—No creo que sea buena idea —replicó frunciendo el entrecejo.

—¿Por qué no? Estoy segura de que no le tienes miedo. No es más que un catedrático de universidad. Un tipo duro y curtido como tú no tendría ningún problema con gente como él.

—El no me preocupa, la que me da más miedo es su nueva novia. Podría darme una patada en el culo sin pestañear. Eso, si no me mata antes.

—Pues vaya hermano mayor —murmuró Leslie.

En la cara de Gary se dibujó una apenada expresión.

—Sólo quería que supieras que estoy aquí si necesitas algo —ofreció antes de darse la vuelta y alejarse de allí.

Leslie suspiró. «No deberías de haber sido tan dura con él, no tiene la culpa de nada», se dijo. Tomó un sorbo de su bebida energética y volvió a observar los aviones. Ya se disculparía más tarde por su mala leche. De momento, necesitaba estar enfadada.

Era la única forma de comportarse con el suficiente egoísmo como para traicionar la confianza de Lourds y preocuparse por su carrera. Era lo que tenía que hacer. Además, después de haberlo encontrado en la cama con Natashya aquella mañana, se lo merecía.

Al cabo de unos minutos comenzó el embarque y vio que Lourds y Natashya recogían sus cosas. Diop y Adebayo seguían hablando de lo que llevaban hablando toda la mañana mientras se ponían en la fila y Gary había encontrado una joven con la que conversar.

Se armó de valor, acabó la bebida antes de tirarla a una papelera y se dirigió hacia los teléfonos que había al lado de los servicios.

Tras introducir la tarjeta de crédito de su empresa, marcó el número de su supervisor.

—Wynn-Jones.

—Hola, Philip. Soy Leslie.

—¿Dónde demonios estás? —preguntó con una voz que inmediatamente había adoptado un tono irritado.

—En Nigeria.

Wynn-Jones soltó un soberbio taco.

—¿Sabes cuánto nos está costando tu excursioncita?

—No tengo ni idea —contestó con toda sinceridad. Había dejado de llevar la cuenta después de enviar las facturas de los primeros miles de libras que habían gastado.

—Has sobrepasado cualquier cosa que pueda cubrir. Cuando llegues ya puedes empezar a enviar nuestros currículos. Y tienes suerte de que te paguemos el viaje de vuelta.

—Y tú tienes suerte de que no te pida un aumento de sueldo.

Aquello provocó otra sarta de tacos.

—Philip —lo contuvo cuando sonó el último aviso de embarque de su vuelo por los altavoces—. Puedo darte la Atlántida.

Las maldiciones cesaron.

—¿Me has oído?

—Sí. —Wynn-Jones sonó más cauteloso.

—Lo que hemos estado siguiendo, la campana en Alejandría, el címbalo encontrado en Rusia y el tambor de Nigeria, del que no he tenido tiempo de hablarte todavía, están relacionados con la Atlántida. Lourds lo ha descubierto, puedo probarlo.

Wynn-Jones permaneció en silencio al otro lado del teléfono.

—No estarás simplemente desesperada, ¿verdad? Ni te habrás vuelto loca a causa de alguna enfermedad de las de allí…

—No.

—Ni estás borracha en algún bar.

—No, estoy en el aeropuerto. Vamos a Londres.

—Cuéntame lo de la Atlántida —le pidió receloso.

—Lourds ha traducido las inscripciones de la campana, del címbalo y del tambor —dijo entusiasmada y deprimida al mismo tiempo.

No le gustaba traicionar la confianza de nadie, pero en aquel momento se trataba de su supervivencia. Le gustaba su trabajo. No amaba a Lourds. En absoluto. Ni siquiera… Oía el eco de su amargura rebotándole en el cerebro y prestó atención a lo que quería decir.

—Es la historia de nuestra vida.

—Lo de los currículos no lo decía en serio —se retractó Wynn-Jones, que casi lloriqueaba para conseguir de nuevo su confianza—. Tendremos que capear alguna crítica, pero estoy seguro de que podré conservar tu puesto. A la empresa le gusta tu trabajo.

Sonrió al oír aquello.

—Estupendo. Entonces, no te importará decirles que quiero una parte de todo esto.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Quiero un porcentaje del producto final. De los derechos de televisión, del libro y de las ventas de DVD.

—Eso es imposible.

—También lo era demostrar que se trataba de la Atlántida. —Sonrió y notó que desaparecía parte del dolor por haber encontrado a Lourds en la cama con Natashya. Estaba a punto de relanzar su carrera, a lo grande—. Consíguelo, Philip. Tengo que salir volando.

Colgó y se ajustó el bolso al hombro mientras se dirigía hacia la puerta de embarque. Estaba siendo una auténtica bruja y lo sabía, pero se justificó a sí misma. No solamente por la mejora personal y en su carrera, sino porque comportarse así era la única forma de que Lourds se acordara de ella. Los hombres siempre se acuerdan de las mujeres que devuelven los golpes.

Era lo suficientemente egoísta como para desear que se acordara de ella también.

Hotel Hempel

West London, Inglaterra

13 de septiembre de 2009

El último de los guardianes llegó al caer la tarde. Lourds se había ofrecido para ir a buscarlo al aeropuerto, pero no había aceptado la oferta.

Cuando abrió la puerta de la suite privada del hotel Hempel, que Leslie había reservado por sorpresa para ellos, su aspecto le pilló desprevenido. Era de mediana estatura y complexión atlética. Tenía la piel oscura y los ojos color castaño. Una cinta plateada le retiraba el pelo de la cara. Llevaba unos pantalones vaqueros desgastados y una camisa de batista debajo de una chaqueta de piel con flecos. Podría tener unos veinticinco años.

—¿El profesor Lourds? —preguntó con voz educada.

—Sí.

—Soy Tooantuh Blackfox, pero puede llamarme Jesse.

Lourds estrechó la mano que le ofrecía.

—Encantado de conocerte, Jesse. Entra.

Blackfox entró con soltura en la habitación, pero sus ojos recorrieron inmediatamente el lugar y se fijaron en todo.

—Siéntate —le pidió señalando hacia una amplia mesa de conferencias que habían llevado a la habitación. Diop, Adebayo y Vang Kao Sunglue, el otro guardián, estaban sentados a su alrededor.

Natashya estaba cerca de las ventanas. Lourds suponía que habría ido a «comprar» algún arma con la que reemplazar las que había dejado en Nigeria. Una larga chaqueta le llegaba hasta los muslos.

Gary y Leslie estaban sentados a un lado. Les había prohibido filmar, pero no había tenido valor para prohibir su presencia. Habían hecho un largo viaje juntos.

Leslie también había conseguido el ordenador con proyector que estaba utilizando y con el que estaba familiarizado por su trabajo en la universidad.

Hizo una breve introducción. Por suerte, todos compartían una misma lengua y parte de la historia, a través de las cartas que habían intercambiado.

Vang era un hombre mayor, más decrépito y envejecido que Adebayo. Llevaba pantalones negros y camisa blanca con corbata negra. Era descendiente de los hmongs, una de las tribus vietnamitas que Estados Unidos había reclutado para luchar contra los comunistas de Vietnam del Norte. Se había peinado cuidadosamente hacia atrás sus mechones de pelo gris.

Según lo que le había contado, había sido abogado en Saigón, antes de que cayera y la bautizaran como Ciudad Ho Chi Minh. En aquel momento vivía de nuevo en las montañas, tal como siempre había hecho su pueblo. Era chamán, y como guardián, cuidaba del laúd de arcilla que había ido pasando de mano en mano durante miles de años en su familia.

Se había mostrado reacio a la hora de salir de Vietnam con el instrumento. Nunca antes lo había puesto en una situación arriesgada.

Pero allí estaban todos, curiosos ante las reliquias que habían estado guardando durante tantos años.

—Damas y caballeros —dijo Lourds en un extremo de la mesa—, todos hemos tomado parte en un viaje increíble a lo largo de este último mes. —Miró a Adebayo, a Blackfox y a Vang—. Algunos lleváis embarcados en él mucho más tiempo. Veamos si somos capaces de ponerle fin o, al menos, intentémoslo.

Utilizó el teclado que tenía delante y aparecieron unas imágenes de las inscripciones en la pantalla que había a su espalda.

—Todos los instrumentos tienen dos inscripciones. Me habéis dicho que no podéis leer ninguna de las dos. Como sabéis por las conversaciones que habéis mantenido entre vosotros, conocéis la historia de una isla-reino en la que había cosas maravillosas. Según la leyenda, es de donde provienen los cinco instrumentos.

Todas las miradas se concentraban en él. La habitación estaba sumida en el silencio.

—Según las historias que os contaron, Dios quiso castigar a la isla con su cólera sagrada. Puedo aseguraros que una de las inscripciones de cada instrumento lo confirma.

—¿Las has traducido? —pregunto Blackfox.

—Sí, he traducido la que hay en tu instrumento y en el resto de los que he visto.

—¿Has visto los otros dos? —Blackfox no había estado presente en la reunión informativa con Adebayo y Vang.

—Sí, y supongo que la flauta que está a tu cargo tiene la misma inscripción.

—Sí.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó mirando al joven.

—Porque la he traducido.

Leslie se fijó en la cara de sorpresa de Lourds y sonrió. «Así que no eres el único cerebrito del grupo, ¿eh?».

Entonces notó la mirada de reproche de Natashya y volvió a ponerse seria.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Lourds.

—¿Qué sabes de la lengua de mi pueblo? —inquirió Blackfox encogiéndose de hombros.

—Los cherokees tenían un tipo de sociedad muy avanzada. Se cree equivocadamente que Sequoya inventó el silabario cherokee.

—La mayoría de la gente lo llama lengua cherokee —lo corrigió Blackfox sonriendo.

—La mayoría de la gente no es experta en lingüística.

Gary levantó la mano como si estuviera en clase y Leslie soltó un disimulado resoplido.

—¿Sí? —preguntó Lourds.

—No sé lo que es un silabario, colega.

Lourds apoyó una cadera contra la mesa y cruzó los brazos sobre el pecho. Leslie lo miró y volvió a sentir por qué le atraía. Era elegante y guapo y su pasión por su trabajo y la enseñanza era evidente. Apartarlo de ese trabajo sería como engañar a su amante.

Verlo trabajar la volvía loca, pero también sabía que no era trigo limpio. Con todo, la habían advertido y la relación física que habían mantenido se debía a sus propias manipulaciones. Casi sintió pena por él cuando pensó en lo que iba a hacerle.

—Un silabario es un sistema de símbolos que representan sílabas habladas. En vez de letras se juntan símbolos. Es pura fonética, muchas palabras se diferencian solamente por el tono. El silabario no refleja el tono, pero las personas que lo leen saben qué sílabas son por el contexto en que aparecen. ¿Lo has entendido?

—Claro —dijo Gary asintiendo.

—En la lengua cherokee hay ochenta y cinco símbolos.

—¿La hablas? —preguntó Blackfox.

—Sólo si me veo obligado. Leerla es más difícil.

—Se equivocaron cuando dijeron que Sequoya había inventado el silabario.

—Lo sé —dijo Lourds—. Los cherokees tenían un sacerdote llamado Ah-i-ku-ta-ni que inventó su escritura y protegió su aprendizaje afanosamente. Por lo que he leído últimamente, los sacerdotes cherokees oprimían a su pueblo; acabaron matándolos en un levantamiento.

—Muchos de ellos murieron, pero varios de sus descendientes, jóvenes que conocían la lengua, se mezclaron con el pueblo. Mantuvieron una sociedad secreta e intacta. El ultraje contra los sacerdotes fue tan grande que la lengua escrita estuvo prohibida durante cientos de años.

—¿Cómo es de semejante la inscripción de la flauta con la lengua cherokee?

—Es muy parecida.

—¿Puedo verla?

La flauta era un cilindro recto de arcilla de un intenso color azul grisáceo, con seis agujeros y unos treinta centímetros de largo. También había inscripciones, pero hacía falta una lupa para poder verlas.

Lourds pasó los dedos por la superficie semirrugosa.

—¿Has leído las inscripciones?

—Cuenta la misma historia de la que nos has hablado. Hubo una isla-reino, el lugar del que procede nuestro pueblo, que fue destruida por el gran espíritu —dijo Blackfox, que asintió.

—Pero no has podido descifrar la otra inscripción.

—No.

Inspiró y se negó a ceder al desaliento. La otra lengua se doblegaría pronto ante él. Estaba seguro, pero se sentía impaciente.

—¿Conocía Sequoya la existencia de la flauta?

Blackfox dudó.

—No la vio nunca, no estaba permitido.

—Pero sabía que existía.

—Seguramente.

Empezó a ir de un lado a otro.

—Creo que alguien la conocía, alguien que la estuvo buscando alrededor de 1820 o 1830.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Vang, que se había mostrado muy silencioso y cauteloso desde su llegada el día anterior.

—¿Has oído hablar alguna vez del pueblo vai? —le preguntó.

Vang negó con su cabeza.

—Es un pueblo de Liberia —intervino Adebayo.

—Exactamente —corroboró Lourds—. No tienen lengua escrita. En 1832, un hombre llamado Austin Curtis fue a Liberia y se casó con una mujer de la tribu vai. Después resultó que Curtis formaba parte de un grupo de inmigrantes del pueblo cherokee que se habían trasladado a ese país.

—¿Crees que buscaban la flauta? —preguntó Diop.

—Seguramente.

Diop movió la cabeza, negándolo.

—No creo. En 1816, el reverendo Robert Finley propuso la creación de la Sociedad de Colonización Americana, y James Monroe, que había sido elegido presidente de Estados Unidos, la subvencionó. Gracias a esa sociedad se enviaban a África a esclavos liberados. Ese Curtis podría haber sido uno de ellos.

—Fuera como fuese, se sabe que Austin animó al pueblo vai a crear una lengua escrita. Es muy parecida a la de los cherokee. El actual silabario vai se atribuyó a Momolu Duwalu Bukele.

Le devolvió la flauta a Blackfox.

—Creo que ha habido gente que buscaba estos instrumentos desde el momento en que se fabricaron. Hace miles de años.

—¿Quiénes? —preguntó Blackfox.

—No lo sé. Llevo días pensando sobre ello. —Sintió que el cansancio empezaba a hacer mella en él. Sólo lo mantenía en pie su autodisciplina, el entusiasmo y la seguridad de que estaba a punto de descifrar aquella lengua.

—La inscripción también dice que los instrumentos son la clave para entrar en la Tierra Sumergida —comentó Blackfox.

—Cuando traduje esa parte no quise creerlo. Pensé que en tiempos quizás había alguna forma, pero no después de que la isla llevara sumergida miles de años. Con el tiempo, el agua salada destruye incluso la plata y la convierte en un metal oxidado e irreconocible. No podía imaginar unas puertas de oro y mucho menos esto.

Se volvió hacia el monitor y tecleó algo. La imagen de la enorme puerta encontrada en las excavaciones del padre Sebastian en Cádiz llenó la pantalla.

—No sé de qué está hecha, pero no parece oro. Sin embargo, tras haber permanecido en el fondo del mar, o casi, parece estar en perfectas condiciones —comentó Lourds.

—Eso es Cádiz, España. He estado siguiendo esa historia —comentó Blackfox.

—Sí —corroboró Lourds.

—¿Crees que se trata de la Tierra Sumergida?

Observó las inscripciones que había en la puerta abovedada.

—Es la misma escritura que todavía no he podido traducir. Es muy probable que lo sea.

—¿Crees que tenemos que ir allí?

—No —interrumpió Adebayo—. Las leyendas dicen que las semillas de la condenación final y eterna se encuentran en ese lugar. Dios podría vengarse; no debemos provocar su cólera de nuevo.

—Es posible que tengamos que destruir los instrumentos —intervino Vang.

Aquella idea, que no había contemplado, dejó horrorizada a Lourds.

—No —continuó Adebayo—. Nuestros antepasados nos dieron los instrumentos. Nos pidieron que los protegiéramos, tal como les habían indicado sus antepasados; debemos hacerlo, si no, podríamos enfadar de nuevo a Dios.

—Pero si la inscripción es correcta, si la Tierra Sumergida o la Atlántida, o como la queráis llamar provoca una tentación que podría destruir de nuevo al mundo, ¿no deberíamos suprimir esa tentación? —preguntó Blackfox en voz baja.

—Yo creo que sí —dijo Vang.

—¿Y si incurrimos en la cólera de Dios al destruirlos? —inquirió Adebayo.

Ni Blackfox ni Vang respondieron.

—El hombre está configurado por sus creencias y su resistencia a la tentación —continuó Adebayo—. Por eso nos dio Dios las montañas, para hacernos el camino difícil, y los océanos, para que algunos viajes parecieran imposibles de realizar.

—Si destruimos los instrumentos podemos salvar al mundo. Incluso si sólo destruimos uno. Nuestros antepasados nos dijeron que es necesario utilizar los cinco —comentó Vang.

—No creo que sea fácil. El címbalo y la campana desaparecieron durante miles de años. ¿Cómo explicas que sigan existiendo después de haber soportado unas circunstancias tan extremas? —preguntó Adebayo.

Nadie respondió.

—A mi entender, esa es la voluntad de Dios. Ha conservado los instrumentos y ha enviado al profesor Lourds para reunirnos. Es la primera vez que los guardianes están juntos —aseguró Adebayo.

Lourds no supo cómo sentirse al oír aquello. Jamás se había imaginado a sí mismo como un instrumento divino.

—Hay que tener en cuenta otra cosa —intervino Natashya.

Todos volvieron la cabeza hacia ella.

—Si destruís los instrumentos, vuestros enemigos, sean quienes sean, habrán ganado y vosotros habréis perdido. Habréis fracasado en la tarea que se os encomendó. —Hizo una pausa—. Y no sólo eso, sino que habréis perdido la oportunidad de contra atacarlos.

Aquellas palabras permanecieron flotando en el aire.

—Hay otra cosa más, que, personalmente, no creo que sea positiva —añadió Lourds, que no deseaba que el futuro del mundo dependiera de una venganza—. Es posible que la gente que está buscando los instrumentos sepa más sobre ellos que nosotros.

—Han demostrado ser nuestros enemigos, no nos dirán nada.

—Si negociamos con ellos, quizá podamos enterarnos de algo.

—No entregaremos los instrumentos —aseguró tajantemente Blackfox.

—Nadie te ha pedido que lo hagas —replicó Lourds con voz firme—. No tendrás que hacerlo.

—Podríais ir a Cádiz —comentó Leslie.

—No —la cortó Lourds inmediatamente. Ir a Cádiz implicaría perder los instrumentos y la oportunidad de traducir esa lengua. No le asustaba no alcanzar la fama, en la que tampoco creía; para él, el desafío lo era todo. Además, la parte relacionada con el fin del mundo le preocupaba, a pesar de que odiaba pensar que se estaba dejando influir por la superstición—. No es buena idea.

Leslie frunció el entrecejo, disgustada. Aquello no le había gustado nada.

—Dadme un poco más de tiempo —pidió Lourds—. Puedo descifrar las últimas inscripciones. Lo sé. Tiempo, es lo único que pido. —Miró a los hombres—. Por favor.

—¿Estás segura? —preguntó Gary.

Leslie estuvo a punto de echarlo con cajas destempladas. Lo habría hecho si hubiese estado segura de que podía conseguir otro cámara al cabo de cinco minutos.

—Sí, estoy segura —dijo alisándose la blusa para eliminar las arrugas—. Vamos a hacerlo. Quiero enviárselo a Wynn-Jones cuanto antes.

Se colocó delante de él frente al hotel Hempel. Era de noche; el West End, a su espalda, se veía muy animado.

A pesar de las enfadadas palabras que había proferido ante Gary, dudaba sobre lo que estaba haciendo. Aunque imaginó que tenía derecho, ya que al confiar en Lourds había puesto en peligro su trabajo.

Gary estaba delante de ella con la cámara al hombro.

—Vale —dijo Leslie inspirando profundamente—. Vamos a hacerlo. Preparado. Tres, dos…

Un estridente timbrazo despertó a Lourds. Intentó coger el teléfono de la habitación y finalmente consiguió tirar del cable hasta llevárselo a la oreja. Quien quiera que estuviera hablando —enfadado y muy rápido— sonaba incoherente. Entonces se dio cuenta de que tenía el auricular al revés y le dio la vuelta.

—Hola —contestó abriendo un ojo para mirar el reloj. Eran las doce menos veinte. La voz al otro lado de la línea tenía acento norteamericano. Había cinco horas de diferencia entre Inglaterra y la costa Este.

—Profesor Lourds —soltó una voz tajante y perfectamente articulada—. Soy el decano Wither.

—Hola, Richard. Me alegro de que me hayas llamado.

—Bueno, a lo mejor no opinas lo mismo dentro de un minuto.

Aquello lo dejó helado, hacía muchos años que el decano no se enfadaba con él.

—Creía que estabas en Alejandría rodando un documental para la BBC.

—Estaba —dijo girando para sentarse en el borde de la cama. Seguía vestido. Hacía una hora que se había tumbado para descansar los ojos después de trabajar con el ordenador.

—Ahora estás en Londres.

Aquello acabó de despertarlo. No había llamado a nadie relacionado con la universidad para decirle dónde se encontraba.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estás saliendo en la CNN ahora mismo.

—¿Qué?

Lourds cogió el mando a distancia y encendió el televisor.

Fue seleccionando canales hasta que llegó a la CNN y vio su rostro. Debajo podía leerse:

—¿Lo has hecho? —preguntó Wither.

—¿El qué?

—¿Descifrar el código de la Atlántida?

No estaba seguro de cómo contestar aquello. Miró la pantalla y se preguntó cómo podría haber conseguido esas imágenes la CNN.

—En Alejandría hice un descubrimiento y lo hemos estado siguiendo —explicó con voz débil.

—¿Hemos?

—La señorita Crane y otras personas. —No sabía cómo iba a explicarle en tan poco tiempo todo lo que había pasado—. Encontramos un objeto en el que había un escrito en una lengua que no podía leer.

—¿Tú?

—Precisamente.

«Muchos de ustedes habrán oído hablar del catedrático Lourds, ya que hace poco tiempo tradujo un manuscrito al que tituló Actividades de alcoba», decía el joven presentador en la televisión.

La escabrosa cubierta que presentaba la edición en rústica apareció en pantalla. La postura que mostraba había sido sacada directamente del Kamasutra.

—¡Dios mío! ¡Otra vez! —exclamó Wither.

Lourds se estremeció. La lectura en casa del deán había causado sensación. Sin embargo, cuando la traducción apareció en el mundo editorial y entró en la lista de bestsellers del New York Times, Wither no se alegró en absoluto. Solía decir: «Si quisiera que esta universidad fuera recordada, no sería exactamente por la pornografía. ¿Cuántas veces te lo he dicho?». A lo que él contestaba: «La verdad es que he perdido la cuenta».

En la televisión el periodista continuaba hablando: «El catedrático Lourds ha concentrado su prodigiosa mente en una nueva búsqueda. Con nosotros se encuentra Leslie Crane, presentadora del programa Mundos antiguos, pueblos antiguos, para hablarnos del código de la Atlántida».

—¿Estáis juntos en esto? —le acusó Wither—. Puede que a la BBC le parezca divertido, pero a mí no me hace ninguna gracia.

—No sabía nada de todo esto —objetó.

La cámara enfocó una esquina cercana al hotel Hempel. Leslie parecía radiante con un micrófono en la mano: «Soy Leslie Crane, presentadora del programa Mundos antiguos, pueblos antiguos. Estoy segura de que muchos de ustedes han oído hablar del catedrático Thomas Lourds. Su traducción de Actividades de alcoba, todo un éxito de ventas, sigue siendo una de las obras más solicitadas en las librerías. Mientras rodábamos una sección de Mundos antiguos, pueblos antiguos, el catedrático Lourds descubrió una antigua campana que nos ha obligado a recorrer medio mundo. Pero fue aquí, en Londres, donde consiguió descifrar el código que ha ocultado los secretos de la Atlántida».

La imagen volvió al presentador: «La señorita Crane ha prometido ofrecernos más información en cuanto esté disponible. Pero hasta entonces aún nos queda por saber si el padre Sebastian y su equipo lograrán abrir la misteriosa puerta que conduce a las cuevas que afirma están conectadas con la Atlántida, o si la investigación del catedrático Lourds consigue darle un nuevo giro a esos trabajos».

Apagó el televisor. No quería ver más. Estaba herido en lo más profundo de su ser.

—¿No sabías nada de eso? —preguntó Wither.

—No, no lo sabía.

—¿Existe un código relacionado con la Atlántida?

—Creo que sí.

—Así que la historia es cierta.

—Que yo sepa, sí.

—Pero no sabías que iba a contársela a la CNN.

—No. Si me hubiera pedido permiso, no se lo habría dado. Lo sabía bien.

—Entonces, ¿por qué lo ha hecho?

—Para vengarse.

—¿Por qué iba a…? —Wither dejó la frase a medias, y Lourds se dio cuenta de que había hablado demasiado—. Por favor, Thomas, dime que no te has acostado con ella.

No contestó.

—¡Por Dios! ¡Si podría ser tu hija!

—Sólo si hubiera empezado a tener hijos muy joven —se defendió.

—Así pues, ¿voy a tener que enfrentarme a ese escándalo también?

—No habrá ningún escándalo.

—Por supuesto que lo habrá. ¿Cómo no va a haberlo? Eres el único catedrático lo suficientemente bien parecido como para salir en Good morning, America, lo suficientemente rápido como para intercambiar pullas con Jon Stewart en The Daly Show, y que consigue rebajarse a los peores intereses pueriles y travesuras juveniles en el The Jerry Springer Show, gracias a tus indiscreciones sexuales.

Personalmente no creía que el sexo tuviera que ser discreto; él siempre había sido responsable de sus escarceos. Pero la amonestación del deán le había sorprendido.

—No sabía que veías The Jerry Springer Show.

Wither inspiró profundamente y contó hasta diez.

—Deberías alegrarte de seguir conservando tu puesto.

—Lo hago, e incluso hay días en los que me sorprende.

—¿Te das cuenta de que va a dar la impresión de que intentas estar presente en todo lo que los medios de comunicación digan sobre las excavaciones?

—Sí.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué?

—¿Tiene relación con la Atlántida?

—Eso creo.

—Entonces, por mucho que odie decirlo, ve allí y pruébalo. No se hace andar a mitad de camino.

Estaba seguro de que había mezclado los dichos, pero estaba demasiado cansado como para corregirle.

—De acuerdo.

—Asegúrate de que lo haces bien. Podemos conseguir muchas matrículas, y más subvenciones —le advirtió.

Bajó la cabeza. Aquello era a lo que se reducían las cosas para el deán. Se despidió y buscó los zapatos. Tenía que encontrar a Leslie; entonces iba a…

Se frenó, pues, en realidad, no sabía qué iba a hacer.

Se reunió con Natashya en el pasillo. La mujer rusa parecía lo suficientemente enfadada como para asesinar a alguien; Lourds sospechaba a quién.

—¿Has visto las noticias? —le preguntó en ruso mientras se dirigía hacia la puerta de Leslie.

—Sí, creo que debería hablar con ella.

—Creo que los dos deberíamos hablar con ella. Al contar toda esta historia habrá asustado a los responsables de la muerte de Yuliya.

Lourds no creyó que fuera el caso. Gallardo y sus secuaces habían demostrado que no tenían problemas a la hora de asesinar. Seguramente aquella pequeña intervención en la CNN no les preocupaba en absoluto.

—Esos tipos son duros, no se echan atrás en una pelea —aseguró.

—No, pero pueden escapar en todas direcciones como cucarachas. Será más difícil localizarlos —dijo Natashya al tiempo que se detenía en la puerta de Leslie para llamar con fuerza con los nudillos—. Tendríamos que haberla dejado en África.

Permaneció a su lado y esperó. Aquello se les estaba escapando de las manos. Casi sentía físicamente que desaparecía la posibilidad de descifrar las inscripciones.

—O en Odessa —añadió Natashya—. Deberíamos haberla dejado allí. —Volvió a llamar con más fuerza y lo miró—. ¿Qué has visto en ella?

Aquella pregunta lo desconcertó. Estaba seguro de que cualquiera respuesta actuaría en su contra. Prefirió seguir allí e intentar parecer una persona sabia y experimentada.

Natashya resopló furiosa.

—¡Hombres! —exclamó, como si fuera un insulto o un envase dejado en el frigorífico durante meses que se hubiera podrido y que apestara. Volvió a llamar.

Unas cabezas asomaron en la puerta de al lado y otras dos al otro lado del pasillo.

—Quizá deberían dejar de hacer ruido —les recomendó un hombre calvo.

—Asuntos de la Policía, señor —dijo Natashya en inglés, con ese oficioso tono policial que no le costaba adoptar—. Vuelva a su habitación, por favor.

Todos cerraron sus puertas a regañadientes.

Volvió a golpear y Lourds habría jurado que la puerta saltaba en las bisagras con cada golpe.

—¡Eh! —dijo Gary asomando la cabeza.

—Hola —lo saludó Lourds.

—¿Qué pasa? —preguntó Gary.

—¿Dónde está la arpía? —inquirió Natashya.

—Esto… No está aquí, se ha ido a casa.

—¿Cuándo?

—Después de grabar el tráiler para la nueva serie que quiere proponerle a su jefe.

—Acaba de salir en la CNN.

—¡Nooo!

—¡Sííí, tío!

—Se suponía que no iba a salir en televisión. Leslie los va a poner a parir.

—Grabó el tráiler para enseñárselo a su jefe, Philip Wynn-Jones. Pensaba que si la historia de la Atlántida salía bien, podría hacer otra serie, además de la que ya está haciendo.

—¿Sobre la Atlántida?

—Sí. Le envió las imágenes por Internet. Se suponía que sólo eran para uso corporativo. Era para darle algo en que apoyarse, a cambio del dinero que se ha gastado en llevaros por todo el mundo. Debe de haberla engañado.

—¿Y por qué iba a hacer algo así?

—Para obtener más publicidad para Leslie y para ti.

—¿Dónde vive? —preguntó Lourds.

Bookman House

Central London

13 de septiembre de 2009

Patrizio Gallardo estaba tenso en la furgoneta aparcada al otro lado de la calle donde estaba Bookman House. El vecindario era el normal en aquella zona, casas bajas y acceso cercano al metro. Era el tipo de sitio en el que viviría una joven profesional con ingresos modestos. Aunque las calles eran lo suficientemente oscuras como para que fuera una zona peligrosa.

Había conseguido la dirección en el fichero de personal de la empresa de Leslie. Cuando se enteró de que se había ido del hotel Hempel, confió en que apareciera por su casa.

Al fin y al cabo, ¿en cuántos sitios la recibirían bien?

—Ya la veo —dijo Cimino, que estaba sentado detrás del volante y vigilaba con unos anteojos de visión nocturna, e hizo un gesto con la cabeza hacia la parada de metro.

Creyó en la palabra de Cimino. En aquella oscuridad no podía estar seguro. Se preguntó si Lourds seguiría sintiendo algo por ella después de la forma en que se había aprovechado de él con la entrevista para la CNN. Murani estaba hecho una furia con Leslie. El tiempo corría inexorablemente en su contra.

Y ni siquiera Murani podía detener el tiempo.

—Muy bien. ¿La ves? —preguntó Gallardo por el micrófono que llevaba junto a los auriculares.

—Sí —respondió inmediatamente DiBenedetto.

—Entonces, tráela —ordenó mientras observaba cómo Faruk y DiBenedetto salían de las sombras y se ponían a ambos lados de Leslie mientras esta intentaba abrir la puerta.

La mujer se quedó inmóvil durante un momento y después asintió. DiBenedetto la cogió por el codo y la llevó hacia la furgoneta. Cualquiera que los hubiera visto habría pensado que eran unos enamorados que habían salido a dar un paseo.

Comprobó la hora. Pasaban seis minutos de las doce. Había comenzado otro día. Estaba satisfecho. Ya sólo le quedaba una cosa por hacer. Por suerte, tenía todas las de ganar.

DiBenedetto abrió la puerta, hizo entrar a Leslie y la empujó con fuerza hacia un asiento.

—Buenas noches, señorita Crane —la saludó Gallardo en inglés.

—¿Qué quieres de mí? —Intentó mostrarse desafiante, pero Gallardo vio que le temblaba el labio.

—Vas a hacer una llamada por mí —dijo afablemente volviéndose en su asiento para mirarla—. Después podrás irte.

—¿Esperas que me lo crea?

—Si no la haces, te sacaré las tripas y te tiraré al Támesis. ¿Me crees ahora? —dijo con tono amenazador y lanzándole una dura mirada.

—Sí —contestó con voz entrecortada. Las lágrimas se agolparon a sus ojos, pero consiguió contenerlas.

—Tu truquito en la televisión ha enfadado a mi jefe. Tu única forma de seguir viva es cooperar. —Sacó el móvil y se lo entregó—. Llama a Lourds.

Las manos le temblaban tanto que casi lo tira.

—No querrá hablar conmigo.

—Más te vale que lo haga.

Lourds estaba en su habitación cerrando la cremallera de la mochila cuando sonó el teléfono. Dudó si contestar, pero al final lo hizo. Seguramente el deán Wither no iba a llamarlo otra vez aquella noche.

Dio la vuelta a la cama y contestó.

—Sí.

—Thomas.

Reconoció inmediatamente la voz de Leslie. Sintió que la cólera le atravesaba como un destello al rojo vivo.

—¿Tienes idea de lo que…?

—Escucha, por favor.

La voz casi histérica que la atenazaba lo contuvo. La puerta se abrió y entró Natashya con la llave que le había dado. Lo miró medio enfadada. Evidentemente estaba lista para salir.

—Me han capturado, Thomas —susurró Leslie con voz ronca—. Gallardo y su gente. Me han secuestrado.

Sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Se sentó en la cama porque de pronto tuvo la impresión de que las piernas no iban a sostenerle.

—¿Estás bien?

Aquello atrajo la atención de Natashya. Se acercó a él y movió los labios sin hablar: «¿Leslie?».

Lourds asintió.

—No me han hecho daño.

«¿Quién la tiene?», preguntó Natashya moviendo los labios.

«Gallardo», contestó Lourds de la misma forma.

—¿Qué quieren? —preguntó.

—No lo sé, Thomas. Quiero que sepas que no tengo nada que ver con el reportaje de la CNN. No ha sido idea mía. No…

Enseguida se oyó una voz masculina.

—Señor Lourds, estoy en posición de hacerle una oferta.

—Le escucho.

—Mi jefe quiere los tres instrumentos que ha localizado.

—No tengo…

El sonido de un tajo en la carne lo dejó sin habla. Oyó que Leslie gritaba sorprendida y dolorida, y se echaba a llorar.

—Sé que sabe dónde están. Cada vez que me mienta le cortaré un dedo. ¿Me cree?

—Sí. —Lourds casi no consiguió oírse debido a lo tensa que salió su voz y repitió la respuesta—: Sí.

—Estupendo. Si actúa con rapidez podrá salvar la vida de la señorita Crane. Tiene una hora para conseguir los instrumentos y reunirse conmigo y con mis socios delante del hotel.

—No es suficiente tiempo.

La línea se cortó.

—¿Qué? —preguntó Natashya.

Dejó el auricular en el aparato.

—Gallardo me ha dado una hora para entregarle los instrumentos o matará a Leslie.

La cólera ensombreció la cara de Natashya. Por un momento pensó que iba a decir que dejara que la matara. Sabía que era una mujer de ideas fijas No podía imaginar qué haría si eso ocurría.

—Conseguiremos los instrumentos —le aseguró.

Lourds llamó a la puerta de Adebayo. Tuvo que repetir la llamada. Durante el tiempo que permaneció en el pasillo pensó que iba a vomitar en cualquier momento. Le consoló el hecho de que Natashya estuviera a su lado tan calmada y…

—¿Sí? —contestó Adebayo.

—Siento molestarle —empezó a decir.

—No tenemos tiempo para estas cosas —dijo Natashya después de soltar un enfadado suspiro.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el anciano.

—Gallardo, el hombre que ha estado persiguiéndonos ha secuestrado a Leslie. Amenaza con matarla si no le entregamos los instrumentos.

—Eso es horrible —se lamentó con los ojos llenos de pena—, pero no puedes entregarles los instrumentos.

Lourds observó con incredulidad que el anciano empezaba a cerrar la puerta.

—¿Qué? No puede dejar que la maten.

Natashya puso el pie para impedir que cerrara, al tiempo que le ponía el cañón de la pistola entre los ojos.

—¡Abra la puerta! —le ordenó.

—¿Vas a dispararme?

—Sólo si me obliga. No tengo por qué matarlo, pero recibir un tiro es muy desagradable.

Adebayo se apartó y miró a Lourds.

—No puedes permitir que lo haga —le reprendió.

—¿Quieres intentar salvar a Leslie o no? —le preguntó Natashya sin mirarlo.

Su ronco tono de voz lo sacó del estado de paralización en que se encontraba.

—Por supuesto.

—Entonces hay que hacerlo —dijo, y le lanzó un rollo de cinta—. Ponlo en la cama. Lo menos que podemos hacer es que esté cómodo.

—Lo siento —se disculpó mientras sujetaba con la cinta las manos del anciano después de haberlo tumbado en la cama.

Adebayo no dijo nada. Se quedó quieto y dejó que Lourds se sintiera culpable.

Cuarenta y siete minutos después, Lourds salía del hotel con los tres instrumentos. Los había metido en una maleta con ruedas porque se sentía demasiado torpe como para cargarlos.

Pensó que haría falta una maleta más grande para meter toda la culpa que sentía. Blackfox se había resistido. Incluso le había dado un puñetazo en el ojo y había conseguido que se hinchara hasta cerrársele. Después, Natashya lo había tumbado con una llave de estrangulamiento. Nadie había acudido a interesarse por los ruidos provocados por la lucha.

Vang lloró cuando le quitaron el laúd que había protegido durante tanto tiempo. El guardián había recibido el instrumento cuando apenas era un niño. Habían asesinado a su padre y su abuelo había muerto joven. Aquello había sido lo más duro para Lourds. Además de llevarse el laúd le había roto el corazón.

—¿Quiere que le ayude? —preguntó un botones mientras esperaba en la puerta.

—No, gracias de todas formas.

El joven volvió a su puesto.

Al poco, una furgoneta aparcó al lado de la acera. El conductor se inclinó y abrió la puerta del pasajero.

—Profesor Lourds, venga conmigo.

—¿Dónde está Leslie?

—Viva de momento.

—Quiero que la suelte.

El hombre cogió la pistola que había en el asiento y le apuntó.

—Entre, si no le pegaré un tiro, y más le vale que esa maleta contenga lo que estoy buscando. Me ha estado molestando mucho y tengo muchas ganas de matarlo.

Otro hombre asomó por la parte de atrás con una pistola en la mano.

—Yo me haré cargo de los instrumentos.

Miró por encima del hombro. Sabía que Natashya estaba en algún sitio, pero ni siquiera ella podía evitar que le dispararan.

Entregó la maleta sin decir una palabra. Después creía que la furgoneta simplemente se iría dejándolo allí como un idiota.

Pero no lo hizo.

El conductor hizo un gesto con la pistola.

—Suba. Me han ordenado que me acompañe.

—¿Por qué?

—Para no tener que matarlo aquí mismo. ¿Prefiere venir de forma pacífica o morir en la calle?

Subió al vehículo de mala gana. El hombre que había en el asiento trasero cogió un trozo de cuerda y le ató las manos y el cuerpo al asiento mientras el conductor arrancaba. En cuestión de segundos quedó inmovilizado.

—¿Está viva Leslie?

—Recuéstese y disfrute del viaje, señor Lourds. Muy pronto obtendrá respuesta a su pregunta.

Miró con ojos fatigados a través del cristal manchado. Estaba tan cansado y tan lleno de adrenalina que veía palabras y símbolos en los insectos pegados a la ventana. De vez en cuando echaba un vistazo por el espejo retrovisor para ver si Natashya los seguía. No habían alquilado ningún vehículo, pero siempre parecía apañárselas, era una mujer llena de recursos.

Las luces fueron desapareciendo gradualmente conforme se alejaban de Londres, al igual que la esperanza de que los rescataran. Estaba seguro de que Gallardo había asesinado a Leslie y la había tirado en algún callejón. Aquel pensamiento le afectaba casi físicamente.

A pesar de todo, su mente volvía una y otra vez a la última inscripción de los cinco instrumentos, que todavía no había traducido completamente. La tenía prácticamente acabada.

Al poco tiempo, la furgoneta se desvió en la autopista y avanzó por una carretera llena de baches bajo unos enormes robles. En el momento en el que se detuvieron, el chirrido de los grillos inundó el vehículo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¡Calla! —le ordenó el hombre, que encendió un cigarrillo.

Poco después, un helicóptero descendió del negro cielo y aterrizó en un campo cercano. Los dos hombres que lo habían capturado salieron de la furgoneta, lo soltaron y lo llevaron a través de la alta hierba hacia el aparato.

Reconoció a Gallardo inmediatamente. Aquel despiadado delincuente estaba sentado en la parte de atrás. Otro hombre le puso unas esposas y lo empujó hacia un asiento.

—¿Dónde está Leslie? —preguntó.

Gallardo se echó a reír amargamente.

—Tú y tu pequeña bruja habéis tenido problemas desde el principio. Lo único bueno es que habéis encontrado los instrumentos.

El dolor le atravesó el corazón. Le gustaba la compañía de Leslie y le dolía que le hubiera sucedido algo horrible.

—Hicimos un trato —gruñó mientras el helicóptero aceleraba y se elevaba en el aire.

Gallardo habló en voz más alta.

—Te daré tu parte del trato. Sigue viva. —Se movió y le dejó ver a Leslie, tumbada en el asiento de al lado. También estaba esposada, pero desmayada. Vio que seguía teniendo pulso en el cuello.

«Gracias a Dios está viva», pensó.

—Que siga viviendo depende de tu cooperación.

El miedo volvió a atenazarle al darse cuenta de las implicaciones de aquellas palabras.

—¿Para qué necesitas mi cooperación?

—Lo sabrás dentro de nada —aseguró haciendo un gesto con la cabeza.

El hombre que había al lado de Lourds sacó una hipodérmica y se la hundió en el cuello. Durante un breve instante sintió dolor y después un calor que se desbordó por su cabeza; cayó hacia un lado, inconsciente.

Llegar a Cádiz le había costado mucho más de lo que esperaba. Cuando había visto que Lourds subía a la furgoneta desde su punto de observación en el segundo piso, no intentó seguirles. Los hombres de Gallardo eran profesionales. Sabía cuándo había que contenerse y utilizar la cabeza, en vez de precipitarse tontamente hacia el peligro.

Sabía dónde lo iban a llevar. Al menos, eso esperaba. Tampoco podía estar segura de si llegaría vivo. Siempre cabía la posibilidad de que Gallardo o su misterioso jefe obtuvieran lo que querían de él y lo mataran por el camino.

Pero confió en su instinto.

En vez de perseguir la furgoneta despertó a Gary y fueron a Heathrow a alquilar un vuelo privado. Su intención era que Gary contratara el piloto para que nadie hiciera preguntas sobre ella. Resultó que tenía un amigo piloto que estaba encantado de llevarles.

Aquel problema, al menos, se había solucionado fácilmente.

Gary se sentó en el asiento delantero con el piloto y le contó alguna de las locuras en las que se habían visto involucrados en el último mes. Por supuesto, mintió acerca de todas las mujeres con las que había estado y de su papel en las situaciones peligrosas. La típica relación masculina entre dos viejos amigos.

Ella se limitó a poner cara de póquer cuando los embellecimientos de la historia empezaron a ser demasiado estrafalarios.

Iba sentada en la reducida sección de pasajeros mientras el avión daba sacudidas en la peligrosa noche oscura. Estaba segura de que Gallardo no se arriesgaría a llevar a Lourds a España en un vuelo convencional. Si eso era cierto, llegaría a Cádiz antes que él.

No era una gran ventaja, pero sí lo único que tenía.

Se acomodó en el asiento e intentó dormir, pero se vio acosada por las pesadillas. Podía ver y oír a Yuliya, pero su hermana no podía oírla a ella, por muy alto que gritara.

Cueva 42

Catacumbas de la Atlántida

Cádiz, España

13 de septiembre de 2009

—¡Hemos acabado!

El padre Sebastian estaba sentado con una manta sobre los hombros para aliviar el implacable frío del interior de la cueva. Habían bombeado gran parte del agua, pero seguían retirando los cuerpos a los que habían privado de su descanso y los apilaban sobre palés para sacarlos de las cuevas.

La puerta metálica había sido un gran problema. Brancati no había visto nada igual antes y desconocía de qué material estaba hecha. Al final habían tenido que taladrar la cerradura, aunque esta había desgastado hasta las brocas de diamante. Romperla había costado días.

Sebastian se puso de pie y se sintió mareado un momento, aunque aquella sensación se fue disipando gradualmente. «No has dormido lo suficiente —se reprendió—. Deberías cuidarte más».

—Creo que han forzado el mecanismo de la cerradura —dijo Brancati, que también parecía agotado—. Cuando quiera, padre.

Asintió, pero el miedo se apoderó de él cuando pensó en lo que podían estar a punto de descubrir.

Habían atado el cable de una excavadora a la puerta. Poco a poco, conforme el torno giraba y llenaba el ambiente con su mecánico ruido, el cable se fue tensando.

Después un fuerte rechinar inundó la caverna.

Todos los hombres miraban nerviosos. Ninguno de ellos sabía a ciencia cierta si las paredes aguantarían; no habían olvidado el despiadado mar que esperaba en algún lugar del exterior.

Algunas estalactitas cayeron del techo y chocaron estrepitosamente contra el suelo de piedra o provocaron salpicaduras en los charcos de agua que aún quedaban. Una de ellas golpeó el techo de la excavadora.

Sorprendido, el conductor pisó el acelerador con demasiada fuerza. La máquina tiró hacia atrás, luchó contra el peso de la puerta y finalmente encontró agarre. Entonces el cable se partió y golpeó a tres de los trabajadores, que cayeron al suelo como muñecos de trapo y sangrando abundantemente.

Pero la puerta se abrió.