20Capítulo

Habitaciones del cardenal Murani

Status Civitatis Vaticanae

4 de septiembre de 2009

La rabia se apoderó de Murani cuando escuchó a Gallardo intentar explicarle que Lourds y sus compañeros habían vuelto a escaparse. Dio vueltas por la habitación y miró la pantalla del televisor, en la que se veía el último reportaje sobre las excavaciones de Cádiz.

Los trabajos de bombeo del agua de la cueva iban adelantados. El padre Sebastian había sacado imágenes del interior y las había enviado a los medios de comunicación. Incluso concedía entrevistas, como si fuera un personaje famoso. Aquello le irritaba profundamente. Ya no bastaba con arrebatarle la excavación a aquel viejo loco, quería verlo muerto por haber profanado la obra de Dios.

—Casi los teníamos —aseguró Gallardo.

—Pero no los cogisteis, ¿no? Y ahora tienen el tambor.

—Si es el que buscábamos… Sólo lo vi de pasada.

—Si no lo fuera, Lourds no habría ido allí ni se lo habría llevado. Está siguiendo la pista de los instrumentos. —Fue al armario y sacó una maleta. La puso sobre la cama, presionó los cierres y la abrió.

—Aunque lo sea, aún faltan otros dos instrumentos. Tú tienes dos de ellos, no puede hacer nada. Dijiste que eran necesarios los cinco.

—Los necesitamos. ¿Sabes dónde están los que faltan?

—No —contestó tras guardar silencio un momento.

—Yo tampoco, pero espero que Lourds tenga alguna pista. —Empezó a sacar ropa del armario y a meterla en la maleta, ya no podía seguir en la Ciudad del Vaticano.

A pesar de que se sentía a salvo de la Sociedad de Quirino, no sólo por haberlos amenazado, sino porque en el fondo tenían los mismos objetivos que él, el Papa lo vigilaba de cerca. Había recibido una invitación para que fuera a verlo a la mañana siguiente.

No tenía intención de acudir a esa cita. La próxima vez que entrara en la Ciudad del Vaticano sería como papa. Las cosas iban a cambiar a mejor, se ocuparía de ello.

—¿Dónde estás ahora?

—Vamos a pie. Tendremos que ir andando hasta Ifé para solucionar lo del transporte.

—¿Cuánto tardaréis?

—Unas cuantas horas, no sé si llegaremos antes de anochecer.

—¿Y después iréis a Lagos?

—Viajar de noche es peligroso —dijo tras dudar un momento.

—Ve a Lagos, Lourds te lleva ventaja. Quiero que lo encuentres y saber lo que haya descubierto. Quiero el tambor.

—De acuerdo. —No parecía nada contento—. He hablado con el pirata informático que tiene pinchados sus teléfonos, los tienen desconectados.

Murani cerró la maleta.

—Entonces es que han descubierto cómo los habías encontrado.

—Eso creo.

—Vas a necesitar otra forma de localizarlos.

—Estoy abierto a todo tipo de sugerencias.

Si había algún tinte de sarcasmo en su voz, Murani no lo detectó.

—Sigue pinchando el teléfono del jefe de Leslie Crane. Es periodista y se ha dado cuenta de que tiene una gran historia entre manos. Además de la presión del estudio, estoy seguro de que querrá acaparar todo el protagonismo. Lo llamará para contarle lo que están haciendo. Entonces los localizaremos.

—De acuerdo.

Murani se obligó a mantener la calma.

—Esta vez atrapa a Lourds, Patrizio —le aconsejó mientras miraba las imágenes de las excavaciones de Cádiz—. Se nos acaba el tiempo.

—Lo haré.

Colgó y guardó el móvil. Cogió la maleta y se dirigió hacia la puerta. Cuando salió, encontró a dos guardias suizos en posición de firmes. Los dos miraron el equipaje.

—Lo siento, cardenal Murani —dijo el más joven de ellos—. Su Santidad ha pedido que permanezca en sus habitaciones esta tarde.

—¿Y si me niego?

—Entonces tendré que asegurarme de que obedece —repuso poniendo una mueca y llevándose la mano a la pistola que llevaba en la cintura.

La idea de que Inocencio XIV lo había encerrado en sus habitaciones hizo que le hirviera la sangre. Si hubiera podido matar al guardia en aquel momento, lo habría hecho.

—Tranquilo, Franco —le reprendió el otro guardia, que era más grueso y taciturno—. Es el cardenal Murani. Siempre ha sido amigo de la guardia. Debes mostrarle el debido respeto.

Franco posó un momento la mirada sobre su compañero.

—Soy respetuoso, Corghi —dijo antes de volver a mirar a Murani—. Pero también estamos a las órdenes del Papa. Podemos ser educados, pero también firmes. Por favor, cardenal Murani, regrese a sus habitaciones. Si necesita alguna cosa, se la proporcionaremos.

—Ciego loco —gruñó Murani.

Franco estiró una mano para contenerlo.

Incrédulo, Murani miró al otro guardia.

Corghi sacó una hipodérmica de la chaqueta y su brazo describió un veloz arco en dirección al joven guardia.

Este, alertado por el roce de la mano con la ropa, intentó sacar su arma. Corghi le agarró la mano y lo empujó contra la pared.

—¿Qué estás haciendo? No puedes… —protestó.

Le clavó la hipodérmica en el cuello y apretó el émbolo.

Franco abrió la boca para gritar. Por un momento, Murani pensó que iba a conseguirlo, pero Corghi le puso el antebrazo delante y evitó el grito.

Unos segundos después, mientras seguían forcejeando, el producto químico hizo efecto, los ojos de Franco se pusieron en blanco y se desplomó. Si Corghi no lo hubiera frenado habría caído al suelo.

—Empezaba a pensar que habías cambiado de opinión —dijo Murani.

—No, eminencia. Si me permite utilizar sus habitaciones…

—Por supuesto. —Abrió la puerta y observó cómo arrojaba el cuerpo en el interior. Normalmente nadie tenía permiso para entrar allí, excepto los encargados de la limpieza y los amigos. De todas formas, no tenía intención de volver. Había echado el ojo a un lugar mucho más espacioso.

Franco chocó contra el suelo y no volvió a moverse.

—Estará inconsciente unas cuantas horas —dijo Corghi, que cogió la maleta de Murani—. Aunque no hable, el Papa sabrá que se ha ido y enviará patrullas en su busca.

Murani asintió y echó a andar por el pasillo.

—Para entonces ya me habré ido y será demasiado tarde.

—Sí, le sacaré de la Ciudad del Vaticano, eminencia. Hay un camino a través de las catacumbas —le informó, y se puso a su lado.

Murani no le dijo que ya lo sabía. Había organizado esa vía de escape con el teniente Sbordoni. La Ciudad del Vaticano, la Iglesia, la Guardia Suiza y la Sociedad de Quirino llevaban existiendo el suficiente tiempo como para haber establecido facciones dentro de ellas.

Al poco de haber entrado en la sociedad, Murani conoció a unos cuantos miembros que pensaban igual que él respecto al lugar que debería ocupar la Iglesia en el mundo. Sin embargo, pocos de ellos estaban dispuestos a actuar como él. También había encontrado hombres con ideas afines a las suyas entre los miembros de la Guardia Suiza. Con los años, se había frenado e incluso había destituido a alguno de ellos por sus entusiastas esfuerzos para hacer respetar el poder de la Iglesia. Ninguno sabía tanto como él, y anteriormente, sólo en contadas ocasiones, un cardenal había actuado en confabulación con los guardias.

Resultaba difícil dividirlos. La mayoría eran fieles al Papa. Algunos de los que habían jurado lealtad al Papa se habían dejado influir por Murani cuando había resultado elegido Inocencio XIV. Habían visto la misma debilidad que él en ese hombre.

«Y se dieron cuenta de tu fuerza», se recordó a sí mismo. Tras haberse hecho notar y haber dado a conocer su inquietud a los cardenales, la Guardia Suiza se enteró de sus dudas. Algunos guardias habían ido a ofrecerle su apoyo en secreto.

—¿Se unirá a nosotros el teniente Sbordoni? —preguntó Murani.

—No en el interior de la ciudad, eminencia. —Corghi cogió momentáneamente la delantera cuando entraron en el pequeño estudio que los residentes utilizaban a veces para hacer consultas—. Lo veremos en Cádiz.

Murani asintió.

—¿Se pondrá al frente de los hombres que tenemos allí?

—Sí, señor —dijo apretando el resorte escondido que había en la pared del fondo. Una sección de la estantería giró hacia un lado y permitió la entrada al espacio que había detrás.

Sacó una linterna y la encendió. Algunos tramos de las catacumbas tenían luz eléctrica, pero las secciones por las que iban a pasar estaban en mal estado y no se utilizaban casi nunca. Siguió el rayo de luz hacia la oscuridad.

Una gran ilusión se iba apoderando de él con cada paso que daba hacia su destino.

Afueras de Lagos, Nigeria

11 de septiembre de 2009

Cuando Natashya levantó una mano para que se detuvieran, Lourds tenía la espalda y los hombros agarrotados por la tensión, y el cansancio hacía que le escocieran los ojos. Conducir encorvado en una carretera llena de rodadas y baches a toda velocidad no era como estar frente a un ordenador o un manuscrito que quisiera traducir. La suciedad y los insectos del parabrisas sólo bloqueaban parcialmente el resplandor de la puesta de sol hacia la que se dirigían.

La luz del freno de la moto relució con un color de rubí en la penumbra que iba descendiendo sobre la selva. Natashya pasó una pierna por encima de la moto cuando Lourds se acercó a ella.

—¿Qué pasa? —preguntó Leslie desde el asiento del pasajero. Se había quedado dormida un par de horas antes, y Lourds no había tenido valor para despertarla.

—Natashya quería parar —le explicó.

—Ya era hora —refunfuñó Gary—. Me castañetean los dientes. Creía que me iba a explotar un riñón con tanto bache. —Abrió una puerta, salió y se dirigió hacia los árboles.

Diop y Adebayo fueron hacia allí también. El anciano llevaba el tambor de la tribu con él.

Lourds miró al oba y temió no volverlo a ver.

—Volverá —aseguró Leslie. Lourds se dio la vuelta—. Eso es lo que te preocupa, ¿no?

—Creo que lo que me interesa es fácilmente adivinable —respondió sonriendo.

—La solución de un misterio, lenguas muertas y la amenaza del fin del mundo —enumeró Leslie encogiéndose de hombros y sonriendo a su vez—. Creo que son cosas que también me interesan. —Miró hacia Natashya, que se aproximaba a ellos—. Más que a otras personas que podría mencionar —dijo alejándose antes de que llegara la mujer rusa.

Pero, en vez de pararse, Natashya fue hacia la parte de atrás del cuatro por cuatro y desató una de las latas de gasolina. Tenía una oscura mancha de sangre en el hombro derecho.

—¿Qué haces? —preguntó Lourds.

—La moto se ha quedado sin gasolina.

—Puedes venir con nosotros.

Natashya negó con la cabeza.

—Tener dos vehículos nos da más oportunidades de reaccionar si Gallardo tiene otro coche que yo no haya visto.

—Hasta ahora no nos ha seguido.

—Eso no quiere decir que no ande por ahí.

Tuvo que admitir en silencio aquella posibilidad. Gallardo había conseguido encontrarles en cada parada de su viaje. Su inquietud se aceleró al mismo ritmo que el latido de su corazón.

Natashya cogió la lata.

—Deja que te ayude —se ofreció.

—Puedo hacerlo —insistió testarudamente.

—No me cabe la menor duda —dijo acercándose para coger la lata. Por un momento pensó que le iba a golpear, pero en vez de eso, se dio la vuelta y echó a andar en dirección a la moto.

Cogió una botella de agua de una de las alforjas y dio un buen trago.

Sabiendo que no diría nada hasta que así lo deseara, Lourds abrió el depósito. Un rápido vistazo a su interior confirmó que estaba en las últimas. Levantó la lata y lo llenó sin derramar una sola gota.

—Lo he tenido en el punto de mira —aseguró Natashya.

—¿A quién? —preguntó poniendo el tapón.

—A Gallardo. Lo tenía en el punto de mira y he fallado —confesó colocándose un mechón de lacios cabellos detrás de la oreja.

Lourds prefirió no decirle que seguramente tendría otra oportunidad. Eso apenas la reconfortaría. A pesar de que no parecía haberles seguido, no descartaba esa posibilidad. Como una moneda falsa, Gallardo aparecía una y otra vez.

—Mató a Yuliya —dijo Natashya.

—No lo sabes. No puedes estar segura. En aquel ataque había más hombres —comentó Lourds suavemente.

—Lo noto aquí —aseguró llevándose una mano al corazón—. Lo sé en la parte de mi cuerpo que es rusa.

—Deja que te vea la herida.

—No es nada. —Lo rechazó, negando con la cabeza.

—Con este calor y el polvo y la suciedad que llevamos encima, por no mencionar la flora y la fauna locales, es peligroso no limpiarla. Podría infectarse.

—Haz lo que quieras, pero rápido. Tenemos que seguir —dijo encogiéndose de hombros.

Lourds llamó a Gary, que había vuelto al vehículo, para que le llevara el botiquín. Sacó una linterna y una botella de antiséptico.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Gary.

—No —contestó Natashya antes de que Lourds pudiera decir nada.

—Vale, estaré cerca del coche por si quieres algo. —Dejó el botiquín y volvió sobre sus pasos.

—¿Te sientes particularmente antisocial? —preguntó Lourds.

—Si no me hubiera preocupado por todos vosotros me habría quedado allí y habría matado a Gallardo.

No dijo nada. La forma en que se enfrentaba a la muerte de su hermana era muy diferente a la suya. Él quería continuar con el trabajo que Yuliya había empezado; por su parte, Natashya sólo deseaba acabar con su asesino. No podía imaginar lo que sería matar a alguien a sangre fría. En alguna de sus búsquedas de objetos y manuscritos se había tropezado con soldados profesionales. Hasta cierto punto entendía su forma de pensar, pero él jamás podría ser uno de ellos. Natashya le había hecho caer en la cuenta de que en este peligroso mundo hay sitio para ese tipo de personas.

—Bueno, me alegro de que te preocupes por nosotros —dijo subiéndole la manga, pero se dio cuenta de que no alcanzaba a la herida—. ¿Puedes quitarte la blusa? No llego.

Natashya sacó una navaja del bolsillo, la abrió y cortó la tela.

—Gracias. —Desgarró un poco más la camisa. Iluminó el hombro y sofocó la náusea que sintió en la boca del estómago.

—No te preocupes, la bala me pasó rozando.

Lourds, que no confiaba en su voz, se limitó a asentir. La irregular herida tenía mal aspecto y parecía dolorosa, pero no grave.

Sin embargo, no pudo dejar de pensar en lo diferente que podría haber sido de haber impactado doce o quince centímetros más a la izquierda. Le habría destrozado el cuello. Si no la hubiera matado instantáneamente se habría ahogado en su propia sangre. Y se comportaba como si no hubiera pasado nada. Era increíble.

—Esto picará —le advirtió.

—Si no lo soporto, te lo haré saber.

Eso era lo que más miedo le daba.

Echó un poco de líquido desinfectante en la herida y quitó la sangre. Limpió la herida lo mejor que pudo sin presionar los bordes por miedo a que empezara a sangrar otra vez.

Natashya no dijo una palabra.

Cuando creyó que la herida estaba todo lo limpia que pudo conseguir, le aplicó una crema antibacteriana y le puso una venda.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntó Natashya mientras cerraba los desgarrados bordes de la camisa manchada de sangre.

—No sé, tenemos que entrar en contacto con los otros dos guardianes.

—¿Son como el anciano?

—Se llama Adebayo, y no lo sé. Creo que todo el mundo suele ser producto de su cultura y no de la tarea que le hayan encomendado.

—¿Sabes dónde están?

—Todavía no.

—Quedarnos en Nigeria no es buena idea.

—Lo sé, nos vamos a Londres.

Natashya frunció el entrecejo y movió la cabeza.

—Allí lo controlará todo ella.

No tuvo duda de a quién se refería.

—Estaremos más seguros, todos. Leslie ha conseguido un visado temporal para Adebayo a través del consulado británico.

—¿Ha llamado por teléfono?

—Sí y también ha reservado unos billetes que… —iba a seguir hasta que se dio cuenta de que estaba hablando con la espalda de la mujer rusa.

Natashya se inclinó y levantó la lata de gasolina sin decir una palabra. Después fue hacia el borde de la selva, donde estaba Leslie con el móvil en la oreja.

Se apresuró para alcanzarla, aquello no pintaba nada bien.

—Dame el teléfono —le ordenó Natashya.

Leslie la miró y luego le lanzó una mirada a Lourds para pedirle ayuda. Como no la obtuvo, y Lourds no tenía ninguna intención de inmiscuirse en aquel conflicto entre las dos mujeres, volvió la vista hacia la mujer rusa.

Detrás de ella Gary, Diop y Adebayo dieron un paso atrás a la vez, para alejarse del peligro.

—El teléfono —exigió de nuevo Natashya.

—Perdona, pero en este preciso momento estoy intentando negociar…

Natashya estiró un brazo para arrebatárselo, pero Leslie consiguió bloquearlo, solamente porque había utilizado el herido y había sido más lenta de lo normal.

—¡Imbécil! ¿Cómo te atreves?

Lourds se colocó entre las dos y se dio cuenta inmediatamente de que había sido la decisión más estúpida que había tomado en toda su vida. Antes de que pudiera hacer nada Natashya le golpeó en el cuello con el borde de la mano y le barrió los pies de una patada. Cayó de forma poco elegante sobre la espalda, con la suficiente dureza como para quedarse sin aire en los pulmones.

Natashya sacó una pistola y apuntó a Leslie entre los ojos.

—¡Dame el teléfono ahora mismo!

Por increíble que pudiera parecer, Leslie se lanzó sobre ella blandiendo el teléfono en la mano como si fuera una porra. La mujer rusa paró el golpe con el arma y el móvil salió despedido, pero lo cogió antes de que llegara al suelo.

Leslie volvió a arremeter, pero Natashya se apartó y le puso la zancadilla. Leslie cayó al suelo al lado de Lourds, que todavía no había recuperado el aliento.

Natashya se agachó y cogió también el teléfono de Lourds. Después les pidió los suyos a Gary y a Diop. Ambos, con caras tensas y asombradas, se los entregaron.

—Gallardo y su gente nos han estado rastreando —les dijo mientras tiraba los aparatos al suelo—. Así es como nos han encontrado. Saben dónde estamos por las señales que envían al sistema de satélites de posicionamiento global. Seguramente gracias al tuyo, que no has dejado de utilizar —aseguró frunciendo el entrecejo en dirección a Leslie.

Esta replicó algo totalmente impropio de una dama y nada halagador.

Natashya no le hizo caso y cogió la lata de gasolina.

—A mí no me hubiera importado tener otra oportunidad de enfrentarme a Gallardo y a su gente, pero no creo que vosotros resistáis otro ataque —dijo arrojando gasolina sobre los teléfonos.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Leslie con incredulidad.

—Asegurarme de que no pueden volver a seguirnos.

Lourds inspiró a fondo por primera vez desde que le había derribado en el momento en el que Natashya se arrodillaba y encendía el fuego con un mechero. La llama prendió rápidamente la gasolina y resplandeció en la oscuridad. Al cabo de pocos segundos, los teléfonos empezaron a derretirse.

—¿Y si necesitamos ayuda? ¿Se te ha ocurrido pensarlo? —preguntó Leslie poniéndose de pie.

—Si necesitamos ayuda nos ayudaremos nosotros mismos —replicó dirigiéndose hacia la moto—. Seguramente la necesitaremos más si Gallardo nos localiza. Volved al coche. Tenemos que alejarnos todo lo que podamos de este sitio, y lo más rápido posible.

Con cuidado y preguntándose si tendría algo roto, torcido o desgarrado, Lourds se levantó. Se quedó quieto un momento y sintió el calor que desprendía el fuego.

—Tú la trajiste —lo acusó Leslie.

Sabía que eso no era del todo verdad, pero no iba a discutirlo.

—Quizá deberíamos ponernos en marcha.

Natashya no dio ninguna muestra de querer esperarlos. Pasó una pierna por encima de la moto y apretó el encendido para poner en marcha el motor. El sordo rugido vibró en la selva y acalló los sonidos de la noche. Al cabo de un momento encendió las luces, que deshicieron la oscuridad.

Lourds recogió su polvoriento sombrero, se lo colocó, echó con los pies la suficiente tierra sobre los teléfonos como para apagarlos y se puso al volante del viejo vehículo. Diop, Gary y Adebayo subieron detrás.

Leslie permaneció un momento al lado del coche con los brazos cruzados y una actitud tan obstinada como la de un niño.

Natashya arrancó haciendo un gran estruendo.

—Hay una larga caminata, Leslie. Incluso desde aquí. Y los alrededores no te van a gustar —comentó Lourds.

Soltando un taco, Leslie abrió la puerta y entró. Se sentó con los brazos cruzados y miró hacia la motorista que se alejaba.

—No es mi jefa —dijo malhumorada.

Lourds no abrió la boca. Puso el coche en marcha y soltó el embrague. Fueron ganando velocidad conforme seguían la moto. Esperaba que Leslie se diera cuenta de que no tenía ningún interés en continuar aquella conversación. No les iba a hacer ningún bien. Dijeran lo que dijeran, los teléfonos seguirían quemados; lo que había pasado, había pasado. Ni siquiera estaba seguro de que Natashya no hubiera hecho lo correcto. Era la que mejor preparada estaba para las situaciones difíciles. No seguirla sería una estupidez.

—¿Por qué no has intervenido? —preguntó Leslie.

A pesar de sus esfuerzos para interceder, con lo que se había ganado una buena colección de magulladuras, no merecía la pena explicarle que lo había intentado.

—No puedo creer que dejaras que quemara mi teléfono.

«Va a ser un largo camino de regreso», pensó.

Cueva 41

Catacumbas de la Atlántida

Cádiz, España

—¿Está bien, padre?

El padre Sebastian miró a Dario Brancati. El capataz estaba a su lado y parecía estar tan cansado y demacrado como él.

—Estoy bien, Brancati. Cansado, eso es todo. Nada que no puedan remediar unas cuantas horas de sueño. A ti también te vendrían bien.

—Ya dormiré cuando hayamos acabado esto. Siento haberle despertado tan pronto.

Según el reloj de Sebastian eran casi las tres de la mañana. Apenas había dormido cuatro horas, a pesar de que se había prometido que se iría pronto a la cama.

—Habría esperado, pero he pensado que quizá querría ver esto.

—Sí.

Le ofreció una linterna y un casco.

—Ya tengo uno —dijo poniéndoselo.

—¿Las pilas son nuevas?

—No lo sé —contestó con un movimiento de cabeza.

—Por eso necesita un casco nuevo.

Los dos guardias suizos que lo acompañaban también llevaban cascos nuevos. Insistieron en que se pusiera un chaleco salvavidas con asas para el caso de que tuvieran que sacarlo de allí a toda prisa. Todos siguieron a Brancati y a su equipo a la cueva cuarenta y dos.

Una energía nerviosa lo inundó conforme avanzaba por el agua, que le llegaba hasta la cintura. Las bombas rugían mientras extraían agua incesantemente. El georradar había confirmado la presencia de agua al otro lado de varias paredes. Estaban caminando por una burbuja en la roca, a cuarenta y cinco metros por debajo del nivel del océano Atlántico.

El suelo estaba resbaladizo. En el agua negra como el petróleo seguían flotando, prácticamente hundidos, cuerpos y restos de cadáveres.

De repente notó que algo le rozaba la pierna: vio que una calavera subía a flote un momento antes de desaparecer de nuevo.

—La sacaremos en pocos días, padre —aseguró Brancati. Su voz se dejó oír en la cueva, aunque casi ahogada por la vibración de los motores de aspiración que seguían trabajando sin descanso.

—Estupendo —dijo Sebastian mientras lo seguía por las criptas. En ese momento muy pocas seguían ocupadas.

—Esto no lo vimos porque no estuvimos el suficiente tiempo antes de que se inundara. E incluso cuando lo encontramos, nadie podía creerlo —aseguró Brancati.

Al cabo de unos minutos, Sebastian vio el hallazgo.

Era una puerta inmensa, de casi cinco metros de ancho. Su forma oval resplandecía a la luz y tenía una estructura metálica. Unos extraños símbolos cubrían su superficie. Cuando los observó, titilaron y temblaron. A los pocos segundos fue capaz de leer lo que había escrito.

He aquí los muertos a los que honramos. Este lugar está protegido, la mano de Dios lo guarda. Estas personas vivieron en la tierra sagrada de Dios. Permite que descansen.

Volvió a mirar la inscripción. Cuando intentó concentrarse, no pudo leerla. Sólo vio los símbolos, pero estaba seguro de lo que había leído.

En el centro estaba la misma figura que había visto en el collar del muerto. Alto y bien parecido, con un libro en una mano y la otra dispuesta a ayudar a quien lo necesitara.

Debajo había un sello que reconoció gracias a una información que le había proporcionado el papa Inocencio XIV. Era una reluciente mano sobre un libro abierto del que salían llamas.

Se quedó helado; la impresión casi le paraliza el corazón.

—Es una especie de aleación. Todavía no sabemos cuál. La forma en que se construyó en la roca es muy adelantada para el tiempo en que se hizo. Hoy en día no podríamos hacerlo. No en esa forma. No le encuentro explicación.

—Es una técnica perdida —comentó uno de los obreros—. Como la forma en que los egipcios construían las pirámides. Podemos imaginarnos cómo lo hacían, pero no estar seguros.

—¡Dios mío! —susurró con voz ronca Sebastian al dar un traspiés mientras se acercaba. Si uno de los guardias suizos no lo hubiese sujetado, se habría caído.

Tocó el sello.

Todavía era nítido y los bordes no se habían desgastado. Brillaba como si lo hubiesen colocado el día anterior.

«Es verdad», pensó mientras pasaba su temblorosa mano por encima.

—Padre —dijo uno de los guardias suavemente.

—Estoy bien. Suéltame por favor.

El guardia obedeció a regañadientes, pero permaneció cerca.

Un miedo helador se apoderó de él. No podía hacer nada debido al agua que había al otro lado de las paredes de la cueva, esperando inundarlos. El terror que sentía se centró en la imagen que había en la enorme puerta que tenía delante. Se puso de rodillas y sintió que la fría agua salada por la que había avanzado le subía hasta el pecho.

Cruzó las manos delante del pecho y rezó pidiendo misericordia y salvación, no sólo por él, sino por todas las almas que se habían perdido cuando la Atlántida había desaparecido en el océano.

Dios no había sido misericordioso entonces. No podía. La pérdida de su hijo y la insolencia mostrada por los reyes sacerdotes de la Atlántida eran imperdonables.

Por eso había arrastrado aquella isla continente bajo el mar.

«Pero ¿por qué está aquí ahora? ¿Para volver a probarnos? ¿Es lo que quieres, Señor? ¿Probarnos?», pensó.

Si se trataba de una prueba, mucho se temía que volverían a fracasar. Imaginó que hasta él mismo sucumbiría ante lo que había detrás de aquella extraña puerta de metal.

Y si lo hacía, el mundo volvería a estar condenado.

Hotel del aeropuerto de Lagos Iekja

Lagos, Nigeria

11 de septiembre de 2009

Lourds miraba de vez en cuando las imágenes de la campana, del címbalo y del tambor en la pantalla del ordenador, pero trabajaba en un bloc de páginas amarillas rayadas que había comprado de camino al hotel. A Natashya no le había hecho gracia esa compra, pero le había explicado que lo necesitaba.

Su cerebro echaba chispas mientras comparaba las cuatro lenguas que aparecían en los tres instrumentos. Trabajaba febrilmente, intercambiando valores y palabras, ideas y suposiciones que había meditado durante el largo viaje de vuelta a Lagos.

Ni siquiera tener que salir huyendo para salvar la vida había conseguido desconectar esa parte de su cerebro que tanto amaba los rompecabezas de las lenguas y la cultura. Esa era su verdadera pasión.

Nada más llegar al hotel, fueron a recepción y después subieron a sus habitaciones. Leslie había conseguido que estuvieran todas en la misma planta.

No obstante, no habían manifestado ningún sentimiento de camaradería. Todos ellos —excepto Diop y Adebayo, que se comportaban como amigos que no se veían hacía mucho tiempo— habían preferido ir a su habitación por separado.

No quería intervenir en el conflicto entre las mujeres y tampoco estaba muy seguro de hacia cuál de las dos sentía más lealtad. Leslie había conseguido llevarlos hasta allí y el factor relaciones íntimas estaba de su parte, pero nunca había dejado que el sexo se interpusiera en su trabajo. Sospechaba que ella pensaba igual. Por desgracia, los dos se veían impulsados por el mismo deseo de destacar en su trabajo. Algo que los colocaba en distintos lados de la barrera en lo tocante a los instrumentos.

Natashya tenía su propia prioridad en vengar la muerte de su hermana. Pensó que esa necesidad nacía no solamente de la cuestión personal en la muerte de Yuliya, sino de la motivación que la había llevado a convertirse en agente de la Policía en Moscú. Su problema era que estaba a punto de explotar pensando en qué era realmente lo que estaban buscando. Necesitaba una caja de resonancia, alguien con quien pudiera hablar de todo lo que hervía en su cabeza.

Y no le parecía justo no compartirlo con Leslie.

Pero no podía.

Miró las notas que había tomado en las últimas páginas del bloc y supo que si no contaba lo que suponía que era la verdad, se volvería loco.

Había llegado el momento de tomar decisiones.

En última instancia, lo que necesitaba era que le escuchara la persona más imparcial. Pensó que Leslie no lo era. Si le decía lo que creía que era la verdad, se cebaría en ello y lo empujaría a dar pasos cada vez mas alocados. Necesitaba una base sólida para finalizar su trabajo.

Dejó el bloc en la cama, fue al frigorífico y sacó dos cervezas. Acababa de darse una ducha y llevaba unos pantalones cortos de color caqui y una vieja camiseta de fútbol. Se detuvo un momento en la puerta y se preguntó si realmente necesitaba que lo escucharan, llegó a la conclusión de que sí.

Tener que explicar cosas, concentrarse en poner en perspectiva todo lo que le pasaba por la cabeza y componer un resumen para contarlo le permitía verlo todo y pensar con mayor claridad. Puede que se debiera al profesor que llevaba dentro, pero también a que hablar hacía que pensara de forma más lineal.

Era lo que necesitaba en ese momento.

Volvió la vista hacia el bloc que había encima de la cama. La palabra Atlántida estaba subrayada, dentro de un círculo lleno de asteriscos. Lo necesitaba realmente.

Salió de la habitación ligeramente asustado.

Llamó a la puerta. Esperó un momento en el pasillo y se sintió ridículo y vulnerable al mismo tiempo, porque sabía que le estaría viendo por la mirilla.

«Y seguramente estará volviendo a poner el seguro de la pistola», imaginó.

Llamó de nuevo pensando que quizás estaba en la cama. Pasaban pocos minutos de las cinco de la mañana.

—¿Qué quieres? —preguntó en ruso.

—He traído un regalo —dijo intentando sonreír y levantando las botellas.

—Tengo mis propias bebidas, vete.

Parte de su confianza se desvaneció y bajó las botellas.

—Necesito hablar.

—¿De qué?

—He descifrado parte de las inscripciones de los instrumentos.

—Estupendo, ya lo comentaremos por la mañana.

—Quiero hablarlo ahora.

—Ahora no podemos hacer nada. Vete a dormir.

Dudó sabiendo que se estaba comportando como un niño mal criado.

—No puedo dormir.

—Tómate las cervezas y lo harás. Has tenido un día muy ajetreado.

Intentó buscar otra línea de argumentación, pero no pudo y se sintió frustrado.

—Necesito saber si voy por el buen camino.

—No soy lingüista, no puedo ayudarte en eso.

Incapaz de rebatir aquello, se disculpó por haberla despertado y se fue. No había dado ni tres pasos cuando oyó que abría la puerta y lo llamaba. Se paró y dio la vuelta.

En pijama y con el pelo suelto, estaba muy guapa. Por supuesto, la pistola que llevaba en la mano contrastaba con su recatado aspecto.

—Entra, pero si intentas propasarte conmigo después del día que he tenido, te pegaré un tiro.

Lourds no podía estarse quieto e iba de un lado a otro de la habitación. Cuanto más hablaba, más cargado de energía se sentía. Cada palabra que pronunciaba parecía avivar el fuego que sentía en su interior.

Natashya estaba sentada en la cama con la barbilla apoyada en las rodillas y la pistola sobre una almohada a su lado. Se dio cuenta de que tampoco había dormido. Había estado allí sentada, lista para entrar en combate.

Bebía la cerveza, pero la suya se había calentado y se había quedado sin gas encima de una mesa cuando los rayos del sol empezaron a calentar los cristales de la ventana al otro lado de las cortinas.

—Las inscripciones hablan de una isla-reino. Creo que se refieren a la Atlántida.

—Atlántida —repitió como si por un momento no creyera lo que decía.

—Eso creo, aunque no utilizan ese nombre.

—¿Cuál utilizan?

—Tendría que conocer mejor la lengua para poder saberlo. Lo que he hecho ha sido sustituir los símbolos de las inscripciones por palabras e ideas. Puedo cambiar Atlántida por el nombre que dan a la isla e incluso llamar a sus habitantes «atlantes», pero eso no significa que esas palabras estén allí.

—Entonces, ¿por qué la llamaron Atlántida?

—Ese es el nombre con el que la identificaba Platón en sus discursos. Posteriormente llamaron así al océano en el que se hundió. —Intentó estructurar todo lo que tenía en la cabeza—. De momento, permíteme que la llame así.

—¿Sabes que la Iglesia católica romana cree que la ha encontrado? Sale en todas las noticias.

—Poco importa que lo hagan o no. Allí no hay nada que merezca la pena.

Natashya sonrió y movió ligeramente la cabeza.

—¿Y tú estás completamente seguro?

—Sí. Ha estado bajo el mar nueve o diez mil años. Eso daña todo tipo de objetos, aunque, en según qué circunstancias, muchos logran sobrevivir, como cerámica, piedras talladas u oro. Aunque dudo mucho de que sean muy diferentes a los que se han hallado de esa época. ¿Crees que van a encontrar algo?

—Lo que sé, catedrático Lourds, es que el mundo está lleno de cosas muy extrañas. Por ejemplo, la situación en la que estamos. Siempre he sabido que podían matarme cumpliendo con mi deber. Así es mi trabajo. Pero el que pudieran matar a Yuliya por un objeto que había desenterrado no se me había pasado nunca por la imaginación.

Hizo una pausa, pero Lourds se quedó callado y decidió acabar lo que quería decirle.

—Y lo que es más, en el mundo hay cosas que han existido durante miles de años y continúan existiendo. Las pirámides, las tumbas de los faraones o los documentos antiguos que sin duda has leído.

—Sí, pero ese lugar en Cádiz llevaba miles de años bajo el agua hasta que el tsunami lo levantó del fondo del océano. No van a encontrar nada nuevo ni diferente.

—Entonces, ¿por qué es tan importante la Atlántida?

—No lo sé. Lo que sí sé es que es el lugar en el que ocurrió todo lo que dicen las inscripciones.

—¿Qué sucedió?

—Un cataclismo.

—La isla se hundió.

—Sí, pero, por lo que he traducido, los autores de las inscripciones creen que Dios la hundió.

—¿Y tú no?

Suspiró.

—No creo que Dios se involucre en nuestras vidas. Estoy seguro de que tiene otras cosas que hacer más importantes que atender plegarias.

—No creo que esa gente rezara para que la isla se hundiera.

—Seguramente no —dijo frunciendo el ceño.

—¿Dicen las inscripciones por qué la hundió?

—Estaba enfadado con sus habitantes.

—Según el Antiguo Testamento se enfadaba muchas veces.

—No es nada nuevo, ¿verdad?

—¿Por qué te interesa tanto?

—Porque encaja con lo que dijo Adebayo sobre la Tierra Sumergida. Ese fue el nombre que dio al mundo que se hundió.

—No oí lo que dijo.

Cayó en la cuenta de que no había tenido oportunidad de contárselo durante el viaje de vuelta a Lagos.

—Lo que más me fascina es que Adebayo dijo que en aquellos tiempos todo el mundo hablaba la misma lengua. Nadie sabía otros idiomas.

—¿No hay una historia bíblica al respecto?

—Sí, una muy famosa. La de la Torre de Babel.

—Sí, la recuerdo. Los hombres decidieron levantar una torre para llegar hasta el Cielo y unirse a Dios. Al verlo, Dios destruyó lo que unía a la humanidad e hizo que se dividieran y hablaran diferentes lenguas.

—Exactamente. Se cree que se construyó en Babilonia. Se supone que esa es la razón por la que esa región se llama así. El nombre proviene de la lengua acadia y su traducción es, más o menos, «puerta de Dios».

—¿Por qué me hablas de la Torre de Babel? Yo creía que se trataba de la Atlántida.

Lourds suspiró. Esos días su mente trabajaba a toda velocidad. En vez de reducir, parecía acelerarse.

—Porque si hay algún lugar en el que impera una lengua entre todos sus habitantes, lo más lógico es que sea una isla.

—¿Y qué me dices del Creciente Fértil? Se supone que la humanidad procede de allí.

—Los datos arqueológicos son muy claros, así que eso no lo voy a poner en duda. Lo que sugiero es que un grupo de esas personas se hizo a la mar, encontró una maravillosa isla en el océano Atlántico y creó una sociedad como no se había visto hasta entonces.

—¿Por qué?

—Porque Platón dice que así era la nación que llamó Atlántida.

—También hay gente que dice que es pura invención.

—Puede que lo fuera, pero esa isla, la que fabricó estos objetos, según las inscripciones que he traducido, era real. Si alguien hizo algo tan ambicioso en aquellos tiempos como la construcción de una torre tan alta que amenazaría a Dios, ¿por qué no podía ser la Atlántida?

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy sugiriendo que una civilización muy avanzada de la isla que fabricó los instrumentos pudo haber construido la Torre de Babel.

—En las excavaciones no parece haber ningún rascacielos escondido entre los escombros. En las noticias no han dicho nada al respecto.

—Por lo que he visto, no han encontrado nada que se parezca a una ciudad. Cuando la isla se hundió pudo haber desaparecido todo lo que había en la superficie. Tampoco han encontrado mucho en las cuevas.

—Han encontrado una puerta.

—¿Qué puerta? —preguntó, pues no había encendido el televisor en su habitación.

Natashya cogió el mando a distancia y encendió el suyo. El programa de la CNN en el que hablaban del descubrimiento de una extraña puerta metálica en las cuevas apareció en pantalla.

La incredulidad de Lourds fue en aumento. La cámara enfocó la puerta y soltó un grito ahogado, incapaz de creer lo que veían sus ojos.

El periodista dijo: «En las imágenes que nos ha enviado el equipo de información pública del padre Sebastian podemos ver claramente la puerta. De momento, el equipo de excavación no ha podido seguir más allá. Se teme que si continúan las excavaciones se produzca un derrumbamiento».

Cogió papel y bolígrafo de un escritorio y, tras ponerse frente al televisor, empezó a escribir frenéticamente.

—¿Qué pasa?

—La escritura de la puerta —le explicó con voz ronca—. Es la misma lengua e idéntico grupo de caracteres que los que estoy descifrando en los instrumentos.

«No deberías hacerlo», pensó Leslie mientras pasaba la tarjeta por la cerradura de la habitación de Lourds. Aunque sabía que lo haría desde el momento en el que se había quedado con la llave extra que había cogido en recepción.

Había intentado estar enfadada con él por no haber impedido que Natashya le quemara el teléfono, pero no había podido. En última instancia, Lourds era la historia que había vendido al estudio de producción, y lo necesitaba. Iba a proporcionarle un triunfo profesional.

Y aún más, quería a ese hombre por motivos personales. Había dormido lo suficiente durante el viaje de vuelta como para no poder conciliar el sueño. No había nada como el sexo para calmar sus emociones cuando se sentía como en aquel momento.

Entró en la habitación y encontró todas las luces encendidas. Imaginaba que estaría en el escritorio o en la cama y que la vería enseguida. Habían estado un poco nerviosos después de todas las aventuras de los últimos días. Verla entrar habría eliminado el factor sorpresa, pero no creía que aquello disminuyera el deseo que sentían el uno por el otro. Lo pasaban bien en la cama. Estaba segura de que él pensaba lo mismo.

Pero no estaba.

Se enfureció al pensar que podía estar merodeando por el hotel, a pesar de las severas amenazas proferidas por Natashya sobre pasar inadvertido. ¿Estaba jugándose el cuello?

Empezó a deshacer la cama. Cuando volviera de donde estuviera la encontraría allí y podrían disfrutar del sexo reconciliador. Casi siempre era el mejor. No creía que estuviera demasiado enfadado por los rencorosos sentimientos que había demostrado tener hacia él en los últimos días, aunque aquello tampoco enfrió su entusiasmo.

Entonces vio el bloc de notas con su pulcra escritura en el escritorio. Una palabra saltaba a la vista: «Atlántida».

Fascinada, cogió el bloc y lo hojeó. Esa palabra aparecía varias veces, como si hubiera llegado una y otra vez a la misma conclusión: «Isla-reino. Tierra sumergida. Desafío a Dios. Una lengua. Atlántida».

Olvidó sus ansias sexuales, cogió el bloc, lo llevó a su habitación e hizo fotos de las páginas con su cámara digital. El corazón le latía frenéticamente, pues creía que podía volver en cualquier momento.

Pero no lo hizo.

Cuando acabó, llevó el bloc de nuevo a la habitación de Lourds. Sus pensamientos se arremolinaban. Aquello era más importante de lo que había pensado. Era oro puro. Si podía vincular el nombre de Lourds a las excavaciones y relacionar de alguna forma la campana que habían descubierto en su programa, los índices de audiencia se dispararían.

No sólo eso, también podría vender otra serie. Quizás incluso por mucha pasta. Si las excavaciones de la Atlántida en España resultaban ser algo importante, y cada vez eran más interesantes debido al descubrimiento de la misteriosa puerta, podría poseer parte de aquella historia gracias a los objetos que estaban buscando.

Su entusiasmo iba en aumento, al igual que su deseo sexual. Se tumbó en la cama y esperó, impaciente.

Al cabo de otra hora, Lourds finalmente ya no pudo hablar más. El entusiasmo seguía bullendo en su interior y no conseguía apartar de su mente la imagen de la enorme puerta que había descubierto el padre Sebastian.

No podía creer que Natashya siguiese despierta.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Natashya.

—Diop y Adebayo han llamado a los otros guardianes —dijo mientras se sentaba en el borde del escritorio que había al otro lado de la habitación—. Nos reuniremos con ellos en Londres.

—¿Llevarán los instrumentos?

—Sí.

—Están demostrando confiar mucho en nosotros.

—No —la corrigió—. Estás equivocada. Lo que demuestran es que están desesperados. Gallardo y su jefe tienen dos de los instrumentos. Si consigue descifrarlos, y no hay razón para que no pueda hacerlo…

Natashya esbozó una sonrisa burlona.

—¿Admites que pueda haber alguien tan dotado en cuestiones lingüísticas como tú?

—Quienquiera que sea sabe más que nosotros sobre lo que estamos buscando.

—¿Crees que sabe lo de la Atlántida?

No dudó. Al oír aquella pregunta lo vio todo más claro.

—Seguramente.

—¿Has pensado en la postura de la Iglesia al respecto? —preguntó Natashya frunciendo el entrecejo.

—¿La Iglesia? ¿La Iglesia católica? ¿Por qué iba a…?

—Estar financiando una excavación en lo que podría ser la Atlántida —lo interrumpió—. Yo también me lo he preguntado. ¿Qué interés puede tener?

Meditó sobre aquello; no se le había ocurrido relacionar esos dos sucesos —la Atlántida y las excavaciones de la Iglesia— con los instrumentos. Sin embargo, en vista de los potenciales vínculos con la Atlántida y conociendo la gran cantidad de documentación a su disposición, ¿cómo iban a no saberlo?

Sintió un gran desasosiego al pensar en las repercusiones. La Iglesia disponía de una red que movía el mundo. Si alguien podía buscar algo durante cientos e incluso miles de años, esa era la Iglesia católica romana.

—Creo que nos estamos anticipando.

—¿Sí? —inquirió Natashya arqueando una ceja.

—Estás sugiriendo una conspiración.

—En mi trabajo veo conspiraciones a todas horas. Conspiración para cometer un asesinato. Conspiración para perpetrar un robo. Conspiración para hacer un fraude. En todo esto hay algo oculto, quizá lo haya estado durante miles de años. Ahora empieza a salir a la luz, ¿no crees que alguien querría controlarlo?

Lo que decía tenía sentido, era consciente de la investigación necesaria, aquello le abrió los ojos.

—Nadie podía haber supuesto que el tsunami llevaría a la superficie ese trozo de tierra en España.

—Puede que alguien quisiera que nunca apareciera. Cuando alguien arroja un cuerpo al río Moscova no espera que vuelva a aparecer, aunque a veces sucede.

—Estás hablando de un asesinato. Al cabo de un siglo o algo así, todo el mundo que estuviera relacionado habría muerto.

—Estoy hablando de un suceso. Tú mencionaste el hundimiento de la Atlántida, la destrucción de la Torre de Babel. Son cosas de gran alcance y las únicas que conoces hasta ahora. ¿Y si hubiera más?

Pensó en aquello. Había más. Tenía que haberlo. Si los instrumentos no hubieran importado a alguien, ¿por qué iban a asesinar a Yuliya?

—Seguiremos buscando.

—Cuenta con más resistencia —le advirtió Natashya—. Estoy segura de que quien está detrás de Gallardo no quiere que llegues tan lejos.

Asintió y se puso de pie.

—Seguramente tienes razón.

—La tengo. Por eso Gallardo y sus hombres han intentado matarnos —dijo abrazándose las rodillas.

—Será mejor que me vaya —sugirió dirigiéndose hacia la puerta—. A lo mejor consigues dormir unas horas antes de que cojamos el avión esta tarde.

Tenía la mano en el pomo cuando la oyó decir:

—No tengo sueño.

La miró un momento y se preguntó qué implicaban aquellas palabras.

—A menos que creas que estás siendo infiel.

—No —aseguró volviendo hacia la cama.

Leslie no había vuelto a acostarse con él desde que estaban en Nigeria y últimamente no parecía muy contenta con él. Imaginó que era, precisamente, por eso.

Natashya lo recibió con los brazos abiertos.

Una brusca llamada lo despertó. Casi no había abierto los ojos cuando Natashya se apartó y le pasó por encima con la pistola en la mano. La sábana se deslizó y dejó ver su desnudo cuerpo.

Entonces se abrió la puerta y apareció Leslie.

—Son más de las once. Si no os levantáis, perderéis el avión. —Miró a Lourds—. Eres un auténtico cabrón.

No supo qué decir, así que no dijo nada.

—Puedo pegarle un tiro —comentó Natashya en ruso sin hacer ningún intento por cubrirse.

—No —gruñó mientras su mente se aclaraba e intentaba encontrar la manera de agarrarse a un pensamiento coherente.

Sin decir una palabra más, Leslie salió de la habitación y pasó como un rayo entre Gary, Diop y Adebayo. Estos dos últimos intentaron contener la risa.

—Tío, ha sido imposible. He intentado convencerla para que no utilizara la llave extra, pero cuando se ha imaginado dónde estabas, no ha habido manera.

—¿Quieres cerrar la puerta?

Gary le lanzó un breve saludo y la cerró.

Natashya se levantó de la cama y se dirigió hacia la ducha.

Lourds permaneció tumbado y se sintió como el premio no deseado de una competición. De no haber sido porque había disfrutado, quizá se habría sentido mal. Pero se fijó en el sugerente contoneo de las caderas de Natashya, hasta que esta se dio cuenta de que la estaba mirando.

Cogió la camisa del escritorio y se la lanzó.

—¡Vístete!

—Podríamos ducharnos juntos, así ahorraríamos tiempo —sugirió.

Natashya lo miró y sonrió.

—Si he de guiarme por lo de anoche, tardaríamos aún más —aseguró cerrando la puerta del baño.

Soltó un gruñido y se obligó a levantarse de la cama. Dadas las circunstancias prometía ser un largo vuelo hasta Londres. Por suerte, podría enfrascarse en la traducción de las inscripciones. Si todo salía bien y su suerte actual cambiaba, podría tenerla acabada cuando aterrizaran.