Norte de Ifé, Nigeria
Estado de Osun
11 de septiembre de 2009
La aldea consistía en un grupo de chozas y casas bajas construidas con todo lo que habían encontrado sus ocupantes. Había unos cuantos tejados de cinc, pero la mayoría estaban hechos con ramas y follaje. Había cabras, gallinas y ovejas y las coladas colgaban de las ramas de los árboles en la parte de atrás de los edificios.
El conductor detuvo el todoterreno en el centro. Una niña de cuatro o cinco años se soltó de la mano una joven y corrió llamando a su padre.
—¿Ves? Esas cosas se echan de menos cuando no se tiene familia —dijo Diop en voz baja.
—Para mí todavía no es buen momento para formar una, aún no he acabado mi niñez —repuso Lourds.
—No, e imagino que nunca la dejarás. Siempre habrá una aventura detrás de otra que atraiga tu atención —dijo Diop, con un brillo en los ojos.
Pensó en la biblioteca de Alejandría. Seguía sin creer que se hubieran perdido todos aquellos libros y pergaminos. Quería encontrarlos. Quizás esa necesidad lo obsesionaría toda su vida.
Salió del coche, agarrotado y dolorido. En parte por el saco de dormir, eso lo sabía, pero en parte también por sus aventuras amorosas con Lesli. Se estaba haciendo mayor para retozar en el suelo.
Los hombres, mujeres y niños de la aldea los rodearon muy alterados. Hablaban en distintos dialectos e intentaban encontrar una forma de comunicarse con los recién llegados. Finalmente se decidieron por el inglés, pero era un idioma que sólo conocían de forma rudimentaria.
Con todo, lo hacían mucho mejor que cualquier angloparlante que intentara hablar yoruba.
Pero Lourds no era cualquiera.
Empezó a hablar con ellos cordialmente en su lengua, sin ningún problema. A pesar de que habían pasado muchos años desde la última vez que la había utilizado, las palabras acudían a él de forma natural. Siempre había sabido que se le daban bien los idiomas. No solamente los entendía rápidamente, sino que tenía una memoria casi fotográfica cuando los necesitaba, sin importar cuánto tiempo hiciera que no los hubiera utilizado.
Los aldeanos hicieron un esfuerzo mínimo por relacionarse con Natashya. No les había saludado con la cabeza ni había sonreído ante sus muchas preguntas, sino que tenía puesta su atención en la selva que les rodeaba. Llevaba el rifle de caza colgado de un hombro y las pistolas en la cadera. Se había recogido la larga cabellera en una coleta y se había puesto un sombrero vaquero que le hacía sombra en la cara. Unas gafas de sol azul claro le tapaban los ojos. Parecía más peligrosa que cualquiera de los depredadores de la jungla.
Mientras Lourds hablaba con los lugareños pensó en lo diferente que era Yuliya de su hermana. Después agradeció que lo fuera. Sin ella, todos estarían muertos. Alejó sus pensamientos de Natashya cuando la multitud se apartó para dejar pasar a un anciano vestido con pantalones cortos de color caqui, sandalias y una camisa blanca de golf. Llevaba una vara en la mano derecha. Un pelo algodonoso blanco y gris le cubría la cabeza y la cara.
El hombre se detuvo frente a ellos.
—Thomas, te presento al oba Adebayo —dijo Diop.
Lourds se adelantó y mantuvo la mirada del anciano.
—Oba Adebayo, este es Thomas Lourds, de Estados Unidos.
Adebayo desvió la mirada de Diop a Lourds.
—¿Qué quieres? —preguntó en inglés con un marcado acento.
—Sólo hablar con usted —respondió en yoruba.
Las cejas del anciano se arquearon mostrando su sorpresa.
—Hablas mi lengua.
—Un poco. No tanto como me gustaría.
—Hace mucho, mucho tiempo que no había oído hablar tan bien mi lengua a un hombre blanco. ¿De qué quieres hablar?
Había meditado mucho cómo plantear el tema del tambor. Podría haberse adelantado a la conversación, pero pensó que alguien lo suficientemente inteligente como para gobernar un pueblo y representar el papel de rey en una de las ciudades más antiguas de África habría descubierto su estratagema.
En vez de eso, se quitó la mochila y la dejó en el suelo.
—Deje que le enseñe. —Se arrodilló a su lado, abrió la cremallera de uno de los bolsillos exteriores, sacó las fotografías del címbalo y la campana y se las entregó—. Mire.
Al cabo de un momento, Adebayo las cogió. Las estudió en silencio mientras el ganado se arremolinaba alrededor y los niños seguían hablando entusiasmados.
—¿Dónde están? —preguntó mirándolo.
—No lo sé —contestó Lourds volviendo a colocarse la mochila en el hombro—. Pero me gustaría saberlo.
—¿Por qué has venido aquí?
—Para escuchar la historia.
—Has perdido el tiempo. Has venido al lugar equivocado. —Adebayo le devolvió las fotografías y se dio la vuelta.
—¿Realmente he venido al lugar equivocado? —preguntó suavemente—. No he sido capaz de traducir gran cosa de lo que hay escrito en esos instrumentos, pero he notado una advertencia en ellos. Cuidado con los coleccionistas.
Adebayo continuó caminando hacia su casa. Tenía el techo de cinc y en las paredes había dibujos hechos por los niños, que supuso tendrían relación con las leyendas yoruba.
—Alguien está reuniendo esos instrumentos. Alguien despiadado. Una amiga mía resultó muerta cuando se lo quitaron. Quien esté detrás de ese robo no es buena persona.
El anciano apartó la cortina de plástico que protegía la puerta.
—Él o ella saben más de los instrumentos y su conjunto. Sé que reunir esos instrumentos es peligroso, pero no sé por qué. Necesito ayuda —continuó Lourds.
Adebayo desapareció en el interior de la casa. Lourds empezó a seguirlo. Inmediatamente media docena de jóvenes se pusieron delante para bloquearle el paso.
Perplejo, Lourds miró a Diop; el anciano historiador se limitó a ladear la cabeza.
—Si Adebayo no quiere hablar contigo, no lo hará. Quizás otro día —le dijo a Diop.
Molesto, Lourds intentó pensar en algo que pudiera decir o hacer. Volvió a mirar las fotografías de la campana y del címbalo.
—Tiene que proteger el tambor, lo sé, pero se supone que también es un hombre sabio. Por eso están escritos los mensajes en los instrumentos. Tiene que transmitir el mensaje a los que ocupen su puesto como protectores del tambor.
Los jóvenes guerreros se adelantaron y ahuyentaron a los animales y a los niños.
—Vete —dijo uno de ellos con la mano en el puñal que llevaba en la cintura.
—Vendrán otras personas —le dijo Lourds mientras se echaba hacia atrás—. Muy pronto vendrán otras personas y le quitarán el tambor. ¿Podrá evitar lo que suceda cuando se reúnan los instrumentos?
—¿Y tú? —preguntó Adebayo sacando la cabeza por la puerta.
—No lo sé —admitió. Tenía que ser sincero incluso para confesar su ignorancia. La presión del guardabarros del todoterreno en la cadera le impedía seguir reculando.
—¿Sabes lo que dicen las inscripciones de la campana y del címbalo? —preguntó Adebayo.
—No, esperaba que pudiera ayudarme —dijo Lourds sintiendo una ligera esperanza, aunque sin atreverse a confiar en ella.
La cara del anciano demostró su enfado.
—Dejadlo pasar —gruñó a los guerreros—. Hablaré con él.
Los guerreros se apartaron poco a poco.
—Ven, te diré todo lo que pueda acerca de la Tierra sumergida y del Dios que anduvo en la Tierra.
Escondido entre los matorrales a unos mil metros de la aldea, Gallardo vigilaba con los binoculares de largo alcance. Por un momento había tenido la impresión de que iban a echar a Lourds y a sus compañeros.
Si eso hubiese ocurrido no habría sabido qué hacer. Todavía no estaba seguro de qué estaba haciendo Lourds en el interior de la selva.
Se llevó el rifle de caza al hombro y quitó el protector de la mira telescópica. Miró a través de ella y la centró en la cabeza de la mujer rusa.
Matarla sería fácil.
Al poco, llevó el dedo al gatillo y empezó a presionar, pero la mujer se movió y desapareció de su campo de visión.
Maldijo en voz baja.
Entonces oyó reírse a Faruk.
Se volvió con el ceño fruncido.
—Esa mujer te está volviendo loco, ¿verdad? —comentó sin hacer ningún intento por disimular la risa.
—Sí, pero no por mucho tiempo —aseguró.
Dentro de la casa de una sola habitación había muy pocos muebles. El anciano estaba sentado en una mecedora y señaló dos sillas a Lourds y Diop, unas sillas que parecían, y eran, muy incómodas.
En las paredes había estanterías con chismes que podían comprarse en cualquier tienda de turistas, mapas y antiguas revistas norteamericanas e inglesas.
—Háblame de la campana y del címbalo —pidió Adebayo.
Lourds lo hizo, aunque se limitó a hechos escuetos y a la pista que finalmente le había conducido a Nigeria. Mientras lo hacía, una joven les ofreció zumo de mango y arroz jollof.
Ya había disfrutado de esa comida cuando había viajado por el país junto a su profesora. Tenía un acompañamiento de tomates, cebolla, guindillas, sal, salsa de tomate y curry, que lo coloreaba todo de rojo. Unos finos filetes de pollo asado, con judías y una ensalada de verdura y fruta llenaban los platos.
El olor de aquella comida le despertó el apetito, a pesar de que creía que no tenía hambre. Habían desayunado hacía rato.
—Has relacionado las historias de los instrumentos con el gran diluvio —dijo Adebayo.
—Sí.
—Ya sabes que hay muchos pueblos que hablan del diluvio que envió Dios para destruir el mundo y borrar la maldad que había en él —dijo al tiempo que comía.
Asintió.
—Dios tiene diferentes nombres para los diferentes pueblos. Llámalo como quieras, pero las historias son iguales para la mayoría de ellos. —Hizo una pausa para indicar hacia la puerta—. Hubo un tiempo en que en mi pueblo había numerosos pescadores y comerciantes. Eran orgullosos y poderosos. Cuando navegaban, lo hacían por todo el mundo. ¿Lo sabías?
—No.
—Es verdad. He oído a algunos profesores blancos hablando de estas cosas, pero a la mayoría no les gusta que los hombres africanos sepan tantas cosas. Parte del destierro de mi pueblo se debió a eso precisamente. Cuando el agua se tragó la Tierra Sumergida, la mayoría de mis antepasados y sus barcos también se hundieron.
—¿Qué sucedió?
—Los habitantes de la isla enfadaron a Dios.
—¿Cómo?
—Deseaban ser dioses también, no querían seguir siendo sus hijos —explicó Adebayo, que tomó un sorbo de zumo—. En aquellos tiempos todos los pueblos eran uno y compartían una única lengua.
—Una lengua —repitió Lourds entusiasmado. Con el predominio de Internet, la interfaz que proporcionaba el lenguaje binario y las interfaces de traducción, el mundo casi había alcanzado ese punto otra vez. Como lingüista disfrutaba de esa libertad, aunque parte de él sentía la pérdida de muchas lenguas únicas, que iban desapareciendo de la conciencia humana.
Adebayo asintió.
—Así es. Dios hizo que el océano se elevara y se llevara la tierra donde vivía todo el mundo. Pero fue misericordioso y salvó unas cuantas vidas. Así es como los yorubas llegaron aquí.
—¿Y Oduduwa?
—Fue el piloto del barco. El hombre que nos trajo a estas tierras. También fue el primer protector del tambor. Los hombres peleaban por él. Oduduwa llevó a su ejército hacia el sur y el este de donde había atracado el barco. Mi abuelo me contó que lo había hecho en un sitio que ahora se conoce como Egipto. Allí es donde se libró la primera batalla por el tambor.
—¿Hubo una guerra a causa de los instrumentos?
—Sí, muchos hombres murieron por querer poseerlos. Oduduwa hizo lo que le ordenó Dios y lo mantuvo guardado. Se dieron instrumentos a otros cuatro pueblos —dijo levantando cuatro torcidos dedos.
—¿Quiénes fueron?
—Los que se conocieron después como egipcios se quedaron con la campana. Más pueblos se extendieron hacia el norte helado.
—Rusia.
Adebayo negó con la cabeza.
—No conozco esos nombres, en aquellos tiempos no existían y se suponía que ningún pueblo podía hablar con el otro una vez que se repartieron los instrumentos.
—¿Por qué?
—Porque tenían el poder de abrir el camino.
—¿El camino adónde?
—A la Tierra Sumergida.
—Pero si Dios había hecho que esa tierra se hundiera en el mar, ¿cómo podían regresar a ella?
—He oído muchas historias, que el hombre ha estado en la Luna y en el fondo del mar.
—En la Luna sí y en el fondo del mar también, pero no hemos conseguido llegar a todas partes.
—Puede que la Tierra sumergida no esté en la parte más profunda del océano.
—¿Qué océano?
—En lo que ahora llaman océano Atlántico, en aquellos tiempos tenía otro nombre.
—¿No era el Índico o el mar Mediterráneo?
—El mar hacia el oeste. La historia siempre lo ha contado así.
—¿Quién hizo los instrumentos?
—Dios juntó a cinco hombres. Les dio una lengua a cada uno, un idioma que no podían enseñar a los demás. Les dijo que los cinco instrumentos que crearan según sus instrucciones serían la clave para volver a abrir la tierra prestada.
—¿Cómo?
—Dios no se lo transmitió. Sólo les dijo que llegaría un momento en el que habría una forma de alcanzar lo que estaba oculto a sus ojos.
—¿Qué es lo que estaba oculto?
—Poder. El poder para destruir de nuevo el mundo sin que Dios pudiera salvarlo.
—¿Por qué no destruyó ese poder Dios?
—No lo sé. Mis antepasados me dijeron que no destruía lo que había creado.
—Pero sí que había destruido el mundo.
—No del todo. Tú y yo estamos aquí como prueba de ello. Mis antepasados también me dijeron que había dejado ese poder para probar a sus hijos otra vez, que sembró las semillas de la destrucción entre ellos.
—Para ver si habían aprendido.
—Quizá —dijo Adebayo encogiéndose de hombros.
—Pero esta historia ni siquiera se conoce —comentó Lourds con incredulidad.
—Muchas de las personas que la sabían difundieron mentiras para que no se buscaran los instrumentos y no la creyera nadie. Alejaron la fe en Dios para ser los únicos que la supieran. Se han librado muchas guerras en nombre de Dios.
Lourds asintió en silencio.
—Dos de los instrumentos, la campana y el címbalo, se perdieron hace mucho tiempo en manos de hombres que querían recuperar el poder que había quedado en la Tierra Sumergida. El pueblo yoruba siempre ha protegido el tambor.
—¿Sabe dónde están el laúd y la flauta?
—Se supone que no debemos saberlo.
Lourds pensó un momento. Algo no encajaba. Había algo que se le escapaba, pero su mente consiguió asirlo.
—Sabía que la campana y el címbalo se habían perdido.
—Eso fue hace muchos años.
—Pero lo sabía.
Adebayo no dijo nada.
Lourds decidió enfocarlo de otra forma. Volvió a sacar las fotografías de la campana y del címbalo de la mochila.
—Estos instrumentos tienen dos inscripciones. Una está en la misma lengua.
—Lo sé.
—¿Puede leer alguna de las dos?
Adebayo negó con la cabeza.
—Está prohibido. Debe haber una sola lengua para cada pueblo.
—Entonces, ¿cuál es la lengua de las inscripciones que están en el mismo idioma?
—Esa es la lengua de Dios; sus hijos no deben conocerla.
Aquella declaración lo dejó atónito. ¿La lengua de Dios? ¿Existía o era simplemente una lengua que se había olvidado?
—¿Tiene el tambor?
—Sí.
—¿Puedo verlo?
—Es una reliquia sagrada, no una baratija para turistas.
—Lo sé —repuso Lourds con toda la paciencia que le fue posible dadas las circunstancias. Todo su cuerpo le pedía a gritos que le obligara a entregarle el tambor para poder observarlo—. He hecho un largo camino para verlo.
—Eres un extraño.
—Al igual que los hombres que buscan los instrumentos —argumentó con voz suave. Esas personas son asesinos bien entrenados. No se detendrán ante nada para conseguir lo que quieren. Conocen la existencia de los cinco instrumentos.
—Nadie conoce su existencia, excepto los guardianes.
—Alguien sí que la conoce, alguien que ha estado buscándolos mucho tiempo. —Inspiró profundamente—. Yo los conozco. Sé lo suficiente sobre lenguas como para haberme fijado en que el címbalo tiene una inscripción que procede del yoruba.
—Eso no es posible. Las lenguas eran diferentes.
—Eran inscripciones posteriores y estaban escritas en un dialecto yoruba. Por eso he venido aquí. —Hizo un gesto en dirección a Diop—. De hecho, que le enseñara el tambor ha hecho que encontrarlo fuera más fácil. Cuando hay más de una persona enterada, resulta difícil mantener los secretos.
Adebayo no parecía nada contento.
—Ha protegido el tambor durante mucho tiempo —continuó Lourds—, pero el secreto se ha divulgado. En algún sitio, de alguna forma, alguien sabe mucho más que yo sobre todo esto. Están buscando los instrumentos. No pasará mucho tiempo antes de que los asesinos lo encuentren. Puede que ya lo hayan hecho.
Cierta preocupación asomó a los ojos de Adebayo.
—Sé quiénes son los otros guardianes. Hemos estado en contacto durante mucho tiempo, tal como hicieron nuestros antepasados. Casi desde el principio. Por eso sabía que la campana y el címbalo se perdieron.
Lourds esperó en silencio sin apenas poder respirar. «Tan cerca, tan cerca…», pensó.
—Creíamos que la campana y el címbalo habían sido destruidos. Protegimos los instrumentos a lo largo de generaciones, pero no temíamos que la cólera de Dios se desatara de nuevo sobre el mundo. Ahora dices que está a punto de suceder.
—Sí, ha llegado el momento de hacer algo antes de que sea demasiado tarde. Es necesario traducir el mensaje de los instrumentos. Puede que eso nos ayude.
—Ningún guardián ha podido leer las inscripciones nunca.
—Quizá ninguno de los guardianes era catedrático de Lingüística —sugirió Diop al tiempo que le daba una palmada en la rodilla—. Siempre se ha hablado de profecías. Pero, de vez en cuando, una de ellas ha de hacerse realidad. Quizás, amigo mío, ha llegado el momento de que esta se cumpla.
—¿Incluso si con ello se destruye el mundo? —preguntó Adebayo.
—No dejaremos que eso ocurra —aseguró Lourds—. Si Dios quiere, quizás evitemos que suceda. Pero si no hacemos nada, nuestros enemigos lo conseguirán.
Adebayo se arrodilló al lado de la esterilla para dormir. Puso las dos manos contra la pared, empujó y apartó una sección. Lourds vio que el muro tendría unos treinta centímetros de espesor. Aquel escondrijo estaba muy bien disimulado.
En su interior había un tambor y una baqueta. Lo reconoció inmediatamente, era un ntama, un tambor semejante a un reloj de arena, también llamado «de cintura delgada» por su forma. Normalmente la estructura estaba hecha de madera, que después se vaciaba.
Ese era de cerámica y, al igual que el resto de ntamas, tenía un parche a ambos lados para golpearlos con la baqueta curva, aunque no supo si eran de piel de cabra o de pescado. Aquellos parches estaban sujetos con docenas de cuerdas de piel.
La última vez que había estado en África había visto a hombres que hacían «hablar» aquellos tambores. Sujetándolos bajo el brazo y apretando para aumentar o rebajar la presión en los parches, el tono podía variar radicalmente.
Aunque ninguno de los que había visto era de cerámica.
—¿Puedo? —preguntó estirando la mano.
—Ten cuidado. El cuerpo de cerámica ha demostrado ser muy resistente todos estos años, pero es muy frágil.
Todos los instrumentos lo eran, pensó. De hecho, que hubieran sobrevivido miles de años escapaba a su comprensión. Aunque también habían resistido los ocho mil soldados de terracota y sus caballos enterrados con Qin Shi Huang, primer emperador de China, que habían sobrevivido dos mil años.
Por supuesto, no se habían movido de su sitio y alguno estaba roto, pero sí habían sufrido una revolución en la que los rebeldes habían entrado en la tumba y habían robado las armas de bronce con las que iban equipados.
Pensó que la única explicación para la supervivencia de los instrumentos, por poco científica que fuera, era la providencia divina.
Estudió la estructura de cerámica dándole la vuelta suavemente entre las manos y mirando a través de las cuerdas de piel para descubrir la inscripción que estaba seguro tendría grabada.
No le defraudó. Al verla y recordar lo que Adebayo había contado acerca de la Tierra Sumergida y la cólera de Dios, notó que se le ponían los pelos de punta.
Era verdad.
Tener que aliviarse de forma natural en la selva era algo a lo que Leslie Crane había jurado que no se acostumbraría, ni quería hacerlo.
Se agachó y vació la vejiga mientras apartaba las bragas. No era fácil. Tenía que mantener un equilibrio que no le exigía un váter normal. A los hombres les resultaba mucho más fácil hacerlo al aire libre.
Tenía muchas ganas de volver a la ciudad: poder utilizar un váter, un baño de burbujas y una buena comida le vendrían de maravilla. Y quizás otra noche en la cama de Lourds. Aquel hombre mostraba una extraordinaria capacidad para satisfacerla y permanecía más tiempo sobre ella de lo que habría esperado en alguien de su edad. La verdad era que le había costado estar a la altura, algo a lo que no estaba acostumbrada. Le gustaba estar con él.
Aunque ir por la selva con él era sencillamente horrible. Tenía la impresión de que alguien la estaba observando todo el tiempo.
«Quizás alguien lo está haciendo. Alguien sucio, un asqueroso pervertido», pensó mientras utilizaba el papel higiénico que había llevado.
Cuando se subía las bragas notó un ligero movimiento con el rabillo del ojo. Alguien la había estado observando. Se enfureció. Lo primero que le vino a la mente fue buscar al mirón y cantarle las cuarenta.
Casi lo hizo, pero después cayó en la cuenta de que no hablaba aquel idioma. Tampoco sabía lo que haría uno de los miembros de la tribu yoruba cara a cara con una enfurecida mujer europea.
Entonces fue cuando vio a un hombre en la selva. Fue sólo un segundo. Realmente poco más que un vislumbre.
Pero fue el tiempo suficiente como para darse cuenta de que el color de su piel era bronceado, pero no negro. No era a ella a la que espiaban, sino a todos.
Sintió miedo. Sujetó el rollo de papel y se obligó a volver a la aldea de la forma más calmada posible, a pesar de que todo su cuerpo le pedía que echara a correr.
Cuando llegó al todoterreno encontró a Gary sentado en la parte de atrás con los pies apoyados en el asiento y absorto en la pantalla de su PlayStation mientras apretaba los botones.
—¿Alguna serpiente? —preguntó Gary cuando Leslie dejó el rollo de papel.
—No, pero he visto a un par de mirones.
—Gente de la aldea, ¿no? Se preparan para ser unos seductores.
—No —respondió Leslie forzándose a permanecer calmada—. Era un hombre moreno, quizá chino o árabe, pero no negro.
Aquello despertó su interés y levantó la vista de la pantalla.
—¿Qué estás diciendo, cariño?
—Que Gallardo ha conseguido encontrarnos.
Soltó una maldición y bajó los pies.
—Tenemos que decírselo a Lourds.
—¿Tú crees? —preguntó sarcásticamente mirando a su alrededor—. No me gustaría alertar a los gorilas de Gallardo. ¿Dónde está la maldita bruja rusa? Ella es la experta en estos temas.
—No lo sé. Hace un momento estaba aquí —dijo mirando también a su alrededor.
—¡Fantástico!
—Puedo ir a buscarla.
—Quizá podrías izar una bandera para decirle a Gallardo que lo hemos descubierto. No, quédate y prepárate. Tengo la impresión de que nos vamos a ir de aquí rápidamente —aseguró antes de encaminarse hacia la casa en la que habían entrado Lourds y Diop.
Gallardo observó a la joven rubia por la mira telescópica. Algo no iba bien. Parecía más tensa y resuelta que cuando había estado haciendo sus necesidades.
Dejó el arma y cogió los binoculares.
—¡Faruk!
—Sí.
—¿Has visto a la demonio rusa?
—No.
—¿Cuánto tiempo hace que no la ves?
—Diez, quince minutos.
Si había ido al baño como la rubia, se estaba tomando su tiempo. Cuando desaparecía era más peligrosa que nunca.
—¿De qué crees que están hablando Lourds y el viejo? —preguntó DiBenedetto. Tenía las pupilas como agujas, y entendió que estaba ciego de cocaína.
—No lo sé.
—Lourds no habría venido aquí por nada.
Gallardo soltó un gruñido. Cogió el radiotransmisor y apretó el botón para hablar.
—¡Atentos! La mujer rusa ha desaparecido —dijo recordando la forma en que había pillado desprevenido a su hombre dos noches antes en Gorée—. Avisadme en cuanto la veáis. —Iba a colgar, pero lo pensó mejor—. Si tenéis oportunidad de matarla discretamente, hacedlo. Habrá una recompensa para el que lo consiga.
El teléfono de Lourds empezó a sonar mientras observaba cómo Adebayo colocaba el tambor en una maleta con revestimiento anti impactos. Miró la pantalla y se preguntó quién podría llamarlo en ese momento.
—Lourds —contestó.
—Gallardo y sus hombres han acampado alrededor de la aldea —dijo Natashya sin ningún preámbulo—. Tiene un ejército. Creo que están esperando a que nos vayamos para detenernos.
La ansiedad se apoderó de él. Fue a una ventana y miró al exterior.
—Estupendo, asómate para ser un buen blanco —oyó que decía la enfadada voz de Natashya.
—¿Dónde estás? —preguntó retirándose rápidamente.
—En la selva, con ellos. Intentaré distraerlos mientras escapáis.
—¿Cuándo vamos a hacerlo?
—Hace cinco minutos.
Pensó en aquello. La idea de que lo apresaran en campo abierto no le atraía nada ni aumentaba su esperanza de vida.
—Nos han seguido.
—Sí.
—Pero Leslie ya no está en contacto con su equipo de producción.
—Gallardo habrá encontrado otra forma de localizarnos. Es posible que lo haga a través de los teléfonos.
—¿Puede?
—Sí, si contrata a la gente adecuada. Un buen experto en informática lo conseguiría, aunque esos idiotas no parecen piratas informáticos. Creo que tiene relación con alguien de mucha pasta que no se detendrá ante nada.
El miedo en su interior aumentó.
—Si tienes alguna sugerencia, hazla.
—Mantén la calma. Sal de ahí como si no pasara nada. Entra en el coche y sal de aquí. Hazlo a toda velocidad. Pisa el acelerador y no pares hasta llegar a Lagos. La ciudad está llena de hombres armados. Al menos estaremos más seguros rodeados por la Policía y el ejército.
—¿Y tú?
—Yo estoy bien, os veré allí.
Colgó el teléfono justo en el momento en el que entraba Leslie.
—Tenemos que irnos —dijo esta.
—Lo sé, Gallardo nos ha encontrado —le informó cogiendo la mochila.
La cara de Leslie reflejó perplejidad.
—¿Cómo lo sabes?
—Acaba de llamarme Natashya. Está ahí fuera con ellos. Creo que va a atacarlos de un momento a otro.
—No sé cómo hace esas cosas —aseguró poniendo los ojos en blanco.
—Alégrate de que lo haga. —Se volvió hacia Diop y Adebayo, y habló en yoruba—. Nuestros enemigos nos han encontrado, tenemos que irnos. Si se queda aquí, intentarán llevárselo.
—Iré con vosotros, me necesitáis para hablar con los demás guardianes.
Lourds sonrió.
—Bien, me alegro de que nos haga compañía. Creo que así estará más seguro.
«Aunque no mucho», pensó.
—¡Escapan! —gritó Gallardo por la radio—. ¡Todo el mundo alerta! Los alcanzaremos en la carretera a Lagos, allí habrá menos posibilidades de que interfieran todos los hombres de la aldea.
—Sería mejor capturarlos aquí —sugirió Faruk—. Una vez que estén en marcha todo será más difícil de controlar.
—Lo haremos, tenemos ventaja —aseguró Gallardo.
—Por supuesto. Podemos matar a la rusa aquí y asustar a los otros un poco más para que a la larga nos resulte más fácil manejarlos —dijo DiBenedetto sonriendo.
Aquella idea le pareció atractiva. Había estado esperando la oportunidad de acabar personalmente con la bruja. Cogió el rifle y por la mirilla empezó a buscar a la pelirroja mientras Lourds se colocaba tras el volante del cacharro y ponía en marcha el motor.
Salieron como alma que lleva el diablo y dispersaron a un grupo de gallinas y cabras cuando Lourds hizo sonar la bocina.
«No va con ellos», pensó Gallardo; aquello lo llenó de preocupación. Después llegó a la conclusión de que estaría en alguna parte de la aldea y volvió la vista hacia la selva.
—Encontrad a la mujer rusa. Está aquí, espiándonos —ordenó.
Faruk y DiBenedetto empezaron a buscarla.
—Comprobad los hombres. Mirad si falta alguno.
Entonces la vio, pero porque estaba apuntándole con un rifle.
La encuadró en la mira una milésima de segundo, ni siquiera el tiempo suficiente como para llevar el dedo al gatillo.
La mujer sonreía detrás de las gafas. Tenía la cabeza inclinada detrás de la mira, desde donde lo observaba.
Abandonó el rifle y se tiró hacia un lado.
—¡Cuidado! —gritó, con lo que Faruk y DiBenedetto buscaron refugio también.
Por la forma en que había saltado, Natashya supo que había fallado el tiro, antes de que la culata del potente rifle de caza le golpeara en el hombro.
Se quedó junto a un nudoso baobab, cuyo tronco era casi cuatro veces más grande que ella. Sus delgadas ramas parecían artríticas y retorcidas, como atrofiadas por haber tenido que darlo todo para alimentar el ancho tronco.
A pesar de que Gallardo se había escapado, seguía teniendo otros objetivos en la mente. No había confirmado cuántos hombres había, pero sabía dónde estaban nueve de ellos. Esperaba haber puesto a Gallardo fuera de circulación.
Con calma, enfocó con el punto de mira a un hombre que disparaba al coche de Lourds. Sus balas impactaron en la tierra por detrás del vehículo, lo que le hizo pensar que apuntaba a las ruedas.
Mala suerte.
Apretó el gatillo y aguantó el retroceso. La bala lo derribó. Abrió el cerrojo y dejó que saltara el casquillo antes de disparar de nuevo.
Un par de todoterrenos llenos de hombres armados salieron de la selva haciendo un gran estruendo. No los había incluido en la plantilla. Sólo contaba con los dos vehículos que había encontrado.
Con cuidadosa lentitud se concentró en el primer coche y lo dejó ir un poco en persecución de sus compañeros. Su dedo resbaló en el gatillo, se tensó y apretó.
El proyectil dio de lleno en el lado de la cabeza del conductor y lo lanzó contra el hombre que había en el asiento del acompañante cubriéndolo de sangre y trozos de cerebro. El todoterreno perdió el control inmediatamente y chocó contra un baobab haciendo que dos hombres salieran despedidos. Apuntó al segundo vehículo, pero iba a demasiada velocidad y estaba casi fuera de su alcance.
Ya lo cogería después.
Se concentró en el siguiente objetivo. Lo sacó de su posición con un disparo en el centro del cuerpo antes de que una docena de balas impactaran en el árbol que utilizaba Natashya como parapeto.
«Si te quedas aquí te matarán», se dijo a sí misma. A pesar de todo, quería seguir allí. Quería al asesino de Yuliya. Si se quedaba, con toda seguridad iría a por ella. Podría matarlo, pero eso no iba a ocurrir de momento.
Se colgó el rifle del hombro y se dejó caer por un terraplén que había detrás del árbol. Había elegido con cuidado al hombre al que había matado. Era uno de los pocos que conducía una moto Enduro y el único que iba por libre.
Al final de la cuesta, levantó la moto y apretó el encendido electrónico. El potente motor se puso en marcha y tembló entre sus piernas. Sólo se detuvo el tiempo justo para ponerse el casco, sabiendo que aunque no detendría un disparo directo, sí que desviaría una bala que llegara de costado.
Puso el pie izquierdo en el cambio de marchas y empujó hacia abajo para meter primera mientras apretaba el embrague. Movió el acelerador, soltó el embrague y sintió que la rueda trasera mordía el suelo. Manteniéndose agachada, subió la cuesta y fue cambiando marchas mientras aceleraba rápidamente en persecución de Lourds.
Gallardo corrió por la selva y utilizó el rifle para cortar ramas y arbustos a su paso. Cuando la mujer rusa pasó cerca en una de las motos, se detuvo para disparar, pero falló los tres disparos.
Después desapareció a toda velocidad entre la nube de polvo que había dejado atrás el todoterreno de tipo militar que seguía al vehículo de Lourds.
Volvió a ponerse en marcha y corrió hacia la zona en la que estaban los demás vehículos. Maldijo el haberlos dejado alejarse tanto de la aldea, aunque en el momento de tomar esa decisión le había parecido lo más inteligente.
Llegó a los cuatro por cuatro sin aliento. Fue dando tropiezos hasta uno de ellos y se puso al volante.
—¡Las llaves! —gritó a DiBenedetto, que estaba detrás de él.
Este se las lanzó, pero después se detuvo y negó con la cabeza.
—No te van a servir de nada, no vamos a ninguna parte.
Salió del vehículo y miró hacia el suelo. Alguien había rajado las cuatro ruedas.
—Encontró los coches primero —dijo Faruk con expresión seria—. Esa mujer merece que la odies tanto, Patrizio.
Había sido meticulosa, había rajado también las ruedas de repuesto y los conductos de la gasolina. Lo único que podía esperar era que el todoterreno que la mujer no había encontrado alcanzara a Lourds.
—¡Vamos! —gritó volviendo hacia la carretera y el ruido de los motores. Tenían un largo camino por delante, pero no podían hacer otra cosa.
Lourds miró por el espejo retrovisor para ver si los perseguía alguien. Se maldijo en silencio por no haber aceptado una pistola cuando Natashya se la había ofrecido, aunque no eran las armas que más le gustaban, prefería utilizar la mente.
«Tampoco es que se pueda hacer mucho con la mente en situaciones como estas», pensó con tristeza.
Leslie estaba sentada a su lado y miraba hacia atrás muy preocupada.
Gary, Diop y Adebayo iban en el asiento del medio con los cinturones de seguridad abrochados. El anciano abrazaba la caja que contenía el ntama para protegerla.
«Al menos tendrán cuidado con el tambor. Si saben que lo llevamos, claro», pensó. Aunque aquello tampoco evitaría que los mataran.
—Se acercan —dijo Leslie en voz baja.
Miró por el retrovisor y vio al todoterreno que iba detrás de ellos. Intentó pisar con más fuerza el acelerador, pero el pedal estaba tocando el suelo. El motor protestó. Sus perseguidores iban ganando terreno. Hasta ese momento no habían disparado, pero esperaba que…
Una bala alcanzó el espejo lateral y lo lanzó volando en pedazos.
Leslie gritó y se agachó. Los demás también se inclinaron hacia delante.
Otras dos balas destrozaron el cristal trasero. Una de ellas, o la tercera, Lourds no estaba seguro, atravesó el delantero y dejó un agujero por el que cabía una mano.
Al cabo de un momento, una moto avanzó a través de la arremolinada nube de polvo que dejaban atrás los vehículos. Rápidamente alcanzó el todoterreno y apuntó al conductor con la pistola que llevaba en la mano izquierda.
Lourds vio que la cabeza de este daba una violenta sacudida y que el vehículo perdía el control. El hombre que iba en el asiento del pasajero se aferró al volante, pero entonces la persona que iba en la motocicleta le disparó también. El pasajero del asiento trasero intentó utilizar un rifle, pero el todoterreno dio un fuerte bandazo hacia la izquierda, con lo que el motorista casi pierde el control. El coche se deslizó por la cuneta, atravesó un campo y chocó como una bola de flipper contra un grupo de árboles. Si había quedado alguien vivo después del ataque, dudaba mucho de que siguiera respirando.
Natashya, sabía que era ella por la ropa que vestía, aceleró y se colocó al lado del todoterreno. Levantó la visera y gritó:
—Creo que no nos persigue nadie más. Gallardo sigue vivo, pero él y el resto de sus hombres no podrán alcanzarnos en un buen rato.
Asintió. No supo qué decir, aunque sentía que tenía que decir algo.
—Gracias.
—Voy a adelantarme para ver si tenemos vía libre. —Cerró la visera y salió disparada.
—Estupendo —dijo, aunque ella ya no podía oírle.
—Es una mujer increíble —comentó Diop.
—Me alegro de que esté de nuestro lado —comentó Gary.
Lourds asintió en silencio.