Casa de madame Loulou
Gorée, Dakar, Senegal
6 de septiembre de 2009
Qué sabes de la campana y el címbalo? —preguntó Diop, con las fotos de los dos instrumentos en las manos. Se había puesto unas gafas para verlas de cerca.
—Mucho. Forman parte de una colección de cinco instrumentos. Los que todavía no han aparecido son una flauta, un laúd y un tambor.
Diop lo miró por encima de las gafas un momento.
—¿Sabes dónde están?
—No, sé dónde estuvieron dos de ellos.
Le contó rápidamente la historia de la campana y del címbalo, y cómo se los habían robado.
Durante ese tiempo la joven volvió con plátanos fritos y pasteles, una pasta de estilo portugués rellena y frita. También llevó más cervezas. Natashya pidió agua y Lourds supo que era porque no quería marearse. Dudó de que en alguna ocasión se permitiera relajar aquel control.
—Patrizio Gallardo —dijo Diop mientras pensaba. Después meneó la cabeza—. Hay unos cuantos comerciantes de objetos, unos legales y otros del mercado negro, tanto aquí como en el continente. El pasado siempre está a la venta para los coleccionistas.
—¿Sabes de alguien que haya estado buscando los instrumentos? —pregunto Lourds.
—No —contestó devolviéndole las fotografías.
—He leído tus trabajos. ¿Qué has oído de ellos? —continuó Lourds mientras guardaba las fotos en la mochila.
—Hay una vieja leyenda yoruba acerca de los cinco instrumentos. Quizá son los mismos que estáis buscando. No lo sé. Me he ocupado más de la historia de este sitio que de las fábulas de las diferentes culturas que han pasado por aquí.
—Pero ¿la conoces? —inquirió Leslie.
—Sí, no es muy distinta de muchos otros mitos de creación —respondió encogiéndose de hombros.
—¿Puedes contárnosla? —pidió Lourds.
—Hace mucho, mucho tiempo, el Creador, llamadlo como queráis, de acuerdo con vuestras creencias religiosas, se enfadó con sus hijos en este mundo. En aquel tiempo sólo vivían en una tierra.
—¿Cuál? —preguntó Gary.
—La leyenda no lo dice. Simplemente la denomina como «el lugar de origen». Una vez, invité a unas cervezas a varios estudiosos que insistieron en que podría haber sido el jardín del Edén. O quizá la Atlántida, Lemuria o cualquier otra de las innumerables tierras de fantasía que desaparecieron en lo más recóndito del tiempo.
—Si lo cuentas así suena a paparruchas —comentó Leslie.
Lourds miró a la joven. ¿Estaba verdaderamente perdiendo la fe en lo que buscaban o lo decía solamente por pincharle? Quizás era para desafiarlo. No lo sabía. Intentó no enfadarse, pero no lo consiguió del todo.
Evidentemente, Diop no se ofendió, sino que sonrió.
—Si estás el suficiente tiempo en África, señorita Crane, oirás todo tipo de cosas. Pero si te quedas aún más, te darás cuenta de que todas esas cosas, cada una a su manera, tienen su parte de verdad.
Apareció la camarera seguida de otras dos. Todas llevaban unas enormes bandejas llenas de comida. Cuando las dejaron sobre la mesa, Diop les explicó lo que iban a comer.
Tieboudienne, el plato típico de Senegal, pescado adobado con salsa de tomate y verduras. Yassa, pollo o pescado cocido con cebolla, ajo y zumo de limón, y con mostaza para realzar el sabor. Sombi, sopa dulce de leche de arroz; y fonde, albóndigas de mijo rebozadas en crema agria.
Lourds se fijó en que a Diop no le molestaba hablar y comer a la vez. El estudioso dejaba de hablar en los momentos adecuados para que le hicieran preguntas.
—Cuando se le pasó la cólera, el Creador vio lo que había hecho a sus hijos y se apenó. Así que les prometió que nunca más destruiría el mundo de esa manera.
—Parece el pacto del arco iris —comentó Gary—. O la historia del arca perdida de Indiana Jones.
—Tal como he dicho, muchas de estas leyendas son similares. Incluso las de los animales, como la del oso que perdió el rabo, son muy parecidas en las regiones que hace tiempo tenían esos animales.
—¿Cree realmente que el oso utilizó el rabo para pescar en el hielo y se le congeló? —preguntó Gary.
Diop se echó a reír.
—No, creo que el oso era muy perezoso y engañó al canguro para que cavara en busca de agua y, en venganza, el canguro utilizó su boomerang para cortarle el rabo.
—Esa no la conocía, colega —aseguró Gary.
—La cuentan los aborígenes australianos —repuso Diop, que cogió un poco de cuscús con el tenedor y se lo llevó a la boca—. La cuestión es que cada cultura cuenta historias para explicar lo que no conoce.
—Pero en esta leyenda hay algo más —intervino Lourds—. He visto la campana y las imágenes digitales del címbalo. Los dos comparten una lengua que no soy capaz de descifrar.
—¿Te parece raro?
Lourds dudó un momento.
—Aún a riesgo de parecer egotista, sí.
—Entonces no me extraña que te intriguen tanto esas cosas.
—Otra persona intrigada asesinó a mi hermana por ese címbalo —declaró Natashya con rotundidad.
—Pero sabes el nombre de uno de los que mató a tu hermana. Puedes perseguirlo —señaló Diop.
Natashya no dijo nada.
Por primera vez, Lourds cayó en la cuenta y se sorprendió de no haber reparado en ello antes.
—Por supuesto, si Gallardo y su gente están buscando los mismos cinco instrumentos que Thomas, tiene sentido seguir con él. Tarde o temprano vendrán a ti, ¿no?
Los ojos de Natashya permanecieron fríos como el hielo hasta cuando sonrió.
—Tarde o temprano, sí —dijo.
Gallardo tenía una cerveza en la mano mientras se apoyaba en la pared de la pensión Auberge Keur Beer y miraba las actividades que se desarrollaban en el jardín. Los niños jugaban al fútbol con balones hechos en casa mientras los hombres se peleaban en la arena y las mujeres molían mijo. Los vendedores ofrecían bocadillos y bebidas frías a los turistas y a los vecinos.
Cansado por el largo viaje, añoraba una cama blanda y mucho tiempo para descansar. No sabía cómo podían seguir adelante Lourds y sus compañeros.
Miró la mesa en la que Lourds hablaba con un hombre negro. Le molestaba que pudieran estar allí sentados con tanta impunidad. Todos ellos…
«¿Todos ellos?».
Se dio cuenta de que la mujer rusa había desaparecido de la mesa cubierta por una gran sombrilla. La luz de unas velas les iluminaba la cara y dejaba ver que estaban sumidos en la conversación.
«¡Mierda! La mujer había desaparecido. ¿Dónde estaba?».
Acabó la cerveza, dejó la botella en el alféizar de la ventana y volvió a las sombras.
Se llevó la mano a la parte de atrás de la cintura y la cerró sobre la empuñadura de una pistola de nueve milímetros que había comprado en el mercado negro al poco de llegar a Dakar. Empezó a peinar la zona en busca de la mujer, pero no la encontró.
—Conozco a un hombre que quizá pueda ayudaros con esa leyenda, pero os costará unos cuantos días llegar hasta él. Vive en las antiguas tierras del pueblo yoruba —comentó Diop.
—¿Dónde? —preguntó Lourds.
—En Nigeria, en Ifé. Es la ciudad yoruba más antigua que se conoce.
Leslie levantó la vista de la cerveza que estaba bebiendo.
—¿A qué distancia está? —preguntó Leslie.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Lourds.
—Se llama Adebayo, es el oba de Ifé. —Diop lo pronunció como «orba».
Lourds recordó por sus lecturas que aquella palabra significaba «rey». El poseedor de ese título era el líder tradicional de un pueblo yoruba. A pesar de que el título se otorgaba por tradición, seguía teniendo peso. Algunos organismos gubernamentales consultaban a los obas, aunque aseguraban que más por respeto y por hacer un esfuerzo para mantener la paz que por admitir el poder que pudieran tener. Pero, de hecho, era el reconocimiento de lo que realmente daba forma a la sociedad en la que vivían.
—¿Conoce la leyenda? —preguntó Lourds.
—Más que eso, Thomas. Creo que Adebayo tiene el tambor que andas buscando —contestó con una sonrisa.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Porque lo he visto.
A Natashya no le gustaba no tener un arma. Se sentía mejor con una encima. Había abandonado las que tenía para poder coger el avión. Sin embargo, aquello podía arreglarse enseguida.
Se detuvo en las sombras cercanas a la pensión que daba al patio. El cemento que sujetaba las piedras de las paredes estaba suelto y se habían ido desmenuzando por los años, las enredaderas y la sal. Había bastante espacio entre las piedras como para meter los dedos de las manos y de los pies.
Se quitó los zapatos y los calcetines en la oscuridad. Después, con un cuchillo entre los dientes empezó a trepar por el lado del edificio en el que había visto a un hombre observando a Lourds y a los demás.
Había más. Lo sabía porque los había sentido moverse en la oscuridad.
Hacía pocos minutos se había excusado de la mesa. Prácticamente nadie se había fijado porque todos prestaban atención a la conversación con Diop. Como ninguno de los que los vigilaban la había seguido, imaginó que también los había burlado.
Notó la tensión en las piernas y los brazos debido a su peso. Una cosa era utilizar la fuerza de sus miembros para subir una pared vertical, y otra usar solamente los dedos. Respiró rítmicamente para limpiar sus pulmones de dióxido de carbono.
Pronto, aún bajo el manto de las sombras, llegó al balcón del cuarto piso y poco a poco acercó su cuerpo a la barandilla.
El hombre que había visto seguía en la oscuridad observando al grupo.
«No durarían ni una hora ellos solos», pensó. Pasó lentamente por encima de la barandilla y cruzó en silencio el suelo del balcón. Sólo dos sillas, una palmera en una maceta y el observador compartían aquel espacio. Se quitó el cuchillo de la boca y lo sujetó con fuerza.
El hombre medía casi uno ochenta. Era europeo y su palidez resaltaba en la noche. Fumaba un puro barato que apestaba tanto que Natashya podría haberlo localizado simplemente con seguir el olor.
En el último momento, el hombre se volvió, como si hubiese notado algo. Se le había activado el sexto sentido que había desarrollado por el tipo de vida poco civilizada que llevaba.
Pero era demasiado tarde.
Natashya se colocó detrás de él, le cogió la mejilla con una mano y le puso la punta del cuchillo en el cuello con la otra.
—Si te mueves te lo rebano —dijo en inglés.
El hombre se quedó quieto; aterrorizado.
Con el corazón latiéndole a toda velocidad mientras luchaba contra sus propios miedos, Natashya buscó por debajo de la camisa y le quitó la pistola de nueve milímetros que guardaba en una pistolera de cuero. Llevaba otra en la cintura, que también le arrebató.
Un auricular hizo ruido en su oído. Alguien hablaba en italiano.
—¿Qué quiere saber? —le preguntó.
—Dónde estás.
El miedo se intensificó en su interior. Apartó el cuchillo y le colocó el cañón de la pistola en la nuca.
—No dispares —suplicó con un ronco susurro—. Por favor, no dispares.
—¿Qué está diciendo?
—Se ha dado cuenta de que no estás con los demás.
—¿Es Gallardo?
El hombre asintió.
—Dame la radio.
El hombre obedeció.
Natashya apretó el botón para hablar.
—Gallardo.
Se produjo un momento de silencio y después una voz masculina dijo:
—¿Quién habla?
—Asesinaste a mi hermana en Moscú. Un día de estos te mataré.
—No si te mato yo primero —replicó con voz dura y arrogante.
—Espero que puedas irte de la isla esta noche, porque si no lo haces, tendrás que contestar un montón de preguntas de la Policía.
—¿Por qué?
Sin mayores explicaciones, empujó al hombre por el balcón. La caída no era desde mucha altura y había un jardín hermosamente cuidado abajo. Dudó mucho de que aquello lo matara, pero lo oyó gritar mientras caía. De pronto, los gritos cesaron.
Se apartó del borde del balcón y resistió el impulso de mirar abajo. El ruido de las conversaciones le hizo saber que la caída había atraído a un montón de personas.
Entró en la habitación, vació un par de maletas y encontró dos cajas de balas. También había un paquete pequeño de lo que sospechosamente parecía ser marihuana. Aquella droga no iba a causar ningún revuelo en la isla, pero ocasionaría una larga sesión de preguntas y respuestas con la Policía de Gorée hasta que se pudiera arreglar un pago a cambio de sacarlo del apuro.
Lo dejó allí.
Metió las balas y la pistola en la maleta, la cerró y salió descalza por la puerta.
—Creo que se ha roto una pierna —dijo alguien.
—¿Qué ha pasado? —preguntó otra persona.
—Se ha caído del balcón.
—¿Está borracho?
En un extremo del grupo de turistas que se había congregado alrededor del hombre, Lourds miró a su alrededor con una intranquila sensación en la boca del estómago.
—¿Dónde está Natashya? —preguntó Leslie a su lado.
—No lo sé —contestó moviendo la cabeza.
—¿Crees que…?
—No ha sido ella. Me he fijado en cómo trabaja. Le hubiese pegado un tiro —dijo Gary.
—No si simplemente quería provocar un alboroto para que pudiéramos salir de aquí.
Lourds se dio la vuelta y vio a Natashya detrás de él, con una maleta.
—¿De dónde la has sacado?
—De su habitación —confesó indicando con la cabeza hacia el hombre acurrucado en posición fetal.
—¿Has sido tú?
Natashya mantuvo su mirada sin sentimiento de culpa.
—Pensé en dispararle, pero no creo que hubiéramos podido irnos sin contestar antes un montón de preguntas. Tal y como está, parece un turista que ha tenido un accidente.
—Supongo que no es un turista.
—No, Gallardo está aquí. Espero que arrojar a su gorila por el balcón atraerá a la suficiente Policía como para que de momento se esconda. Mientras tanto, deberíamos hacer lo mismo.
Lourds se maravilló de lo fría y calmadamente que se encargaba de todo. Ni siquiera había sudado después de enfrentarse a un hombre armado.
—Tienes suerte de no estar herida o de que no te haya matado.
—Y tú tienes suerte de que Gallardo no quiera matarte. —Hizo un gesto hacia el callejón cercano a la pensión desde la que había caído el hombre—. Necesitábamos una distracción para salir de aquí.
—Bueno, eso es lo que yo llamo una distracción —dijo Diop meneando la cabeza antes de volverse hacia Lourds—. No cabe duda de que tienes unas compañías muy interesantes, Thomas.
«No te lo puedes ni imaginar», pensó Lourds.
—Sugeriría que no pasáramos la noche en la isla. —Natashya encontró sus zapatos en el callejón y se los puso—. Tal vez la Policía quiera hablar también con nosotros. Pueden persuadir al amiguito de Gallardo para que les dé información sobre nosotros, además de sobre su jefe.
—Conozco a un hombre que tiene un barco —dijo Diop—. Puede llevarnos al continente esta noche.
—Estupendo. Cuanto antes, mejor.
Océano Atlántico
Este de Dakar, Senegal
9 de septiembre de 2009
Gallardo estaba en la popa de la lancha motora alquilada mientras iniciaba una apresurada retirada hacia Dakar. El viaje en transbordador era de veinte minutos. Aquella lancha reducía considerablemente el tiempo del viaje, pero por desgracia, también le acusaba de intruso. Cuando la Policía de Gorée empezara a hacer averiguaciones sobre el hombre que había caído al patio, como estaba seguro que harían —y como sabía que habría supuesto la mujer rusa—, seguirían la pista hasta él al cabo de poco tiempo.
Si no lo traicionaba directamente, sin duda tendría que confesar su relación con él cuando interrogaran a la persona que les había alquilado la motora o al traficante que le había vendido las pistolas en el mercado negro.
Maldijo su suerte y miró con desaliento las blancas olas besadas por la luna. Sonó el teléfono. Sabía quién era y dudó en contestar.
Al final se dio cuenta de que no le quedaba otro remedio.
—Sí.
—¿Lo has encontrado? —La voz de Murani sonó fría, eficiente y mucho más cercana de lo que le habría gustado.
—Sí, y si me hubieras dejado ocuparme de él como quería, ya habría acabado.
—No, todavía puede sernos útil.
Gallardo recorrió el corto espacio de la lancha.
—Hubo un problema.
—¿Qué problema?
—La mujer rusa nos descubrió y se las arregló para que fuera imposible que permaneciéramos en la isla.
Murani se quedó callado un momento.
—Síguelo. Las cosas se me están complicando a mí también. Necesito que sigas a Lourds.
—Lo sé. Lo intento. De no haber sido por la mujer, ni se habría enterado de que estábamos allí.
—El hombre con el que ha estado hablando hoy es catedrático de Historia; está especializado en estudios africanos. —Lo sabía por los informadores a los que había pagado en los bares, mientras vigilaba a Lourds.
—Ah, entonces está buscando el resto de los instrumentos.
—¿Qué otros instrumentos? —No le gustaba que le ocultara información, sobre todo cuando esa información podía hacer que lo mataran.
—Hay otros tres instrumentos relacionados con la campana y el címbalo. Puede que hayan estado en esa zona todo el tiempo.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Porque no lo sabía. Sigo investigando. Hay cosas de las que me voy enterando poco a poco.
Gallardo se tragó una colérica respuesta. Murani normalmente lo sabía todo antes de enviarlo a cualquier sitio. El que no lo hubiera hecho significaba que el riesgo era mucho mayor.
Dejó escapar un suspiro y se dijo que aquellos riesgos merecían la pena porque al final el beneficio sería mayor.
—Encuentra a Lourds. Síguelo. No quiero que sufra ningún daño, todavía.
Colgó el teléfono. Lo cerró y lo guardó. Se giró hacia el oeste. Vio las luces de la ciudad a lo lejos. No esperaba que fuera tan grande. No conocía Dakar, pero seguro que el mercado negro sería como en todas partes. Eso era bueno para él. Fuera donde fuera Lourds, sabía que podría localizarlo.
Estaba deseando que llegara el momento de matarlo a él y a sus compañeros, sobre todo a la puta pelirroja rusa.
Hotel Sofitel Teranga
Dakar, Senegal
9 de septiembre de 2009
Lourds trabajó con las lenguas. Tenía suficientes piezas del rompecabezas como para empezar a unirlas. Si había entendido bien la leyenda y si las tres lenguas diferentes hablaban del mismo suceso, podría intentar reemplazar algunas de las palabras símbolo con palabras que creía podrían estar en esos textos.
Hizo una lista.
Tenían que estar en alguna parte.
El método ruso de codificación suele reorganizar el texto antes de codificarlo; quitan los encabezamientos, saludos, introducciones y otras frases estándar. Ese proceso mezcla el lenguaje escrito lo suficiente como para que descodificar el resultado sin una clave sea casi imposible, porque reduce la redundancia que normalmente se da en los mensajes codificados.
Suspiró y se estiró. Intentó buscar una postura cómoda, pero le dolían la espalda y los hombros. Miró el televisor, buscó un canal de deportes, pero lo puso sin voz. Utilizó aquellas imágenes para descansar la vista y cambiar la distancia de enfoque.
Alguien llamó a la puerta.
Se levantó con cautela y recordó al hombre que Natashya había arrojado al patio en Gorée. En cierta forma, era un déjà vu. Fue al armario y cogió la plancha. La que proporcionaba el hotel era muy pequeña y no pesaba, era una pena de arma.
La llamada se repitió con mayor insistencia.
Observó por la mirilla. Leslie estaba en el pasillo con los brazos cruzados sobre el pecho y aspecto de estar un poco enfadada.
Por un momento dudó si abrir o no. Era casi medianoche, podía alegar que estaba dormido. Pero también podía haber cogido una llave de su cuarto, como había hecho la última vez. No lo había comprobado.
Cedió y abrió la puerta, pero no se apartó.
—¿Sí? —preguntó.
—He pensado que quizá deberíamos hablar. —Lourds cruzó los brazos apoyado en el marco—. ¿Y bien?
—¿Y bien, qué?
—¿No me vas a invitar a que entre?
—Primero me gustaría saber de qué humor estás.
—Estoy de buen humor —replicó enfadada.
—Muy bien, puedes pasar. Pero las reglas son que si te pones desagradable, te vas. Aunque tenga que echarte yo mismo.
Aquello le dolió.
—Hace unas noches no tenías tanta prisa por echarme.
—Aquella noche estabas encantadora. Últimamente no lo estás tanto. Pero, pasa, por favor.
Leslie entró y echó un vistazo a su alrededor hasta que su mirada se posó en el ordenador.
—Estabas trabajando.
—Sí —dijo Lourds mientras cerraba la puerta con llave: que entrara algún asesino en la habitación, aunque el hotel era de cinco estrellas, sería embarazoso, por no decir mortífero.
—¿Has descubierto algo?
—No lo sé todavía. Descifrar lenguajes, sobre todo cuando se tiene tan poco material, es un proceso laborioso.
—¿Crees que Diop sabe de qué está hablando? Me refiero al tambor.
—Espero que sí. —Se sentó en el sofá y miró a la joven. Intentó mantener la mente ocupada, pues le resultaba muy fácil acordarse de lo que sintió al estar desnuda en sus brazos.
Leslie iba y venía por la habitación.
—Mis jefes me están presionando. Quieren saber más sobre toda esta historia.
—No tenemos nada más que contarles.
—Me juego el trabajo.
—Ya, si prefieres que nos separemos, lo entenderé. Tengo algo de dinero guardado, podré seguir con esto un tiempo.
Leslie se paró y lo miró.
—Lo harías, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Porque Yuliya Hapaev está muerta?
—En parte sí, aunque creo que eso es más un trabajo para la Policía que para un catedrático de Lingüística. Con todo, me gustaría darles todo lo que necesiten para meter entre rejas a sus asesinos.
—No es ahí donde quiere tenerlos Natashya.
—No, supongo que no.
—Nos meterá en problemas.
—Que yo recuerde es mucho mejor sacándonos de problemas que metiéndonos en ellos.
—Mata a gente.
—Ya. No puedo decir que sea algo que yo haría, pero si me tropezara con esos tipos en esas circunstancias…
—Lo has hecho. Todos lo hemos hecho.
—… y hubiera vidas en juego, no sé si haría lo mismo.
—No eres como ella. Ella es fría e impasible.
—Cuando quiere serlo, no me cabe duda. —De hecho, estaba seguro. Tirar a una persona desde un cuarto piso era algo despiadado.
—No podrías hacerlo.
—No lo sé, a lo mejor te sorprendería —dijo con suavidad.
—Ya lo has hecho. —La voz de Leslie se suavizó. Sin decir una palabra más se acercó a él y lo tumbó en la cama.
Lo besó. Al principio Lourds no respondió, pues no estaba seguro de en qué se estaba metiendo ni si la carne era débil. Pero después notó que la carne le respondía y decidió seguir adelante.
Se desnudaron el uno al otro.
Agotada y en las últimas, Natashya se obligó a salir de aquella cómoda cama. No confiaba en no quedarse profundamente dormida.
Tampoco confiaba en que Gallardo no pudiera burlar la seguridad del hotel. Ya había demostrado de qué era capaz en Leipzig.
Sabía que al final necesitaría dormir unas cuantas horas. Sólo había un lugar en el que podría hacerlo.
Cogió la maleta en la que estaban las pistolas y salió de su habitación. Cruzó el pasillo y llamó a la de Lourds. Al cabo de un momento se oscureció la mirilla.
—¿Pasa algo? —preguntó tras abrir la puerta.
Natashya miró la ropa desaliñada y el pelo revuelto, notó el ligero aroma del perfume de Leslie y supo lo que estaba pasando. Cuando esta apareció detrás de él, vestida solamente con una blusa que casi no le tapaba el cuerpo, tuvo la confirmación.
—Eres un cabrón —dijo con ferocidad en ruso mientras notaba que el enfado y la vergüenza le aguijoneaban las mejillas.
Cerró la puerta.
Natashya fue hacia la habitación de Gary maldiciéndose y llamó.
Poco después se abrió la puerta. Por suerte todavía estaba vestido y llevaba la PlayStation en la mano. Unos marcianitos bailaban en la pantalla.
—Eh, ¿qué pasa? —preguntó Gary.
—Necesito un sitio donde dormir —le explicó, pasó rozándolo y entró en la habitación.
—Vale, me parece bien. Hay dos camas —dijo cerrando la puerta.
Ninguna estaba deshecha. Evidentemente llevaba jugando un buen rato.
—Deja que duerma tres horas mientras estás despierto. —Se tumbó en la cama y se quitó la ropa y los zapatos. Sacó las pistolas de la maleta y las mantuvo en las manos, que cruzó sobre su pecho—. Después me despiertas y duermes tú.
—Turnos de guardia, ¿no?
—Sí. —Cerró los ojos y notó que le quemaban por el cansancio.
—Quizá deberías darme un arma.
—No.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo. Ahora calla y déjame dormir. Ah, y otra cosa más.
—¿Qué?
—Si intentas tocarme mientras estoy durmiendo, te meteré un tiro en la cabeza.
Después, el sueño la arrastró a una muy deseada oscuridad.
Cueva 41
Catacumbas de la Atlántida
Cádiz, España
10 de septiembre de 2009
El equipo de excavación iluminó las aguas que se agitaban en la cueva, al tiempo que las bombas empezaban a funcionar.
El padre Sebastian estaba a un lado, oía el ruido de las bombas y los generadores. Sintió miedo. A pesar de que el capataz, Brancati le había asegurado que la estructura resistiría, sabía que si la reparación de la pared en la que habían abierto el agujero volvía a ceder, podrían ahogarse.
El equipo de excavación iba sacando los cuerpos de los muertos junto con el agua. Parecía que estuvieran tomando el sol sobre las bolsas para cadáveres. Sus ropas no habían resistido, pero aquello no sorprendía a nadie. Los expertos estaban convencidos de que podrían reparar las telas, pero había muchos cuerpos de las criptas a los que las aguas de la inundación habían fragmentado y sus trozos yacían esparcidos. Al parecer, los atlantes dominaban fabulosas técnicas para conservar los cuerpos de sus muertos, pero, aun así, la fuerza del océano que se había desatado en aquel lugar había sido demasiado para ellos. Pasarían años, quizá muchos, antes de que todos aquellos restos pudieran regresar a sus lugares sagrados.
Sintió pena por ellos, a pesar de saber que estudiarlos abriría una nueva ventana hacia el distante pasado de la humanidad.
«Pero, aun así, no sabremos vuestros nombres», pensó.
La pérdida había sido inmensa. A lo mejor, en algún lugar recóndito de la cámara funeraria, o quizás en alguna cueva más allá —si es que había más—, habría un registro con los nombres de todos ellos. Quizás habría notas relacionadas con aquellos muertos.
«¿Sois realmente los hijos e hijas de Adán y Eva? ¿Sois realmente los últimos habitantes del jardín del Edén? ¿Saboreasteis la inmortalidad antes de que os la arrebataran por atreveros a desafiar a Dios?».
Mientras observaba la oscuridad de la cueva inundada, recordó las antiguas historias del libro del Génesis. De niño había imaginado lo que habría sido estar junto a Dios y ver todas las maravillas de la creación. Las ilustraciones de su Biblia para niños mostraban selvas frondosas y exuberantes, llenas de animales que no temían a Adán. Este vagaba libremente entre ellos y les ponía nombre.
Dios también le había dado a Eva como esposa, a la que Satán, disfrazado de serpiente, había engañado para que comiera del árbol de la ciencia del bien y del mal. Cuando Dios se enteró de que habían hecho lo único que les había prohibido, los expulsó del jardín y colocó en la puerta a un querubín con una espada de fuego montando guardia.
¿Seguiría allí ese querubín?
Aquella idea le obsesionaba. Si aquello era el jardín del Edén, tal como creía el papa Inocencio XIV, ¿qué haría si Dios le bloqueaba el paso?
Movió la cabeza, sólo pensar aquello era un sacrilegio. Si Dios lo quería así, el camino estaría bloqueado. No podría pasar más allá.
—Padre Sebastian.
Oyó que alguien lo llamaba entre el estruendo de las máquinas que trabajaban a su alrededor y se dio la vuelta. Uno de los jóvenes del equipo estaba frente a él.
—¿Sí? —preguntó Sebastian.
—Tiene que ponerse el casco, padre —le recomendó mostrándole el que llevaba en las manos.
—Sí, claro. Tienes razón. Estaba pensando en Dios. Jamás había estado frente a él con un casco puesto.
—En el futuro procure pensar en él en una zona más segura.
Asintió, pero no dijo nada, y el joven siguió con lo suyo. Al cabo de un momento volvió a observar la cueva inundada.
«Muy pronto», se dijo a sí mismo. Quizá sólo faltaban unos días antes de que pudiera volver a entrar en la cueva. Aunque no estaba muy seguro de si debería desearlo o temerlo.
Afueras de Ifé, Nigeria
Estado de Osun
11 de septiembre de 2009
—¿Has estado alguna vez en Ifé, Thomas? —preguntó Ismael Diop, que estaba sentado a su lado en el asiento central de un todoterreno Wagoneer.
Natashya iba en el asiento delantero junto al joven conductor yoruba que había contratado Diop el día anterior, al llegar a Lagos. Durante su estancia, Natashya se había equipado con un rifle de caza y unas pistoleras. Se había sentido ligeramente ofendida cuando ninguno de sus acompañantes había demostrado interés por llevar armas.
Leslie y Gary iban en el asiento de atrás.
El viejo cuatro por cuatro funcionaba mejor de lo que había creído Lourds nada más verlo. Con los años había perdido gran parte de la pintura y de los componentes de madera, pero el motor y la transmisión sonaban bien. Aquel modelo era de los que solían utilizarse en rallies; Lourds pensó que seguramente ese habría disputado más de uno. Habían cargado neumáticos de repuesto y latas de gasolina en la parte de atrás, también por delante y en el techo.
—Una vez, hace mucho tiempo, al poco de licenciarme en la universidad, me invitó a Ifé una profesora de Lingüística. Era nigeriana.
—¿Te pidió que vinieras a ampliar tus estudios?
Lourds sonrió al recordarlo.
—Podría describirse así. Era muy estricta, nada de citas con los alumnos. Con los licenciados era otra cosa —dijo mirando por encima del hombro para asegurarse de que Leslie estaba entretenida con Gary.
La chica señalaba a su compañero unos monos araña y unos pájaros de colorido plumaje. En aquella selva de altos árboles abundaban los animales. Todavía era temprano y el desayuno era prioritario para ellos.
Los ocupantes del coche ya habían desayunado. Habían levantado el campamento de madrugada, habían tomado algo rápido y se habían puesto en camino. Por la noche, Leslie había aprendido mucho sobre cómo moverse en un saco de dormir. Había abandonado la tienda de Lourds antes de que Gary se despertara, así que seguramente no se había enterado de su cita, pero Natashya hacía guardia al lado del fuego y les había lanzado una feroz mirada de desaprobación por sus actividades nocturnas.
—Ya veo. Así que una vez licenciado sí que eras un blanco legítimo para ella —dijo Diop con su sonrisa que le arrugó la piel alrededor de los ojos.
—Exactamente.
—¿Cuánto tiempo estuviste?
—Un mes. Cinco semanas, algo así. Lo suficiente como para darnos cuenta de que éramos compatibles. Lo pasamos bien.
—Pero no lo suficiente como para tener una relación más duradera.
—No, no soy de los que se casan. Me gusta demasiado mi trabajo —confesó Lourds moviendo la cabeza.
—Lo entiendo. Yo estuve en una situación parecida. Me casé e intenté sacarle el máximo provecho, pero a veces me debatía entre la familia y el trabajo. Al final, mi mujer me dejó por otro más predispuesto a estar en casa.
—Es una pena.
—De hecho, creo que fue mejor así. Los dos nos alegramos. Ahora tengo tres hermosas hijas y siete nietos a los que visitar cuando necesito un poco de calor familiar. Creo que me entienden más que su madre.
Los monos araña iban de árbol en árbol. Había antílopes a los lados de la carretera con las orejas levantadas, que se asustaban cuando pasaba el todoterreno. Un poco más adelante, el conductor tuvo que girar el volante para evitar el choque contra un elefante, que atravesaba una polvorienta senda que conducía a la selva.
—El hombre al que vamos a ver, el oba de Ifé… —empezó a decir Diop.
—Adebayo —lo interrumpió Lourds.
Diop asintió.
—Sí, buena memoria. Es un hombre muy a la antigua. Hace poco que ocupa su cargo, pero siempre ha sido el protector del tambor.
—¿El tambor no forma parte del cargo del oba?
—No, ha pasado de mano en mano en la familia Debary durante generaciones.
—¿Cuántas?
—Según él, desde que existe el pueblo yoruba —contestó encogiéndose de hombros.
—Entonces durante miles de años —aseguró Lourds, que cada vez estaba más entusiasmado. A pesar de que sabía que Gallardo les seguía la pista, le animaba el hecho de que no lo hubieran visto desde que salieron de Gorée, y se sentía esperanzado—. ¿Le crees?
—No tanto como cuando me dijo que era tonto después de que me enseñaras las fotografías del címbalo y la campana. A pesar de que no soy un experto, creo que las inscripciones del tambor tienen relación con las otras.
Lourds no dejaba de moverse con inquietud en el asiento. El día anterior habían viajado primero en avión y después en todoterreno. Su cita por la noche con Leslie había sido relajante, pero la curiosidad le consumía por dentro. Su impaciencia era cada vez mayor.
—¿Hablas yoruba, Thomas?
—Pasablemente. Mi profesora era yoruba y trabajamos con objetos de su tribu.
—Eso está bien. Adebayo habla un poco de inglés y bastante árabe, como mucha otra gente en esta región, para poder hacer negocios, pero el proceso es muy lento. Además, se llevará mejor impresión si hablas su lengua.
—¿Cuánto falta?
—No mucho. No vamos exactamente a Ifé. Adebayo vive en un pueblo pequeño al norte de la ciudad. Sólo baja cuando necesita que oigan lo que tiene que decir. Pero no dejes que eso te confunda, es un hombre cultivado.
—Mantén la distancia —le pidió Gallardo a DiBenedetto, que iba conduciendo el Toyota Land Cruiser que habían comprado en Lagos—. No quiero acercarme demasiado —continuó mientras miraba la pantalla de la agenda electrónica que tenía en las rodillas el hombre que iba sentado a su lado.
En ella se veía el terreno nigeriano que estaban atravesando. Un triángulo azul marcaba la posición de Lourds. Uno de los expertos en informática que Gallardo solía contratar para sus trabajos había accedido a su móvil y era capaz de rastrear su localizador GPS, siempre que lo tuviera encendido. También había accedido al servicio telefónico de Leslie, aunque seguían sin poder conseguirlo con el de la mujer rusa.
El cuadrado rojo que seguía al triángulo marcaba su avance. Un pequeño receptor sobre una barra del parachoques del Land Cruiser los conectaba a los satélites geosíncronos que orbitan la Tierra y ubicaban su posición.
DiBenedetto asintió y redujo velocidad.
Gallardo miró hacia atrás y vio los tres vehículos que trasportaban el pequeño ejército de mercenarios que había contratado en Lagos. Eran blancos, negros, orientales y árabes, una auténtica colección multiétnica. En los bares adecuados siempre había hombres como ellos. África continuaba desgarrada por las guerras y la codicia. Los perros de la guerra no estaban nunca muy lejos de los combates.
Todos iban armados hasta los dientes.
Gallardo volvió a colocarse en su asiento y sintió que el ambiente iba caldeándose. Estaba seguro de que faltaba poco. Tenía los instrumentos. La bruja pelirroja se iba a llevar su merecido.