17Capítulo

Aeropuerto Internacional Charles de Gaulle

París, Francia

5 de septiembre de 2009

El titular de las noticias de la CNN atrajo el interés de Lourds mientras esperaba en la zona de embarque del vuelo a Dakar, Senegal:

Aunque a regañadientes, la empresa de Leslie había aceptado crear una nueva cuenta para frustrar cualquier intento de espiar los gastos del viaje. También le habían enviado cheques de viajero para pagar los gastos, en vez de una tarjeta de crédito. Una evidente muestra de que creían en la importancia de aquella historia, a pesar de que habían gritado y pataleado ante todas las necesidades que les planteaban. En muchos aspectos había sido una gran ayuda que los liberaran de la pista que atraía a los asesinos como un picnic a las hormigas.

Con todo, aquello no había tenido un efecto positivo en el humor de Leslie. Cuando acabó las negociaciones, volvió a la habitación del hotel de París con un humor de perros. No había vuelto a dormir con Lourds desde Leipzig. En aquel momento dormía en una butaca cercana, cubierta por una chaqueta de verano.

Gary ocupaba otra no muy alejada y parecía absorto en un juego de su PlayStation. Unos auriculares lo mantenían atrapado en el mundo virtual del que disfrutaba gracias a aquella minúscula pantalla.

Lourds no sabía dónde andaba Natashya. Estaba prácticamente seguro, por los breves sueñecitos que se había echado de vez en cuando, de que no había dormido en toda la noche. También sabía que no poder llevar un arma dentro del aeropuerto la estaba martirizando.

Él no podía hacer nada al respecto. Volvió a concentrarse en el programa de televisión: «Hace casi treinta horas, las excavaciones de Cádiz, que han tenido cobertura por parte de innumerables medios de comunicación internacionales debido a los rumores que se han propagado en los últimos meses sobre la posible existencia de la desaparecida Atlántida, han sufrido un duro revés —comentaba el joven presentador negro».

Introdujeron unas imágenes de archivo de las excavaciones. Varios camiones volquete y personas con cubos echaban tierra en la costa, a menos de cien metros. Unos grandes diques contenían la marea: «A primeras horas de la mañana del 4 de septiembre, el padre Emil Sebastian condujo a sus hombres a la nueva cueva que habían descubierto».

Volvieron a insertar más imágenes de archivo que mostraban al padre Sebastian hablando con su equipo en el interior del campamento base. Según los artículos de Time, Newsweek y People que había leído, no se había permitido entrar a los medios de comunicación en el campamento base.

La voz siguió diciendo: «Según unas informaciones aún sin confirmar, estaban examinando una cámara funeraria llena de tumbas».

—Suena horrible —comentó Gary.

Lourds se volvió y vio que había dejado el videojuego y miraba el televisor atentamente.

—¿Has decidido abandonar el reino del ciberespacio?

—Seguiría allí si pudiera hacerlo. Las putas pilas se han gastado. Tengo que cargarlas.

—Pues date prisa, salimos dentro de una hora.

—No pasa nada. Voy a buscar un enchufe, para entonces estarán listas.

El presentador continuó diciendo: «… A pesar de que el equipo de excavación no ha confirmado todavía dichas informaciones, una fuente que pertenece a ese equipo y que no ha querido revelar su identidad nos ha informado de que dentro de la cueva se encontraron cuerpos. También tenemos una foto que muestra las tumbas excavadas en la pared».

En la pantalla apareció una imagen. El color no era uniforme y estaba muy oscura, pero parecía una antigua cámara funeraria con una pared llena de nichos.

La cámara volvió al presentador: «Según nos han informado, dos personas se ahogaron antes de poder ser rescatadas».

Las imágenes de un hombre joven y de otro de mediana edad aparecieron por detrás del presentador. Ninguno de los dos era el padre Sebastian. La voz dijo: «El padre Sebastian ha declarado que la nueva cueva ha quedado prácticamente inundada por el agua. Según él, este contratiempo retrasará el calendario de la excavación, pero asegura que continuarán su trabajo. El Vaticano, que subvenciona la excavación, no ha hecho ningún tipo de declaración cuando se la hemos solicitado».

—Colega, los tipos que se arrastran por las entrañas de la tierra tienen un par de cojones. A mí no me pillabas ahí debajo, con el mar esperando abalanzarse sobre mí, ni loco. Me gusta estar entero, por no hablar de mantener el equipo seco y en funcionamiento, y no me refiero sólo a las cámaras, ya me entiendes.

—¿Ni siquiera ante la posibilidad de descubrir una nueva cultura?

—Ni por todo el oro del mundo. Tampoco estaría aquí si no fuera todo tan apasionante —confesó moviendo la cabeza—. Si quieres que te diga la verdad, lo de ir corriendo de un lado para otro con Leslie, contigo y con Natashya Terminator me parece una locura.

—No creo que le guste que la llames así —lo reprendió Lourds frunciendo el entrecejo.

—Seguramente no, por eso no lo digo cuando está delante —replicó haciendo una mueca antes de irse a conectar su equipo en un enchufe cercano.

Lourds echó una última mirada a Leslie y se sintió incómodo de nuevo, al darse cuenta de que no podía hacer nada por la situación que se había creado entre ellos. Decidió dejarlo todo como estaba, hasta poder enfocarlo de otra manera, y volvió a los documentos sobre los yorubas que había copiado en el Instituto Max Planck.

Prestó especial atención a la leyenda de los cinco instrumentos: el címbalo, el tambor, el laúd, la campana y la flauta. Si lo había traducido todo bien, seguramente había encontrado una buena pista.

Estudio del papa Inocencio XIV

Status Civitatis Vaticanae

6 de septiembre de 2009

El padre Sebastian estaba en el balcón del estudio privado del Papa, observando la Ciudad del Vaticano. Tras haber pasado varios meses en Cádiz, sin prácticamente salir del campamento base y del asentamiento que se había creado alrededor para suplir las necesidades del equipo de excavación, la ciudad le producía cierta claustrofobia. Aunque no se podía comparar con cómo se había sentido la noche en que se había inundado la cámara funeraria. De no haber sido por los guardias suizos, habría muerto.

«No —se corrigió a sí mismo—, no sólo los guardias. Si Dios no me hubiera protegido de todo daño, habría muerto. No hay que olvidar nunca en manos de quién se está realmente».

—Emil —lo saludó una animada voz.

Se dio la vuelta y vio que se acercaba el papa.

—Su Santidad —dijo mientras doblaba una rodilla e inclinaba la cabeza.

El papa Inocencio XIV le ayudó a levantarse y le dio un abrazo.

No acababa de acostumbrarse a que su buen amigo se hubiese convertido en el Sumo Pontífice. Ni siquiera habían bromeado con esa posibilidad cuando trabajaban juntos en las bibliotecas de la Iglesia.

Al Papa, cuando no era más que un cura de parroquia, le habían fascinado las historias que le contaba sobre cuando viajaba con su padre. Incluso había leído los diarios que había escrito en aquellos tiempos.

—Me alegro de que estés bien. Cuando me enteré del accidente en la cueva y pensé que habías desaparecido, recé para que te hubieras salvado. Me sentía culpable por haberte enviado allí.

—Tonterías —replicó Sebastian haciendo un gesto con la mano, aunque luego pensó si aquello estaba permitido ahora que su amigo era el Papa. ¿Cómo iba a saberlo? El tipo de relación que habían mantenido durante muchos años de amistad había cambiado por completo, como si un tsunami la hubiese golpeado y hubiera inundado todos los puntos de referencia. Al menos, no le hizo ningún reproche—. Me habéis devuelto la vida, Su Santidad. Me encanta desenterrar el pasado. Es algo que le habría gustado hacer a mi padre, Dios lo tenga en su gloria. Esta excavación me lo ha recordado a él y a mí mismo, en el pasado.

—Me alegro de que te sientas así, sobre todo después de lo que ha sucedido. La inundación… He oído lo que han dicho las noticias, aunque siempre dramatizan. ¿Es muy grave?

—Es grave, pero puede que no permanente. Dario Brancati insiste en que podemos bombear la cueva 42 y secarla en dos o tres semanas. Después continuaremos con la excavación. —Aquella idea le produjo miedo. Tenía que volver a la cueva después del accidente, y la verdad era que no sabía si se vería capaz.

—¿De dónde proviene el agua?

—Los buceadores de Brancati creen que de otra cámara más profunda de las catacumbas. Están buscando la fuente. Tuvimos suerte de que la presión del aire se igualara rápidamente.

—¿A qué te refieres?

—Cuando abrimos la cámara mortuoria, el aire que había quedado atrapado escapó. Ese cambio permitió que el agua rompiera una pared en el sistema de cuevas. Podría haber sido mucho peor, y no estaría aquí. —Hizo una pausa al sentir un escalofrío. Creía firmemente que había escapado gracias a la intervención divina—. Debéis recordar, Santidad, que todo el océano Atlántico espera muy cerca, listo para reclamar esas cuevas.

—Lo sé.

Se produjo un silencio. Por la tensa cara del Papa, pensó que estaba tan preocupado como él.

—A pesar de todo, hemos tenido suerte, Santidad.

Este suspiró y asintió.

—Te preguntas si lo que estamos haciendo merece la pérdida de vidas.

Permaneció en silencio. No conseguía traducir sus miedos en palabras.

—Cuando te puse al frente de esta excavación, te dije que seguramente era lo más importante que ninguno de nosotros podía hacer en estos momentos.

—¿Os referís a las tumbas?

—Más que eso. Me refiero al collar que encontraste.

—¿Este?

Sebastian sacó la mano de la sotana, abrió los dedos y le enseñó el colgante. La brillante figura, que ofrecía una mano y con la otra sujetaba los textos sagrados, giró en la luz de la habitación.

—Dios tenga piedad —susurró el Papa mientras lo cogía con dedos temblorosos.

—Después de todo lo que ha hecho la humanidad para rechazar los regalos de Dios, no sé cómo puede quedarle piedad por nosotros.

El Papa acarició el colgante con ternura.

—¿Creéis que sigue existiendo allí abajo, Santidad? —Ni siquiera fue capaz de decir el nombre en voz alta—. El mar ha destruido muchas cosas.

—Todo lo que Dios creó es eterno. —Como si estuviera embargado por una emoción demasiado intensa, el Papa apretó el colgante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Cuando llegues al final de tu viaje en esa excavación tuya, amigo mío, encontrarás el jardín del Edén. Pero también encontrarás el mayor peligro al que Dios expuso al mundo.

Dakar, Senegal

6 de septiembre de 2009

Lourds iba en el asiento del pasajero del Land Rover que habían alquilado en el Aeropuerto Internacional Dakar-Yoff-Léopold Sédar Senghor y observaba el cálido sol de la tarde que caía sobre la ciudad. El calor hacía que el ardiente asfalto brillara, a pesar de las gafas de sol.

Dakar es la ciudad más occidental de África; iban hacia ella desde el aeropuerto. El océano Atlántico bañaba las playas de arena blanca, flanqueadas por humildes casas rodeadas por algunos arbustos que ofrecían escasa sombra. Los pescadores y los turistas hollaban sus aguas.

La ciudad es una extraña mezcla de antigüedad y modernidad. Unos altos edificios acuchillan el cielo, pero está rodeada de casas pequeñas. La mayoría de ellas no dispone de las comodidades básicas. El pasado y el futuro se encuentran cara a cara.

—Imagino que no podemos ir en coche a la isla Gorée —comentó Gary, que estaba de buen humor.

—Cogeremos el trasbordador —aseguró Lourds.

—Todavía no nos has dicho por qué vamos allí.

—La lie de Gorée, como se la conocía en tiempos, tiene un pasado infame. Era un enorme mercado de esclavos que abastecía a todo el mundo. Miles de hombres, mujeres y niños eran llevados allí a la fuerza y subastados a compradores de prácticamente todas partes. A pesar de que Inglaterra y algún otro país declararon ilegal la esclavitud en su territorio, siempre había gente dispuesta a comprarlos aquí para venderlos en América y el Caribe.

—Eso no explica por qué vamos allí.

—Durante los muchos años en los que se subastaban esclavos, Gorée también se convirtió en un depósito de documentos y objetos. Maderas de barcos, tallas y cerámica africana, joyas… Todo lo que provenía de África se exponía allí.

—Me sorprende que no lo vendieran.

—De hecho lo hicieron. Con enormes ganancias. Gran parte de lo que en tiempos existió en las tierras en las que los traficantes de esclavos diezmaron a tribus enteras ha desaparecido en la actualidad. Culturas enteras se perdieron debido al tiempo y la codicia.

Gaviotas y garcetas revoloteaban por encima de las aguas gris azuladas. Un poco más allá, algunos cruceros y barcos de pesca entraban y salían del puerto.

—Pero eso es una vieja historia —continuó Lourds—. Las civilizaciones siempre se han alzado por encima de otras. En Inglaterra, los pictos fueron derrotados y masacrados por los romanos y tuvieron que refugiarse en las tierras altas escocesas. En América fueron los indios nativos. Muchas tribus fueron exterminadas conforme los colonizadores europeos iban extendiéndose por el continente. En la actualidad, los pocos que quedan se esfuerzan por aferrarse a su identidad cultural. La destrucción cultural es completa cuando la tradición de los pueblos a los que se arrasa es oral en vez de escrita. Cuando se asesina al narrador de una tribu que no tiene tradición escrita, esa cultura muere para siempre.

—¿Y qué esperas encontrar en esa isla? ¿Narradores? —preguntó Gary.

—Quiero investigar una leyenda muy interesante que leí en el Instituto Max Planck.

—¿Qué leyenda? —preguntó Natashya en ruso.

«Ah, la barrera del lenguaje —pensó Lourds—. Las personas bilingües siempre podemos utilizarla para aislarnos de los demás y señalar las diferencias entre nosotros y ellos».

—Se trata de una antigua leyenda —contestó en inglés— sobre un grupo de cinco instrumentos: una flauta, un laúd, un tambor, una campana y un címbalo, y de cómo se repartieron entre distintas culturas después de una inundación.

—¿Nuestra campana? —preguntó Leslie.

—¿El címbalo en el que trabajaba Yuliya? —inquirió Natashya en ruso.

—¿Qué inundación? —quiso saber Gary.

—Buenas preguntas, todas ellas. No sé si son la campana y el címbalo con los que hemos tenido contacto —admitió—, pero creo que es la dirección en la que iba Yuliya cuando estaba haciendo su investigación. Recordad que sabía que el címbalo no se había fabricado en Rusia.

—Creía que lo habían llevado unos mercaderes —apuntó Natashya en inglés, que evidentemente había decidido unirse al idioma que hablaban todos, ya que Lourds no iba a contestarle en el suyo.

—Correcto.

—Sólo que no tenía sentido, porque el címbalo no tenía ningún valor.

—Correcto igualmente. —Hizo una pausa—. Técnicamente hablando. ¿Qué pasaría si esos instrumentos tuvieran un precio que no estuviera relacionado con su valor intrínseco? ¿Y si estuvieran unidos a un desastre común?

—¿La inundación?

—Uno de los arquetipos más comunes de la mitología universal, presente en todas las culturas, es el diluvio. Además del de Noé, hay historias de diluvios en los sumerios, babilonios, escandinavos, aunque estos lo relacionaban con un diluvio de sangre provocado por el gigante de hielo Ymir, irlandeses, aztecas y en muchos otros países. Los griegos contaban que el mundo llegaría a su fin con tres diluvios.

—Incluido el que inundó la Atlántida —apuntó Gary.

—En realidad no incluyen lo que Platón contó sobre el hundimiento de la Atlántida —le corrigió—. Era otra historia completamente diferente. En ella el mundo sobrevivía, aunque no la Atlántida. La del diluvio relacionado con los instrumentos era más importante. Mucho más.

—¿Crees que los instrumentos tienen relación con el Diluvio Universal? —preguntó Natashya—. ¿El diluvio de los hebreos que Dios envió para borrar el mal y la crueldad del mundo?

—La leyenda que leí no era muy clara, no estoy seguro. Es posible, pero tanto como que pueda ser otro diluvio… El mundo, en un momento o en otro, sufrió grandes diluvios que inundaron la mayoría de las grandes masas terrestres. Gran parte de Estados Unidos estuvo en tiempos bajo el mar. Los arqueólogos encuentran constantemente pruebas de vida marina prehistórica en los desiertos y terrenos baldíos en él oeste norteamericano. También algunas partes de Europa estuvieron bajo el agua. El esqueleto de una ballena apareció en una montaña de Italia.

—Pero los instrumentos… ¿Crees que están relacionados con ese diluvio? —preguntó Leslie.

—No lo sé. Es una leyenda muy antigua, proviene de una tradición oral que casi se ha perdido. No importa si tiene relación o no. Sólo quiero confirmar el mito que habla de esos instrumentos. Si lo consigo, me gustaría averiguar si hay algo más en esa narración aparte del trozo que conozco. Creo que puede ser importante.

Sagrado Colegio Cardenalicio

Status Civitatis Vaticanae

4 de septiembre de 2009

A pesar de que Murani llegó pronto a la reunión, fue el último en entrar. Vestía los hábitos de cardenal, que le atribuían el poder de su cargo, gracias a la virtud de la armadura de Dios.

Aquella habitación subterránea era casi un secreto en el Vaticano. Sólo un reducido grupo de personas tenía las llaves de las dos puertas que permitían el acceso a la estancia. Debido al enorme laberinto excavado bajo el Vaticano durante sus cientos de años de existencia, una buena parte en mal estado, aquellas habitaciones podían existir sin que nadie las conociera. De hecho era fácil que hubiera otras de las que nadie tuviera noticia.

Seguramente no hay lugar más privado en todo el mundo.

Unos soportes de pared sostenían linternas que teñían con un resplandor amarillo las paredes de piedra y la bruñida madera de la larga mesa que había en el centro. Se notaba que alguien la había limpiado cuando había encendido las linternas. Una espesa capa de polvo cubría el suelo de piedra y había espesas telarañas en los rincones. Aquella habitación nunca se había utilizado desde que Murani había ocupado su cargo.

Los treinta y tres hombres que había alrededor de la mesa eran miembros de la Sociedad de Quirino. Aunque no todos estaban allí.

Había acudido hasta el cardenal Lorenzo Occhetto. Estaba sentado a la cabecera con sus vestiduras frágil y envejecido que parecía un cadáver bien vestido. Hizo un gesto con la mano a Murani hacia la silla que había vacía a su izquierda.

—No, gracias. Si esto va a ser un interrogatorio, prefiero estar de pie.

Aquel comentario provocó hoscas miradas por parte de los cardenales.

—Tu falta de decoro está fuera de lugar —lo reprendió Occhetto con un seco susurro.

—En realidad —replicó Murani, que había elegido mostrarse desafiante—, la falta de decoro está fuera de lugar en todas partes. Es lo que la convierte precisamente en una falta de decoro.

—No quieras divertirte a nuestra costa —le reprochó Occhetto.

—No lo hago. Estoy enfadado —aseguró juntando las manos por detrás de la espalda, y echó a andar alrededor de la mesa sin dejar de mirar desafiante a todos los presentes.

—Siéntate —le ordenó Occhetto, aunque su débil voz carecía de autoridad.

—No. —Murani seguía insolentemente de pie, en un extremo de la mesa—. Esto es una farsa que ha durado demasiado tiempo. No permitiré que continúe.

—¿Que no lo vas a permitir? —explotó el cardenal Jacopo Rota. Tenía unos cincuenta años y era famoso por su genio. Era un hombre grandote que había realizado trabajos manuales en su juventud y que seguía teniendo la musculatura que lo demostraba. Se levantó con ademán amenazador a la derecha de Occhetto.

—No, no lo permitiré —dijo Murani con voz calmada.

—Asesinaste al pobre Fenoglio y responderás ante Dios por eso —lo acusó Rota.

—Ante Dios quizá —replicó, aunque no lo creyera—, pero no ante ti.

—Entonces, ¿lo admites? ¿Admites que lo asesinaste? —preguntó Occhetto.

—¿Es la muerte de Fenoglio la primera que ha cometido la Sociedad de Quirino para proteger sus preciosos secretos?

—No ordenamos esa muerte, nosotros no asesinamos —dijo Emilio Sraffa, que apenas tenía treinta años. Era el más joven y, en opinión de Murani, el más inocente.

—Sí, sí que lo hacemos. Aunque todavía no hayas tomado parte en ningún asesinato.

Sraffa miró al resto de los cardenales para que alguien negara la acusación. Nadie lo hizo. Ninguno de ellos apartó la mirada de Murani. Todos lo sabían.

—Las vidas que ordenamos eliminar eran… —empezó a decir Occhetto.

—Eran de quienes considerabais un obstáculo a vuestros deseos —le interrumpió Murani, que se impuso sobre sus palabras—. Podéis justificarlo como queráis. Podéis decir que sólo habéis asesinado a los hombres que no eran verdaderas almas ante Dios. No me importa. Habéis asesinado. Muchas veces.

—Mataste a un sacerdote —le acusó Rota.

—Vuestro querido papa fue el que lo puso tras de mí mientras llevaba a cabo lo que todos vosotros tenéis miedo de hacer.

—No tenemos miedo a nada —aseguró Occhetto.

—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué dirige la excavación el padre Sebastian en vez de uno de vosotros?

Nadie contestó.

Lleno hasta rebosar de energía, cólera y sentido del deber, Murani seguía andando alrededor de la mesa.

—Os sentáis aquí en la oscuridad como viejas asustadas, en vez de haceros con el control de la Iglesia.

—Ese no es nuestro cometido —replicó Occhetto.

—Sí que lo es —lo contradijo Murani en voz alta—. ¿A quién más se le han confiado los secretos que custodiáis? El Papa que elegisteis ni siquiera era uno de nosotros. No conocía los textos sagrados. No sabía lo que sucedió realmente en el jardín del Edén hasta que se lo dijisteis.

—No podíamos elegir a uno de nosotros —comentó el anciano cardenal—. No tenemos suficientes votos en el Sagrado Colegio. No…

—No queréis que os descubran —aseguró Murani con saña—. Os conozco. Buscáis cobijo en la oscuridad como cucarachas.

—Siempre hemos trabajado en la sombra —aseguró Occhetto—. Hemos guardado nuestros secretos durante cientos de años y con decenas de papas.

—Vuestras acciones y elecciones han debilitado a la Iglesia. No protegíais los secretos, sino vuestras vidas.

—Estás yendo demasiado lejos —intervino Rota—. O te sientas y escuchas lo que tenemos que decirte, o te siento yo.

—No. —Cuando el hombre hizo ademán de levantarse, Murani sacó una pistola del abrigo y le apuntó al pecho—. No te muevas.

Los oscuros ojos de Rota brillaron desafiantes y se quedó como estaba, a medio camino de levantarse.

—¿Necesitas una prueba de que apretaré el gatillo? Acuérdate de Fenoglio, de lo que me estáis acusando. ¿Crees que me importa un cadáver más?

Rota se sentó frunciendo el entrecejo.

Murani mantuvo la pistola en la mano. Estaba de espaldas a la puerta, pero, algo ladeado, para poder ver si se abría. Aquella reunión era secreta, pero no sabía lo que podían haber contado sus compañeros de la sociedad. La Guardia Suiza siempre estaba cerca. Ningún lugar, por secreto que fuera, estaba a salvo.

—Mientras habéis estado a salvo en la Ciudad del Vaticano, cotorreando como críos, yo he estado trabajando. He estado en el mundo real y he descifrado algunos pasajes relacionados con los textos sagrados.

Aquello los cogió a todos por sorpresa.

—Mientes —lo acusó Occhetto.

—No, es la pura verdad. Existen cinco instrumentos que abrirán la última cámara, en la que se guardan los textos secretos.

—Todos lo sabemos.

—Tengo dos de ellos.

De repente la habitación se llenó con los murmullos de los cardenales. Occhetto levantó las manos e hizo que se callaran. Poco a poco, se hizo el silencio.

Murani miró a los hombres que tenía delante. El orgullo y el miedo recorrieron su cuerpo como una corriente eléctrica. Jamás se había atrevido a decir tanto de una forma tan clara. Ninguno de ellos lo había hecho.

—¿Dónde están los instrumentos? —preguntó Occhetto.

—Guardados. Donde pueda tenerlos a mi alcance.

—No son tuyos.

—Ahora sí, y pronto el resto también serán míos. —Estaba seguro de que Lourds conduciría a Gallardo hasta el resto o que quizá podría utilizar la campana y el címbalo para localizarlos. La voluntad divina no podía negarse y estaba convencido de que actuaba por su mediación.

—No sabes lo que estás haciendo. Si tienes los instrumentos, debes entregárnoslos —exigió Occhetto.

—¿Por qué? ¿Para que podáis encerrarlos en la oscuridad y que se pierdan? ¿Otra vez?

—No pueden estar juntos. Todo lo que hemos leído dice que Dios quería que estuvieran dispersos.

—Entonces, ¿por qué no los destruyó? ¿Por qué dejó que los encontrara?

—Eso es una herejía —lo acusó Rota.

—Es la voluntad de Dios. Soy su fuerza divina para devolver el poder a la Iglesia.

—¿Cómo vas a hacerlo? —inquirió Occhetto.

—Con el poder de los textos sagrados.

Los cardenales protestaron en voz alta, pero Murani no les prestaba atención.

—Esos textos ya destruyeron el mundo en una ocasión y podrían volver a hacerlo —apuntó Occhetto.

—No lo harán, me ayudarán a rehacer el mundo. Le conferirán un poder a la Iglesia como no se ha visto nunca. Los encontraré y no podréis detenerme.

—Podemos hacerlo, no lo olvides —le recordó Rota.

Murani sonrió ante el corpulento cardenal.

—¿Te refieres a la Guardia Suiza?

Nadie dijo nada.

—Los miembros que escogisteis cuidadosamente han estado haciéndoos el trabajo sucio durante cientos de años. Un asesinato más en nombre de la Sociedad de Quirino no importaría demasiado, ¿verdad?

—No será un asesinato, sino justicia —lo corrigió Rota.

—Ninguno de los que estáis sentados en esta habitación tenéis las manos limpias. Todos habéis estado involucrados en algún tipo de traición o muerte.

Sraffa parecía preocupado, era más débil de lo que Occhetto había pensado. Todavía tenía conciencia. No lo dejaba todo en manos del Creador.

—En asesinatos no —aseguró Occhetto.

—Entonces, si hubierais ordenado que me mataran, ¿eso no habría sido un asesinato?

—No —replicó Occhetto—. Sería un homicidio justificable, una eutanasia en nombre de la Iglesia.

—Quizá —Murani se dirigió al cardenal—. También sería algo insensato, te destruiría y provocaría una herida en la Iglesia que tanto amas.

Occhetto tembló y cerró los ojos. Murani supo que tenía miedo.

—Os diré por qué. Tengo una lista con todos vuestros nombres; tengo grabaciones y documentos que lo prueban todo. Sois unos estúpidos por haber guardado grabaciones de algo así; de esta manera habéis encubierto mi encuentro con Fenoglio. Ahora estáis todos involucrados en el crimen, sois cómplices de un asesinato. He dado estas pruebas a un hombre que las enviará por correo electrónico a las autoridades que correspondan y a la prensa en caso de que me ocurra algo. ¿Creéis que la Iglesia podrá manejar un escándalo como este después de todo lo que ha salido a la luz en los últimos años? ¿Pensáis que el Papa o vuestras sotanas rojas os protegerán? —Un grito ahogado en la habitación confirmó la información que había pagado—. Sí, conozco muy bien vuestros secretos y los compartiré con el mundo si algo me sucede.

—No puedes hacer algo así, Murani —protestó Occhetto, ultrajado.

—Ya está hecho —replicó con voz fría—. Si me tocáis, os destruiré.

Se produjo un profundo silencio.

—Así es como vamos a tratar esta situación —continuó con voz suave y siniestra—. Os vais a apartar de mi camino, o haré que os maten.

—Estás loco —dijo Occhetto.

—No, soy un hombre de fe y de convicciones. Dios me ha revelado lo que he de hacer y lo haré. Todos queremos, ansiamos, esos textos sagrados. Soy el hombre que logrará que nadie los consiga.

Miró a todos los cardenales y después fijó la vista en Rota. Sin vacilar, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Nadie le siguió.

Cogió la linterna que había utilizado para llegar allí y deshizo el camino andado por el laberinto subterráneo. Estaba seguro de que la Sociedad de Quirino no había acabado con él, pero habían conseguido un respiro.

Le temían y no actuarían contra él.

Todo estaba saliendo según sus planes, y los de Dios.

Gorée

Dakar, Senegal

6 de septiembre de 2009

Lourds vio a Ismael Diop en el embarcadero, desde el transbordador. Lo reconoció por las fotos que había encontrado en Internet.

Era negro y estaba flaco hasta el borde de la escualidez. Tenía unos setenta años y, según la biografía que había leído, seguía acudiendo a convenciones sobre la historia africana y en especial sobre la trata de esclavos en el Atlántico. Publicaba regularmente, a pesar de estar jubilado. Era profesor emérito de la Universidad de Glasgow.

Llevaba pantalones cortos de sarga, de color blanco, una camisa caqui a la que le había quitado las mangas y un ajado sombrero Panamá, festoneado con cebos para pescar. Mostraba una canosa barba de por lo menos tres días.

Detrás de él había una pintoresca vista del puerto. De hecho, parecía una postal. Piraguas y pequeñas canoas surcaban las aguas llevando turistas, adolescentes y pescadores. Las casas de alegres colores destacaban en el azul del cielo y la blanca arena. Algunos toldos daban sombra cerca de la playa para los turistas y vendedores. Los papayos y las palmeras compartían espacio con los limeros y árboles del Diablo. Los reconoció gracias a la documentación que había estudiado relativa a Gorée.

Cuando el transbordador llegó al muelle, Lourds esperó hasta que se quedó quieto, lo amarraron y bajaron la pasarela. Después bajó al muelle. Leslie iba detrás de él, y Gary y Natashya en segundo término.

Diop se acercó a ellos; cuando ofreció la mano, una enorme sonrisa se dibujó en sus labios.

—Catedrático Lourds.

—Catedrático Diop —contestó este.

—No, por favor, llámame Ismael —pidió el anciano haciendo un gesto con la mano.

—Me recuerda una famosa cita —observó Lourds sonriendo.

—Sí, lo sé, créeme, la he oído muchas veces. —La voz del anciano era suavemente melódica, y tenía un ligero acento británico.

Diop estrechó la mano a todos los demás cuando Lourds se los presentó.

—El calor y la humedad hacen insoportable hablar aquí fuera. Me he tomado la libertad de reservar mesa en una taberna cercana, si os parece bien.

—¿Cerveza fría? Me apunto —dijo Gary, que estaba secándose el sudor de la cara con una toalla.

—Sí, por aquí. Está cerca, la isla no es muy grande.

Lourds siguió a Diop por un estrecho callejón bordeado de arbustos y buganvillas. Aquellas flores moradas, rojas y amarillas alegraban aquella zona. Las flores del mango aumentaban la paleta de colores y su sombra proporcionaba un gran alivio al agotador deslumbramiento del sol.

—Es muy bonito —comentó Leslie.

—Lo es. Tenemos colores todo el año, pero me temo que eso también significa que tenemos que sufrir el calor —dijo Diop.

Al final del callejón se dieron de bruces con un edifico de color rosa, con dos amplias escaleras que se curvaban la una hacia la otra. Encima de ellas había un pequeño balcón sobre una amplia puerta de madera.

—¿Es una casa de esclavos? —preguntó Gary alejándose un poco para grabarla con la cámara.

—Sí —dijo Diop, que se paró y esperó pacientemente—. Los franceses la llamaban Maison des Esclaves. Pasaban por la puerta de abajo, llamada «La puerta sin retorno», y esperaban encadenados dentro hasta que los sacaban y los vendían.

—Espantoso —comentó Gary frunciendo el entrecejo y guardando la cámara.

—Mucho. Si esas paredes pudieran hablar, os horrorizarían —dijo Diop mirando el edificio—. Con todo, de no haber sido por la trata de esclavos, nadie habría considerado esta zona lo suficientemente importante como para conservarla. Se habría perdido mucha de la información que tenemos, —hizo una pausa—, incluida la que has venido a buscar, Thomas.

—Siempre resulta fascinante comprobar la forma en que los huesos de la historia se conservan más tiempo cuando hay culpa presente.

—Y lo rápido que se olvida la verdad —comentó Diop haciendo un gesto con la cabeza hacia unos niños que jugaban en un descampado—. La gente joven de aquí conoce la historia, pero, para bien o para mal, es algo que les queda muy lejos. No tiene un verdadero impacto en sus vidas.

—Excepto por el hecho de que pueden ganar dinero con los turistas —intervino Natashya.

Lourds la miró disgustado y pensó que quizás había violado las normas de la cortesía.

—En mi país pasa lo mismo. Los occidentales llegan a Moscú y quieren ver cómo vivían los comunistas y dónde estaba la KGB. Como si fuera el escenario de una película y no una cuestión de vida o muerte durante casi un siglo en Rusia.

—Imagino que han visto demasiadas películas de James Bond —dijo Diop sonriendo.

—Demasiadas. No teníamos intención de ser un estereotipo, pero creo que acabamos siéndolo para los forasteros. Sobre todo para los occidentales. Quizás ese edificio representa lo mismo.

—Creo que tienes razón dijo Diop asintiendo.

Las cervezas llegaron tan frías a la mesa que había hielo en el cristal, aunque se deshizo inmediatamente. Unas anchas rodajas de lima bloqueaban el cuello, pero sólo temporalmente.

Lourds quitó una y dio un buen trago.

—Yo no lo haría —comentó Diop.

Lourds iba a preguntarle a qué se refería, cuando el cerebro casi le estalla. Cerró los ojos y pasó el mal rato.

—¡Uf! Ya veo. La próxima vez iré más despacio.

Diop soltó una suave risita.

—Os he traído aquí porque la cerveza está fría y la comida es excelente. No sé si habéis comido.

—No, y me muero de hambre —dijo Leslie.

—Quizá podamos hablar mientras comemos. Cocina tradicional, ¿de acuerdo? Compartir el pan con los amigos.

Todos aceptaron.

Mientras tomaba cerveza con más cuidado, Lourds se fijó en que Natashya se había sentado de espalda a la pared. Siempre en guardia. «Como un pistolero del viejo Oeste», pensó.

La taberna era pequeña. El suelo de madera mostraba las cicatrices de décadas de uso y abuso. Las mesas y las sillas estaban desparejadas. Unos ventiladores de aspas de mimbre giraban lentamente en el techo, aunque sólo conseguían remover el cargado ambiente. Había buganvillas en jarrones de cerámica y macetas. Sus fragantes flores llenaban el aire de perfume.

Diop llamó a una joven y pidió rápidamente en francés. Lourds sólo prestó atención cuando abrió el documento de Word de su agenda electrónica en el que había anotado las preguntas que quería hacerle.

La camarera trajo otra ronda de cervezas y se fue rápidamente.

Diop se quitó el sombrero y lo lanzó hacia la percha que había en la pared. El Panamá voló elegantemente y aterrizó en uno de los colgadores.

—Buen tiro —lo alabó Gary.

—O eres muy bueno, o este es tu bar preferido —comentó Lourds.

—Es mi bar favorito —dijo Diop, que pasó sus largos dedos por la afeitada cabeza—. Y ese sombrero y yo llevamos muchos años juntos. —Hizo una pausa y miró a Lourds—. Siento mucho lo que le pasó a la doctora Hapaev.

—¿La conocías? —preguntó rápidamente Natashya.

—No, aparte de habernos enviado algún correo electrónico.

—Era mi hermana.

—Mi más sincero pésame.

—Gracias. —Natashya se inclinó ligeramente hacia la mesa—. No sé si Lourds te ha comentado por qué hemos venido exactamente.

—Me dijo que buscabais información sobre el címbalo en el que estaba trabajando la doctora…, tu hermana.

—También estoy buscando a sus asesinos —dijo sacando su identificación del bolsillo y dejándola sobre la mesa.

Diop la cerró rápidamente.

—Este no es buen lugar para enseñar placas. Mucha de la gente que hay aquí sigue haciendo negocios prácticamente ilegales. Y hay mucha más a la que no le gusta tratar con representantes de la autoridad. ¿Lo entiendes?

Natashya asintió, pero Lourds pensó que sabía perfectamente a lo que se había arriesgado. Guardó la identificación.

—Mientras estés aquí es mejor que olvides que eres policía. En tierra firme podrías conseguir que te mataran, aquí sería peor.