Cueva 42
Catacumbas de la Atlántida, Cádiz, España
4 de septiembre de 2009
La empinada subida hizo que el padre Sebastian se quedara sin aliento y recordara que ya no era tan joven. A pesar de los paseos diarios que daba, pasaba mucho tiempo entre estanterías de bibliotecas en vez de en excavaciones. Leer no era una actividad muy gimnástica, pero logró subir. Llegó hasta la cima de la empinada montaña de rocas partidas y escombros, aunque no tan rápido como sus compañeros más jóvenes.
La luz halógena que uno de los hombres introdujo en el interior de la siguiente cueva iluminó las catacumbas. La cueva estaba tallada en roca viva y modelada para hacer sitio a los muertos. Unos pasillos recorrían las paredes, que parecían enormes estanterías, y le recordaron a un antiguo radiador de serpentines.
—Parece un complejo de apartamentos para muertos —dijo uno de los obreros en voz baja.
Los escombros habían caído en el interior de la cueva y algunas rocas habían rodado entre las paredes de las tumbas. La Atlántida.
Aquella palabra dio vueltas en su cabeza. La Atlántida era el más legendario de los mundos perdidos y tuvo la impresión de que, al menos, parte de su pasado se extendía ante su vista. Uno de los tópicos de sus dos campos de experiencia era que el alma de una cultura se muestra en la forma en que trata a sus muertos.
Sebastian se movió con tanta rapidez que casi se cayó al pisar una piedra suelta. Uno de los guardias suizos estiró la mano con un movimiento reflejo para sujetarlo.
—Tengo que bajar ahí. Necesito verlo, ayúdeme —pidió.
—Padre, el camino no parece seguro —le advirtió el guardia.
—Me temo que no podemos permitirle bajar —dijo uno de los obreros—. El jefe dijo que podíamos traerlo hasta aquí nada más.
—Entonces hablaré con Brancati. ¿Me deja su radio? —pidió a uno de los trabajadores.
—El señor Brancati es muy testarudo, pero puede intentarlo.
Después de enseñarle cómo funcionaba, el sacerdote apretó el botón del micrófono.
—¿Brancati? ¿Dario?
—Sí, padre.
Sebastian miró la oscuridad que envolvía la última morada de las personas que en su día habían hecho que la ciudad que había encima de ellos estuviera llena de vida. Calculó que, por lo bajo, habría unos mil cuerpos en la cripta.
—Necesito bajar ahí.
—Espere a que el equipo se asegure de que no hay peligro.
—Sólo un momento. —Se fijó en que su voz estaba teñida de cierta súplica y aquello lo avergonzó.
—No quiero que sufra ningún daño.
—No creía que nuestra excavación acabaría así —confesó—. Me siento como los hombres que desenterraron a Tutankamón. Necesito ver lo que hemos hallado.
—Debería recordar lo que les sucedió a aquellos hombres. ¿No puede esperar hasta…?
—Dario, voy a hablar con el Papa dentro de unos minutos. Sabemos que hay filtraciones dentro del equipo. No vamos a poder mantenerlo en secreto. No quiero decirle que todavía no sabemos lo que hemos descubierto. ¿Y tú?
Brancati guardó silencio un momento.
—Muy bien, padre. Pero tenga cuidado. Bajar y subir, y sale de allí.
—Por supuesto. —Devolvió la radio al obrero—. ¿Ha oído?
El hombre asintió, pero no parecía nada contento con la situación.
—Puede ir delante o seguirme —sugirió el padre Sebastian.
—Iré delante, padre. Pero tendrá que hacer lo que yo le diga. No quiero que ninguno de los dos corra peligro.
Asintió y se preparó para seguirlo.
Hotel Radisson SAS
Leipzig, Alemania
4 de septiembre de 2009
Natashya asumió el mando inmediatamente. Con Gallardo y sus hombres al otro lado de la puerta, no había tiempo que perder.
—Llama a Gary —ordenó con la esperanza de que no fuera ya cadáver—. Dile que salga de su habitación y que baje por la primera escalera. —Se quitó la camiseta y se quedó desnuda. A pesar de que Lourds y Leslie la miraron, le dio igual. No sentía ningún pudor respecto a su cuerpo—. ¡Ya!
Lourds fue el primero en reaccionar y atravesó la habitación en busca del teléfono.
—Esperemos que hayan ido primero a tu habitación. Es lo que habría hecho yo. Eso nos dará tiempo. —Mantuvo la pistola en la mano mientras buscaba unos vaqueros y se los ponía sin bragas—. Leslie, llama a recepción y pide que vengan los de seguridad. Diles que alguien está intentando entrar en tu habitación. Está al lado de la de Lourds.
Lourds estaba hablando, pero notó que la miraba mientras se ponía un ligero top de punto. Si no hubieran temido por sus vidas seguramente habría sentido cierto regocijo. Se fijó en que Leslie se daba cuenta de a quién prestaba atención el catedrático.
Por desgracia, sus celos podían provocar que los mataran a todos. Se había quedado inmóvil y no obedecía sus órdenes.
—¡Muévete! —exclamó Natashya.
Asustada, Leslie utilizó su móvil para llamar a recepción. Mientras pedía que enviaran a los encargados de seguridad, Natashya encontró las zapatillas de deporte y se las puso. Cogió una riñonera de su bolso, en la que había cargadores de repuesto comprados a un traficante del mercado negro el día que llegaron a Leipzig, y se la puso en la cintura.
—Gary se reunirá con nosotros en el vestíbulo —dijo Lourds colgando el teléfono.
—Los de seguridad vienen de camino —informó Leslie.
Natashya notó un nudo en el estómago. Habría sido mejor si hubiera habido alguien más con experiencia o si no fuera la única que tenía un arma.
—Vamos. Una vez que hayamos salido por la puerta, dirigíos hacia las escaleras que hay al fondo del pasillo. Moveos con rapidez, pero sin correr. No queremos llamar la atención. Y no utilicéis el ascensor.
—Son siete pisos —protestó Leslie.
—Si quieres ser un blanco fácil por ahorrarte siete pisos, a mí me da igual —replicó Natashya encogiéndose de hombros. Aquel plan encajaba a la perfección con el genio que mostraba en ese momento—. Ve al ascensor y atráelos. Intenta que no te maten muy rápido.
Leslie se calló, sorprendida por sus categóricas palabras.
—Nada de ascensores, iremos por la escalera —aseguró Lourds cogiéndola de la mano.
—Muy bien.
Se oyó un golpe en la puerta.
Maldiciendo y sin pensar en utilizar la mirilla, por si acaso los hombres de Gallardo preferían disparar primero y preguntar después, Natashya abrió la puerta de par en par. Aquello los cogió desprevenidos. Tenían las manos en las pistolas, por debajo de las chaquetas, pero no las habían sacado todavía.
Puso la suya en la cara del primer hombre, de forma que el de detrás pudiera verla.
—Si tocáis las armas sois hombres muertos —dijo en inglés, con la esperanza de que hablaran esa lengua—. ¡Levantad las manos!
No estaba segura de si habían entendido sus palabras o reaccionaban a la rotunda y patente amenaza de la pistola. En cualquier caso, levantaron los brazos.
—Adentro, rápido. —Natashya movió la pistola para que entraran. Les quitó los auriculares y le pidió a Lourds que los registrara y les quitara las armas. Las dos llevaban silenciadores.
—De rodillas. Cruzad los tobillos. Las manos detrás de la cabeza —ordenó mientras cogía las armas que le daba Lourds. Se metió la suya en la parte de atrás de la cintura y les apuntó con una de las requisadas. Pensó que lo justo sería matarlos con sus propias armas.
Ninguno de los dos se movió.
—Bueno, vamos a intentarlo otra vez —propuso—. Voy a dispararle al que no hable inglés.
Lourds dijo algo en italiano y los hombres se pusieron rápidamente en posición.
«Vale —pensó Natashya—, quizá no hablen inglés realmente».
Al final del pasillo se oyó que alguien derribaba una puerta. No tenían tiempo.
—Vamos. —Abrió de nuevo la puerta e hizo un gesto a Lourds y a Leslie para que salieran, sin dejar de apuntar a sus prisioneros.
—Al primero que salga por esta puerta le pegaré un tiro —advirtió con la esperanza de que entendieran su intención, aunque no sus palabras.
Después salió al pasillo y siguió a sus compañeros hacia la escalera. Mantuvo la pistola con silenciador pegada a la pierna mientras seguía vigilando su habitación. Los hombres que habían dejado dentro no tardarían en salir, lo sabía. A menos de seis pasos de su destino oyó que se abría una puerta a su espalda.
—¡Gallardo! —gritó uno de los hombres.
Natashya levantó la pistola y disparó un par de veces. Ambos disparos impactaron en la puerta a pocos centímetros de la cara del gánster.
Este se escondió, las balas no habían conseguido atravesar la puerta, pero el daño estaba hecho.
A pesar del silenciador, Gallardo había oído los disparos.
Al otro extremo del pasillo, Gallardo y sus hombres seguían frente a la habitación de Lourds. Gallardo se volvió al oír el amortiguado sonido de la pistola y de las balas.
Lourds había llegado a la puerta. La abrió y entró.
Natashya aprovechó la protección que le brindaba aquella puerta para disparar las suficientes veces como para obligarles a agacharse.
—¡Bajad! ¡Yo los entretendré!
Lourds dudó.
—¡Bajad! —le ordenó antes de agacharse, pues algunas balas habían impactado contra la pared y la puerta.
Leslie tiró de Lourds y empezaron a bajar las escaleras.
Apoyada contra el marco, Natashya esperó un momento antes de girarse. Intentó mantenerse calmada, pero le resultaba difícil. Ni siquiera cuando patrullaba las calles con Chernovsky había tenido que enfrentarse con semejante desventaja en un tiroteo. En ocasiones habían perseguido a alguna banda de delincuentes, pero la mayoría de las veces sólo buscaban a un hombre. Nunca a más de tres. En ese momento había contado al menos cinco en el pasillo.
Vio al que estaba más cerca y disparó al centro de su cuerpo. Estaba a unos seis metros y corría a toda velocidad. Vació el cargador de la pistola con silenciador.
El hombre se tambaleó y cayó de cabeza. Tuvo espasmos y contracciones. Sus compinches se tiraron al suelo al tiempo que una descarga martilleaba la puerta.
Natashya volvió a refugiarse y tiró la pistola vacía. Sacó la otra con silenciador y le quitó el seguro. Miró la puerta y vio que ninguna de las balas había atravesado el metal. Las armas con silenciador de los hombres de Gallardo tenían menos fuerza que la suya.
Todo su cuerpo le pedía a gritos que echara a correr, pero en vez de eso estiró la mano y rompió el fluorescente con el largo silenciador. Los tubos explotaron y cayó una lluvia de cristales. El rellano de la escalera quedó en la penumbra. Había luces arriba y abajo, por lo que aquella zona no quedó completamente a oscuras.
Se puso de cuclillas en un rincón, mientras oía que Leslie y Lourds corrían escaleras abajo. El eco repetía el sonido de sus pasos, iban a buena velocidad.
La puerta de la escalera se abrió con cuidado y Natashya mantuvo firme el arma.
«Ven», pensó. No le gustaban las emboscadas, pero ahora que se trataba de su propia supervivencia y de llevar a buen puerto los objetivos de su hermana, no tenía dudas. Le debía a Yuliya acabar con Gallardo y sus hombres. No sentía ninguna compasión mientras esperaba.
Un hombre asomó la cabeza y recibió un disparo entre los ojos. Antes de que cayera al suelo, Natashya ya había empezado a correr. Con suerte, el resto se demoraría ligeramente al ver el cadáver, antes de salir tras ella.
Corrió como si su vida dependiera de ello, y seguramente ese era el caso.
Alcanzó a Lourds y a Leslie cinco pisos más abajo. Lourds iba el primero y se encargaba de que Leslie no se cayera. Aquello le sorprendió, pensaba que sería él el que tendría problemas y no Leslie. Estaba mucho más en forma de lo que creía. Leslie se había desmoronado por la tensión.
Lourds abrió la puerta del vestíbulo e hizo ademán de entrar.
—¡Espera! —gritó Natashya poniéndose a su lado. Oír que Leslie respiraba entrecortadamente la alegró y se sorprendió de poder ser tan rencorosa incluso teniendo que escapar como alma que lleva el diablo.
Escondió la pistola en la espalda y echó un vistazo al vestíbulo. No podía ver la recepción desde donde estaba, pero sí era obvio que no había nadie delante.
—Dejaremos el coche y cogeremos un taxi —dijo—. Aunque Gallardo haya conseguido entrar en la base de datos del hotel no podrá perseguirnos gracias a la matrícula.
Lourds asintió.
—¡Salid! Yo os cubro.
En una esquina, dos hombres vestidos con traje sacaron sus pistolas.
—¡Seguridad del hotel! ¡Tire el arma! —gritó uno de ellos en alemán.
Cueva 42
Catacumbas de la Atlántida
Cádiz, España
4 de septiembre de 2009
Una vez que el padre Sebastian subió la primera barrera de piedras y escombros, bajar le resultó mucho más fácil. Cuando empezó a recorrer las tumbas temblaba de entusiasmo. Si ese lugar era realmente lo que creía, tenía motivos para ser cuidadoso.
Los dos guardias suizos que iban a su lado también llevaban linternas.
Atraído por la sobrecogedora visión de aquellos muertos tendidos en sus sencillas tumbas, se arrodilló ante el primer grupo y miró el profundo agujero. Había sido excavado a mano. En vez de cavarlos simplemente, habían redondeado los bordes del nicho y estaban bien proporcionados. Eran unos receptáculos cuidadosamente preparados para los restos y objetos que contenían. Todos se habían tallado con gran cuidado y maestría.
Observó un cuerpo. A juzgar por los huesos, era un hombre. El contorno de la pelvis lo demostraba. Tocó la mortaja. Tomando el brazo como medida, desde la punta de los dedos hasta el codo, estimó que habría medido aproximadamente uno ochenta, bastante alto para el tiempo en el que se suponía lo habían enterrado. La forma y los rasgos del cráneo parecían normales. No se veían huesos vendados o alteraciones en los dientes, ni ninguna otra modificación ceremonial como las que había visto en incontables excavaciones en todo el mundo.
Alumbró los restos del sudario. Quiso rasgarlo y ver qué había debajo, pero sabía que no podía. Antes de hacer nada en la cámara funeraria tenían que registrar una grabación digital, después tomar medidas y finalmente ir catalogándolo todo conforme avanzara el estudio.
Con todo, logró ver algo a través de los agujeros de la mortaja, aquel hombre había llevado una túnica gris, negra o azul oscuro. Era difícil distinguir el color después de tantos años. Los dientes parecían estar en buenas condiciones en el momento de su muerte. Aquello era extraño, pues la mayoría de las personas que llegaban a la edad adulta en esos tiempos solían tener problemas dentales. Las tribus que comían mijo y otros cereales de grano grueso normalmente mostraban una dentadura desgastada debido a que tenían que masticar constantemente ese tipo de comida. A las tribus que molían el grano les pasaba lo mismo, ya que las piedras que utilizaban dejaban arenilla en la harina, que erosionaba el esmalte dental casi tanto como si hubieran comido los granos enteros. Aquel hombre tenía unos dientes que cualquier actor hubiera estado orgulloso de enseñar.
Algún tipo de metal brillaba en su cuello, bajo las manos cruzadas.
Inclinándose un poco más hacia la cavidad, utilizó un lápiz que llevaba en el bolsillo para levantar suavemente la mortaja y ver qué había debajo. Era un collar de oro blanco o de plata.
El colgante tenía forma de hombre, con la mano derecha levantada en señal de amistad y un libro en la mano izquierda.
—¡Dios mío! —exclamó al reconocer aquella imagen, que llevaba grabada en la mente—. Perdónanos. Perdona lo que te hicimos a ti y a tu hijo.
Era verdad. Todo. Y, si era verdad, lo que contaban los textos secretos también lo era.
Cogió el collar con la mano temblorosa. Tocó el metal y sintió una ligera descarga eléctrica, pero no supo si aquella sensación había sido real o imaginaria.
Asustado, soltó un grito y se echó hacia atrás. El dolor lo aturdió y se sentó.
Inmediatamente, el esqueleto saltó del nicho y cayó contra sus propias piernas.
Entonces se dio cuenta de que temblaba toda la caverna. El esqueleto no se movía por que tuviera vida propia. Miró una fila de tumbas justo en el momento en que otros esqueletos caían de sus lugares de descanso y se estrellaban contra el suelo de piedra. Algunos cuerpos embalsamados también se despeñaron e hicieron un ruido muy diferente al de los huesos.
Las linternas de los otros dos hombres recorrieron el interior de la caverna. El paisaje era un vertiginoso espectáculo de luces.
Entonces alguien gritó:
—¡Inundación! ¡Inundación!
«Otra vez vuelve a suceder —pensó—. El mar reclama la Atlántida y el jardín».
Los guardias suizos lo cogieron por debajo de los brazos y lo pusieron en pie cuando varios centímetros de agua empezaron a inundar el suelo de repente. Echaron a correr arrastrándolo hacia la abertura por la que habían entrado. El agua subía cada vez más, a cada paso que daban.
Hotel Radisson SAS
Leipzig, Alemania
4 de septiembre de 2009
Natashya se quedó quieta un momento frente a los miembros de la seguridad del hotel mientras pensaba qué podía hacer. No quería problemas con ellos, pero tampoco podía dejar el arma sin más, porque eso los convertiría en un blanco fácil para Gallardo y sus hombres.
En ese momento, Gary salió del vestíbulo y se colocó detrás de uno de los guardias. Se inclinó hacia él y le susurró algo.
—Horst, me está apuntando con un arma, ríndete —dijo levantando las manos.
El segundo guardia dudó un momento y después levantó también los brazos.
Natashya corrió hacia ellos y les quitó las pistolas.
—¡Al suelo! —les ordenó.
Cuando lo hicieron, Gary le regaló una amplia sonrisa y le enseñó el bolígrafo que había utilizado para desarmarlos.
«Dios me libre de los norteamericanos, los británicos y sus programas de televisión para machos», pensó Natashya.
—Podrían haberte matado —le susurró.
—No esperaba que lo hicieran y no es que tuviera mucho tiempo para resolver la situación —replicó con voz quebrada.
—Sal —dijo empujándolo hacia la puerta principal. Miró por encima del hombro y vio que Gallardo salía por la puerta de la escalera de incendios.
Levantó la pistola y disparó rápidamente. Las balas dieron en la pared y la puerta, e hicieron añicos una ventana.
Gallardo se agachó y maldijo en voz alta.
Para entonces, Lourds, Leslie y Gary habían llegado a la puerta principal. Cuando Natashya los alcanzó, ya la habían cruzado. Corrieron hacia la calle e intentaron parar un taxi, pero ninguno se detuvo.
El siguiente que iba hacia ellos llevaba la luz apagada y con toda seguridad no tenía intención de detenerse. Natashya saltó en medio del asfalto, levantó la pistola que no llevaba silenciador y disparó al aire.
El seco estallido resonó en toda la calle y el destello se reflejó en el parabrisas. Después apuntó al conductor.
—¡Salga! —le ordenó en alemán.
El taxista bajó en el mismo momento en que Lourds ayudaba a Leslie a subir al asiento de atrás, aunque no se sentó a su lado, sino que lo hizo en el asiento delantero con Natashya y empezó a buscar en la guantera. Gary subió atrás.
En cuanto estuvieron todos dentro, Natashya pisó a fondo el acelerador.
—¿Dónde vamos? —preguntó Lourds.
—No lo sé —contestó Natashya.
—Al aeropuerto —propuso Leslie—. He hablado con mi supervisor y he conseguido un viaje a África Occidental.
Natashya miró a la mujer con severidad.
—¿Que has hecho qué?
—El catedrático Lourds…
«¿Ahora vuelves a lo de catedrático Lourds…? ¿Después de haberte acostado con él?», pensó Natashya.
—… dijo que había acabado con toda la información que había disponible en el Instituto Max Planck. Según él, en África hay documentación más completa sobre los objetos desaparecidos.
Lourds no prestó atención a la discusión y se concentró en ir indicando el camino al aeropuerto.
—¿Has estado hablando con tu supervisor todo el tiempo y diciéndole lo que estábamos haciendo? —preguntó Natashya mientras seguía las indicaciones de Lourds.
—Sí, tenía que hacerlo. La empresa lo ha pagado todo hasta ahora. Merecen saber lo que estamos haciendo.
Natashya miró a Lourds y no pudo dejar de pensar que, en parte, era por su culpa.
—¿Te das cuenta de que así es como nos ha localizado Gallardo? ¿Gracias a la ayuda financiera de la BBC?
Lourds puso cara de sentirse culpable, algo que decía mucho a su favor.
—No, no lo sabía.
—Pues ya lo sabes. —Natashya se concentró en conducir y en buscar algún sitio donde abandonar el taxi, demasiado enfadada como para hablar. Nada bueno podía salir de su boca en ese momento y no quería decir nada de lo que después pudiera arrepentirse o por lo que sentirse culpable. No podían ir con ese coche hasta el aeropuerto, seguramente el conductor ya había denunciado el robo. Necesitaban otro.
—La mujer ha cogido un taxi, la rastrearé por las calles.
«Hasta que lo abandonen», pensó Gallardo mientras volvía a subir corriendo los siete pisos. Le dolían las piernas por el esfuerzo, y el pánico se apoderó de él cuando creyó que no lo conseguiría.
—No —jadeó mientras se arrastraba por el último tramo de escaleras. DiBenedetto y Faruk le seguían, Pietro y Cimino estaban abajo. El ruido de sus perseguidores, sus pisadas en las escaleras, resonaban tras ellos—. Tenemos problemas más graves ahora.
Una vez en la terraza corrió agitando una linterna. El helicóptero se aproximó y permaneció inmóvil a escasos centímetros del suelo. Fue hacia la cabina y subió al lado del piloto.
—¿Y los otros? —preguntó DiBenedetto.
—Si no están, no vienen. ¿Quieres que te maten o te detengan mientras los esperamos? —Se puso los auriculares y levantó el pulgar mirando al piloto.
El helicóptero se elevó instantáneamente y se dirigió hacia el oeste. El plan de emergencia estaba claro. Habían decidido salir de la ciudad y dejar el aparato entre los árboles. El control aéreo podría localizarlos si seguían volando, pero la Policía no conseguiría atraparlos antes de que hubieran cogido los coches que habían dejado en un aparcamiento a la salida de la ciudad.
Aunque, en ese momento, a Gallardo no le preocupaba tanto dónde iban como dónde habían estado.
La puerta de la terraza del hotel se abrió y salieron dos de los hombres que había contratado para que le ayudaran. Se quedaron quietos y observaron cómo se alejaba el helicóptero.
Unos segundos más tarde, los agentes de seguridad del hotel, flanqueados por oficiales de la Policía de Leipzig, aparecieron en escena. Unos amortiguados resplandores iluminaron ligeramente la oscuridad de la noche cuando se produjo un intercambio de disparos. Al acabar el tiroteo, los dos habían muerto.
Gallardo maldijo a Lourds en voz baja. Aquel tipo estaba teniendo una suerte increíble, pero ya arreglarían cuentas. La suerte no dura siempre. Se volvió hacia DiBenedetto.
—¿Has podido registrar la habitación de Lourds?
Este asintió y le entregó la bolsa en la que había metido todos los papeles y libros que había conseguido reunir.
Gallardo la inspeccionó. La mayoría de la información parecía tener relación con África Occidental y una tribu. Sonrió. Al menos tenían un destino si Lourds desaparecía.
—Tiene razón —dijo Lourds en voz baja—. Gallardo y sus hombres no han dejado de pisarnos los talones. Seguir en contacto con tu jefe puede ser peligroso.
Leslie le lanzó una mirada feroz.
—Ya sé que tiene razón, pero yo también la tengo. Sin la ayuda de mi empresa no estaríamos aquí ni podríamos continuar, a menos que penséis que podemos ir a dedo hasta Dakar.
Cuando se sentaron en un restaurante que estaba abierto toda la noche, Leslie tenía la cara colorada.
Gary flirteaba en el mostrador con la cajera. A esta le había gustado la camiseta del grupo alemán de heavy metal que llevaba puesta. Pensó que el cámara lo estaba pasando mucho mejor que él.
—No, no creo que podamos ir a dedo a Dakar —aseguró finalmente.
—Bueno, al menos eso es algo.
—No creo que te estuviera acusando de habernos traicionado.
—Créeme, sé cuando me están acusando, y Natashya lo estaba haciendo.
—¿De verdad piensas que cree que ibas a arriesgar tu vida diciéndole a Gallardo y a sus matones dónde estábamos?
—Quizá deberías preguntárselo a ella. Tiene respuestas para todo. A lo mejor cree que el hecho de que me disparen satisface algún tipo de perversión que tengo.
Lourds frunció el entrecejo, odiaba estar en medio de una guerra de poder entre mujeres. Por un lado, podía ser peligroso para todos; por otro, en cualquier momento, podían unir fuerzas y arremeter contra él. En muchos sentidos, aquello le preocupaba más que le dispararan.
—Quizá podrías preguntarle a tu supervisor si puede enviarnos el dinero de otra forma.
—O quizá podrías llamar a Harvard y pedir que te subvencionen el viaje a Dakar —replicó Leslie, que cruzó los brazos sobre el pecho.
Lourds tomó un sorbo de té verde y meditó sobre ello. Casi se echa a reír. Seguramente tendría más posibilidades yendo a África a dedo. Sobre todo porque no podía explicar de qué trataba esa expedición.
—No, tienes razón. —Hizo una pausa—. Estamos en un aprieto. La cuestión es saber si deberíamos continuar, sabiendo que esa gente sigue ahí intentando asesinarnos.
—¿Quieres dejarlo todo ahora? ¿Olvidarlo ahora que hemos llegado hasta aquí? ¿Tienes idea del bombazo que puede ser? —continuó Leslie en voz más baja.
—Esto no es un juego, Leslie. Esa gente asesinó a una amiga mía y casi mata a otro. Sin contar todos los cadáveres que han ido dejando a su paso. ¿Te acuerdas de cómo mataron a tu productor?
—¿Quieres que queden sin castigo? —le preguntó Leslie—. ¿Quieres que consigan todo lo que persiguen? ¿No quieres recuperar los objetos?
—Esto es muy grande para nosotros. Necesitamos ayuda.
—En Alejandría fuimos a la Policía. ¿Te acuerdas? No hicieron nada. La única Policía que parece interesada en seguir con esto es Natashya.
—Tiene un interés personal, asesinaron a su hermana.
—Igual que tú. Llevan disparándote unos cuantos días. Casi matan a tu vecino. Si no hubieses estado allí el día que robaron la campana no habríamos entendido qué estaba pasando.
—Seguimos sin saberlo.
—Entonces, ¿por qué vamos a Dakar?
Lourds no contestó. Tenía razón, pero no tenía por qué admitirlo.
—No creo que sea simplemente porque te apetezca ir a África —dijo Leslie inclinándose más hacia él—. Crees que la respuesta está allí —aseguró manteniéndole la mirada—. Lo sabes.
Al ver el deseo de saber en sus ojos, sintió que su propia necesidad de comprender todo aquello se ponía al rojo vivo.
—Quizá.
—¿Por qué crees que está allí?
—Porque la cultura yoruba es la más antigua que hemos descubierto hasta el momento y porque hay indicios de que tuvieron esos instrumentos en algún momento. Si provienen de la misma zona, es razonable que pertenecieran a la civilización más antigua que conocemos.
—Entonces tenemos que ir.
—Puede que esos hombres nos estén esperando.
—Y también pueden estar esperándote en casa —intervino Natashya.
Lourds miró por encima del hombro y la vio de pie. Ni siquiera la había oído acercarse. Otro nefasto recordatorio de que estaba completamente desvalido ante esos peligrosos delincuentes.
—Le estaba diciendo a Leslie que deberíamos ir a la Policía.
—La Policía quiere detenernos. Hay testigos que nos han visto disparar a hombres armados. Una comisaría municipal de Policía que permitiera ese tipo de cosas no inspiraría ninguna confianza. Han dado nuestra descripción en la radio y dicen que nos están buscando.
—Pues es fantástico —gruñó Leslie—. Imagino que sabrás que si lo que dices es verdad, intentar salir del país en avión, tren, barco o autobús es totalmente imposible.
—Lo sé. Sin embargo, he conseguido un coche con el que llegar hasta Francia.
—¿Por qué Francia? —preguntó Leslie.
—Porque allí no nos buscan. La Unión Europea no tiene fronteras, si vamos conduciendo no nos pararán al entrar en el país. Desde allí podremos comprar los billetes para Dakar.
Gary se alejó del mostrador, parecía un poco nervioso.
—He estado viendo la tele. Tienes razón, salimos en las noticias.
Lourds miró el televisor que colgaba en un rincón y vio parte de la película que había grabado la cámara de vigilancia del hotel durante el tiroteo. La Policía y los encargados del hotel no daban ningún detalle, pero se había confirmado la muerte de cuatro hombres.
—Has dicho que sólo habías matado a dos —la acusó Leslie.
—Y eso es lo que he hecho.
Aquellas palabras atrajeron la atención de algunos clientes.
Lourds cogió la mochila y salió del reservado.
—Entonces, damas y caballeros, no hay nada más que decir. Creo que será mejor que nos vayamos a otro sitio, antes de que venga la Policía.
Zona restringida de la biblioteca
Status Civitatis Vaticanae
4 de septiembre de 2009
—¿El cardenal Murani? Sí, está aquí. —La voz ronca de Beppe resonó en la silenciosa biblioteca.
Sentado a la mesa, Murani miraba el dibujo del hombre que ofrecía su mano derecha mientras sujetaba un libro en la izquierda. Esa imagen llevaba años en sus pensamientos.
«No —se corrigió—, no es la imagen, sino el libro».
Oyó pasos que se acercaban.
El cardenal Giuseppe Rezzonico siguió al bibliotecario hasta allí.
—Cardenal, tiene un invitado —dijo Beppe mostrando una desdentada sonrisa.
—Gracias, Beppe —dijo haciendo un gesto hacia una silla al otro lado de la mesa.
Rezzonico se sentó. Parecía que se acababa de levantar de la cama y que no estaba muy contento.
—Cueva número cuarenta y dos —dijo, estaba al día respecto a la exploración de las catacumbas.
—Ha resultado ser una cámara funeraria. Muy grande.
Murani no pudo contenerse.
—¿Quién está enterrado allí?
—No lo sabemos. Los guardias suizos nos han enviado imágenes digitales por Internet —le explicó entregándole una cámara—. Las he descargado aquí.
Murani la cogió y empezó a mirarlas rápidamente.
—Son ellos, los atlantes. Los que vivieron en el jardín —aseguró con voz ronca.
—Quizá.
Murani no podía creerlo. Miró a Rezzonico y se llenó de cólera.
—¿Cómo puedes dudarlo? Si tu fe fuera tan firme como debería de ser, sabrías que lo es.
—Es una cámara funeraria, es lo único que sabemos.
Tras comprobar el tamaño de los archivos digitales descubrió que tenían cinco megabytes cada uno. Podría ampliarlos mucho.
Se levantó sin decir palabra y fue hasta la parte de atrás de la habitación. Un equipo digital de alta tecnología ocupaba una pequeña zona de las estanterías.
Se sentó en una mesa, sacó la memoria SD-RAM de la cámara y la introdujo en el lector del ordenador. Con sólo apretar unas cuantas teclas abrió las imágenes.
—No he venido aquí para esto. Tenemos que hablar —protestó Rezzonico.
—Te escucho, pero voy a mirarlas mientras hablamos —dijo Murani mientras examinaba las imágenes una por una y seguía al padre Sebastian hasta la cripta.
—El concilio quiere hablar contigo, no cree que no tengas nada que ver con la muerte del padre Fenoglio.
Por un momento, Murani no consiguió recordar ese nombre.
—Saben que el Papa lo había enviado para que te siguiera.
—El Papa es quien debería sentirse culpable, no yo. No fui yo el que lo puso en peligro. Además, ¿por qué no me avisó el concilio de que el Papa había ordenado que me vigilaran?
—Pensaron que Fenoglio sería más prudente.
—¿Por qué quería el Papa que alguien me espiara?
—Porque no confía en ti.
—He demostrado que soy de confianza durante muchos años.
—No a este Papa. Cree que tu excesivo interés en los textos secretos no es bueno para ti.
—Estoy aquí, no en Cádiz. No podría alejarme mucho más de los textos secretos. El Papa ya se ha ocupado de ello.
—Y, sin embargo, sigues merodeando entre las estanterías dedicadas a ellos y a todo lo que tiene que ver con el jardín del Edén.
Murani inspiró profundamente y exhaló el aire con fuerza.
—Debería ser yo el que estuviera en Cádiz, el que dirigiera la excavación. Nadie sabe más de los textos sagrados, el jardín del Edén y la Atlántida que yo. Nadie.
—La sociedad no quería pelearse con el Papa.
—El enfoque del Papa acerca de la Iglesia es erróneo.
—Por favor, no grites, Stefano. Te lo suplico. Bastantes problemas tienes ya —pidió Rezzonico, cohibido y mirando a su alrededor.
—¿Qué problemas?
—¿No me has oído? El concilio sospecha quela muerte de Fenoglio no se debió a un accidente.
—Pues claro que no lo fue, el ladrón lo atropello. Estaba presente. Casi me mata a mí también, los moratones todavía no se han curado.
—Y, según la Policía, el coche volvió marcha atrás sobre él —dijo Rezzonico manteniéndole la mirada—. Eso no lo mencionaste.
Murani cayó en la cuenta de que no lo había hecho. En aquel momento le pareció que atraería demasiado interés sobre el incidente. Había olvidado el trabajo de los forenses.
—Estaba conmocionado, todo pasó muy rápido.
—La Policía dice que no había sangre dentro del coche.
—El ladrón me golpeó una y otra vez. No quería que escapara y lo identificara. —Una sencilla modificación que añadir a su versión de los hechos.
Rezzonico se quedó callado un momento.
—La única razón por la que la Policía no te ha interrogado más respecto a ese asunto es porque hemos intercedido por ti.
—¿Hemos? —preguntó esbozando una triste sonrisa—. ¿Ahora me protege la sociedad?
—Tu falta de respeto es intolerable, Stefano.
—No, la estupidez que habéis mostrado la sociedad y tú es lo que motiva mis burlas. La sociedad me protege para protegerse a ella misma. ¿Crees que seguiría guardando los secretos que la Sociedad de Quirino ha ocultado durante tiempo si me detuvieran por la muerte de Fenoglio?
—Si amas a la Iglesia…
—La Iglesia es la esposa de Dios. Se supone que sirve a Dios. No podrá hacerlo si continúa debilitándose y volviéndose cada vez más tolerante. Ha de ser fuerte y gobernar la casa de Dios en este mundo. Tiene una misión…
La última imagen que apareció en la pantalla del ordenador atrajo la atención de Murani, que dejó la frase sin acabar.
Era un collar en el que se veía a un hombre ofreciendo una mano mientras en la otra sujetaba un libro.
—El padre Sebastian la ha encontrado. Mira esto —murmuró incrédulo.
—Ya veo, aunque puede que la haya perdido. Al poco de encontrar la cueva y de que enviara las fotos a la sociedad, hubo un temblor de tierra. El agua inundó la cámara mortuoria. Nadie sabe si el padre Sebastian y el resto de las personas que había allí siguen vivos.