15Capítulo

Campamento base

Excavaciones de la Atlántida, Cádiz, España

4 de septiembre de 2009

El padre Emil Sebastian se despertó al oír que lo llamaban. Cuando levantó la vista desde el catre en el que dormía vio lo que parecía una figura encapuchada que se inclinaba hacia él. Momentáneamente le dominó el pánico, porque aquello le recordó las pesadillas que había tenido durante las últimas semanas, desde que se había internado bajo tierra.

Después, la figura ajustó la llama dentro de la linterna que llevaba.

«Los demonios no necesitan linternas», pensó. Su miedo se disipó y se reprendió por haber pensado algo así.

Si no hubiera estado viendo imágenes perturbadoras en sus sueños anteriormente, le habría echado la culpa a la película de miedo que los trabajadores de la excavación habían visto la noche anterior en un DVD. Él no quería verla, pero aquellos miedos formaban parte de una infancia de la que no podía desprenderse, a pesar de tener cincuenta y seis años.

—¿Está despierto, padre? —preguntó amablemente el hombre.

La luz de la linterna le permitió ver sus facciones. Eran angelicales, no demoniacas. Su voz era casi demasiado suave como para oírse por encima de la constante vibración de los generadores que proporcionaban electricidad al campamento base.

—Lo estoy, Matteo. —Sebastian buscó por el suelo de la tienda, al lado de la cama, encontró las gafas y miró la hora. Eran las 3.42.

—¿Ha pasado algo?

—Nada malo, padre. Lo que ha sucedido es bueno, venga a verlo —le apuró Matteo.

—Ayúdame a encontrar los zapatos. —De noche y con su mala vista tenía problemas para encontrar las cosas. Y lo que era peor, no se acordaba dónde los había dejado.

Matteo movió la linterna a su alrededor y después señaló hacia los pies de Sebastian.

—Todavía los lleva puestos, padre.

—¡Ah!

—Tiene que dejar de hacerlo, cogerá hongos.

Lo sabía por las continuas advertencias que les habían hecho antes de la llegada al circuito de cuevas que había aparecido durante el temblor submarino que había desenterrado veinte metros de nueva línea de costa. Aquella red de cuevas, al haber estado sumergida tanto tiempo, seguía siendo un entorno húmedo en el que las bacterias y los hongos se multiplicaban con facilidad.

Durante los primeros meses de la excavación tuvieron que levantar muros de contención contra el mar y bombear el agua de las cuevas. Habían hecho lo mismo en todas las que habían encontrado. Cuando el padre Sebastian se había ido a la cama, o al catre, el equipo de bombas había seguido drenando la que habían encontrado dos días antes.

Sebastian se puso de pie y golpeó con los pies contra el suelo para comprobar la circulación de la sangre. A veces, cuando dormía con los zapatos puestos, los pies se le entumecían.

—Al menos debería cambiarse de calcetines.

Muy a su pesar, supo que el joven tenía razón. Se sentó, cogió un par de calcetines limpios de la bolsa que había al lado de la cama y se los puso después de quitarse los sucios.

—¿Por qué has venido a buscarme, Matteo? —preguntó poniéndose de pie otra vez.

—Sabíamos que había otra cueva. —De hecho esperaban que hubiera varias. Fuera lo que fuese lo que había fracturado la línea de costa original, había hecho estragos en las catacumbas que minaban la antigua ciudad.

Al estar rodeada por el mar desde hacía nueve o diez mil años, los constructores se habían preocupado por compartimentar las catacumbas. Si una zona se anegaba, podían cerrar la siguiente.

—Sí, pero no como esta.

Le dio una palmadita en la espalda.

—Entonces vamos a ver qué es lo que han descubierto.

Pasó por debajo de la puerta de la tienda, pero se detuvo a coger la linterna que había dejado en el cargador. No le agradaba la idea de perderse en el oscuro y serpenteante laberinto de cuevas.

En el exterior de la cueva había tres miembros de la Guardia Suiza destinados en la excavación. Vestían ropa informal, adecuada para el frío de las cuevas, y llevaban pistolas.

Sebastian había protestado por la presencia de esas armas, pero no había sido capaz de convencer al capitán de que renunciara a ellas. Hasta ese momento no había habido ningún incidente en el que hubieran sido necesarias, pero para ellos eso no significaba que no pudiera haberlos. Estaban bien entrenados y eran educados, pero nunca bajaban la guardia.

El campamento base olía a diésel, a agua salada y a peces muertos. Cuando el mar había abandonado la costa y expuesto su secreto, y cuando se habían dragado las cuevas, muchas criaturas marinas quedaron aisladas. Habían muerto a cientos y había sido necesario retirar sus restos.

Según decían, esos despojos eran un buen fertilizante. En cualquier caso, habían desaparecido del campamento.

Cuando pasaron por la tienda de la despensa, Sebastian entró para coger dos botellas de agua y un bollo. El bollo era un capricho, pero necesitaba el agua. Nadie debía ir a ningún sitio sin ella, por si acaso se perdía. Había ocurrido en alguna ocasión, cuando varios hombres guiados por la curiosidad habían salido de exploración por su cuenta.

Seguían buscando riquezas, lo sabía. Todas esas historias sobre la Atlántida les habían llenado la cabeza de fantasías acerca de un fabuloso tesoro.

Él no sabía qué pensar. Esperaba algo, aunque hasta el momento sólo habían encontrado objetos que tenían miles de años según las pruebas de carbono, lo que los hacía interesantes por sí solos, pero no revelaban nada de la civilización que se había desarrollado.

Gran parte de la ciudad había desaparecido. Cuando las olas se tragaron la Atlántida, el mar acabó con la ciudad. Hecha pedazos por el cataclismo —ya fueran las fabulosas torres que había visto en las ilustraciones o simplemente chozas—: la ciudad quedó hecha añicos, que se desparramaron por el fondo marino.

Lo que quedó de ella estuvo enterrado bajo el cieno miles de años. Si el mar no decidía mostrarla, puede que jamás la hallaran.

Metió las botellas de agua en los bolsillos del largo abrigo que se había puesto para protegerse del frío de las cuevas. Siguió a Matteo mientras avanzaban junto a la cuerda amarilla que marcaba el camino.

Había cables con bombillas colgados de las paredes, pero cada vez que abandonaba el campamento base sabía que estaba entrando en la oscuridad que esperaba en las profundidades de la tierra.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

4 de septiembre de 2009

El estridente sonido de un móvil despertó a Lourds entre una maraña de suaves extremidades y seductoras curvas. Gracias al tenue resplandor del radio-reloj que había en la mesilla vio los destellos del pelo rubio de Leslie.

«Así que no ha sido un sueño».

Sonrió. La noche anterior se había notado tan cansado que no estaba seguro de haber soñado aquel encuentro.

Apartó un brazo de Leslie con suavidad y cogió el teléfono.

—¿Es el mío? —preguntó ella en voz baja.

—No, es el mío.

—Estupendo. —Se apartó de él y se acurrucó bajo las mantas.

Cuando apretó el botón para hablar y se lo llevó a la oreja admiró su tersa espalda y la suave curva de su desnudo trasero.

—Lourds —dijo.

—¿Thomas? —La mujer que hablaba al otro lado parecía asustada. Prestó atención inmediatamente. Conocía la voz, pero no recordaba de qué.

—Soy Donna Bergstrom, esposa de Marcus Bergstrom.

—Hola, Donna.

El catedrático Bergstrom también había enseñado en Harvard, en el Departamento de Paleontología. Su mujer enseñaba Economía. Como eran vecinos, vigilaban su casa cuando él estaba fuera. De vez en cuando hacían barbacoas a las que le invitaban.

—Ha sucedido algo horrible. Han disparado a Marcus.

Sacó las piernas de la cama y se puso en pie.

—¿Cómo está?

—Ha salido del quirófano hace unas horas. Los médicos dicen que se pondrá bien. Es fuerte y luchador.

—Sí que lo es. —Lo sabía porque también había jugado al fútbol—. ¿Qué ha pasado? ¿Lo han asaltado?

—La Policía dice que ha sido un allanamiento de morada.

—Lo siento mucho. —Notó que Leslie se movía a su espalda. Miró y la vio sentada con las piernas cruzadas sobre la cama y una sábana en las caderas—. ¿Os han hecho algo en casa?

—No ha sido en la nuestra, ha sido en la tuya. Marcus vio una furgoneta de la compañía del gas en tu puerta y fue a ver qué pasaba. —La mujer se echó a llorar—. Le han disparado, Thomas. Le han disparado sin motivo.

Intentó tranquilizarla, aun sabiendo que su amigo no había resultado herido sin razón alguna. Lo había puesto en peligro sin querer; su sentimiento de culpa era casi insoportable.

Sentado en el asiento del copiloto del helicóptero, Patrizio Gallardo observó el hotel Radisson SAS.

—¿Preparado? —le preguntó el piloto por los auriculares.

—Preparado.

Gallardo miró por encima del hombro a los ocho hombres que había en la zona del pasaje. Todos llevaban trajes negros en los que ocultaban sus pistolas con silenciador. Varias maletas contenían los cargadores de reserva.

DiBenedetto fumaba, a pesar de que el piloto le había dicho que no lo hiciera. Sus ojos azules parecían brillar por la droga que le recorría el cuerpo. Faruk estaba tranquilo y decidido, con las manos en las rodillas. Pietro y Cimino parecían un poco tensos, entrar y salir del hotel no iba a ser fácil.

El helicóptero se mantuvo a pocos centímetros de la terraza del hotel. Gallardo abrió la puerta del copiloto al tiempo que DiBenedetto y Faruk abrían las de los pasajeros. Los nueve hombres, Gallardo el primero, saltaron y fueron corriendo hacia la puerta de la terraza.

Cimino utilizó una carga explosiva hueca que no hizo más ruido que un petardo para romper el candado. Para cuando el helicóptero se alejó ya estaban dentro del edificio e iban en dirección al séptimo piso.

Lourds jamás sabría quién le había atacado.

Zona restringida de la biblioteca

Status Civitatis Vaticanae

4 de septiembre de 2009

Murani observó el libro que tenía en la mano. Representaba tanto una promesa como una condena. Era el único libro, aparte de la Biblia, que realmente poseía esa dualidad.

De gran tamaño y forrado en piel, era un manuscrito ilustrado de oscuros orígenes. Estaba en latín y creía que lo habían escrito en Roma, en el apogeo del imperio. Sin embargo, tras la caída de Roma, las tribus germánicas habían arrasado sus murallas y sus calles, y habían dejado las bibliotecas incendiadas a su paso. Muchos libros fueron llevados a los Países Bajos, donde algunos monjes irlandeses los copiaron y los mantuvieron con vida.

El cardenal Murani quería creer que el ejemplar que tenía era el original. No le gustaba la idea de que pudieran existir copias.

Una vez que un secreto se divulga, resulta difícil de contener.

Se sentó frente a una de las antiguas mesas al fondo de las estanterías y olió el aroma a polvo, papel antiguo y piel. Todavía recordaba el entusiasmo que había sentido cuando le permitieron la entrada por primera vez a aquella habitación, tras ingresar en la Sociedad de Quirino.

Las estanterías estaban repletas. Lo más triste de aquello era que nunca tendría tiempo para leerlo todo.

Al menos, no en esa vida.

Seguía teniendo esperanza en una segunda.

Lo inteligente, pues, era leer los mejores. Empezó con los que le habían recomendado los miembros de la sociedad. Había tantos secretos entre los que elegir, tantas cosas que la Iglesia se afanaba por ocultar.

La Sociedad de Quirino quería que se mantuvieran así.

Sin embargo, al final, había sentido la llamada de la Atlántida. Aquello, en su opinión, era el mayor secreto que habían guardado Dios y algunos hombres.

La primera vez que le hablaron de los textos secretos y de la historia que contenían —la del jardín del Edén y lo que realmente ocurrió allí— no lo había creído. Después, cuando se convenció, quiso asegurarse de que todo había ocurrido exactamente como le habían contado.

Miró detenidamente la página en la que aparecían los cinco instrumentos.

La campana.

El laúd.

El címbalo.

El tambor.

La flauta.

Eran los cinco instrumentos que podían desentrañar los secretos que albergaba la Atlántida. Aunque no sabía con exactitud la forma en que podían hacerlo.

Tenía dos de ellos. La Sociedad de Quirino no lo sabía.

Murani sonrió en la silenciosa oscuridad de la biblioteca. Si hubieran sabido que los tenía, se habrían asustado.

Tenía todo ese poder, el poder de rehacer el mundo, al alcance de la mano. Pasó los dedos por las imágenes.

Como parte de la colección restringida, nadie podía sacar el libro de aquella biblioteca. Así que lo había ocultado a la vista. Los conserjes insistían en que ningún libro abandonara aquella habitación, pero no eran muy quisquillosos a la hora de mantenerlos ordenados.

Si los que pedían libros no hubieran mantenido un comportamiento ejemplar a la hora de preservar aquel sistema, habrían tenido demasiado trabajo.

Así que el libro había sido su secreto durante los cuatro largos años en los que se había dedicado a buscar los instrumentos. Después, la campana apareció en Alejandría. Cuando sucedió aquello, lo interpretó como una señal. Más tarde, cuando el címbalo vio la luz en Rusia, comenzó a tener esperanzas.

—Cardenal.

No se había percatado de la presencia de nadie y levantó la vista.

El anciano bibliotecario estaba encorvado por la edad. Sus grises cabellos sobresalían de su cabeza en todas direcciones.

Caminaba ayudado por un bastón.

—Buenas tardes, Beppe —lo saludó amablemente, con la esperanza de que se fuera sin más.

—Más bien sería buenos días.

—Entonces, buenos días.

—¿Qué le ha pasado en la cara? —preguntó tocándose la suya.

No se sorprendió de que no estuviera al tanto del asalto al coche que se había cobrado la vida de Antonio Fenoglio. Los ancianos conserjes y bibliotecarios casi nunca salían de los lugares que custodiaban.

—He sufrido un accidente de coche. —Tenía la cara llena de magulladuras de color verde y morado, que empezaban a ponerse amarillas.

—Por eso nunca me subo a esas cosas. Le dejo con su lectura, tengo cosas que hacer. Hay libros que necesitan arreglos y cuidados —aseguró antes de irse arrastrando los pies.

Murani volvió a las maravillas y a las promesas del libro. Seguro que pronto le revelaría algo. Entonces podría poner en marcha la misión para la que Dios le había elegido.

Cueva 41

Excavaciones de la Atlántida

Cádiz, España

4 de septiembre de 2009

—Padre Sebastian. —Ignazio D’Azeglio, el capataz nocturno de la excavación, salió a saludar al sacerdote. Era un hombre fornido, de unos cuarenta años, al que le empezaban a aparecer canas en las sienes y en la perilla. Tenía una piel oscura, morena, mediterránea, marcas de expresión, nariz ancha y ojos honrados—. Espero que perdone que lo haya mandado llamar.

—Matteo me ha dicho que estáis a punto de entrar en otra cámara.

D’Azeglio asintió y le entregó un casco de color amarillo.

—Sí, hemos avisado también a Dario.

Darío Brancati era el capataz del equipo de excavación. Había trabajado en descubrimientos arqueológicos en Oriente Próximo y Europa.

—Todavía no ha llegado, creo que no camina con tanta facilidad como usted, padre —dijo D’Azeglio sonriendo.

—Dario trabaja mucho más que yo.

—Nadie trabaja más que usted —aseguró D’Azeglio—. Creo que es la persona que más tiempo ha llevado un casco puesto.

—Sólo porque no me guío por las mismas directrices de trabajo que tu gente.

—Venga y deje que le muestre lo que nos espera —propuso D’Azeglio, que guio la marcha hasta la pared en la que el equipo trabajaba con taladros y pequeños remolques para ir retirando los escombros.

Varias volquetas, bulldozeres y retro-excavadoras estaban listos. Toda la tierra que habían extraído en las cuevas se había sacado y utilizado para construir los diques que contenían el mar.

La cueva tenía unos ciento ochenta metros de largo y cincuenta o sesenta de alto. La mayor parte estaba a oscuras. Cuanto más se adentraban en el interior, más difícil resultaba alimentar las bombillas. Hasta que pudieran mantener una ventilación adecuada, nadie quería arriesgarse a almacenar más monóxido de carbono del que había.

Las catacumbas habían demostrado tener la misma compartimentación circular sobre la que Platón había escrito cuando describió la ciudad perdida. Sebastian no sabía si se trataba de un diseño para dar a las catacumbas una distribución concreta o si se había hecho para estabilizar el subsuelo.

Tampoco sabía qué se había construido antes, si las catacumbas o la ciudad, ya que había quedado destruida hasta quedar irreconocible. Quizás encontraran testimonios allí, donde se habrían conservado mucho mejor.

D’Azeglio se acercó a una zona iluminada por focos y señaló hacia una pared.

—Creemos que hay otra gran cámara detrás.

Sebastian asintió. Ya le habían informado de ello, aunque D’Azeglio no lo sabía.

El capataz llevó a Sebastian a la furgoneta donde guardaban todo el equipo electrónico. Sabía por anteriores conversaciones que el equipo de excavación utilizaba reflexión sísmica. En un principio habían intentado utilizar un georradar, pero pronto se habían dado cuenta de que la roca era más densa de lo que podía atravesar la máquina y que las cuevas eran demasiado grandes.

La reflexión sísmica requería la utilización de dinamita o de una pistola de aire comprimido que enviaba ondas de choque para que el equipo de precisión pudiera trazar un mapa de ellas. Una vez enviadas, se rastreaban y el programa informático obtenía una imagen.

D’Azeglio le enseñó las que habían obtenido en la última prueba. A pesar de que conocía el funcionamiento, seguía teniendo problemas para ver lo que mostraban.

—La cueva que hay detrás de esta es enorme —dijo D’Azeglio.

—Puede que sea la más grande que hemos encontrado hasta ahora —comentó otro hombre.

Sebastian se dio la vuelta y vio a Dario Brancati al lado de la furgoneta. Era un hombre alto, un par de años mayor que él. Tenía la barba completamente gris y sus hirsutas cejas casi rodeaban por completo sus hundidos ojos. Era una persona cordial y muy eficiente.

—Perdón por haberle despertado, jefe —se disculpó D’Azeglio—. Pero creía que le gustaría estar aquí para ver esto.

—Ya, sabía que llegaríais aquí más o menos a esta hora. Me fui a la cama enseguida. —Brancati observó la pared—. ¿Preparados?

—Sí, las cargas están colocadas. Estábamos esperando que nos diera luz verde.

—Ya la tenéis. Acabemos con esto.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

4 de septiembre de 2009

Lourds, vestido con una camiseta, pantalones cortos y zapatillas de deporte llamó a la puerta de Natashya. Se sentía incómodo, pero la conversación con Donna Bergstrom le había alterado por completo. No creyó ni por un momento que aquel allanamiento de morada hubiera sido una casualidad. Mientras esperaba se colocó bien la mochila a la espalda.

—¿Qué quieres? —preguntó Natashya desde el interior.

—Necesito hablar contigo.

—¿Por qué no sigues haciéndolo con la rubia de bote que está en tu habitación?

Aquello lo desconcertó. ¿La había visto?

—No creía que a tu edad siguieras vivo después de que ella te clavara las uñas.

Un hombre entrado en años pasó por el pasillo y lo miró con desdén.

Lourds sintió la necesidad de defenderse, pero sabía que era una locura. No conocía al hombre y no había hecho nada malo.

—Quizá no deberíamos tratar ese tema desde aquí afuera —propuso.

—No lo vamos a hacer en mi habitación.

No conseguía entender por qué estaba tan enfadada. No había estado persiguiendo a Leslie. Aunque la verdad era que tampoco la había rechazado. No eran nada más que dos adultos disfrutando de un poco de tiempo libre. No había nada más. Estaba seguro de que Leslie opinaba lo mismo.

Aunque tampoco habían hablado de ello y no era muy bueno leyendo mentes. Había tenido relaciones con mujeres que no habían entendido las reglas del juego. Su gran pasión sería siempre su trabajo. De momento, nunca le faltaban compañeras, pero tampoco iba a dejar que eso le cambiara la vida. Había tenido la impresión de que Leslie pensaba lo mismo respecto a esa cuestión.

—Deja esa historia ahora. Ha ocurrido algo más importante. Alguien ha asaltado mi casa. Han disparado a un amigo mío cuando fue a ver qué pasaba y ahora está en el hospital. Casi lo matan.

Por un momento pensó que Natashya no iba a hacerle caso ni aun después de contarle aquel incidente, pero, cuando estaba a punto de irse, la puerta se abrió.

—Entra. —Natashya se apartó para dejarle entrar, vestida únicamente con una camiseta muy grande que se pegaba a sus grandes pechos y le llegaba hasta la mitad de los muslos.

Lourds pensó que no debería de haberse fijado en los detalles. De hecho intentó no hacerlo. Había temporadas en las que podía pasar días enteros sin prestar atención a ese tipo de cosas. O, al menos, sin que tuvieran efecto en él. El problema era que cuando se le despertaba la libido, seguía desenfrenada hasta que se consumía por sí misma. Eso podía tardar un tiempo. En ese momento todavía tenía la sangre caliente.

Entró y cerró la puerta. La luz de la pantalla del televisor ofrecía una burbuja de iluminación gris azulada en el centro de la habitación. Evidentemente, Natashya no estaba durmiendo.

—¿Tienes problemas para dormir? —le preguntó en ruso.

Natashya estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Si tienes algo que contarme, hazlo —replicó en inglés.

—Han asaltado mi casa —repitió.

—¿Y?

Lourds no le hizo caso, a pesar de no saber por qué estaba así. Abrió la mochila y sacó el ordenador. Después de dejarlo en el escritorio, lo abrió y lo encendió.

—Tengo un programa que me permite acceder a la cámara de seguridad esté donde esté.

—Así que me vas a enseñar tu casa.

—Te voy a enseñar lo que me preocupa del asalto. —Abrió el programa y aparecieron una serie de ventanas que mostraban lo que registraban las cámaras—. También puedo ver lo que ha sucedido hace veinticuatro horas. Si quisiera ver más tendría que pedirlo a la empresa de seguridad.

—¿Tienes una imagen de los asaltantes de tu casa? —Parecía más interesada.

—Sí. Por supuesto, es posible que entraran por casualidad. Llevo unas tres semanas fuera, pero me parece demasiada coincidencia.

—Quizás estás paranoico.

—Después de todo lo que ha pasado, creo que es lo único que puedo estar —dijo mientras rebobinaba hasta llegar al momento en el que se veía a una figura con un mono de color naranja en su despacho, y a otra en el dormitorio cogiendo los artilugios con los que se entretenía en los ratos de ocio.

—Está copiando tu disco duro en uno externo —comentó Natashya.

—Sí. —Cada vez se sentía más incómodo al ver cómo se tensaba la tela de la camiseta sobre los pechos de Natashya. También desprendía un agradable olor. Tuvo que aclararse la voz para hablar—. ¿Te parece que es lo que haría un ladrón común y corriente?

—¿Guardas algo importante en tu ordenador?

—Notas, proyectos en los que estoy trabajando.

—¿Proyectos importantes?

—Trabajo en las mismas cosas que Yuliya. Nada de eso va a hacerme rico ni tiene gran valor para nadie.

—¿No? ¿Qué me dices de tus tarjetas de crédito y de cuestiones financieras? ¿Están en tu ordenador?

—No, me temo que soy demasiado desconfiado para esas cosas.

—Lo dice alguien que puede ver su dormitorio desde otro país.

—La verdad es que me pareció muy enrollado. No lo había mirado nunca, excepto cuando me lo instaló mi amigo; no lo habría comprobado si no hubieran disparado a Marcus Bergstrom.

Natashya se irguió y Lourds echó de menos las vistas.

—Eran profesionales. La mujer copió los datos de tu ordenador mientras el hombre que había arriba intentaba hacer que pareciera un robo. Eso quiere decir que Gallardo no se ha olvidado de nosotros.

—Pensaba que quizá se había dado por vencido después de lo de Odessa.

—Al parecer no. Siguen persiguiéndonos —aseguró Natashya mirando la pantalla del ordenador.

—¿Por qué?

—Seguiste la pista del címbalo hasta el pueblo yoruba. Me apuesto lo que quieras a que ellos no lo han hecho.

—¿Ellos?

—Un hombre como Gallardo trabaja según resultados. Comete un crimen y obtiene un beneficio inmediato.

—Robó la campana en Alejandría, así que debía de tener un comprador.

—Tendremos que averiguarlo. Mientras tanto, es mejor que te vayas.

—¿Sí? —Se sorprendió de lo rápidamente que quería quitárselo de encima.

—Sí, no quiero…

Se oyó un golpe en la puerta.

Sin hacer ruido, Natashya metió la mano debajo de un almohadón y sacó una pistola. Lourds iba a decir algo, pero no lo hizo al ver que se llevaba un dedo a los labios. En silencio, Natashya se acercó a la puerta y miró por la mirilla.

Entonces suspiró enfadada. Lourds tuvo que admitir que las mujeres rusas eran las campeonas a la hora de mostrarse enfadadas cuando así lo querían.

—Esto —dijo abriendo la puerta— era lo que no quería.

Al otro lado estaba Leslie completamente vestida. Tenía los brazos cruzados y parecía ligeramente desafiante.

—He venido a ver qué te retenía tanto tiempo. Me preguntaba si te habrían entretenido.

Por un momento, Lourds pensó que Natashya le iba a pegar un tiro, aunque no estaba seguro de por qué.

—Créeme —dijo Natashya volviendo a la cama—, cuando me acuesto con un hombre soy bastante más que un entretenimiento. —Sin decir nada más, volvió a meter la pistola debajo de la almohada—. Tenéis que iros, necesito dormir.

Lourds empezó a irse. Ya se sentía bastante incómodo tal y como estaban las cosas como para verse involucrado en una pelea entre mujeres que no acababa de entender. Pero cuando abrió la puerta vio a un hombre que reconoció y rápidamente volvió a cerrarla.

—No podemos irnos.

Las mujeres le lanzaron una mirada feroz.

—Patrizio Gallardo y sus hombres acaban de pasar por delante de la puerta.

Cueva 41

Excavaciones de la Atlántida

Cádiz, España

4 de septiembre de 2009

—¡Fuego!

Agachado detrás de uno de los grandes bulldozeres, el padre Sebastian apenas oyó el grito de aviso del jefe de demoliciones por megafonía. El protector de oídos amortiguaba prácticamente todos los sonidos.

Al poco, los explosivos estallaron en una rápida serie de sonidos parecidos a los de las palomitas de maíz al explotar.

El polvo y los escombros llenaron la cueva. Una máscara con filtro tapaba toda la cara del padre Sebastian y protegía sus ojos y sus pulmones. Los temblores que recorrieron el suelo le recordaron a los de la cubierta de un barco. No era la primera vez que pensaba en el mar que esperaba al otro lado de los diques que habían construido para mantener secas las cuevas.

Permaneció agachado hasta que D’Azeglio le dio un golpecito en el casco.

—Ya está, padre. Todo ha salido bien —dijo el capataz levantando uno de los protectores para los oídos.

D’Azeglio parecía un extraño insecto con la máscara y el casco. Su voz sonaba amortiguada y cansada. Le ofreció una mano para que se levantase.

—Gracias a Dios, las explosiones siempre me ponen nervioso —dijo al levantarse y quitarse el protector.

—Llevo un año trabajando en ellas, padre. Cuando hay tanta roca, nunca es fácil.

—¡No hay agua! —gritó alguien—. ¡No hay agua! La cueva está seca.

Se oyeron gritos de júbilo. Las cuevas inundadas que habían encontrado hasta ese momento retrasaban su trabajo considerablemente. Se perdían muchos días bombeando el agua.

Un nuevo entusiasmo inundó a Sebastian. Desde que era niño e iba con su padre, arqueólogo, siempre había soñado con la idea de ver algo que llevara oculto cientos o miles de años.

Cuando entró en el clero pensó que esos días habían llegado a su fin. Pero dio las gracias a Dios, que en su infinita sabiduría le había permitido no sólo la Biblia y la cruz del sacerdote, sino el pico y la pala del arqueólogo.

Era una buena vida.

Unos potentes focos iluminaron el lugar en el que había estado la pared. De ella sólo quedaba un montón de rocas en la abertura de la siguiente cueva. El agujero de la parte superior tenía casi un metro y medio de diámetro.

Brancati ordenó a los sacerdotes que esperaran mientras inspeccionaban la zona. Sebastian observó a los cuatro hombres que alcanzaron la cima de la montaña de rocas. Llevaban cascos de minero con lámparas, además de linternas en la mano. Brancati permaneció continuamente en contacto con ellos por radio.

Al cabo de unos minutos, los hombres descendieron por el otro lado. Poco después, Brancati se acercó al padre Sebastian.

—Padre, ¿podrá subir?

A Sebastian le sorprendió la pregunta. Brancati se había asegurado de que no corriera ningún peligro.

—Creo que sí.

—Le ayudaremos. Es importante que vea lo que hay en esa cueva.

—¿Qué es?

Brancati tenía una expresión muy seria y había hablado en voz baja.

—Creen que es un cementerio.

Aquel anuncio hizo que sintiera un escalofrío. No sería un cementerio tradicional. Cuando de joven viajaba con su padre había estado presente en muchos de sus descubrimientos. Los hombres sencillos siempre recibían una lección de humildad.

Y de temor.

—Vamos —dijo el padre Sebastian poniéndose en marcha, aunque su mente se centraba en las posibles implicaciones. ¿Iban, por fin, a encontrar atlantes?