14Capítulo

Instituto Max Planck de Antropología Social

Halle del Saale, Alemania

3 de septiembre de 2009

Lourds encontró un dibujo del címbalo el miércoles por la tarde. A pesar de que revisar el abundante material que poseía el instituto sobre el pueblo yoruba parecía una labor interminable, no había perdido la esperanza de que apareciera algo. Lo que más le preocupaba era tener que buscar algo específico. Aunque sabía algo del pueblo yoruba y del impacto de su cultura en África Occidental, y más allá, no conocía su verdadero alcance.

Normalmente, cuando llevaba a cabo alguna investigación, estudiaba todos los documentos antes de dividirlos en categorías o separar los campos de estudio. No sabía que sus ciudades estado hubieran sido tan desarrolladas. En su opinión rivalizaban con sus equivalentes europeas. A pesar de haber estado gobernados por monarquías, estas regían según la voluntad del pueblo y los senadores podían ordenar a los reyes que abdicaran al trono.

«No eran exactamente unos salvajes», pensó. Los yorubas habían comerciado durante cientos de años antes de que los europeos empezaran a atacar las naciones africanas en busca de esclavos.

Por desgracia, los yorubas —conocidos en aquellos tiempos como Imperio Oyo— cedieron ante la fácil riqueza que les procuraba la trata de esclavos. Emprendieron guerras contra otros reinos y ciudades estado para capturarlos.

Había algunos documentos de los siglos XVIII y del XIX que le hubiera encantado leer, pero no tenía tiempo. Así pues, con permiso de Fleinhardt, los descargó en el servidor que utilizaba en Harvard.

Por supuesto, aquel archivo iba aumentando alarmantemente con todo el material que quería estudiar. Algunos días se sentía frustrado al pensar en la cantidad de cosas que no llegaría a conocer por mucho que se esforzase. La vida no era lo suficientemente larga como para satisfacer su curiosidad.

Pero sí que pudo leer algo sobre el címbalo y supo, con mayor certeza, que sólo habían descubierto la punta del iceberg.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

3 de septiembre de 2009

A las ocho, Lourds se dispuso a cenar con sus compañeros. Leslie había insistido en que al menos comiera como era debido una vez al día, y que los pusiera al día sobre sus investigaciones.

Cenaron en el restaurante del hotel. Normalmente estaba lo suficientemente vacío como para poder escoger una mesa al fondo y hablar con relativa intimidad.

—¿Has encontrado el címbalo? —Los ojos de Leslie brillaron entusiasmados.

—Creo que sí. —Sacó el ordenador de la mochila y lo dejó sobre la mesa, alejado de su copa de vino.

Se habían acostumbrado a comer y a hablar sobre el trabajo al mismo tiempo —con imágenes en el ordenador incluidas, si era necesario—, y seguían atrayendo curiosas miradas del resto de los clientes y de los camareros.

—Es un dibujo del címbalo, no una fotografía, pero creo que es bastante parecido.

Tecleó y apareció la imagen digital que había descargado de los archivos del instituto.

En el dibujo, el címbalo parecía un disco plano con una inscripción. El hombre que lo sujetaba vestía una larga capa y llevaba corona.

—Imagino que era el rey —comentó Gary con cierta sorna.

—La verdad es que era más que un rey. Es una representación de Oduduwa.

—Para ti es fácil, colega —comentó Gary.

—Según el pueblo yoruba, fue el líder de un ejército invasor que llegó a África Occidental desde Egipto o Nubia. Algunas fuentes musulmanas sostienen que procedía de La Meca. Según parece, había huido del país por cuestiones religiosas.

—¿Qué cuestiones? —preguntó Natashya.

—Los documentos que estuve mirando no decían nada al respecto —aseguró ladeando la cabeza—. También puede ser que escapara de un ejército invasor. El caso es que huyó con el címbalo. Se supone que es un descendiente de los dioses.

—La campana apareció en Alejandría. ¿Crees que es de donde procede el címbalo? —intervino Leslie.

—¿Te refieres a si estuvo allí? Según las leyendas que he descubierto, en tiempos remotos sí que estuvo. Pero por desgracia no he descubierto aún de dónde procede.

—Porque las lenguas no se corresponden con ninguna de las de esa zona —aventuró Natashya.

—Exactamente —dijo Lourds asintiendo y sonriendo.

—¿Y si pusieron los instrumentos allí a propósito?

Aquello no se le había ocurrido y le pareció muy interesante. Lo meditó un momento.

—Espera, ¿qué te hace pensar que alguien dejara allí la campana y el címbalo? —preguntó Leslie.

—Que no encajan —dijo Lourds siguiendo con la línea de razonamiento de Natashya. Su comentario había conseguido que todo tuviera más sentido—. No provienen de esa cultura. El material utilizado, el trabajo realizado, las lenguas, todo desentona con lo que sabemos de esa zona.

—Y si querían que el címbalo desapareciera, ¿por qué atribuirlo a un dios? ¿O a alguien cercano a los dioses? O lo que fuera el Odudo ese.

—Puede que no lo hicieran. Quizás inventaran esa historia cuando Odudo salió de Egipto —comentó Gary.

—Es posible. Según la leyenda, a Oduduwa lo envió su padre, Olodumare —explicó Lourds.

—Ese nombre sale en un disco de Paul Simón —lo interrumpió Gary—. Lo publicaron a principios de la década de los noventa. Se llamaba Ritmo de los santos… o algo así.

—¡No fastidies! —exclamó Lourds.

—Sí, tío —replicó Gary—. Tienes conexión Wi-fi, ¿verdad?

Asintió.

—Déjame el ordenador.

Después de pasárselo, se concentró en la cena. Como era el que más hablaba durante esas reuniones informativas, normalmente acababa comiéndoselo todo frío.

Al cabo de unos minutos, Gary esbozó una sonrisa triunfal.

—¡Sanseacabó! —exclamó al tiempo que le daba la vuelta al ordenador para enseñarle las letras.

La referencia a Olodumare estaba en la octava línea.

—Olodumare sonríe en el cielo —leyó Gary.

—Estás resultando ser un verdadero pozo de sabiduría. ¿Por qué no fuiste a la universidad? —preguntó Lourds.

—Lo intenté, pero era muy aburrida. La mayoría de las veces sabía más que los profesores. Lo primero que se aprende es que no son mucho más listos que tú, y a veces ni siquiera saben tanto como tú. —Al darse cuenta de lo que había dicho, levantó la mano en actitud defensiva—. No me refería a ti, colega. Tú eres impresionante.

—Me alegro. A ver si puedo impresionarte un poco más —dijo tomando un sorbo de vino—. Los yorubas se refieren a sí mismos como eniyan o eniti aayan, cuya traducción literal sería: «Los elegidos que llevan la bendición al mundo».

—¿Crees que el címbalo era una bendición? —preguntó Leslie.

—Me lo planteé, después de todo llegó de manos de alguien cercano a Dios.

Cambrigeport

Cambridge, Massachusetts

3 de septiembre de 2009

El mejor momento para robar en una casa no es por la noche, sino de día. Por la noche se supone que no tiene que haber nadie; si hay alguien, llama la atención.

Pero durante el día la gente entra, sale y va y viene a todas horas.

Bess Thomsen era una ladrona profesional. Llevaba entrando en casas ajenas desde los once años. A los treinta y tres, tenía mucha experiencia.

Medía un metro sesenta y siete, tenía el pelo castaño, ojos marrones y una cara fácil de olvidar. En otras palabras, tenía un aspecto bastante anodino, aunque una bonita figura, en parte por el ejercicio que hacía para poder desempeñar su trabajo, en parte porque su cuerpo desviaba la atención de su cara. Con todo, aquel día había elegido taparlo con un amplio mono de color naranja.

Su compañero de robo era un veinteañero llamado Sparrow. Lo acompañaba por si tenían que cargar algo, ya que medía casi uno noventa y pesaba más de noventa kilos. Bess estaba convencida de que un noventa y nueve por ciento de su ser era pura fachada. Jamás había conocido a nadie tan arrogante como él.

Sparrow se repantingó en el asiento del pasajero y echó la ceniza del cigarrillo por la ventana. La barba de tres días hacía que sus mejillas y su mandíbula parecieran papel de lija. Llevaba el pelo rubio de surfista cortado a la altura de los hombros. Unas gafas azules a la última cubrían la parte superior de su cara y llevaba auriculares en los oídos, aunque Bess había estado tentada de metérselos por otro orificio. A pesar de que bloqueaban parte del sonido, Sparrow oía música —un tipo de rock enloquecido— lo suficientemente alta como para que Bess tuviera ganas de pegarle unos buenos gritos.

Comprobó la dirección en la falsa orden de trabajo por última vez y paró en la entrada de la casa. Se inclinó bajo el quitasol y estudió la estructura.

La casa era amplia y tenía dos pisos. No era excesivamente grande, pero más de lo necesario para el solo ocupante que, según le habían informado, vivía allí. Cambrigeport era una zona residencial, con viviendas unifamiliares, además de algunas de alquiler, ya que la Universidad de Harvard y el río Charles quedaban cerca. Era un buen barrio para pasear, para aquellos a los que les gustaba hacer tal cosa. Esa era otra buena razón para hacer el trabajo de día y no por la noche.

Bess tenía poca información. Se suponía que el dueño era un catedrático universitario que estaba fuera del país. Había tomado notas, pero no confiaba mucho en ellas. La gente regresa en los momentos más inesperados.

Habría sido mejor que hubiera estado trabajando. Las horas que tendría que pasar en clase le habrían dado más seguridad que depender de cuando decidiera acabar sus vacaciones.

Salió de la furgoneta, se puso un casco de motorista y fue hacia la puerta con un sujetapapeles en la mano. En cuanto pasó por la puerta de la calle oyó el pitido de la alarma.

Según los informes que había pirateado, tenía cuarenta y cinco segundos para llegar al teclado que había en el vestíbulo y apagarla. Llegó con tiempo de sobra y tecleó el código, que también había pirateado.

—¿Has cerrado la puerta? —preguntó volviéndose hacia Sparrow.

El tipo frunció el entrecejo y cruzó los brazos sobre el pecho. El cinturón para las herramientas, que no había tocado, le colgaba de la cintura.

—¡Vete a la mierda! Para mí el piso de arriba. Nos vemos —dijo encaminándose hacia las escaleras.

Bess lo maldijo, y también a su arrogancia. Ambos eran lo suficientemente grandes como para dedicarles largo rato y los dos merecían cualquier epíteto que les atribuyera.

Recorrió el piso de abajo para asegurarse de que estaba sola. Una vez comprobado, volvió al despacho y encendió el ordenador.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

3 de septiembre de 2009

—¿Has oído hablar de las excavaciones que se están haciendo en Cádiz, Gary? —preguntó Lourds.

—¿Donde están buscando la Atlántida?

Leslie tomó un sorbo de vino y observó a Lourds. Lo había echado de menos mientras había estado trabajando en el Instituto Max Planck.

«Olvídalo —se reprendió—. No es ni el momento ni el lugar».

—No sé si encontrarán la Atlántida allí. Han descubierto media docena de sitios donde podría haber estado. Grecia sostiene que está sumergida cerca de sus costas, al igual que Bimini. También hay quien dice que está próxima a las costas de Sudamérica.

—No sabía nada de eso último.

—Esa afirmación la hizo un hombre llamado J. M. Alien, que asegura que la Atlántida estaba en el Altiplano boliviano. Según sus investigaciones, esa zona se inundaba con frecuencia. De hecho, descubrió que se había inundado en el año 9000 a. C.

—¿Por qué estáis hablando de la Atlántida? ¿Has encontrado algo que indique en esa dirección? —preguntó Natashya.

«Bruja», pensó Leslie. Las cosas habían perdido su gracia desde que se había unido a ellos. Cuando Lourds y ella se habían puesto en camino hacia Moscú —incluso remolcando a Gary—, todo era potencialmente interesante. En ese momento resultaba difícil mantener cinco minutos de conversación con aquel atractivo catedrático sin que la poli rusa se metiera de por medio.

Leslie sentía la pérdida de la hermana de Natashya, por supuesto, pero no sabía por qué tenía que haberse invitado al viaje.

—Por extraño que parezca, mientras estaba investigando sí que apareció el tema de la Atlántida. Hay algunas teorías que indican que el pueblo yoruba podría haber sido atlante —confesó Lourds recostándose en la silla y estirándose.

—¡Nooo! —exclamó Gary.

—¡Sííí, tío!

Leslie sonrió. Sin duda, aquellas bromas de fumetas estaban prohibidas en Harvard, pero a Lourds no le importaba. Era lo que más le gustaba de él, que era auténtico.

—Ifé es una ciudad yoruba de Nigeria. Los documentos que he estado estudiando sostienen que existe desde, por lo menos, 10000 a. C.

—Eso encaja con el marco temporal que se estableció para la Atlántida —dijo Gary.

—Algunas investigaciones condujeron a varios historiadores a creer que los yorubas fueron en tiempos una potencia marítima. Hay documentación que sugiere la existencia de una gran flota de barcos que quedaron destruidos tras un cataclismo oceánico que se internó tierra adentro.

—¿Como el hundimiento de una isla?

—Y el subsiguiente tsunami. Esa sociedad era famosa por sus comerciantes. Los habitantes de Aromire eran almirantes, y los de Oloko eran mercaderes que hacían viajes de hasta un año. Los expertos creen que llegaron a Asia, Australia, Norteamérica y Sudamérica.

—¿Qué tiene todo eso que ver con el címbalo por el que asesinaron a mi hermana? —preguntó Natashya.

Aquello puso serios a los dos hombres; Leslie se molestó por la facilidad con que Natashya se había apoderado de la conversación. Siempre parecía calmada, serena y controlándolo todo.

—Mientras investigaba descubrí algo muy interesante. Me aparté un poco del tema, pero en los primeros tiempos de Ifé muy poca gente podía leer y escribir su lengua. Los escribas yorubas mantenían ese tipo de conocimiento sólo al alcance de unos pocos.

—¿Crees que las inscripciones de la campana y del címbalo son yorubas?

—Es posible —dijo Lourds bostezando—. Tengo que estudiarlo mejor ahora que he encontrado ese dato. Según la leyenda yoruba, Oduduwa y su hermano Obatala, que también era hijo de Olorun, dios del cielo, crearon el mundo. Obatala creó a los hombres con arcilla y Olorun les insufló vida.

—Un mito de creación. Todas las culturas lo tienen —intervino Gary.

—Resulta fascinante comprobar cuánto tienen en común todos esos mitos —dijo Lourds.

—¿Vas a buscar inscripciones que coincidan con las de la campana y el címbalo en el instituto? —preguntó Natashya.

—Ese es el plan.

—¿Cuánto tardarás?

—No lo sé —contestó encogiéndose de hombros—. El problema es que prácticamente estoy acabando todo el material que tiene esta gente.

—¿Y qué pasará entonces?

—Entonces tendremos que pensar en estudiar el material original.

Aquello despertó el interés de Leslie.

—¿Te refieres a ir a África Occidental?

—Si es necesario, sí —contestó mirándola, y asintió con la cabeza.

Cambrigeport

Cambridge, Massachusetts

3 de septiembre de 2009

Bess seguía en el despacho cuando las cosas se estropearon. Había encendido el ordenador y estaba descargando todo lo que había en el disco duro. También había echado un vistazo a los ficheros en papel que tenía en el archivador, aunque la mayoría de ellos tenían relación con presentaciones académicas para las clases.

En ese momento, la puerta de la calle se abrió y entró alguien.

Bess se puso en movimiento instantáneamente. Fue hacia la puerta del despacho y se pegó a la pared. El corazón le latía a toda velocidad. No era la primera vez que le ocurría. Se haría pasar por empleada de la compañía del gas.

Sparrow no se lo montó igual de bien. Bajó las escaleras con los auriculares en los oídos y no vio al hombre hasta que fue demasiado tarde. Además, llevaba un saco a la espalda como si fuera un malvado Santa Claus. Al parecer había cogido la funda de un almohadón y había metido dentro todo lo que le había gustado.

Eso no formaba parte del plan.

Era poco profesional, y lo que era peor, no tenía excusa, ya que el dueño no tenía que enterarse de que habían entrado. Bess se juró que no volvería a trabajar con él.

El hombre que acababa de entrar tenía unos cuarenta años y algo de sobrepeso. Llevaba pantalones cortos de color caqui, camisa de golf y sandalias.

A juzgar por la ropa, imaginó que sería un vecino. Nadie sería tan estúpido como para ir muy lejos con esa pinta. Seguramente sólo estaba vigilando la casa de su amigo.

—¿Quién eres? —preguntó.

Bess salió de su escondite.

—Somos de la compañía del gas. Nos han informado de que había un escape en esta zona.

El hombre miró la funda de almohadón a la espalda de Sparrow.

—No te creo —dijo sacando un móvil de la cintura.

Prácticamente todo el mundo disfrutaba de aquel avance tecnológico, lo que hacía el trabajo de un ladrón profesional aún más difícil. En aquellos tiempos, cualquier idiota podía denunciar un robo inmediatamente.

Sparrow buscó en la parte de atrás del pantalón y sacó un revólver.

Bess no sabía de qué tipo era. Nunca había trabajado con armas ni tampoco las había robado. No había forma de saber si estaban marcadas o no, ni quién las había utilizado. No le apetecía nada que la pillaran por allanamiento de morada y la acusaran de un asesinato cometido por otra persona. Antes de poder detenerlo, disparó.

La detonación se oyó en toda la casa y en aquel reducido espacio fue atronadora.

El vecino se tambaleó, se llevó una mano al pecho, que apartó llena de sangre, y se desplomó.

Bess no perdió tiempo en comprobar si estaba vivo ni en maldecir a Sparrow. Simplemente lo miró.

—Sal de aquí ahora mismo —le ordenó.

Sparrow se quedó inmóvil.

—¡Sal de aquí! —gritó.

Sparrow empezó a moverse, pero sin apartar la vista del cuerpo que había en el suelo.

—Iba a llamar a la Policía. Tuve que…

Bess no le prestó atención y volvió al despacho. Desenchufó el disco duro externo que había llevado para descargar los ficheros. El programa había finalizado. Lo había copiado todo. Había hecho su trabajo.

Bordeó el cadáver, salió de la casa y cerró la puerta. Sparrow estaba en el asiento del pasajero.

Bess se puso al volante, encendió el motor y arrancó. Sacó un móvil desechable del mono. Antes de cada trabajo compraba uno con la esperanza de no tener que utilizarlo. Llamó al teléfono de emergencias, informó del disparo y colgó.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Sparrow.

—Puede que siga vivo. No debería morir por culpa de tu codicia. —Conducía de forma mecánica mientras serpenteaba entre las calles.

—¡Eh! Lo que he cogido no es para tanto. La pasta de este trabajo no…

—La pasta está bien. El hombre que nos contrató no quería complicaciones. Lo que has hecho, para que lo sepas, ha sido una complicación. Una complicación muy grande.

Sparrow se recostó en el asiento y cruzó los brazos sobre el pecho como un niño caprichoso.

—Dame la pistola —le pidió estirando su mano enguantada.

—¿Por qué?

—¡La pistola!

—Es mía.

—¡Dámela ahora mismo!

Se la entregó de mala gana.

Bess la limpió con una sola mano. Incluso abrió el tambor y limpió las balas. Por suerte era un revólver y sólo habían dejado atrás una bala.

Eligió con cuidado el recorrido que iba a realizar y fue hasta el puente Longfellow. Mientras lo cruzaba, un tren de la línea roja circulaba por las vías del medio. A mitad de camino, antes de entrar en Boston, le ordenó a Sparrow que bajara la ventanilla y tiró el arma al río Charles. Esperaba que aquello fuera el fin.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

3 de septiembre de 2009

El teléfono de Leslie sonó mientras esta contemplaba Leipzig. Era su productor, que llamaba a las once y dieciocho minutos de la noche, no podía ser nada bueno.

Entre el segundo y tercer timbrazo dudó si contestar, pero finalmente bajó el volumen del televisor y respondió.

—Hola.

—Dime que tienes algo. —Philip Wynn-Jones no parecía contento.

—¿Qué quieres que te diga?

—No te pongas estupenda.

—No lo hago. Estamos en Leipzig.

—Me enteré en cuanto empezaron a llegar facturas del hotel a cargo de la tarjeta de crédito. Dime algo que no sepa.

Leslie contempló la línea del cielo sobre la ciudad e intentó pensar con calma.

—Todavía estamos siguiendo la pista de los instrumentos que desaparecieron.

—¿Habéis descubierto algo?

—Lourds cree que a lo mejor tenemos que ir a África Occidental.

Durante un momento sólo se oyó silencio al otro lado del teléfono.

—¿A la maldita África? ¿Los cuatro?

Leslie decidió no morderse la lengua. Gary era fijo y —aunque pasaba mucho de Natashya Safarov— aquella policía rusa tenía recursos y acceso a información que ella no podía conseguir. Todavía.

—Sí, los cuatro.

Wynn-Jones soltó una larga exhalación seguida de una retahíla igual de larga de juramentos.

—¡Me estás empezando a tocar los huevos, Leslie! Lo sabes, ¿verdad?

—Tienes que darnos un poco más de tiempo.

—El tiempo es dinero en los negocios, cariño. Ya lo sabes.

—También sé que la publicidad lo es igualmente —dijo apartándose de la ventana; el tráfico la distraía. Miró hacia el televisor.

Había puesto el Discovery Channel, como de costumbre. Los programas que solían emitir podían darle ideas y ofrecer potenciales mercados para lo que quería hacer, además de ver contra lo que tenía que competir.

Por casualidad, después de la conversación que habían tenido durante la cena, repetían uno de los documentales sobre la Atlántida. Parecía que la gente no pensaba en otra cosa desde que habían empezado las excavaciones de Cádiz.

Espoleada por la desesperación, pues llegados a ese punto estaba segura de que Lourds seguiría sin ella, aquel programa le dio una idea.

—Los restos de un grupo de música prehistórico no valen nada —protestó Wynn-Jones.

—No era prehistórico —replicó automáticamente. Sabía que estaba canalizando mentalmente una de las charlas de Lourds de los últimos días. ¿Cuál era la palabra que había utilizado?

—¿Qué?

—Prehistoria se refiere a la época en la que todavía no había ningún testimonio escrito. La campana y el címbalo pertenecen, sin duda… —intentó encontrar el término—, al periodo histórico.

—Estupendo, ahora vas de culta. No era exactamente lo que imaginaba que harías cuando te fuiste pitando con el catedrático.

Los ojos de Leslie se concentraron en la pantalla. Mostraba imágenes de archivo de unas enormes torres de cristal de alguna película de ficción científica cutre. Al cabo de un momento, unas grandes olas barrieron la ciudad y la hicieron añicos.

—¿Qué pasaría si te diera la Atlántida?

Wynn-Jones resopló.

—Por si no te has enterado, la han encontrado en España, en Cádiz.

—¿Y si se han equivocado?

—La Iglesia católica romana financia esas excavaciones. —A pesar de que Wynn-Jones mantenía una actitud negativa, notó cierto interés en su tono de voz—. No suelen equivocarse con ese tipo de cosas.

—Se equivocan siempre. Piensa en la actitud sexual de sus sacerdotes. —Antes de que pudiera replicarle nada, Leslie continuó—: La campana y el címbalo tenían una escritura grabada que Lourds no había visto nunca. Ha seguido la pista del címbalo hasta el pueblo yoruba, que vive en África Occidental, por eso tenemos que ir allí. Hay indicios que demuestran que esos objetos son restos de la civilización de la Atlántida.

—¿Provenían de España?

—No, al parecer la Atlántida estaba frente a la costa de África Occidental o formaba parte de ella. —Leslie creía que así era como lo había explicado Lourds.

—Están bastante seguros de lo de Cádiz.

Leslie sabía que le había hecho pensar. Ambos solían atraer la atención sobre ellos mismos siempre que podían.

—¿Y si se han equivocado? ¿Y si con el tiempo podemos aportar la verdadera ubicación de la Atlántida?

—Eso es mucho decir.

—Piénsalo, Philip. Los medios internacionales de comunicación han estado flirteando con esta historia desde que se supo de ella. ¡La Atlántida finalmente descubierta! ¿Te acuerdas de todos esos titulares de los que nos reíamos?

Lo habían hecho, pero también habían admitido a regañadientes que les habría gustado dar la noticia.

—Han despertado el apetito del público. Si Lourds nos lleva a algo que tenga relación con ella, será un éxito. Pero si se la robamos…

No acabó la frase. Conocía a Wynn-Jones. Su mente estaría dándole vueltas a las posibilidades.

—Muy bien. Te concedo África Occidental, pero más te vale que haya alguna maldita historia allí.

Leslie sabía que sí la había. No estaba segura de si sería la Atlántida, pero sí de que había suficiente material como para aplacar a la empresa cuando llegara el momento. Si no lo había, se quedaría sin trabajo. Ese era el riesgo. Jugar sobre seguro no la iba a llevar a ninguna parte. Y tenía planeado llegar muy lejos, quería triunfar.

Tras darle las gracias, colgó y empezó a marcar el número de Lourds para comunicarle que tenían vía libre para ir a África, pero seguía algo eufórica por el vino y aún tenía que ocuparse de la calentura que sentía.

Decidió darle la noticia en persona. Abrió el bolso y sacó una copia de la llave de la habitación de Lourds. Este no había parecido extrañarse de que le entregaran una solamente.

Sonriente y esperanzada, salió por la puerta.

Natashya salió del ascensor a tiempo de ver a Leslie en el pasillo. Recelosa y aún preocupada por la facilidad con que Patrizio Gallardo y sus hombres los habían encontrado en Odessa, la siguió.

Después de la cena había cogido un taxi para ir a un club cercano y llamar a Iván Chernovsky. No quería que supiera en qué hotel se hospedaban. No estaba en casa. Su mujer le había dicho que estaba investigando un asesinato.

La noticia hizo que se sintiera culpable. Chernovsky estaba en la calle, seguramente corría peligro, y ella no estaba allí para cubrirle la espalda. Su esposa, Anna, le había comentado que estaba preocupado por ella. Evidentemente su marido le contaba todo. Le aseguró que estaba bien y que le dijera a Iván que lo llamaría pronto.

Ralentizó el paso, pero si Leslie se hubiese vuelto, la habría visto. Por suerte, su habitación quedaba en esa dirección. Tenía una excusa.

No obstante, Leslie no se desvió de su camino, iba directa hacia la puerta de Lourds. Se paró y levantó la mano para llamar. Después buscó en el bolso y sacó una tarjeta.

La pasó por el dispositivo y vio que se encendía la luz verde. Entró.

Natashya no perdía nunca la calma, pero aquello la alteró. Lo que más le molestó era que no sabía muy bien por qué le afectaba. Desde el principio estaba muy claro que a Leslie le gustaba el catedrático. Natashya se preguntó si Lourds sería lo suficientemente vanidoso como para creer que era algo más.

Eso podría ser un problema. Lo necesitaba animado y con la cabeza despejada si quería encontrar a los asesinos de Yuliya.

Pero también sabía que no le gustaba que estuviera con otra mujer. «Otra», se fijó en lo raro que sonaba aquella palabra y no le gustó nada.

También se le pasó por la cabeza ir a la habitación de Lourds y arruinarles la fiesta, pero luego se dio cuenta de que era demasiado inmaduro. En vez de eso, fue a la suya y pidió una botella de vodka Finlandia. Ponerla en la cuenta de la habitación y saber que tendría que pagarla Leslie le hizo sentir bien.

Leslie se entusiasmó al oír caer el agua y notar el vapor que salía del cuarto de baño. Estaba en la ducha. No era exactamente lo que había imaginado, pero sería divertido. Se le dibujó una sonrisa en la cara.

El televisor estaba encendido y emitía un programa de la CNN. El ordenador estaba abierto encima de la mesa y pensó que Lourds habría estado trabajando.

Dudó. «Vale, ¿lo vas a hacer o no?», se dijo a sí misma. Inspiró, dejó el bolso y se quitó los zapatos y la ropa.

Entró en el cuarto de baño completamente desnuda.

Lourds estaba en la bañera con la cabeza reclinada y los ojos cerrados. Al principio pensó que estaba dormido, pero cuando se acercó y le hizo sombra en la cara, abrió los ojos.

Cuando la vio no intentó taparse ni se mostró pudoroso. Permaneció tal como estaba y la miró. Después sonrió.

—Imagino que no has entrado en la habitación equivocada sin darte cuenta.

Leslie soltó una risita. Eso no se lo esperaba, pero una de las cosas que había acabado por apreciar en los diecinueve días que llevaban juntos era su sentido del humor.

—No.

Tampoco la invitó a que se acercase.

—¿Te importa? —preguntó indicando hacia la bañera.

—En absoluto, aunque va a ser algo incómodo.

Leslie entró en el agua y se sentó sobre los muslos de Lourds. Por un momento no estuvo muy segura de si estaba interesado en lo que ella tenía in mente. «Si no estuviera intrigado, te habría echado», pensó. Entonces su interés se manifestó, duro e insistente, se deslizó entre sus muslos y le presionó el bajo vientre.

—Bueno, ¿a qué debo este placer?

—No es placer. De momento. Pero creo que lo será. —Se inclinó hacia él y lo besó apasionadamente. El calor del cuerpo de Lourds encendió el suyo. La mente le dio vueltas y sus pensamientos explotaron en un calidoscopio de sobredosis sensorial.

Olía a jabón y a almizcle. Sus labios sabían a vino. Leslie sólo consiguió oír su corazón latiéndole en la cabeza cuando las manos de Lourds empezaron a recorrer su cuerpo. La cogió por la cadera para apretarla contra él con más fuerza, pero no intentó penetrarla. Su proximidad era enloquecedora, estaba justamente donde debía estar.

Leslie movió las caderas e intentó capturarlo para que entrara, pero Lourds flexionó los muslos y evitó su íntimo abrazo.

—Todavía no —le susurró en el cuello.

—Pensaba que estabas listo.

—Yo sí, pero tú no.

Empezó a protestar y a decirle que sí que lo estaba. Si alguien lo sabía, era ella. Estaba más que lista.

Deslizó sus manos cuando se besaron y le mordió el labio mientras la acariciaba. Dudó de que encontrara lo que buscaba. Aquel maldito punto —el que le hacía sentir tan bien— nunca estaba en el mismo sitio. Al menos, eso es lo que parecía.

Pero lo encontró. La punta de sus dedos lo rozaron con la suficiente presión como para que se quedara sin aliento. Arqueó la espalda y se apartó para que pudiera presionarle el clítoris. Empezó a balancearse acompasadamente y se asombró de que hubiera encontrado lo que ella buscaba con tanta frustración en otras ocasiones.

Lourds se inclinó hacia ella y le besó la cara y el cuello, pero Leslie estaba tan bloqueada por la vibrante necesidad que la recorría que no pudo corresponderle. En un instante, una cálida sensación inundó sus entrañas al tiempo que sus caderas daban sacudidas hacia él. Se estremeció y se balanceó mientras cabalgaba sobre su mano. El mundo se detuvo silenciosa y dulcemente. Respiró entrecortadamente.

—¡Guau! —susurró mientras se inclinaba hacia él una vez que hubo retirado la mano. Su pecho le pareció cálido y firme al entrar en contacto con él.

—¡Y tanto!

—¿Ya estoy lista?

—Creo que sí. —Se levantó y salió de la bañera demostrando una sorprendente fuerza. Leslie se aferraba a su cuerpo con las piernas.

La dejó en el suelo y la secó enérgicamente. Aquello consiguió que sus sentidos se encendieran. Pero incluso fue peor cuando se inclinó para besarla.

—Me estás martirizando.

—No creo.

Leslie también lo secó, pero fue más directa en sus atenciones. Se puso de rodillas y utilizó la boca. Aquello lo pilló por sorpresa y resistió ante sus intentos de llevarlo al límite. Era frustrante, pero Leslie esperaba con ansia doblegar esa resistencia.

—Vale —pidió con voz espesa—. Basta.

—De momento.

Lourds se inclinó, la cogió en los brazos y la acunó como a una niña. Disfrutó de la sensación de ser más pequeña y sentirse indefensa en su abrazo, aunque sabía que no lo estaba. El fuego de su vientre se avivó cuando la llevó a la cama.

La depositó con suavidad y se puso a su lado. Leslie lo miró a los ojos cuando notó que su mano volvía a apartarle los muslos para acariciarla. Estaba segura de que no conseguiría que aquello acabara bien otra vez, aunque, por sorprendente que pudiera parecer, quería más.

Se deslizó hasta colocarse encima de él, pasando las piernas por encima de su cadera. Lo provocó un momento rozando su resbaladiza entrepierna contra su miembro erecto, pero imaginó que era capaz de soportar todas sus provocaciones.

Se rio.

—¿Qué te hace gracia?

—Tú. No pensaba que pudieras controlarte tanto.

—No es control. Considéralo un cumplido. Quiero que disfrutes.

—Lo estoy haciendo. —Le acercó la entrepierna una última vez y lo introdujo en ella reclamando su carne como propia—. Pero me gusta más cuando soy yo la que controla. —Se acomodó, encontró el ritmo adecuado y empezó a pulverizarlo.