Instituto Max Planck de Antropología Social
Halle del Saale, Alemania
29 de agosto de 2009
Conoce la labor que lleva a cabo el Instituto de Antropología Social, señor Lourds?
Joachim Fleinhardt resultó ser una persona muy interesante. Por su conversación telefónica, breve y concisa, Lourds esperaba que fuera un tipo patoso y corpulento que pasaba demasiadas horas en el laboratorio.
Resultó medir uno ochenta como poco y ser un sorprendente ejemplo de energía híbrida. Les confesó que su padre se había casado con una piloto militar negra de Estados Unidos. Los genes de aquella mezcla eran evidentemente superiores. El puesto de Fleinhardt en el instituto y su reputación indicaban que era una persona brillante. Su piel mostraba una hermosa mezcla de colores, oscura y suave, y era esbelto y apuesto. Se movía como un atleta profesional. Sólo eso ya era intimidante.
También iba vestido de forma impecable, lo que hizo que Lourds se sintiera extraño con vaqueros cortos y la camisa suelta desabrochada sobre una camiseta de fútbol. Iba vestido de acuerdo con la estación, pero no para un entorno de investigadores.
—He de admitir que no lo conozco como me gustaría.
Fleinhardt avanzaba por los prístinos pasillos del instituto con autoridad y la gente le cedía el paso.
—Mi grupo trabaja en integración y conflicto —les explicó.
—¿Estudio de guerras tribales?
—Y de la trata de esclavos. Me temo que no hay una sin otra. Cuando los europeos llegaron a África, sobre todo a África del Norte, e introdujeron unos mercados que los yoruba y el resto de las tribus no conocían, cambiaron por completo sus vidas.
—Normalmente es lo que hace el comercio, para bien o para mal.
—Investigamos y documentamos la integración y los conflictos porque creemos que esos elementos designan mejor la identidad y diferencia entre culturas.
—Debido a su visión del parentesco, la amistad, la lengua y la historia.
—Exactamente. —Fleinhardt sonrió encantado—. La necesidad de las culturas de rituales y creencias nos da muchas claves para saber quiénes eran sus poseedores y con quién entraron en contacto.
—No sólo eso, sino que ayuda a establecer una línea en el tiempo.
—Me impresiona, está al día. En la actualidad hay mucha gente que no está a favor de la formación o las actividades multidisciplinarias —aseguró Fleinhardt asintiendo.
—De hecho, el proyecto me interesó. Además, los lingüistas, arqueólogos y antropólogos suelen beber de las mismas fuentes. En la actualidad resulta muy difícil estar al día en todo lo relacionado con la ciencia, pero intento complementarlo tanto como puedo.
—Ya. —Fleinhardt frunció el ceño con pena—. Me temo que estamos perdiendo el conocimiento básico. El lenguaje básico que utilizan los científicos para comunicarse. Pero las lenguas son su especialidad, ¿no es así?
—Sí. El problema del conocimiento básico es al que se enfrenta finalmente toda civilización en expansión. Incluso hace dos y tres mil años la tecnología avanzaba con demasiada rapidez como para que la gente pudiera acostumbrarse. El nacimiento de las bibliotecas, lugares en los que podía conservarse y compartirse el conocimiento, ayudó en cierta forma, pero hasta que apareció Gutenberg y su primitiva imprenta, compartir y distribuir seguían siendo un problema.
—Sigue siendo un problema. Si no fuera por este trabajo y el presupuesto que tiene asignado, no podría permitirme la mayoría de los manuales técnicos y de los libros de referencia que tengo a mano.
—Lo entiendo. Ni siquiera Internet, con todas las posibilidades de pirateo puerto a puerto, puede con ello. Mi presupuesto nunca cubre todo lo que quiero leer. Todos los años acabo gastando de mi propio bolsillo.
—Esa es la queja de todos los investigadores que se toman en serio su trabajo —comentó Fleinhardt riéndose.
La sala en la que se encontraban los objetos y la documentación acerca de los yoruba era más pequeña de lo que esperaba Lourds. Su cara debió demostrar cierta decepción.
—No está todo aquí —le explicó Fleinhardt mientras encendía un ordenador—. A pesar de lo grande que es el instituto, no tenemos sitio para todo. Muchos de los documentos que hemos recuperado o de los que hemos hecho copias físicas se han pasado a imágenes digitales. Nuestra base de datos es bastante completa.
Lourds dejó la mochila en el suelo y se sentó donde le indicó Fleinhardt.
—Me he tomado la libertad de buscar los archivos por los que preguntó la catedrática Hapaev. ¿Es eso lo que quieren ver? —preguntó al tiempo que tecleaba.
—Para empezar, sí. No sé dónde me llevará mi búsqueda.
—Bueno, si la investigación que está haciendo sirve de ayuda para el programa de televisión, espero que no le parezca mal mencionarnos. Al instituto siempre le vienen bien los donativos.
Le aseguró que no lo olvidaría, pero su mente ya estaba al acecho de información. Avanzó mentalmente hacia los yoruba y conoció su país, su historia y su pueblo, y se quedó completamente fascinado.
Trastevere
Roma, Italia
29 de agosto de 2009
—Bienvenido, padre. Entre, por favor.
Murani hizo caso omiso al desaire, a pesar de que él era mucho más que un simple sacerdote. Sabía que su interlocutora no había intentado desmerecer su posición. Últimamente, esa mujer ya no recordaba muchas cosas ni las tenía claras.
—Gracias, hermana —dijo dejando que se ocupara de su abrigo. Aquel día iba vestido de negro, con un rosario colgando del cuello.
—Los demás están en la parte de atrás, padre —afirmó la mujer mientras ponía el abrigo en una percha.
Murani recorrió la espaciosa y elegante casa. No todos los miembros de la Sociedad de Quirino habían permanecido en la Iglesia. La sociedad necesitaba autonomía y no existía solamente bajo la atenta mirada del papado. Además, no todos sus miembros eran funcionarios de la Iglesia. A veces, el dinero tenía que proceder de algún otro sitio. Se habían hecho negocios con los creyentes.
Una vez hubo recorrido los estrechos pasillos llenos de pinturas y esculturas que describían gran parte de la historia de Roma y de la Iglesia, encontró a Lorenzo Occhetto recibiendo en audiencia en su amplio estudio. La puerta doble estaba abierta.
Occhetto era un hombre de tez arrugada y tenía la cabeza calva llena de manchas de la vejez. Parecía un cadáver animado, pero a sus amarillentos ojos no se les escapaba nada. En su día, había mostrado un dinamismo increíble dentro de la Iglesia y se había opuesto a todas las pérdidas de poder y prestigio que había sufrido esta. Había expresado en voz alta su opinión en todos esos asuntos y acusado a los anteriores papas de no haberlo evitado.
Además del anfitrión había otros tres hombres en aquella sala. Todos escuchaban a Occhetto. Una amplia pantalla empotrada en la pared mostraba imágenes en tiempo real de las excavaciones de Cádiz. No había duda sobre el tema de conversación.
—Ah, cardenal Murani, encantado de verte. —Su voz era áspera, pero cargada de autoridad—. Me alegro de que hayas podido venir.
Al final no había tenido más remedio. Cuando Occhetto llamaba a alguien, ese alguien tenía que acudir.
Le estrechó la mano.
—No tenemos por qué hablar aquí. Me gustaría pasear contigo mientras pueda hacerlo —propuso levantándose lentamente.
—Hemos compartido muchos secretos a lo largo de los años —comentó Occhetto mientras entraba en el ascensor que llevaba a los sótanos y que estaba escondido detrás de una pared y un reloj de pie que se abría hacia dentro cuando se soltaban unos pestillos.
Occhetto apretó un botón y la luz se debilitó. Al cabo de un momento, la caja dio una ligera sacudida antes de iniciar el descenso.
—Pero no te hemos enseñado todos los secretos.
Aquello lo encolerizó. Cuando aceptaron su ingreso en la Sociedad de Quirino creyó que se lo contarían todo.
—¿Por qué me ocultasteis información? —Sabía que el tono de exigencia de su voz podría causarle problemas, pero formuló la pregunta antes de poder contenerse.
Occhetto no hizo caso.
—Te lo dijimos todo, Stefano, pero no te lo enseñamos todo.
«Y no lo dice», pensó Murani.
El ascensor se detuvo. Murani abrió las puertas y entraron en una espaciosa sala excavada en la piedra.
Las habitaciones del sótano de Occhetto se habían utilizado para el contrabando. Su familia era muy religiosa y aquello normalmente se le había perdonado. Por supuesto, sus ganancias ilícitas eran adecuadamente diezmadas para que sus almas siguieran protegidas.
—Lo que te voy a enseñar es la joya de mi colección —dijo Occhetto mientras cruzaba aquel cavernoso espacio y se paraba frente a una puerta. Había varias—. Sólo unos pocos miembros de la Sociedad de Quirino saben que lo poseo. —Sacó un llavero del bolsillo y metió una llave en la cerradura. El mecanismo se abrió con un sonido débil y suave que indicaba que se utilizaba a menudo.
Occhetto cogió una vela de una estantería de la pared y la encendió con una cerilla. La llama osciló un momento y después ardió con fuerza. La colocó dentro de una lámpara.
Lo primero que llamó la atención de Murani fue una Virgen en el interior de una hornacina excavada en la pared de enfrente. Tenía casi un metro de altura. María, la madre de Dios, tenía los brazos abiertos, en una postura de silenciosa súplica. Después se fijó en la larga mesa que había en el centro. La vela iluminaba lo suficiente como para poder vislumbrar unas extrañas formas de cristal.
Hipnotizado por la visión e intentando hacerse una idea de la forma de aquella presencia que todavía no conseguía ver, avanzó.
—Espera, necesitarás otra vela.
Cogió una y la encendió con la que había en la linterna que Occhetto sostenía con manos temblorosas.
—¿Ves el contenedor de cristal que hay a tu lado? —preguntó Occhetto.
Murani miró en esa dirección.
—En el interior hay una mecha. Enciéndela y échate hacia atrás.
En la mesa, Murani inclinó la vela para encender la mecha que había flotando en aceite y que rodeaba la estructura de cristal.
Mientras miraba, la vela prendió lentamente por la tubería que recorría toda la estructura. El cristal amplificaba la luz conforme iba iluminándose. Al cabo de pocos minutos, una ciudad en miniatura surgió de las sombras.
¡La Atlántida!
Fascinado por la belleza que tenía delante, Murani avanzó con cuidado. La cera derretida le caía en la mano, pero casi no se daba ni cuenta.
Unas torres almenadas de color verde pálido se alzaban entre el verde más oscuro y el ámbar de las casas y de los edificios de cristal que había en la base de la maqueta. Unas lámparas amarillas iluminaban las estrechas calles que surcaban la ciudad en círculos concéntricos. Aquella era la prueba indiscutible de que era la Atlántida. Más allá, la continuación del cristal conformaba el mar circundante, pero este brillaba tenuemente de color azul.
El color provenía del tinte del cristal soplado. Todas las piezas se habían fabricado y colocado con sumo cuidado.
Vacilante, Murani levantó la vela y la apagó. La suave luz de la Atlántida seguía encendida.
—Se ha hecho esta maqueta según una ilustración de la ciudad —aseguró Murani. Aquella imagen había habitado en su mente desde que se la enseñaron.
—Sí.
—¿Quién lo hizo?
—Un sacerdote que no era muy fiel a sus votos. Se llamaba Sandro D’Alema. Era el tercer hijo, así que su padre se lo ofreció a la Iglesia. Le habría ido mucho mejor como artesano, pero en su diario explica que su padre temía que pasara hambre. Se ausentaba semanas y meses y estudiaba arte.
—¿Cómo acabó haciendo esto? Si no estaba comprometido con la fe, es difícil que nadie le hablara de los textos secretos o de la Atlántida.
—Uno de los cardenales quería que se recreara el dibujo, así que llamó a D’Alema, pero no le dijo lo que era.
Murani miró la ciudad.
—La razón de que te lo enseñe es recordarte lo poderosa y hermosa que era la ciudad y, sin embargo, tan frágil. El poder que se utilizó allí…
—La fruta del árbol —murmuró Murani.
—Sí, pero no la manzana que tantos pintores han puesto en manos de Eva cuando tentó a Adán. Era un libro. La verdadera palabra de Dios, tal como fue escrita en el jardín del Edén.
—La palabra era sagrada e incognoscible —repitió como una letanía Murani, tal y como le habían enseñado cuando lo aceptaron en la Sociedad de Quirino—. Pero lo intentaron de todas formas.
—Era una tentación. Tanto poder —dijo Occhetto señalando con una mano cerrada como una garra—. Justo allí para que lo cogieran.
Murani no dijo nada, pero sus pensamientos se dirigieron hacia todo lo que podría hacer con semejante poder. Hizo un esfuerzo para apartar la vista de la ciudad que ardía en las sombras.
—Te estoy contando esto para que recuerdes que la gente que vivió en esa ciudad perdió el mundo, un mundo mucho mejor del que jamás tendremos. Y que los pocos que sobrevivieron tenían que hacer su propio camino a través de los restos de lo que había sido su civilización para volver a Dios. No todos lo hicieron. No todos lo haremos.
Mientras mantenía su mirada, Murani pensó en cuánto sabía o se imaginaba Occhetto de lo que él estaba haciendo. El resto de cofrades no sabía nada acerca de los instrumentos. Sólo él lo había descubierto. La verdad había estado delante de ellos, escrita en las páginas y dibujada en los cuadros de la Atlántida, pero nadie la había visto.
Si no hubiese estado vigilando las excavaciones arqueológicas y buscando información, él tampoco la habría visto.
Occhetto se acercó a la ciudad de cristal y se inclinó. Sopló sobre la mecha, la llama disminuyó y se apagó.
Murani se fijó en lo astutamente que se había fabricado la ciudad. Conforme se extinguían las llamas, extraían el aire de la siguiente sección y creaban un vacío que las apagaba. Al cabo de poco tiempo, la habitación volvió a quedar envuelta en sombras.
—Haz que su lección sea la tuya también. No codicies lo que no debe ser tuyo —le aconsejó Occhetto.
—Por supuesto —mintió Murani.
El problema de los otros cardenales era que tenían miedo a utilizar el poder. Él no. Era necesario utilizarlo. Cualquier cosa que consiguiera devolver el orden al mundo era justificable.
Menos de una hora después, Murani no conseguía apartar de su mente la imagen de la ciudad iluminada por las llamas. Desde que se había enterado de su existencia y de lo íntimamente relacionada que estaba con la Iglesia y con todo en lo que creía, se había sentido fascinado por ella. Saber de la existencia de los textos secretos y de la palabra sagrada que contenía aquel libro había incrementado su fascinación.
Se sentó en uno de los bancos de la basílica de San Clemente, una de sus iglesias favoritas, y rezó a Dios para que le diera fuerza para ser paciente.
El banco se movió ligeramente, como si alguien se hubiese sentado a su lado.
Murani abrió los ojos, miró a la derecha y vio a Gallardo. Era puntual.
—No quería interrumpir —se excusó—, pero no me apetecía estar de pie esperando.
—No pasa nada. —Lanzó una última mirada a la iglesia y se puso de pie—. Vamos.
—Lourds está en Alemania —le informó mientras caminaban por la Via San Giovanni, llena de compradores, turistas y vecinos.
—¿Sabes dónde? —preguntó Murani, que caminaba con las manos a la espalda. Sus hábitos de cardenal llamaban la atención, pero la gente desviaba la mirada cuando se cruzaban con sus ojos.
—En Leipzig, en el Radisson.
—No quiero que se te adelante demasiado.
—No lo hará. Mientras siga con la inglesa no podrá ir muy lejos. —Cuando pasaron al lado de una madre que empujaba un coche de niño se calló—. Mientras tanto no me parece mala idea darle algo de cuerda.
—Ese hombre es peligroso —aseguró Murani moviendo la cabeza—. Si consigue traducir los grabados…
—Me dijiste que sólo tú podías hacerlo.
Eso no había sido del todo verdad. Murani había conseguido descifrar parte de las notas sobre el instrumento, pero no mucho. Si no hubiese habido ilustraciones, no habría entendido gran cosa. Pero era la persona que más se había acercado a poder leer aquella antigua lengua.
—Lourds está muy cualificado —dijo Murani.
Continuaron en silencio un rato deambulando por una plaza de camino al aparcamiento donde estaba el coche de Murani.
—Lourds va detrás de algo —dijo Gallardo.
—¿Cómo lo sabes?
—Sé lo que hay que ver cuando se vigila a alguien. Cree que va detrás de algo. Por eso está en Leipzig. Si no, habría corrido a casa después de que lo alcanzara en Moscú.
—¿Qué hay allí que pueda interesarle?
—Todavía no lo sé. Si las cosas están tranquilas en Alemania, iré allí mañana o al día siguiente.
—Puede que ya se haya marchado para entonces.
—Si lo ha hecho, lo encontraré. Mientras tanto quiero contratar a un par de personas para que entren en su casa de Boston.
—¿Por qué?
—Para conocerlo un poco mejor. A menudo hago que roben en casa de alguno de mis clientes para comprobar alguna cosa. Normalmente para saber si tienen suficiente dinero para pagarme. Si no tienen un buen sistema de alarma, normalmente es que no. Pero no estaría mal echar un vistazo a la de Lourds para comprobar si descarga información cuando está de viaje.
—¿Descargar información?
—Claro. Un tipo que está de viaje con un ordenador seguro que guarda sus archivos en el disco duro de casa. O en otro lugar. Si envío a alguien para que registre su apartamento y copie el disco duro, nos enteraremos de lo que ha considerado tan importante como para enviarlo allí. Quizá descubramos lo que sabe.
Murani no había pensado en ello.
—Parece buena idea.
Murani volvió al aparcamiento donde tenía el coche, acompañado por Gallardo. Debido a la oscuridad que reinaba, se alegró de estar con él.
—En cuanto sepas algo de Leipzig o del apartamento de Lourds, házmelo saber.
—Lo haré —dijo Gallardo frente al coche.
En el momento en que Murani iba a entrar vio una cara conocida entre las sombras que había más allá de las luces de seguridad del aparcamiento. Le invadió el terror.
El Papa había ordenado que lo espiaran.
Durante un momento no consiguió recordar quién era aquel hombre. Creía que se llamaba Antonio o Luigi, un nombre de lo más corriente.
—¿Qué pasa? —preguntó Gallardo.
—He cometido un error —contestó en voz baja—. Me han seguido o me han descubierto.
—¿Hay alguien ahí?
—Sí, al otro lado del edificio, contra la pared de atrás. —Temió que Gallardo se diera la vuelta, pero no lo hizo.
—¿Sabe alguien de la Iglesia quién soy?
—No lo sé. Pero si más tarde se enteran de lo que sucedió en Moscú, me harán un montón de preguntas difíciles.
Gallardo tomó la decisión instantáneamente y se le endurecieron las facciones de la cara.
—Vale, eso no nos conviene. Dame las llaves.
A Murani le dio un vuelco el corazón. Incluso si aquel joven iba a ver al Papa y este no le daba demasiada importancia a aquel encuentro, la Sociedad de Quirino sí que lo haría. Protegían sus secretos con gran celo; si creían que corrían algún riesgo, le cortarían toda información. No podía permitirlo.
Dejó las llaves en la palma de la mano de Gallardo.
—Entra en el coche, en el asiento del pasajero —le ordenó mientras abría las puertas electrónicamente.
Murani rodeó el coche y entró.
Después de ponerlo en marcha, Gallardo metió una marcha y buscó la pistola que llevaba bajo la chaqueta. Cuando salió la puso debajo de su pierna.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a encargarme de tu problema. —Gallardo vio que el joven sacerdote se daba a la fuga y apretó el acelerador.
El sacerdote corría, sin duda para salvar la vida. Sus hábitos revoloteaban a su alrededor cuando llegó a la salida.
Gallardo pasó como una exhalación por la salida e hizo rechinar las ruedas cuando giró bruscamente a la derecha para perseguir a su presa por la acera.
El hombre que seguían estaba aterrado y corría con toda su alma.
Gallardo aceleró y giró las ruedas hacia la derecha. Adelantó al sacerdote y le cortó el paso. Los peatones se alejaron.
El sacerdote se detuvo asustado contra el coche. Su cara, con las facciones tensas por el miedo, estaba a escasos centímetros de la ventanilla de Murani. Por un momento, Murani estuvo cara a cara con su subordinado. Después, el sacerdote se separó y echó a correr por un callejón.
Gallardo dio marcha atrás, retrocedió, y volvió a meter la marcha. Las ruedas dieron una sacudida y rechinaron al ponerse en movimiento. El coche salió como una bala y derribó varios cubos de basura.
Antes de que pudiera preguntarle a Gallardo qué había planeado, este volvió a pisar el acelerador con fuerza. El coche cogió velocidad y adelantó al sacerdote. En ese momento el parachoques le golpeó en las piernas y lo tiró al suelo.
Desapareció bajo el coche y dio la impresión de que pasaban rápidamente por encima de varios badenes, al tiempo que saltaban los airbags. El impacto dio de lleno a Murani en el pecho con gran fuerza y lo echó hacia atrás. Un humo químico y el olor a pólvora de la carga explosiva que detonaba las bolsas inundaron el vehículo.
Obsesionado por el crujiente ruido que habían hecho las ruedas al pasar por encima del sacerdote y sabiendo que no lo olvidaría jamás, Murani se dio la vuelta y miró el maltrecho cuerpo del hombre, inmóvil y en silencio sobre el suelo de granito del callejón.
Gallardo dio marcha atrás y volvió hacia el sacerdote. Paró, rajó el airbag con un cuchillo y salió pistola en mano.
Murani tuvo que deslizarse para poder salir. Cuando lo siguió le temblaban las piernas.
Milagrosamente, el sacerdote seguía vivo. Tenía un lado de la cara destrozado por el impacto contra el suelo y le faltaba un ojo. Había sangre por todas partes. Intentó levantar la cabeza y respirar, pero no pudo hacer ninguna de las dos cosas. En cuestión de segundos se desplomó.
Gallardo se arrodilló para tomarle el pulso y se limpió la sangre de los dedos en la sotana.
—Ya está. ¿Puedes hacerte cargo? —preguntó poniéndose de pie y mirando a Murani.
Por un momento no supo muy bien a qué se refería.
—Saca el móvil —le ordenó con calma mientras guardaba el arma en la pistolera—. Llama a la Policía. Diles que acaban de atracarte en el coche, que estabas dentro de él y que un hombre con una pistola te apartó y se apropió del vehículo; que peleaste con él y atropellasteis a un peatón.
Murani buscó con torpeza el teléfono.
—¿Te has enterado? —preguntó Gallardo.
—Sí, pero ¿me creerán?
Gallardo le golpeó sin avisar. Su enorme puño le dio en la mandíbula y casi le da la vuelta a la cabeza. Cuando se desplomaba hacia atrás, volvió a atizarle. Este segundo golpe casi le dio de lleno en la nariz. Empezó a echar sangre por la boca y se le doblaron las piernas. Gallardo pensó por un momento que lo había dejado inconsciente. Murani cayó hacia delante y tuvo que sujetarlo.
—Ahora ya eres más creíble —aseguró Gallardo, que sonrió antes de ponerlo contra el coche—. Haz la llamada. Que sea corta. Vas a sonar muy creíble también. Tengo que irme.
Se metió las manos en los bolsillos, como si fuera a dar un paseo dominical, y se alejó de allí. En cuestión de segundos había desaparecido en la noche.
Murani hizo la llamada y esperó en el callejón con el muerto. Sabía que aquello no era el final. Había mucho en juego. Al cabo de un momento, cuando estuvo seguro de que podía moverse, se acercó al cuerpo del joven sacerdote y empezó a administrarle la extremaunción.