12Capítulo

Puerto comercial Illichivsk

Provincia de Odessa, Ucrania

24 de agosto de 2009

Dónde estás, Natashya? —Iván Chernovsky parecía calmado, pero Natashya sabía, después de haber trabajado largo tiempo con él, que no lo estaba.

—En Illichivsk. —No quería mentir, pues seguramente la descubriría enseguida, igual que haría ella con él.

La zona portuaria estaba en plena ebullición de trabajo y negocios. Situado a veinte kilómetros de Odessa, el segundo puerto más grande de aguas cálidas de la provincia, del oblast, Illichivsk se alzaba a su alrededor como cuna de la Compañía de Navegación del Mar Negro. Barcos de todos los tamaños anclaban en los muelles o surcaban lentamente sus aguas. Los estibadores subían o bajaban flete en los cargueros.

—¿Qué haces ahí? —preguntó Chernovsky.

—Estoy buscando al asesino de mi hermana. Te llamé pensando que podrías ayudarme.

—Los forenses encontraron una bala antigua en el cuerpo. Le habían disparado, pero no había recibido atención médica. La herida se había curado, pero la bala seguía ahí.

—¿La han identificado de la misma forma que hicimos en el asesinato de Karpov? —preguntó Natashya.

—Sí. La bala pertenecía a la pistola que le quitamos a un miembro de la mafia. Cuando la identificaron, le hice una visita.

Natashya seguía mirando de un lado a otro. Leslie había vuelto con Lourds y Gary, pero también había otro hombre a pocos metros de ellos.

Iba muy desaliñado. Llevaba una capucha baja sobre la cara y una chaqueta ligera a cuadros. Un observador normal lo hubiera confundido con un trabajador del puerto, pero Natashya se fijó en la calidad de las botas que llevaba y supo que no las utilizaba para trabajar en el puerto, aunque se hubiese vestido como para hacerlo. Chernovsky le había enseñado a fijarse en los zapatos de la gente. Normalmente se mudan de ropa antes o después de hacer algo ilegal, pero rara vez se cambian de calzado.

Apoyado en un contenedor que esperaba ser cargado, de vez en cuando hacía un gesto con la cabeza a los trabajadores y daba tragos a un vaso de papel. También hablaba por un móvil. No muchos de los estibadores pueden permitirse uno.

—Ese hombre identificó al muerto como parte del grupo que intentó robar un cargamento ilegal de antigüedades iraquíes que entraron durante la guerra con Estados Unidos. He hablado con algunos de los traficantes que se dedican a esa mercancía y también he enseñado la foto. Se llamaba Yuri Kartsev.

—Ese nombre no me dice nada. —Natashya sabía que Chernovsky esperaba una respuesta.

—¿Quizás al catedrático sí?

—Ya le preguntaré. —También sabía que era la forma de comprobar si seguían viajando juntos.

—Este Kartsev solía trabajar para un hombre llamado… —Se oyó ruido de papeles— Gallardo, Patrizio Gallardo.

—Tampoco me suena.

—Pues es un nombre con historia —aseguró Chernovsky inspirando profundamente.

El hombre que vigilaba a Lourds y a los demás se metió el móvil en el bolsillo y encendió un cigarrillo. Natashya notó que se reducía la tensión en su estómago. Quienquiera al que estuviera esperando todavía no había llegado.

Siguió observándolo mientras hablaba con Chernovsky.

—Ya sé que quieres tenerme esperando tanto como puedas.

Si yo estuviera en tu lugar también lo haría. El problema es que estamos al descubierto y creo que los hombres que nos persiguen se están acercando. Así que quizá deberías decirme lo que sabes.

Chernovsky dudó. Natashya sospechaba que incluso podían estar escuchando la llamada.

—Patrizio Gallardo es un tipo muy malo. Es un ladrón y un asesino. No se puede confiar en él.

—¿Trabaja por su cuenta o para alguien?

—Ambas cosas. Trabaja a destajo y está especializado en adquisiciones ilegales de antigüedades.

—¿Para quién trabaja?

—Todavía no he descubierto que deba lealtad a nadie, pero seguiré investigando.

—Hazlo, por favor. Te llamaré en cuanto pueda.

—¿Desde dónde debo esperar tu llamada la próxima vez?

—Ya te lo haré saber. Vamos a viajar mucho. Gracias, Iván.

—Cuídate, Natashya. Espero verte pronto de vuelta.

Guardó el móvil y cruzó la calle. Había llegado el momento de hacer algo con el mirón.

Patrizio Gallardo merodeó por el puerto mientras cerraba el móvil y se lo metía en el bolsillo. Apretó el paso cuando vio el carguero Carolina Moon anclado a unos trescientos metros.

Según su informante, Lourds y su grupo estarían cerca.

Lo acompañaban cuatro de sus hombres, todos con armas bajo los abrigos.

Un coche de Policía entró en la calle por detrás de él. En los asientos delanteros iban dos policías uniformados; en el de atrás, otro de paisano.

Su radar personal entró en acción. De forma instintiva torció hacia una bocacalle. Habían dejado un buen lío en Moscú y pensó en si le estarían siguiendo por eso.

Se oyeron unos frenos y un motor cambiando de marcha.

—El coche de Policía viene detrás de nosotros —dijo uno de los hombres.

—Desperdigaos y cubridme si me paran. —Siguió caminando, pero prestó mucha atención cuando las ruedas del coche que se aproximaba hicieron rechinar la gravilla.

Una voz lo llamó en ruso, pero no hizo caso. Muchos de los marineros que iban a ese puerto no lo hablaban.

—Señor —dijo una voz en inglés.

Continuó sin detenerse. Algunos marineros tampoco hablaban inglés.

Las puertas del coche se abrieron y oyó pasos a su espalda.

Calmadamente, metió la mano por la abertura del bolsillo de su abrigo y apretó la pistola de nueve milímetros que llevaba en una cartuchera en la cadera. Si la policía lo andaba buscando, no era para hacerle unas preguntas.

Notó una mano en el hombro.

—Señor —dijo el policía.

Se detuvo bruscamente y se dio la vuelta. Aquel movimiento pilló desprevenido al policía. Le colocó la pistola en el estómago antes de que pudiera darse cuenta. Poniéndole la mano izquierda por detrás de la cabeza para poder utilizarlo como escudo, disparó tres veces rápidamente. Podría haber disparado más, pero el arma se encasquilló bajó los pliegues del abrigo.

Los secos estallidos se oyeron en todo el callejón.

El policía se tambaleó y cayó contra él con la cara blanca por el shock.

Los otros dos policías intentaron salir del coche con las pistolas desenfundadas, pero DiBenedetto se colocó detrás del inspector, como por casualidad, le puso un arma en la cabeza y le voló los sesos.

Al darse cuenta del peligro que corría, el conductor intentó dar la vuelta, pero DiBenedetto le disparó dos veces en la cara y lo tiró al suelo.

Cuando Gallardo apartó al policía muerto, el cadáver cayó como un fardo. El rectángulo de plástico que llevaba en la muñeca izquierda le llamó la atención y se inclinó para verlo mejor.

En aquel rectángulo había una fotografía de él. Era el mismo tipo de estratagema que habían utilizado para localizar al catedrático.

—Patrizio —lo llamó DiBenedetto. Levantó el brazo del inspector de paisano. Estaba cubierto de sangre en su mayor parte, pero el rectángulo era visible.

Sabían quién era.

Darse cuenta de forma tan fría le revolvió el estómago. No sabía quién le había identificado. Había sido cuidadoso toda su vida, pero en alguna ocasión la Policía lo había encarcelado una temporada.

Dejó caer el brazo. Abrió el abrigo y sacó la pistola. Con gran rapidez quitó el cargador y reemplazó las balas usadas.

—Tenemos que irnos —dijo DiBenedetto—. Los disparos atraerán a más policía, y te están buscando.

Gallardo asintió y soltó aire.

—Ya, pero antes vamos a ver si encontramos al catedrático.

—¿Dónde está Natashya? —preguntó Leslie.

Lourds apartó la vista de los grandes barcos del puerto y miró hacia el almacén donde había estado Natashya hacía un momento.

—Ha llamado por teléfono —los informó Gary, que había estado filmando.

—Bueno, pues ahora no está allí —dijo Leslie consultando su reloj—. ¿Cuándo se supone que vamos a ver al capitán del barco?

—A las diez y media —dijo Viktor, que parecía calmado y confiado.

La preocupación caló en la mente de Lourds. Si Natashya tuviera alguna pista de quiénes eran los asesinos de su hermana, ¿se lo diría? ¿O simplemente entraría en acción y los dejaría a un lado? Estaba prácticamente convencido de que actuaría por su cuenta. Evidentemente, a Natashya no le importaba otra cosa.

—Ahí está —dijo Gary, que indicó un edificio situado al otro lado de la calle.

Lourds vio que estaba hablando con un hombre de mediana edad con aspecto andrajoso. Imaginó que sería un trabajador del puerto, pero no supo por qué podría estar perdiendo el tiempo allí si no había trabajo.

El hombre le dio un cigarrillo a Natashya, que se inclinó para encenderlo y puso las manos alrededor del mechero. Sin previo aviso le dio un golpe en el cuello y lo dejó de rodillas. Una patada en el costado lo tiró al suelo inconsciente.

—¡Joder! ¿Por qué coño lo habrá hecho? —exclamó Leslie.

Lourds corrió hacia Natashya mientras esta empezaba a rebuscar en los bolsillos del hombre.

—¿Qué haces?

Natashya sacó un móvil del bolsillo del hombre y se lo arrojó a Lourds.

—Os ha estado vigilando.

Lo que aquello implicaba lo dejó helado. Había muchas cosas que desconocía en la vida de un fugitivo y tenía muy poco tiempo para aprender.

Miró a su alrededor. Varios peatones cruzaron la calle para evitarlos.

—Quizá podrías haber elegido un lugar más concurrido para tu emboscada —comentó Leslie.

—Estaba hablando con alguien por teléfono. —Natashya le quitó la cartera y se la metió en el abrigo. Después encontró unas fotografías en el bolsillo de la camisa, de Lourds, Leslie y Natashya.

—Sin duda os estaba buscando —dijo Viktor antes de hacer un gesto con la mano—. Venga, tenemos que irnos de aquí.

Natashya dejó al hombre inconsciente.

—¿Lo conoces? —preguntó.

Viktor negó con la cabeza y se metió por un callejón.

Antes de que Lourds pudiera moverse se oyeron disparos cerca de allí. Y al poco, sirenas de Policía a todo volumen. Para entonces, Lourds y los demás se alejaban rápidamente.

El Winding Star provenía de Sudamérica. Muchos barcos piratas venían de allí. Los piratas actuales enarbolan banderas de conveniencia, y lo más conveniente era que estas fueran sudamericanas. Habría sido muy divertido saber cuántos países latinoamericanos cerrados al mar amparaban barcos por todo el mundo.

Lo único que tenía que hacer su propietario o la empresa para que se les reconociera como barco de ese país era pagar una cuota. Y, gracias a ello, gozaban de protección, privilegios y derechos internacionales. No podían ser abordados por la Policía de ninguna otra nacionalidad sin causa justificada, a riesgo de provocar un conflicto internacional.

Viktor les presentó rápidamente al primer oficial, un hombre chupado de cara llamado Yakov Oistrakh. Tenía unos cuarenta años y cicatrices que demostraban la cantidad de tiempo que llevaba en el mar.

—Bienvenidos a bordo —los saludó mientras hacía desaparecer en su abrigo el grueso sobre que le había entregado Viktor.

—Es posible que haya algún problema —le advirtió Lourds.

—¿Se refiere a los disparos? —preguntó Oistrakh levantando una ceja.

—Nos persiguen unos hombres.

—Pues claro. Por eso vienen con nosotros, ¿no?

—Así es —intervino Natashya, que le dio un empujón a Lourds para que siguiera andando.

—No tema, señor Lourds. Tenemos derecho a defender nuestro barco y a las personas que haya en él. Una vez en nuestra cubierta, de hecho están en otro país. Necesitarían documentación apropiada para llevárselos. Y al capitán y a mí nos han dicho que esa gente no tiene esos papeles.

—Así es —repitió Natashya.

Lourds se agarró a las cuerdas que había a ambos lados y subió la empinada plataforma mirando hacia atrás varias veces.

Un poco más allá, varios coches de la Policía llegaban a un callejón situado entre varios almacenes. Aquel suceso había atraído a un numeroso grupo de curiosos.

Al poco, resollando por la larga e inclinada subida, Lourds se dirigió a popa y miró hacia el muelle. La radio que llevaba uno de los miembros de la tripulación emitía sonidos a pocos pasos de él. Unas voces hablaban a toda velocidad en ruso y pudo oír lo suficiente de la conversación como para darse cuenta de que había captado la frecuencia de la Policía.

—¿Sabe lo que está pasando? —le preguntó en ruso.

El marinero, fornido y canoso, se encogió de hombros.

—Han disparado a unos policías.

—Señor Lourds, si no le importa, creo que sus amigos y usted estarían mejor en la bodega. Aquí están demasiado al descubierto —sugirió Oistrakh.

—Tiene razón —intervino Natashya—. Si Gallardo quisiera, con un francotirador en un tejado podría acabar con tu búsqueda de la campana.

—¿Quién es Gallardo? —preguntó Leslie.

—El hombre que nos viene persiguiendo desde Moscú.

—¿Cómo…?

Oistrakh los obligó a que siguieran adelante como si fueran niños.

—Nada de hablar, pueden hacerlo abajo —les conminó.

Lourds obedeció a regañadientes.

Gallardo se movió casi a la carrera, con DiBenedetto a su lado. El resto de los hombres los seguían de cerca. Maldijo las circunstancias que le habían conducido a esa situación. Lo habían descubierto. La Policía sabía quién era.

Por suerte, había hecho negocios con comerciantes del mercado negro que actuaban en Odessa. Había más de un sitio en el que podía esconderse. Iba hacia uno de ellos.

El bar era uno de los pocos que atendía las necesidades de los marineros. Había anuncios de neón en las ventanas.

Gallardo subió el corto tramo de escaleras, atravesó la puerta y entró en un lugar lleno de humo. Había unos pocos clientes en la barra, y reservados. Había varios televisores sobre la barra y colgados en los rincones que emitían canales deportivos.

Mijaíl Ritchter estaba en su lugar acostumbrado. Era gordo, llevaba la cabeza afeitada y lucía una espesa barba. Sujetaba un hediondo puro entre los dientes y llevaba un delantal en la cintura. Dos hermosas mujeres atendían la barra bajo su atento ojo.

—¡Hola, Patrizio! ¿Cómo estás?

—Ocupado. No tengo tiempo para hablar. Necesito utilizar la puerta trasera.

Mijaíl hizo un gesto con la cabeza hacia uno de los hombres que había junto a la puerta. El hombre se levantó y salió.

—Un momento —dijo Mijaíl—. Si no viene nadie, te dejaré ir.

«Si no me persigue nadie no necesito que me hagas desaparecer», pensó mientras dejaba escapar un enfadado suspiro. Pero se acercó a la barra y aceptó el vaso de cerveza que le ofreció una de las mujeres siguiendo instrucciones de Mijaíl.

El hombre que Mijaíl había enviado fuera apareció de nuevo. Le lanzó una mirada y meneó la cabeza.

—Tienes suerte, Patrizio. Ven —le pidió haciéndole un gesto para que le siguiera detrás de la barra.

Gallardo y sus hombres entraron en el almacén y bajaron unas escaleras hasta la bodega. Mijaíl encendió una bombilla desnuda que colgaba del techo. Una pálida luz amarilla inundó el lugar.

Apartó unos barriles de cerveza que había al otro lado de la habitación. Empujó una sección de la pared y una losa del suelo se deslizó para dejar ver unos escalones tallados en la piedra, que bajaban en espiral.

La mayoría de los cimientos en Odessa eran de piedra caliza, por lo que eran muy fáciles de excavar. Aprovechando la circunstancia, mucha gente había excavado la roca en edificios y hogares. Más tarde, cuando fue necesario y el contrabando se convirtió en el trabajo mejor pagado, se hicieron túneles para conectar esas galerías y crear catacumbas en las que almacenar y esconder mercancías.

—Tomad —dijo Mijaíl, que cogió una linterna de un armario.

Gallardo acercó el encendedor a la mecha y la tapó con el cristal a prueba de viento. Cuando la llama ardió, bajó hacia las entrañas de la tierra.

Lourds y sus compañeros se habían zafado de él por el momento, pero seguía disponiendo de medios para localizarlos. Sin embargo, pasaría mucho tiempo antes de que volviera a hacer negocios en Rusia.

Por suerte, Lourds no permanecería allí, eso habría sido un problema.

Puerto de Venecia

Venecia, Italia

28 de agosto de 2009

Lourds iba sentado en la barca que los transportaba desde el Winding Star y observó la ciudad. El hedor del agua casi estancada rompía en cierta manera el encanto, pero para él no había nada más imponente que Venecia. La luz de las últimas horas de la mañana se reflejaban púrpura y oro hacia el este, mientras los turistas abarrotaran las calles y los canales.

—Estás sonriendo —comentó Leslie, sentada a su lado en el banco. De vez en cuando los golpes de las olas hacían que sus cuerpos se acercaran de una forma demasiado agradable y tentadora.

—¿Sí? —Se tocó la cara para comprobarlo, pero sí, lo estaba haciendo—. Será por la compañía.

Leslie sonrió también.

—Me sentiría halagada si así fuera, pero es una tontería pensar que esa es la razón.

—Es esta ciudad —confesó Lourds—. Algunas de las mejores mentes de este mundo vivieron aquí. Escribieron libros, obras de teatro y poesía que todavía se estudian en nuestros días. Familias de la realeza, casas de mercaderes e imperios nacieron y murieron aquí —dijo Lourds, pero se calló antes de dar comienzo a un sermón.

—¿Has estado alguna vez en algún sitio que no te haya maravillado?

Lourds negó con la cabeza.

—Nunca. Al menos no en los lugares que tienen historia. He estado en sitios de los que sabía muy poco, pero al conocer la lengua de las personas que los habitaban pude encontrar historias y sueños con los que asombrarme. Las sociedades y las culturas son únicas y extraordinarias, pero aún son mejores cuando se yuxtaponen, cuando chocan o compiten.

—¿Te refieres a guerras? Eso no parece muy agradable.

—La guerra no lo es, es simplemente parte del proceso de civilización del mundo. Si no hubiera guerras, la gente no tendría oportunidad de aprender nada de otra gente. No intercambiarían ideas, pasiones e idiomas. Todo el mundo conoce el impacto que tuvieron las cruzadas en la civilización de aquellos tiempos, en cuestión de alimentos, matemáticas y ciencia. Pero pocos se dan cuenta de que los chinos, con sus enormes juncos, algunos de hasta casi doscientos o doscientos cincuenta metros de largo, tuvieron relación con muchas culturas en su apogeo.

—Pero ¿esa yuxtaposición no destruía las lenguas y las adulteraba haciendo que ya no fueran puras?

—Seguramente, pero las raíces de la lengua original seguían allí, y la superposición de lenguas permite estudiarlas mejor. Sus semejanzas, sus diferencias. Consigue aumentar la comprensión que un lingüista pueda tener de ellas.

—Me fío de lo que dices. —Leslie parecía un tanto sombría—. En otro orden de cosas, he hablado esta mañana con mi productor. Nos ha concedido más tiempo para seguir con esta historia, pero empieza a presionarme para que le enseñe algo.

Lourds pensó un momento.

—¿Le has hablado del címbalo?

—Me dijiste que no lo hiciera.

Se dio cuenta de que no había contestado su pregunta, pero lo dejó pasar.

—Quizá deberías contárselo.

—¿Y que vamos camino del Instituto Max Planck para estudiar la trata de esclavos?

—Sí, pero eso tendrá que mantenerlo en secreto de momento.

—Muy bien —aceptó mientras contemplaba la ciudad—. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

—Saldremos hacia Leipzig enseguida. Halle está a menos de una hora en coche desde Leipzig, pero alquilar una habitación allí puede ser más problemático. Josef también me dijo que en un sitio tan pequeño como Halle sería muy fácil encontrarnos, así que lo ha arreglado todo. Se supone que habrá un coche esperándonos en tierra firme.

—¿Señor Lourds?

Lourds estudió a la mujer de mediana edad que estaba sentada en la terraza de una cafetería, con un helado en forma de flor y adornado con una galleta.

—Le he reconocido por la foto que me ha enviado Josef —dijo abriendo una carpeta para enseñarle la fotografía que Danilovic le había sacado la noche anterior.

En la imagen, Lourds sujetaba una copa de coñac y un puro. No parecía un fugitivo, ni en la foto ni en persona, pero se le había helado la sangre al oír pronunciar su nombre.

—Se parece mucho, es un hombre guapo —aseguró la mujer.

—Gracias.

Leslie se colocó suavemente a su lado y le cogió por el brazo.

La mujer miró primero a Lourds y luego a Leslie. Volvió a sonreír, pero esa vez no de forma tan amistosa.

—Josef quería que le entregara este paquete.

Lourds cogió el sobre de papel Manila que le ofrecía.

—En el interior están las llaves de un coche de alquiler e instrucciones para localizarlo. —Se levantó y cogió su helado—. Espero que tengan un viaje seguro y productivo.

—Gracias —se despidió Lourds.

—Y si alguna vez viene a Venecia y no tiene que hacer de canguro, avíseme. —La mujer le entregó una tarjeta de visita y, tras darse la vuelta elegantemente, se alejó de una forma que hizo que Lourds y Gary no le quitaran los ojos de encima.

Lourds olió la tarjeta, estaba perfumada con lilas.

Leslie se la quitó de las manos.

—Créeme, no la vas a necesitar —dijo tirándola en la primera papelera que encontró después de sacarlo de la terraza hacia la calle.

Lourds no le dio importancia. Tenía una memoria fotográfica para los números de teléfono, incluso los internacionales.

Leipzig, Alemania

28 de agosto de 2009

A pesar de no haber conducido nunca por una autopista alemana, Natashya demostró saber hacerlo muy bien. A Lourds no le sorprendió, porque ya la había visto conducir en Moscú. Gary y Leslie iban en el asiento trasero del coche alquilado y maldecían o gritaban respectivamente cuando Natashya serpenteaba entre el rápido y frenético tráfico.

El hotel Radisson SAS de Leipzig estaba situado en el centro, en Augustusplazt. Dejaron el vehículo en el garaje y entraron en el vestíbulo.

—Voy a comprobar las habitaciones. ¿Por qué no buscáis algo de comer? —sugirió Leslie.

Habían estado conduciendo unas cuantas horas y sólo habían parado para repostar gasolina. Lourds tenía hambre, pero como era bastante tarde —pasadas las once de la noche— dudó mucho que encontraran un restaurante abierto en el que quisieran servirles. Sus miedos se vieron confirmados cuando apareció la recepcionista.

—Me temo que el restaurante Orangerie está cerrado —dijo la joven sonriendo para disculparse—. Pero el bar del salón y el del vestíbulo están abiertos, aunque su menú es muy limitado.

—Gracias —dijo Leslie. Las cosas mejoraban. Al menos no se morirían de hambre.

La recepcionista sonrió a Lourds.

—Si necesita alguna otra cosa, hágamelo saber, cualquier cosa. —Un montón de posibilidades brillaban en sus ojos.

—¿Siempre consigues una respuesta tan genial con las mujeres, tío? —le preguntó Gary en voz baja mientras se alejaban de la recepción—. Porque si es así, no lo entiendo.

—No —respondió Lourds sin darle más explicaciones.

Más tarde, después de haber tomado unos aperitivos, entrantes y postres, Lourds se recostó en uno de los grandes sillones y miró los televisores. Había muy poca gente en el salón.

La conversación era superficial y cansada, pero se centraba en la reunión con el catedrático Joachim Fleinhardt del Instituto Max Planck. Lourds se había puesto en contacto con él de camino y había concertado una cita para la mañana siguiente.

—Bueno, creo que he disfrutado de toda la diversión que soy capaz de disfrutar en un día. Me voy a la cama. Parece que mañana va a ser un día muy especial —se despidió Leslie.

—Seguramente. En una investigación nunca se sabe lo que se puede descubrir —comentó Lourds.

Leslie le dio un golpecito en el hombro.

—Tengo fe en ti. La catedrática Hapaev creía tener una respuesta acerca del origen del címbalo y depositó su confianza en ti. Creo que estamos en buenas manos.

Lourds agradeció el cumplido, pero sabía por experiencia que, si se habían hecho ilusiones, las universidades y los periodistas tendían a enfadarse cuando alguien no les mostraba algo increíble.

—Yo también me voy a la cama —dijo Gary.

—¿Tú? ¿A dormir? —preguntó Lourds. De todos ellos, Gary parecía el que menos dormía.

—Tienen televisión por cable —contestó este sonriendo—. Eso significa o animación para adultos en Cartoon Network o porno. Cualquiera de las dos opciones estará bien.

Lourds se volvió hacia Natashya.

—¿Y tú?

—¿Yo qué? —replicó. Estaba sentada frente a él. A pesar de que parecía relajada, sabía que estaba continuamente alerta. Controlaba todo y a todo el que se movía por el vestíbulo.

—¿Demasiado cansada para una copa? Pago yo.

—¿Intentando ser amable, señor Lourds?

Este se encogió de hombros.

—Que te vayas a tu habitación y te quedes allí mirando a las paredes me preocupa un poco. No has podido dormir en el coche.

—Dormir es necesario cuando te persiguen. Me siento más segura cuando nos movemos.

La idea de ser cazados lo desconcertó; su cara debió mostrarlo.

—Tienes los ojos tan fijos en el trofeo que te olvidas de que otros hacen lo mismo. El problema es que el trofeo somos nosotros. Somos una amenaza para todo lo que hagan.

—¿Y no pueden conseguirlo?

Natashya negó con la cabeza.

—Parece que no. Si no, no habrían enviado a Gallardo para que nos persiguiera.

—¿Cómo nos encontraron en Odessa?

Una triste y forzada sonrisa se dibujó en los labios de la inspectora.

—Esa es la cuestión, ¿verdad? ¿Cómo crees que nos encontró Gallardo?

—Si estuviéramos en una novela de espías uno de nosotros llevaría un dispositivo que pudieran rastrear, pero no hemos tenido el suficiente contacto con Gallardo o sus secuaces para que pasara algo así.

—Estoy de acuerdo.

—Y su presencia en Odessa no fue una coincidencia.

—Si pensaras algo así, aunque fuera por un momento, creería que eres peligrosamente ignorante. Para ser catedrático de universidad, tu habilidad para la supervivencia es impresionante.

—Aunque no tengo la suficiente como para evitar que me maten.

—Probablemente no.

—Eso es cruelmente sincero —protestó Lourds.

—Vivirás más si te trato así.

—Eso sólo deja una posibilidad, y me niego a aceptarla.

—Entonces eres más tonto de lo que creía —dijo mostrando decepción en su hermoso rostro.

—¿Estás insinuando que alguien, Leslie, Gary o Josef, nos ha traicionado?

—Gallardo y sus hombres se acercaron demasiado a nosotros. Eso es algo más que decirles simplemente que estábamos en Illichivsk.

Lourds aceptó el hecho en silencio.

—Ha de haber otra respuesta.

—La hay. Puedo ser yo la que nos haya delatado.

Aquello sorprendió a Lourds.

Natashya lo miró y ladeó la cabeza, parecía confusa.

—¿Eso no te entraría de ninguna forma en la cabeza?

—No —contestó Lourds con sinceridad.

—¿Por qué?

—Eres la hermana de Yuliya. No harías algo así.

—Eres un hombre de mundo, Lourds, pero ¿sabes lo que más le gustaba a mi hermana de ti?

Se encogió de hombros.

—Tu ingenuidad. Siempre me decía que eras uno de los hombres más inocentes que había conocido —dijo al tiempo que se levantaba—. Nos toca madrugar mucho. Te aconsejo que descanses un poco. Buenas noches.

—Buenas noches.

Observó cómo se alejaba. Tenía una hermosa forma de andar y una figura de la que presumir. Se fijó en ambas cosas de un modo que no le pareció nada inocente.