11Capítulo

Estudio del Papa Inocencio XIV

Status Civitatis Vaticanae

22 de agosto de 2009

El cardenal Murani sentía que la tensión le destrozaba los nervios cuando se sentó ante la puerta del estudio del Papa. A pesar de su recargada decoración, la silla en la que estaba era cómoda. De vez en cuando hojeaba un libro sobre la historia de Europa Oriental, pero no estaba leyendo, su mente estaba demasiado confusa.

Miró el reloj, eran las ocho y trece. Sólo habían pasado tres minutos desde la última vez que lo había comprobado. Al intentar pasar una página se dio cuenta de que la mano le temblaba ligeramente. Aquel temblor le llamó la atención y meditó sobre ello con verdadero interés.

«¿Es miedo o ilusión?», se preguntó. No sabía por qué lo había mandado llamar el Papa.

Cerró el puño y deseó que se mantuviera quieto. Sonrió ante el control que tenía sobre sí mismo. Al fin y al cabo, era lo único que realmente importaba.

Se abrió la puerta. Un sacerdote joven salió de la estancia y lo miró.

—¿Cardenal Murani?

En un principio pensó que el joven estaba siendo insolente por preguntar quién era. Lo conocían en todo el Vaticano.

Después se dio cuenta de que no lo había visto nunca. Entonces, podía aceptarlo. No se preocupaba por aprender los nombres de los sacerdotes, a menos que le hubieran ayudado u ofendido.

—Sí.

El joven asintió y señalo hacia el estudio.

—Su Santidad desea verle.

Volvió a colocar el libro en el estuche de piel que llevaba antes de ponerse de pie.

—Por supuesto —dijo, aunque le hubiese gustado sonar más convincente.

—Buenos días, cardenal Murani —lo saludó el papa Inocencio XIV, que le indicó una de las lujosas sillas que había frente a un enorme escritorio. Su pulida superficie reflejaba la opulencia de la habitación—. Espero no haberle hecho esperar demasiado.

—Por supuesto que no, Su Santidad. —Sabía que no estaba permitida otra respuesta. Se acercó a él.

El papa Inocencio XIV tenía buen aspecto para ser un hombre de más de setenta años. Su enjuta estructura no mostraba ni un ápice de grasa y sus ojos azules miraban con seguridad. Su cara parecía la de un halcón, alejada detrás de una gruesa y larga nariz. Años de estudio de textos arcanos le habían dejado la cabeza ligeramente hundida entre los omoplatos. Su ropa blanca parecía el plumaje de una paloma, pero Murani sabía que esa imagen era engañosa. En aquel Papa no había nada delicado.

Antes de que el Sagrado Colegio Cardenalicio lo eligiera, Wilhelm Weierstrass había sido bibliotecario en esa institución. Anteriormente, fue obispo con una carrera poco brillante.

Murani estaba seguro de que los años que durara su papado serían igual de mediocres. No cambiaría nada ni dirigiría nada y, al final, no conseguiría nada a la hora de reafirmar el papel de la Iglesia en el mundo. No había votado por él.

—Me han dicho que estás mejor —dijo el Papa.

—Lo estoy, Su Santidad. —Se arrodilló ligeramente y besó el anillo de pescador del Papa antes de sentarse. Miró a su alrededor y se percató de la presencia de dos miembros de la Guardia Suiza. Estaban en posición de firmes, uno a cada lado de Su Santidad.

El papa Julio II había creado la Guardia Suiza en 1506, pero fueron Sixto IV e Inocencio VIII quienes proporcionaron las bases para reclutar mercenarios para su protección. La Guardia Suiza era la única unidad que había sobrevivido. Su existencia había comenzado como una ramificación del ejército de mercenarios suizos que había llevado soldados a toda Europa.

A pesar de que seguían vistiendo su uniforme original rojo, azul, amarillo y naranja en las ocasiones especiales, a menudo simplemente llevaban uniformes azules con cuello blanco, cinturón marrón y boina negra, como en aquel momento. Los que estaban en las habitaciones del Papa llevaban pistolas semiautomáticas SIG P75, y los sargentos portaban una pistola ametralladora Heckler & Koch. Esta última se había integrado en el armamento de la guardia después de que casi asesinaran al papa Juan Pablo II.

Murani posó los codos en los brazos de la silla y puso los dedos bajo la barbilla. No se sentía cómodo en las habitaciones del Papa, pero se esforzaba por aparentar que sí lo estaba.

—Has estado unos cuantos días enfermo.

Asintió.

—Me preguntaba si crees que ha llegado el momento de que te vea un médico.

Por un momento, se quedó desconcertado. Después cayó en la cuenta de que Inocencio XIV le estaba indicando que, a pesar de su continua «enfermedad», no había ido al médico.

Había sido un descuido. Se prometió que en el futuro sería más cuidadoso.

—Creo que ha sido sólo un ataque de gripe, Su Santidad. Nada por lo que molestar a un médico. —Sus palabras sonaban poco convincentes; por un momento, volvió a sentirse como un niño.

—Aun así, esa… gripe te ha apartado varios días del trabajo.

En la habitación se produjo un pesado y opresivo silencio. Sabía que el Papa no le creía.

—Sí, Su Santidad. Por suerte tengo muchos años aún para ofrecer mi servicio a Dios.

—También me ha llamado la atención que estés tomando un desmesurado interés por el trabajo del padre Sebastian en España.

—El mundo entero parece estar tomándose un desmesurado interés por el trabajo del padre Sebastian. Las excavaciones en Cádiz parecen haber atraído la atención mundial.

—Eso, quizás es poco afortunado. Creo que al mundo le iría mucho mejor si centrara su interés en otros objetivos.

Supo que el Papa no estaba preocupado por la atención del mundo, sino por la suya.

—Seguro que no pasarán más de dos o tres días sin que algún incidente en Oriente Próximo, o algún asunto económico o la muerte de alguien famoso vuelva a acaparar su atención.

—No desearía que ocurriese ninguna de esas cosas —replicó el Papa.

Sintió que apenas podía contener la cólera. «No, si dependiera de ti no pasaría nada. Simplemente te dedicarías a ocupar este despacho y seguir reproduciendo el vacío que la Iglesia ha soportado con los últimos papas», pensó con ferocidad.

Se obligó a respirar con calma, pero la rabia que sentía era como una roca en su pecho que amenazaba con desprenderse. Inocencio XIV era simplemente otro cáncer que medraba gracias a la Iglesia y le arrebataba la fuerza.

—Sé que tienes cosas importantes que hacer, cardenal Murani —dijo el Papa, que fijó la vista en el libro de citas que había sobre la mesa—. Hace tiempo que no hemos tenido oportunidad de hablar. Creo que sería mejor que volviéramos a vernos.

—Por supuesto, Su Santidad. —Sabía que aquello era un aviso. El Papa le vigilaba. El mensaje y la amenaza implícita eran evidentes.

—Has descuidado tus obligaciones, Stefano.

Murani miró al hombre que estaba sentado al otro lado de aquella pequeña y elegante mesa. Partió un palito de pan y se quedó callado.

El cardenal Giuseppe Rezzonico tenía poco más de sesenta años. Llevaba el pelo blanco cuidadosamente peinado y era lo suficientemente atractivo como para despertar la curiosidad de algunas mujeres sentadas en las mesas cercanas. Alto y grueso de cintura, seguía irradiando poder. Había entrado al servicio de la Iglesia ya mayor, pero había ascendido rápidamente hasta ocupar un cargo en el Sagrado Colegio Cardenalicio. Al igual que Murani, vestía un traje azul oscuro.

Murani ladeó la cabeza sin dejar de mirar a aquel hombre.

—¿Y qué obligaciones son esas?

—Las obligaciones de tu cargo, Stefano. Llamar y cancelar las citas que tenías en nombre de la Iglesia, esas cosas son como indicios para nuestro actual Papa.

—Vuestro papa —replicó amargamente.

Rezzonico frunció el entrecejo.

—Todo el mundo sabe que no votaste por Su Santidad.

—No, no lo hice —dijo Murani dejando a un lado el palito de pan.

—Estoy seguro de que el Papa también lo sabe.

—¿Crees que se está vengando?

—No, Su Santidad no caería en eso —aseguró Rezzonico moviendo la cabeza.

—Así que para ti se trata de piedad, ¿no? —Aquello le pareció interesante. A Rezzonico no solían engañarle con facilidad—. Sólo es un hombre, a pesar del cargo y las vestiduras.

—¡Eso es un sacrilegio! —exclamó Rezzonico frunciendo más aún el entrecejo.

—Es la verdad. —No estaba dispuesto a pasarlo por alto. Había tenido que soportar que Inocencio XIV lo avergonzara aquella mañana y no iba a permitir que lo sobornara con una buena comida y unas palabras amables—. Es corto de vista, y lo sabes. Sigue manteniendo conversaciones con los judíos y los musulmanes.

—Por supuesto que lo hace —admitió Rezzonico de manera razonable—. Lo que sucede en esos lugares afecta al resto del mundo. Las economías están demasiado interrelacionadas como para que las cosas sean de otra forma.

—¿Te das cuenta de lo que dices? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Economías? ¿Eso es la Iglesia en la actualidad? ¿Las economías?

—Juraste lealtad al Papa.

—Juré lealtad a Dios —replicó con voz áspera. La cólera y la frustración se habían desatado en su interior y no era capaz de controlarse—. Eso sustituye cualquier juramento de lealtad que pueda hacer a cualquier otra persona.

—Estás pisando terreno peligroso.

Una joven camarera les sirvió unas ensaladas y más vino. Dejaron de hablar hasta que se fue.

—Todos pisamos terreno peligroso en estos tiempos —dijo Murani, que empezaba a calmarse.

Rezzonico arqueó las cejas.

—¿Lo dices por las excavaciones del padre Sebastian? Ni siquiera sabemos si saldrá algo de allí —dijo mientras acercaba la copa a sus labios.

—¿Y si aparece algo? ¿Y si el padre Sebastian encuentra algo? Aunque no sea el libro, ¿qué pasaría si hubiera algo que señalara los textos secretos?

—Entonces nos ocuparemos de ello.

—Ocuparse de algo cuando ya ha ocurrido es inútil —se mofó Murani.

—Stefano, por favor, escúchame. Soy tu amigo. Todo está controlado.

Murani rehusaba creerlo.

—No hay nada controlado. —Quería hablarle de la campana, del címbalo y de lo que creía que podían significar, pero no pudo. Rezzonico formaba parte de la Sociedad de Quirino y no estaba seguro de que no quisieran quitárselo todo. No podría soportarlo.

Por un momento, Rezzonico se limitó a mirarlo.

—Controlamos la Guardia Suiza. Tenemos algunos de sus miembros en la excavación. Si el padre Sebastian encuentra algo, cualquier cosa, tienen órdenes de intervenir y llevárselo.

Murani lo sabía, había colaborado en aquella negociación. Por suerte, después de tantos años de servicio, muchos de los líderes de la Guardia Suiza mantenían las mismas creencias básicas que la Sociedad de Quirino. Lo más importante para ambas organizaciones era preservar la Iglesia. Se arrebatarían vidas y se contarían mentiras para lograrlo.

El trabajo del padre Sebastian ponía en peligro a la Guardia Suiza tanto como a la Iglesia. Su líder, el comandante Karl Pulver, también conocía la amenaza que suponían los textos secretos, a pesar de no saber lo que contenían.

—Hemos de hacer algo más —propuso Murani.

El recelo tiñó los ojos de Rezzonico.

—¿Exactamente, qué?

—El padre Sebastian es el elegido del Papa, no es uno de los nuestros.

—Pero si eso es incluso mejor. Si Sebastian encuentra algo, no reconocerá lo que es. Sólo nosotros conocemos lo que son los textos secretos.

—El Papa cree que lo sabe.

Rezzonico hizo un gesto con la mano como para quitar importancia al comentario.

—El Papa sólo sabe lo que le contamos e incluso entonces le falta la capacidad de comprensión que tenemos nosotros.

Murani se movió inquieto.

—Eso no es suficiente. Tenemos que controlar la excavación, que no haya intrusos. Y para eso ha de estar a nuestro cargo.

—El Papa eligió al padre Sebastian. Fue una buena elección. Su campo es la arqueología. De todos nosotros…

—Es el menos fiable —aseguró Murani endureciendo la voz—. Estuvo en el mundo seglar mucho tiempo antes de entrar en la Iglesia.

—Daríamos los pasos necesarios para enmendar la situación.

—Hay otros sacerdotes y cardenales que podrían haberse encargado de esa excavación —aseguró Murani con un tono más suave.

—¿Como tú, quizá? —preguntó Rezzonico sonriendo.

No intentó fingir modestia.

—Sí, yo podría haber sido la elección perfecta.

—¿Por qué tú?

—Porque desde niño he dado mi vida por la Iglesia. Creo en el poder del papado. La Iglesia necesita ocupar el lugar que le corresponde en el mundo. La Iglesia ha ido debilitándose cada vez más. La pérdida de la misa en latín, además de las conversaciones con otras religiones y países… El papado ha desempeñado su cargo desde el Concilio Vaticano II como si se tratara de un jefe de Estado…

—Que es lo que han sido —señaló Rezzonico.

—… y han tratado a otras naciones y religiones como si fueran sus iguales. —Su voz se endureció—. Nadie es igual que la Iglesia. El propio Dios nos puso aquí para guiar al pueblo, para que nos ocupáramos de él. Se supone que debemos guiarlo y dar sentido a sus vidas. No podemos hacerlo si continuamente renunciamos al poder y al prestigio que hace de nosotros los instrumentos elegidos por Dios.

Rezzonico inspiró con fuerza y dejó salir el aire. Dudó.

—Todos tus puntos de vista son válidos…

—Por supuesto que lo son.

—Pero…

No le prestó atención.

—No hay peros que valgan. La Iglesia es intocable. Es, y debe ser, el último poder aquí, en la tierra; y cualquier poder que controle ese tipo de poder pertenece a la Iglesia. Las reliquias sagradas son nuestras por derecho y por la gracia de Dios.

—El mundo es diferente, Stefano —dijo Rezzonico suavemente—. Tenemos que movernos con más cuidado y prudencia en estos tiempos.

—Existen libros y objetos capaces de poner fin a este mundo y crear uno nuevo. Llevan enterrados mucho tiempo y están a punto de volver a aparecer.

—Sólo si hemos acertado con la excavación.

—¿Lo dudas?

—Todavía está por demostrar.

Disgustado, se recostó en la silla.

—Hay que tener fe.

Por primera vez, la mirada de Rezzonico se heló.

—No te olvides, Stefano, de que has pisoteado a sacerdotes y cardenales menores, pero que yo estoy aquí a petición de la sociedad.

Aquella declaración hizo que se contuviera. Con todo, esperaba algo así. A pesar de sus intentos de autocracia e independencia, Rezzonico a menudo era el perrito faldero de los miembros más antiguos de la Sociedad de Quirino.

Murani contó hasta diez y se armó con la paciencia que le quedaba.

—No estaríamos en esta situación si la elección del Papa hubiese sido de otra manera.

—Eso es agua pasada.

El Sagrado Colegio Cardenalicio se dividió a la hora de tomar una decisión. Cada una de las facciones había elegido a uno de sus miembros. Los dos que podrían haberse convertido en papas, hombres a los que ya se había confiado la tarea divina de proteger al mundo de los textos secretos, no obtuvieron los suficientes votos para ganar. Una tercera facción, que actuaba en nombre de sus propios intereses, sugirió el nombre de Wilhelm Weierstrass como alternativa. Al final, debido a esa división, el nuevo Papa no sabía nada de los textos secretos.

De hecho, Murani no estaba seguro de que el papa Inocencio XIV creyera en los textos secretos aún después de haber sido informado. Los había escuchado a todos, pero había guardado silencio. Al final, al elegir al padre Sebastian para que se encargase de la excavación, al menos para él, decía mucho.

—Tienes razón —dijo Murani.

Rezzonico lo estudió un momento.

—Todo está en orden, Stefano. Ya lo verás. Lo que la sociedad desearía es que intentaras no llamar la atención. La confianza que nos tiene el Papa es algo muy frágil. Sobre todo ahora. Si hubiese subido al poder en otro momento habríamos podido tener más influencia sobre él.

No estaba de acuerdo con Rezzonico, pero no lo dijo. Habían dejado a Wilhelm Weierstrass entre libros demasiado tiempo. Aquel hombre tenía una opinión sobre todo tipo de cosas y no dudaba a la hora de utilizar el poder que le confería su cargo. Ya lo había demostrado al elegir al padre Sebastian en vez de a otros candidatos que la Sociedad de Quirino había propuesto.

Y lo había vuelto a demostrar al reprenderlo aquella mañana. De hecho, fue en ese momento cuando se dio cuenta de que aquello había sido más una advertencia a toda la Sociedad de Quirino que a él solamente. Al caer en la cuenta, vio claramente que la situación era mucho más apurada de lo que había creído.

—No te preocupes, Stefano. Tienes muchos amigos en la Sociedad de Quirino. Espero que sigas contándome entre ellos. Sólo deseo lo mejor para ti. Estamos juntos en esto. Tienes que ser más paciente.

—Ya —aceptó antes de tomar un sorbo de vino—, pero es el momento en el que más cerca hemos estado de los textos secretos.

Rezzonico asintió.

—Todo el mundo lo sabe. Todo está en su sitio. No puede suceder nada que no controlemos.

Pensó que aquello podía ser verdad, pero que ninguno de ellos estaba preparado para utilizar esos textos. La Sociedad de Quirino controlaba muchos secretos. A lo largo de los años habían asesinado silenciosa y brutalmente a todo el que se había opuesto a ellos o que había intentado revelar sus secretos.

No les asustaba tener las manos manchadas de sangre. A él tampoco.

Mercado A Siete Kilómetros

Afueras de Odessa, Ucrania

23 de agosto de 2009

—¿De dónde sale esto?

Lourds sonrió ante la ingenuidad de Leslie. A pesar de ser una periodista de televisión, con cierta experiencia de la vida a sus espaldas y quizá muy viajada por su cuenta, el mundo seguía siendo para ella un lugar enorme que no había imaginado. No había visto tanto como creía.

El mercado A Siete Kilómetros era un rugiente circo del mercado negro servilmente dedicado al capitalismo. Cubría casi un kilómetro cuadrado y estaba lleno de contenedores metálicos de barco convertidos en edificios. Sus estrechas calles estaban atestadas de gente que deambulaba entre ellas.

Aquellos contenedores provenían de todo el mundo. Los había desde seis metros de largo a los monstruosos de dieciséis. Los comerciantes guardaban en ellos la mercancía y a menudo también les servían de vivienda. Eran viejos y nuevos y mostraban todos los colores del arco iris. Muchos estaban ensamblados unos con otros.

Parecían pequeños edificios metálicos con carteles publicitarios y flanqueados por aceras, que en ocasiones se elevaban hasta dos y tres pisos. Los coches y camiones llegaban hasta la parte frontal de las tiendas para cargar y descargar. Se oían voces en todas partes y en multitud de idiomas. Algunas luces colgadas a pequeños intervalos aseguraban que la oscuridad no impidiera las ventas.

Lourds estaba cansado y tenía calambres por haber estado metido en el coche durante largo tiempo. Pero no podía dejar pasar la oportunidad de ser a la vez guía y educador. El anciano que los había llevado hasta allí había vuelto a Moscú inmediatamente.

—Bienvenidos al mercado A Siete Kilómetros —dijo haciendo un gesto hacia el complejo laberinto de contenedores—. El mercado original estaba situado dentro de los límites de la ciudad de Odessa, pero cuando el capitalismo invadió la zona tras la caída del muro de Berlín en 1989, hubo más comerciantes que abrieron su tienda.

—Es increíble —comentó Leslie.

Gary grababa.

—Ten cuidado con la cámara —lo previno Natashya.

—¿Por qué? —preguntó este volviéndola a guardar en el estuche que llevaba colgado al hombro—. ¿No permiten que los turistas hagan fotos?

—Sí que lo permiten, pero la mayoría de los comerciantes no son legales.

—Muchos de ellos están buscados por la Policía y los servicios de inteligencia de varios países —le explicó Natashya, que estaba muy atenta a lo que sucedía a su alrededor. A pesar de haber pasado un día entero de viaje parecía descansada y lista para continuar—. Si alguno de ellos cree que te han enviado para espiarle, a lo mejor intentan cortarnos el cuello.

—¡Ah! —Evidentemente, a Gary no le agradaba aquella posibilidad.

—Cuando el mercado empezó a crecer dentro de Odessa, se ordenó que saliera de la ciudad. Se volvió muy popular y hubo que realojarlo aquí, a siete kilómetros de distancia —explicó Lourds.

—De ahí el nombre —comentó Leslie.

—Exactamente. —Lourds inició la marcha. Pasaron por delante de contenedores que ofrecían aparatos electrónicos asiáticos y objetos para turistas, además de falsificaciones de productos occidentales de lujo—. Hay más de seis mil tiendas, cuyos alquileres suman miles de dólares. Sólo el dinero que se paga por el espacio es una importante fuente de ganancias, aunque las ventas sobrepasan los veinte millones de dólares.

—¿Al año? —preguntó Leslie.

Lourds sonrió.

—Veinte millones de dólares diarios.

Leslie se detuvo en un cruce y miró hacia las cuatro direcciones. La gente abarrotaba las calles y regateaba con los comerciantes.

—Cuando empezó a crecer demasiado se intentó cerrarlo —continuó Lourds—. Pero ya era demasiado tarde, había empezado a tener vida propia. En la actualidad sigue creciendo y al Gobierno le gustaría poder clausurarlo, pero los comerciantes y compradores están dispuestos a levantarse en armas para evitarlo.

—¿Por qué iba a querer nadie cerrar un sitio como este?

—Porque no pueden controlarlo.

—¿Y para qué quieren controlarlo?

—Por cuestión de impuestos.

—¿Es todo mercancía libre de impuestos? —Leslie se detuvo frente a un contenedor que ofrecía bolsos italianos—. ¿Veinte millones de dólares diarios sin impuestos?

—Sí, lo que estás viendo es el mayor mercado negro europeo. Por curioso que parezca, también es un refugio de contrabandistas. A la venta hay artículos legales, falsificaciones y productos ilegales, munición y drogas. Este negocio funciona al aire libre simplemente porque nadie puede frenarlo.

Leslie examinó uno de los bolsos que había sobre una mesa. Lourds sabía que ninguna mujer se resistiría a una ganga. Aunque dudaba mucho que nada de lo que había en esa mesa lo fuera.

—No tenemos tiempo para comprar nada —intervino Natashya. Leslie volvió a dejar el bolso en su sitio a regañadientes—. ¿Dónde vamos a encontrarnos con tu amigo?

—No queda lejos de aquí —aseguró Lourds.

Una hora más tarde, Lourds estaba tomando una taza de café turco frente a una tienda que vendía pantalones vaqueros norteamericanos. Leslie los descartó inmediatamente por ser imitaciones. Lourds no se habría dado cuenta. Gary se entretenía filmando algunas tiendas e incluso le había pedido a Leslie que hiciera introducciones y cierres para una propuesta que pensaban hacer a la BBC.

—¿Estás seguro de que tu amigo vendrá? —preguntó Natashya en ruso.

—Josef dijo que lo haría —contestó Lourds en inglés. No quería que Leslie y Gary se sintieran excluidos de la conversación.

Pasó otro incómodo minuto, que se alargó cinco más.

Natashya se puso a su lado. Por un momento pensó que iba a enfadarse con él por la situación en la que estaban, pero había centrado su atención en un joven que se acercaba a ellos. Metió la mano en el bolsillo.

No había duda de cuál era el destino de aquel joven, aunque se detuvo a pocos metros. Llevaba las manos en los bolsillos. Lourds sabía lo que tenía en ellas. Sus ojos no se apartaron en ningún momento de Natashya e imaginó que sería porque había juzgado que era la más peligrosa de todos.

—¿Señor Lourds? —preguntó en un inglés impecable.

—Sí.

—Me envía Josef Danilovic.

—¿Puedes probarlo? —intervino Natashya.

El joven sonrió y se encogió de hombros.

—Este no es un buen sitio para probar nada ni lugar para policías. He venido a ofreceros una forma de salir de la ciudad. Vosotros veréis si queréis seguirme o no.

Sonó el teléfono de Lourds y este contestó. La batería estaba prácticamente agotada.

—¿Sí?

—¡Thomas! —lo saludó Danilovic con una voz jovial que revelaba cierta tensión.

—Hola, Josef. Acabamos de conocer a tu intermediario.

—Se llama Viktor, podéis confiar en él.

Lourds sabía que el joven estaba esperando la llamada porque estaba totalmente relajado. Natashya no bajaba la guardia.

—¿Puedes describirlo? Últimamente estamos un poco paranoicos.

—Por supuesto, vivimos tiempos muy paranoicos —dijo Danilovic antes de proporcionarle una acertada descripción.

—Gracias, Josef, espero verte pronto —se despidió antes de colgar.

—¿Es él? —preguntó Natashya.

—Sí, Josef lo ha descrito. Incluso me ha dicho qué ropa llevaba.

Viktor sonrió.

—Por supuesto, siempre podría tener un socio con un arma apuntando a la cabeza de tu amigo. Es decir, si queréis seguir con la historia de las paranoias. Pero si lo hacéis, dudo mucho que consigáis salir de este mercado.

Lourds cogió su mochila y se la colgó al hombro.

—¡En marcha!

—Esta vez te has superado, amigo —lo alabó Lourds al contemplar la mesa llena de comida en el amplio comedor de la casa de Danilovic. Había estado allí varias veces como invitado y estaba acostumbrado a la generosidad que se respiraba en aquel hogar.

Una mesa y unas sillas decoradas que podrían haber embellecido una casa de la realeza ocupaban el centro del comedor.

Las paredes estaban llenas de cuadros y jarrones, y otros objetos coleccionables llenaban los espacios entre ellos.

Danilovic restó importancia al halago con un decidido movimiento de la mano. Era un hombre pequeño y quisquilloso, que lucía un fino bigote. Vestía un traje caro con confianza y orgullo.

—He pensado que si tenía que organizar una huida de Moscú para vosotros, había que hacerlo a lo grande, ¿no te parece? —Su amplia sonrisa dejó ver un hueco entre los dientes y mantuvo el pulgar y el índice de una mano ligeramente separados—. Y quizá con un poquito de peligro.

—Si no te importa, prescindiremos del peligro —dijo Lourds con cierta tristeza—. Creo que ya hemos corrido el suficiente en los últimos días.

En la mesa había incluso tarjetas que indicaban el lugar que debían ocupar los comensales. Lourds y Danilovic los extremos. No le sorprendió que hubiera colocado a las dos mujeres a su lado.

Unas criadas con blusa blanca sirvieron vino y después apareció el jefe de cocina para anunciarles el menú. A pesar de la tensión que reflejaban las caras de todos los sentados alrededor de la mesa, se fijó en que prestaban toda su atención a las explicaciones de este.

—He pensado que lo indicado sería cocina francesa. Empezaremos con una ensalada, boeuf bourguignon, o ternera estofada en vino tinto, escargots de Bourgogne con mantequilla de perejil, fondue bourguignonne, gongére y pochouse, que es una de mis especialidades —recitó antes de entrechocar los tacones y volver a la cocina.

—No conozco nada de lo que ha dicho, pero suena de maravilla —comentó Gary.

—Auguste es muy buen cocinero —aseguró Danilovic—. Se lo he pedido prestado a un restaurante, sólo por esta noche.

—No tenías por qué haberte molestado tanto —protestó Lourds.

—Ya. A ti te habría bastado con un sándwich y una cerveza, pero era a las damas —dijo mirando a Leslie y a Natashya— a las que quería impresionar.

—Me siento cumplidamente impresionada —agradeció Leslie.

—Gracias, querida —dijo Danilovic cogiéndole una mano para besarla.

«Pamplinero», pensó Lourds, aunque no pudo dejar de sonreír ante las payasadas de su amigo. Danilovic era uno de los hombres más sociables que había conocido nunca. Le encantaba montar un espectáculo y ser el centro de él.

La cena llegó enseguida. A la enérgica y crujiente ensalada le siguió una sopa de ternera y unos caracoles cocinados con cáscara. Gary se negó a comerlos. Para Lourds era la mejor mantequilla de perejil que había comido en su vida y pidió que se felicitara al cocinero.

La fondue tenía trozos de carne que redondeaban su sabor y conseguían que fuera aún más sabrosa. El gougére eran bolas de queso enrolladas en masa chou. Pero el remate fue la pochouse, pescado guisado en vino tinto.

El postre lo componían fresas y un pastel de crema mascarpone que se deshacía en la boca.

Más tarde se reunieron en el estudio de Danilovic, frente a un acogedor fuego que les protegía del frío exterior. Lourds y Danilovic encendieron unos puros y los dos se sorprendieron cuando Natashya aceptó uno. Bebieron coñac en grandes copas.

—¿No sabes quiénes son los hombres que os persiguen? —preguntó Danilovic.

Lourds negó con la cabeza.

—Creo que reconocí a alguno de Alejandría.

—Así que crees que van tras la misma pista.

—Es la única respuesta. —Lourds se había sentado en un mullido sillón que le pareció demasiado cómodo—. No hay motivo para que yo les interese.

Danilovic se inclinó hacia delante y le dio un golpecito en la rodilla.

—A mí siempre me has parecido interesante, querido catedrático.

—Estás borracho.

—Quizás un poco —dijo mirando a Leslie—. Pero quizá no es a ti a quien buscan, amigo mío, sino a la estrella de la televisión.

—No soy ninguna estrella y no sé nada de historia, lenguas u objetos.

—Sabes que van unidos —replicó Danilovic—. Mucha gente no es consciente de ello. —Tiró la ceniza en un cenicero y le lanzó una mirada evaluadora—. Y, sin embargo, encontraste la campana en Alejandría.

—Fue una casualidad.

Danilovic se encogió de hombros.

—Suelo ser un hombre de fe, querida, pero me dedico a una profesión que algunos podrían creer que deja al descubierto precisamente esas cosas. Esos hombres, los que os perseguían, buscaban la campana o, al menos, algo similar. Si no, no habrían ido a por ella.

—Podemos imaginar quién te persigue —señaló Natashya—. Al identificarlos, al saber más sobre por qué quieren los instrumentos, sabremos más sobre los propios instrumentos.

Danilovic sonrió de forma beatífica.

—Sí. Amigo mío, cada vez que vendo una pieza que ha caído en mis manos he de saber de quién la consigo, a quién se la voy a vender y lo suficiente sobre el objeto para entender qué lo hace valioso para los dos. ¿Por qué estás tan interesado en esos objetos?

—Por la lengua —respondió inmediatamente Lourds.

—Eso es lo valioso para ti, pero muy poca gente estaría interesada en una lengua muerta que puede costar años descifrar.

—No creo que me cueste tanto. Si consigo averiguar qué relación tienen, podré hacer una conjetura fundamentada y respaldarla con hechos —replicó Lourds.

Danilovic le dio una palmadita en la espalda.

—Estoy seguro de que lo harás. Sin embargo, los materiales con los que están fabricados esos objetos no tienen valor. No es ni oro ni plata, ni siquiera tienen incrustaciones de piedras preciosas. Son cosas muy sencillas. Con secretos escritos en ellas.

—Pero la gente que las birló ya sabía lo que había escrito en ellas —dijo Gary inclinándose hacia delante con entusiasmo—. Al menos saben lo que se supone que hay escrito en ellas. Como si fuera el mapa de un tesoro o algo así.

Lourds meditó sobre aquello.

—La gente que se llevó los instrumentos sabía lo que estaba buscando. Lo que no sabe es lo que hay escrito en ellos.

—Entonces, ¿de dónde han sacado lo que saben? —preguntó Leslie.

—Esa es una de las preguntas que deberíais formularos —continuó Danilovic—. Al hacerlo habréis estrechado el campo de quién puede estar persiguiéndoos.

—¿Y por qué lo hacen? —intervino Gary.

—También.

—Hay dos posibles razones —declaró Natashya tranquilamente—. Una es que tengan miedo de que Lourds descifre la lengua y ponga al descubierto los secretos que están protegiendo. Y la otra es que Lourds haya tenido relación, por suerte o por designio, con dos de los instrumentos que andaban buscando.

—Tenemos que ir a Leipzig cuanto antes, viejo amigo —comentó Lourds a Danilovic.

—¿Y abandonar mi hospitalidad tan pronto? —preguntó este, sorprendido.

—No es por ninguna otra razón…

Danilovic levantó una mano y sonrió.

—No me siento desairado, entiendo vuestra prisa. Ya lo he arreglado todo. Por la mañana, Viktor os llevará a un barco en el que os he conseguido pasajes.

—Gracias —dijo Lourds.

—Por hoy, lo que deberíamos hacer es disfrutar de lo que queda de este coñac y hablar de los viejos tiempos.