Moscú, Rusia
21 de agosto de 2009
Lourds estaba apoyado en el alféizar de la ventana y observaba la tienda de la esquina en la que había entrado Natashya Safarov. Casi no podía ver cómo hablaba por teléfono a través de la polvorienta ventana.
—¿A quién crees que puede estar llamando? —preguntó Leslie.
—No lo sé.
—Puede que esté avisando a la policía. Y si lo está haciendo, seguro que nos detienen.
—Si hubiese querido hacer tal cosa, ya la habría hecho —aseguró Lourds.
—Tiene una pistola y ha demostrado que está dispuesta a utilizarla —comentó Gary.
Leslie frunció el entrecejo mirando al cámara.
—Sólo lo estoy comentando, eso es todo —se defendió—. Ni que fuera una noticia de última hora.
—Creo que está intentando averiguar a quién ha matado —dijo Lourds—. A estas horas, la Policía ya habrá identificado al tipo. Con un poco de suerte, los habrán detenido a todos.
—Eso sigue dejándonos encerrados.
—No necesariamente. Siempre hay formas prudentes de entrar y salir de un país —dijo Lourds. Cogió su mochila, sacó el móvil y marcó un número de su memoria.
Natashya entró en una tienda para llamar desde un teléfono público. La ventana al lado del aparato daba al edificio en el que había dejado a Lourds y a sus amigos. Miró hacia el apartamento y creyó ver la figura de alguien apoyado en el alféizar.
«Aficionados», pensó frunciendo el entrecejo.
Una mujer muy delgada con tres niños de ojos hundidos pasaba por delante de la puerta cuando contestó el superior de Natashya.
—Chernovsky —dijo bruscamente.
—Soy Natashya Safarov, necesito hablar contigo.
Durante un momento se produjo un desagradable silencio. A Natashya no le gustaba nada enfadar a Chernovsky, y decepcionarlo mucho menos.
Iván Chernovsky tenía mucha experiencia en la Policía de Moscú. Había sido uno de los pocos que habían sobrevivido a la caída del comunismo y que había conservado el puesto. Eso decía mucho de él. Muchos policías se habían asociado con los criminales que habían perseguido y contra los que habían luchado en las calles. Chernovsky se había mantenido fiel a sus principios.
También había respondido por Natashya —cuando la situación lo había requerido— y la había cubierto. Natashya no siempre seguía al pie de la letra lo que ordenaba la ley. El poder y los privilegios seguían prevaleciendo en Moscú, quizá más que nunca. Natashya no permitía que nada de eso se interpusiera en su camino.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó fríamente—. ¿Del hombre que has matado en la calle hace poco más de una hora o de otra cosa?
Natashya no contestó a la pregunta. Siempre que podía se rebelaba contra la autoridad. Los dos lo sabían. Pero al final siempre había hecho lo que le había pedido el departamento.
—Tengo una pista sobre los asesinos de mi hermana.
—¿Qué pista?
—De momento prefiero no decir nada al respecto. —Natashya observó a los viandantes.
—Estás con el profesor Thomas Lourds, el norteamericano, ¿verdad? —dijo al tiempo que se un crujido de papeles.
Natashya dudó un segundo.
—Sí.
—¿Está bien?
—Sí.
—Cuéntame lo que está pasando.
—No lo sé. Al menos, no todo. Lourds tiene relación con la muerte de mi hermana.
—Evidentemente, no es el responsable —razonó Chernovsky después de suspirar.
—Lo persigue la misma gente que asesinó a Yuliya.
—¿Para matarlo?
—No creo. Al menos no parecen dispuestos a hacerlo de momento. Aunque no creo que sean tan quisquillosos con los británicos que le acompañan.
—¡Ah! —exclamó al tiempo que se oía el manoseo de más papeles—. El equipo de televisión británico.
—Sí.
—¿Por qué me has llamado, Natashya?
—Mi hermana dejó cierta información para Lourds sobre el proyecto en el que estaba trabajando.
—¿El címbalo?
—Sí.
—¿Por qué se la dejó?
—Porque creía que podría descifrar las inscripciones que había en él.
—¿No puede hacerlo nadie más? En Moscú hay muchos especialistas.
—Yuliya confiaba en él.
—¿Y tú?
Natashya dudó.
—No lo sé, pero a Lourds y a los británicos también les robaron algo.
—¿Qué?
—Una campana.
La mujer delgada entró en la tienda con los niños. Uno de ellos se quedó en el pasillo del pan. No tendría ni seis años y parecía un manojo de palillos. Miró el surtido de pasteles que había en el expositor.
—¿Qué tipo de campana?
—Es igual de misteriosa que el címbalo en el que estaba trabajando Yuliya.
Chernovsky se quedó callado un momento.
—Esos instrumentos musicales no son tan misteriosos para alguien.
—Es lo mismo que opina Lourds.
—¿Qué piensas hacer?
—Ir con Lourds. Yuliya estaba en contacto con un catedrático de Antropología de Leipzig. Lourds quiere ir allí.
—Desaparecer del país con alguien a quien se busca para interrogarlo por su relación con un asesinato será como hacer un truco de magia —comentó Chernovsky—. Incluso si no fueras una oficial de Policía tan buscada.
—Lo sé.
—No puedo ayudarte, Natashya.
—No te estoy pidiendo que lo hagas. —Si hubiera pensado que podía hacerlo, lo habría hecho.
—Entonces, ¿por qué me llamas?
—Por respeto. Y porque necesito información que quizá pueda serme útil más adelante. —De no haber sido por la ayuda que Chernovsky podría facilitarle, se habría ido sin llamarle.
Los dos lo sabían también.
—Gracias. ¿Qué necesitas?
—¿Han identificado al hombre al que disparé?
—Todavía no, pero creo que hay alguna posibilidad. Los otros intentaron llevarse el cuerpo cuando desaparecieron de escena. Consiguieron huir, pero dejaron el cadáver. Ahora está en manos del departamento forense.
Natashya suspiró. Tenía esperanzas en la identificación de las huellas. Eso hubiese sido lo mejor. El trabajo de los forenses representaba una posibilidad más débil. Ni siquiera los norteamericanos tenían el deslumbrante equipo científico de la serie de televisión CSI.
—¿Llevas el móvil?
—No. —Natashya sabía que le estaba recordando que podían localizarla gracias a la tecnología GPS. Me pondré en contacto contigo en cuanto pueda.
—¿Desde Leipzig?
—Si puedo…
—Ten cuidado, Natashya. Los hombres que asesinaron a Yuliya son profesionales.
—Lo sé, pero estoy acostumbrada a tratar con ellos. Hoy en día los criminales de Moscú son muy peligrosos.
—Pero a esos los entiendes. Sabes que están dispuestos a arriesgarse. En este caso no conoces lo que hay en juego. Con esos hombres… —Chernovsky inspiró profundamente—. No deberían de seguir aquí, Natashya. Deberían de haberse ido de Rusia.
—Pero no lo han hecho, y ese será su error.
—Que no sea el tuyo —le aconsejó.
—No lo será.
—Ponte en contacto conmigo cuando puedas. Haré todo lo posible por ayudarte. Tu hermana era una buena persona, igual que tú. Cuídate.
Natashya le dio las gracias y se despidió. Colgó.
La madre había deambulado por la tienda para hacer una escasa compra. Natashya buscó en los bolsillos y encontró algo de dinero. Se acercó al niño de los ojos hambrientos. Recordaba los tiempos en que Yuliya y ella habían tenido que subsistir sin muchas cosas. Hasta que no fue mayor no se dio cuenta de todos los sacrificios que su hermana había hecho por ella.
—Dale esto a tu madre. —Natashya puso el dinero en la mano del niño—. ¿Me entiendes?
El niño asintió.
La madre vio que Natashya hablaba con su hijo y se puso nerviosa. A veces los niños desaparecían en las calles de Moscú y no volvía a saberse de ellos. Corrían rumores y verdades a medias sobre contrabandistas de órganos para el mercado negro que llevaban a niños y adolescentes a Occidente y los troceaban para los compradores.
Natashya se fue enseguida. Enseñarle la placa de Policía sólo la habría asustado más. Rusia era un sitio duro y triste en el que vivir en aquellos tiempos.
E iba a ser todavía peor sin Yuliya.
—Danilovic’s Fabulous Antiquities —respondió una voz masculina en inglés, y después repitió el saludo en ruso y en francés—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Josef —lo saludó Lourds.
—¡Thomas! —La voz de Josef Danilovic pasó de un tono profesional a otro cercano a la euforia—. ¿Qué tal, viejo amigo? Hace mucho tiempo que no te veo.
Se había tropezado por casualidad con Danilovic mientras descifraba las lenguas de unos manuscritos iluminados que provenían de Rusia. Lourds encontró algunos de dudosa autenticidad. Ninguno de ellos estaba totalmente fuera del canon, tal como lo estipulaban los lingüistas, pero saber qué era real y qué falso, a menudo, era de gran ayuda.
Resultó que Danilovic había vendido tres de los manuscritos que Lourds había estado estudiando para universidades norteamericanas y británicas.
Tras largas cenas amenizadas con muchas historias y algunas mentiras de regalo, Danilovic y Lourds se habían hecho amigos. Este le confesó que había negociado los manuscritos falsos. Después de todo, le explicó, la tarea de un traficante de antigüedades en esta vida es asegurarse de que el comprador queda satisfecho con su adquisición. Y esas adquisiciones no tenían que ser necesariamente auténticas.
Danilovic era un granuja elegante. Jamás robaba a nadie pistola en mano, aunque trataba con algunos indeseables que sí lo hacían.
—Estoy bien —dijo mientras veía por la ventana que Natashya continuaba su conversación.
Intercambió cumplidos con Danilovic y alguna que otra historia antes de ir al grano.
—Estoy en una situación apurada, Josef.
—¡Ah! —exclamó Danilovic—. Nunca me imaginé que pudieras meterte en problemas, Thomas.
—No es algo que haya buscado yo, eso puedo asegurártelo, pero es un problema igualmente.
—Si puedo hacer algo por ti, sólo tienes que pedirlo.
—Estoy en Moscú. Tengo que salir del país, sin que nadie se entere.
Se produjo una pequeña pausa.
—¿Te busca la Policía?
—Sí, pero es la otra gente la que me preocupa. No sé si han dejado de perseguirnos.
—Dame una hora. ¿Estarás bien hasta entonces? ¿Necesitas algo?
A Lourds le llegó al alma la preocupación de su amigo. Durante aquellos años se habían encontrado y desconcentrado, pero su amistad había sido esporádica. Con todo, compartían un amor por la historia que pocos podían igualar.
—No, estamos bien.
—Estupendo. Déjame tu número para que pueda llamarte en cuanto lo tenga todo listo.
Lourds obedeció y añadió:
—También te voy a enviar unas fotografías por correo electrónico.
—¿De qué?
—De algunas cosas que me gustaría que preguntaras por ahí con discreción. —Después de todo lo que estaba haciendo Danilovic por ellos, creyó que debía darle esa información. De pronto se dio cuenta de que se veía forzado a confiar en aquel hombre, y le sorprendió lo dispuesto que estaba a hacerlo.
—¿Qué cosas?
Vio que Natashya colgaba y salía de la tienda. Notó que comprobaba la calle antes de dirigirse al edificio de apartamentos.
—Te lo explicaré cuando te vea. Hasta entonces, si puedes encontrar alguna información sobre lo que te envío, te estaré muy agradecido.
—Cuídate, amigo. Estoy deseando verte.
Lourds se despidió y colgó.
—¿Puedes llamar a alguien y sacarnos de Moscú sin más, colega? —pregunto Gary, incrédulo.
Lourds lo miró, el joven parecía pasmado. Leslie, sorprendida, había arqueado las cejas.
—Eso espero, pero todavía está por ver.
Alguien llamaba a la puerta.
Lourds levantó la vista del ordenador. Eran las 22.23. Pensaba que la ayuda de Danilovic ya no llegaría.
Gary dormitaba en una silla con una revista en el pecho. Leslie estaba a su lado, tal como había hecho prácticamente todo el tiempo. Había estado trabajando en su ordenador mientras Lourds buscaba en Internet los enlaces que Yuliya mencionaba en sus notas.
Natashya se acercó desde la ventana tapada que daba a la calle. Metió la mano en la chaqueta y sacó una pistola.
A Lourds se le secó la boca cuando cerró el ordenador.
Natashya apoyó la espalda en la pared, al lado de la puerta, con las dos manos en el arma.
—¿Quién es? —preguntó en ruso.
—Soy Plehve. Me envía Josef Danilovic.
La tensión atenazó a Lourds y sintió que se le aceleraba el corazón. Leslie le puso una mano en el brazo cuando se levantó.
—¿Estás solo? —preguntó Natashya.
—Estoy solo —respondió Plehve.
—Si no lo estás, te mataré y espero alcanzar a cualquiera que esté detrás de ti —le amenazó. Abrió la puerta con un solo movimiento al tiempo que levantaba la pistola delante de ella.
Un hombre, mayor y encorvado, esperaba en el umbral. Llevaba un desgastado abrigo hasta las rodillas y un viejo sombrero en la mano.
—Preferiría que no me disparase —dijo en ruso.
Natashya tiró del hombre con una mano. Este tropezó y casi se cayó. Natashya lo manejó con facilidad. Mantuvo la pistola cerca de su cuerpo para que nadie pudiera arrebatársela con facilidad.
—¡Quieto! —dijo Natashya cambiando de idioma.
Lourds pensó que era para mantener el orden entre los que no hablaban ruso.
—Por supuesto. —El anciano no se inmutó. Daba la impresión de que el hecho de que lo arrastraran a una habitación en mitad de la noche con una pistola era algo normal.
Natashya esperó al otro lado de Plehve. Mantuvo su cuerpo entre la pistola y la puerta. Al cabo de un rato, cuando nadie tiró la puerta abajo, bajó el arma, pero no la guardó. Asintió.
—¿Puedo fumar? —preguntó Plehve.
—Por supuesto —contestó Natashya.
El anciano sacó un paquete de cigarrillos de la chaqueta y encendió uno. Inhaló y después soltó el humo antes de apartarlo con una mano.
—Llegas tarde —le acusó Natashya.
Plehve sonrió.
—Su gente es muy buena a la hora de pescar a los que quebrantan la ley en estos tiempos. El sistema penitenciario es severo. Y quizá Josef ha sobreestimado mis capacidades.
—Espero que no a la hora de sacarnos de Rusia —dijo Natashya.
—Puedo hacerlo —aseguró Plehve.
Unos minutos más tarde, Lourds seguía a aquel hombre. Leslie y Gary iban detrás de él y Natashya cerraba la marcha.
Tras volver a la calle cruzaron hacia un callejón. Plehve tenía un Zil de fabricación rusa esperando en las sombras. Con un gesto elegante abrió la puerta para Leslie y para Lourds.
Natashya rehusó la invitación de sentarse en el asiento trasero, dio la vuelta al vehículo y se acomodó en el del copiloto. Lourds se dio cuenta entonces de que la luz interior no se había encendido. Evidentemente, Plehve era un hombre precavido.
Una vez acomodados, Plehve se puso al volante y salieron de allí. Fue el momento en el que Lourds soltó el tenso aliento que había estado conteniendo.
Nadie dijo una palabra hasta que salieron de los límites de la ciudad. El anciano mantenía una mano en el volante; con la otra, fumaba un cigarrillo detrás de otro. Al parecer Plehve no confiaba tanto en poder llevar a cabo el traslado que se le habían encargado.
En un momento dado comentó que el viaje duraría casi veinte horas si lo hacían directamente y sólo paraban para poner gasolina e ir al baño. Lourds se sorprendió al comprobar lo cansado que estaba, aunque también podía ser una reacción natural al hecho de no tener nada que hacer.
Durmió un rato.
—¿Por qué crees que mi hermana se puso en contacto con el Instituto Planck? —preguntó Natashya. Le ardían los ojos, no había conseguido dormir bien desde el asesinato de Yuliya. Miró fijamente a Lourds, que hacía pocos minutos que se había despertado.
—Yuliya creía que los cátaros llevaron el címbalo a Rusia, entonces llamada Rus.
—¿Y quiénes eran esos? —preguntó Natashya sin dejar de prestarle atención.
—Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el verdadero origen de los cátaros. Hay quienes los relacionan con las tribus perdidas que se dispersaron tras la destrucción de Israel. La idea más aceptada es que eran turcos. Sé alguna cosa sobre ellos porque escribí unos monográficos sobre la lengua uigur.
Natashya no dijo nada. Sabía que Yuliya tenía en alta estima a Lourds, pero también sabía que no había estudiado lo suficiente esas cosas como para discernir si le estaba diciendo la verdad o se lo estaba inventando todo sobre la marcha. Así que prefirió observar si alguno de sus gestos confirmaba que estaba mintiendo. En eso sí que era buena.
—Eran parte de la cultura huna —continuó Lourds—. Formaban clanes y recorrían el mundo para comerciar. Incluso su nombre tiene sus raíces en ese empeño. La palabra «cátaro» tiene relación con el verbo turco «gezer», que literalmente quiere decir «errar». Eran simplemente unos nómadas.
—Mi hermana era arqueóloga —Natashya notó la vacilación de su voz al hablar de Yuliya en pasado— y sabía de historia. ¿Cómo sabes tú tanto?
Lourds tomó un trago de la botella de agua.
—La lingüística y la arqueología coinciden hasta cierto punto. Esa coincidencia depende de cuánto profundiza el lingüista o el arqueólogo en sus conocimientos. Yuliya y yo lo hacíamos con tenacidad. Aprendíamos constantemente. Era como ir a la escuela cada día.
Natashya estuvo de acuerdo con aquello. Hubo un tiempo en el que su hermana siempre tenía a mano un grueso libro sobre algún tema difícil.
—¿Estás seguro de que los cátaros no fabricaron la campana? —preguntó Natashya.
—Casi seguro. Yuliya opinaba lo mismo. Creía que ellos la habían conseguido de los yoruba.
—¿Y dónde vivían esos?
—En África Occidental.
—Eso es muy grande.
—Ya, por eso vamos al Instituto Max Plank. Yuliya había pedido poder ver allí ciertos documentos.
—¿Mi hermana quería ir a Leipzig?
—Eso es lo que decían sus notas. Y si a mí me era posible quería que la acompañara para ayudarla con las traducciones.
—¿Por qué Leipzig? ¿No sería más fácil ir directamente a África Occidental?
—Los documentos que quería consultar ya no están allí. Los guardan en Leipzig. El Instituto Max Plank sigue investigando y estudiando la historia de la esclavitud y de las culturas africanas perdidas.
—¿No tienen museos en África Occidental? ¿O algún sitio en el que guardar esos polvorientos documentos?
Lourds sonrió.
—Por supuesto que sí —dijo antes de tomar otro trago de agua—. Pero no pueden almacenar información de toda su historia. Mucha de ella se ha perdido.
Por la forma en que entrecerró los ojos y se rascó la perilla, Natashya pensó que estaba reorganizando sus pensamientos. Al mirarlo detenidamente se dio cuenta de que era un hombre muy apuesto. Dudaba mucho de que a su hermana le gustara solamente su forma de pensar, por muy fascinante que fuera. Pero por supuesto, la fidelidad a su marido quedaba fuera de toda duda.
—Cuando se destruyen y subyugan las culturas en la forma en que se hizo en África, su historia se dispersa, se pierde y, a veces, se reescribe. Los museos de África Occidental en Benín, Nigeria y Senegal, y en los otros doce países de esa zona, sólo poseen una pequeña parte de lo que existió en su día.
—¿El resto quedó destruido? —preguntó Natashya.
—Destruida y perdida. Vendida y robada, pero en su mayoría perdida. Mucha de su historia se conservó oralmente. Generación tras generación iban contándose historias y transmitiéndoselas. Esas, por desgracia, se han perdido para siempre. Pero algunos objetos los compraron los coleccionistas. Muchas piezas están en manos de coleccionistas privados y museos de todo el mundo. Nunca sabes dónde puede aparecer una pieza. Como el címbalo.
—Todavía no has dicho por qué Yuliya creía que los cátaros habían llevado el címbalo al norte de Rusia.
Lourds sacó el ordenador y lo abrió. Tecleó algo y rápidamente apareció en la pantalla una fotografía de monedas que parecían antiguas.
—¿Qué es eso? —preguntó cada vez más interesada.
—Las encontraron en el mismo lugar que el címbalo. Pertenecen a la misma excavación. Los estudios estratigráficos demuestran que fueron dejadas allí al mismo tiempo.
—¿Dejadas?
—Eso es lo que pensaba Yuliya. Según las notas del equipo de arqueólogos que descubrió los objetos, encontraron el címbalo y las monedas a la vez.
—¿Y por qué iban a dejarlas?
—Sólo puedo aventurar una suposición, pero estoy de acuerdo con lo que dedujo Yuliya. Quienquiera que dejara el címbalo y las yarmaq, intentaba esconderlos para que no se los llevaran.
Natashya le dio vueltas a todo el asunto. La posibilidad de que hubieran buscado al címbalo cientos de años atrás, al igual que lo buscaban en ese momento, la intrigaba. ¿Quién podía saber de la existencia de algo que había estado perdido tanto tiempo? ¿Quién podía recordarlo durante la gran cantidad de años que habían pasado desde que lo habían escondido? ¿Y quién lo quería en la actualidad?
—Esas monedas fueron lo que convenció a Yuliya de que los cátaros habían llevado el címbalo al norte de Rus —continuó Lourds—. Las monedas son yarmaq. Las acuñaban los cátaros. Eran tan uniformes y puras que se utilizaron en el comercio en toda Rus, Europa y China.
Natashya observó las monedas que aparecían en aquella imagen digital. En una de las caras se veía a un hombre tumbado en una litera. Yuliya también había sacado fotos del anverso, que mostraba una estructura que parecía un templo o quizás una sala de reuniones.
—¿Así que vamos a Leipzig a averiguar por qué los cátaros llevaron el címbalo a Rus? —preguntó Leslie, que sin duda se había despertado en algún momento de la conversación.
—No exactamente —contestó Lourds—. Vamos allí a buscar documentación sobre el címbalo. Puesto que la lengua que hay en él, o parte de ella, es yoruba, espero que podamos encontrar alguna pista sobre su procedencia; descubrir cómo y por qué la consiguieron los cátaros sería un regalo añadido.