Moscú, Rusia
21 de agosto de 2009
Qué has ido a buscar a la biblioteca? —preguntó Natashya mientras conducía. Levantó la vista hacia el retrovisor. Los coches que los perseguían destacaban entre el resto de los vehículos. A pesar del calmado comportamiento con sus «invitados», una nerviosa energía le atenazaba el cuerpo.
—¿Qué? —preguntó Lourds mientras la miraba como si le hubiera crecido otra cabeza.
Natashya no le prestó atención y giró hacia la izquierda para adelantar al coche que llevaban delante. Cuando lo dejó atrás, torció a la derecha y se metió por la primera bocacalle que encontró. Se oyó el rechinar de neumáticos y unos furiosos sonidos de claxon detrás de ellos.
—Fuiste a la biblioteca a coger algo. —Natashya volvió a mirar por el retrovisor. Los dos coches habían girado y seguían detrás de ellos.
—Algo que había dejado tu hermana.
—¿Qué es lo que te dejó?
—Un lápiz de memoria.
—¿Y qué hay dentro?
—No lo sé.
Natashya le lanzó una dura mirada.
—Es verdad. Estabas allí, no he tenido tiempo de mirarlo.
—¿Qué crees que hay? —Natashya entró en otra bocacalle. La Universidad de Moscú estaba en las colinas de los Gorriones. En aquella zona había bastantes calles cortas y angostas. Había pensado aprovechar esa ventaja.
—Yuliya estaba trabajando en algo y quería enseñármelo.
—¿En el címbalo? —lo interrumpió Natashya.
—¿Te habló de él?
La irritación hizo añicos la tristeza y la pena que sentía Natashya. Las preguntas del norteamericano eran más rápidas que las suyas. Por supuesto, ella estaba ocupada en conducir.
—Un poco.
—¿Y qué te dijo?
—Las preguntas las hago yo, señor Lourds. —Natashya volvió a girar bruscamente. En esa ocasión se metió por un estrecho callejón lleno de cubos de basura. Dos de ellos pasaron por debajo del coche y salieron disparados—. ¿Qué sabes del címbalo?
—La verdad es que no sé mucho —confesó.
—Entonces, ¿por qué se puso en contacto contigo mi hermana? ¿Por qué iba a dejarte información sobre él?
—No sé lo que hizo. El contenido del lápiz podría ser acerca de otra cosa completamente distinta. —Se apoyó en el salpicadero en el momento en el que Natashya salió del callejón. El neumático chirrió cuando las ruedas derraparon en la calle.
Natashya hizo sonar el claxon, pisó el freno y volvió a acelerar. Cuando giró el volante para cruzar el tráfico en dirección al siguiente callejón vio que Lourds se estremecía involuntariamente cuando se acercaron demasiado a un minibús. Por un momento, Natashya pensó que no iba a conseguirlo.
—¡Santo Cielo! —exclamó la joven que iba en el asiento trasero.
Después el coche entró en el callejón. Más cubos de basura cayeron y salieron despedidos.
—¿Asesinaron a Yuliya por el címbalo?
—Quizá. ¿Lo encontraron aquella noche?
Natashya comprobó el espejo retrovisor justo a tiempo para ver que el primer coche que los seguía chocaba contra la esquina de un edificio y daba varias vueltas fuera de control. El segundo pasó volando a su lado y continuó la persecución.
—No, no lo encontraron. Pero el fuego destruyó muchas cosas en aquella habitación. —Miró a Lourds—. ¿Crees que esos hombres mataron a mi hermana?
—Presta atención a la calle —pidió él agarrándose otra vez.
El parachoques dio contra otro cubo de basura, que salió volando. Otro fue a parar al cristal delantero y dejó unas grietas en forma de tela de araña en lo que quedaba de él.
—Si no fueron esos hombres, era alguien relacionado con ellos, o con su jefe.
Oyeron disparos. Al menos una bala salió rebotando del coche. Otra atravesó el cristal trasero y pasó entre los últimos fragmentos del delantero.
—Siento mucho lo que le sucedió a Yuliya. La quería mucho. Era inteligente y encantadora. La voy a echar de menos.
Natashya estaba segura de que decía la verdad, pero sabía más de lo que le estaba contando.
En el callejón se oyó el estampido de disparos.
Cuando salieron, Natashya puso la pistola en su regazo, cogió el volante con las dos manos y redujo mientras torcía hacia la izquierda. El coche vibró al dar un giro de ciento ochenta grados para ponerse de frente al vehículo que iba hacia ellos.
—¿Qué haces? —preguntó Lourds nervioso.
—¡Se le ha ido la olla, tío! —gritó Gary—. ¡Va a conseguir que nos…!
Sin prestar atención a la angustia que la consumía, Natashya cogió la pistola, apuntó a través del parabrisas y quitó el seguro. El arma resonó en su mano cuando disparó. El plomo salió girando por el destrozado cristal. Soltaba balas tan rápido como podía.
Las balas impactaron en el parabrisas del coche perseguidor, al lado del conductor. Natashya vio que el hombre daba sacudidas a causa de los impactos y que perdía el control. Rozó uno de los laterales del coche de Natashya, abolló el parachoques y acabó chocando contra una tienda de ropa.
Natashya metió marcha atrás y volvió a la calle. Accionó el cambio de marchas con fuerza, quemó rueda y se sumó al tráfico.
—Tenemos que hablar. Después ya veré que hago contigo. De momento, esos hombres ya no son un problema.
Oyeron sirenas acercándose a la absoluta ruina que habían dejado atrás.
La gente que se arremolinó alrededor del coche cortó el tráfico. El vehículo que conducía Gallardo se quedó atascado. Se dio por vencido, abrió la puerta y salió. Pasó entre la multitud maldiciendo. Algunos hombres le respondieron con juramentos semejantes, pero nadie intentó detenerle.
En el interior del coche destrozado había cuatro hombres. El conductor había caído sobre el volante. Con cuidado de no tocar nada para no dejar huellas, Gallardo lo cogió por el pelo y le levantó la cabeza.
Las balas le habían destrozado prácticamente la cara.
Volvió a soltar un juramento y soltó al hombre muerto. El cuerpo cayó sobre el sujeto que había en el asiento del copiloto. Este lo apartó bruscamente y soltó una blasfemia.
—¡Deprisa! ¡Salid de ahí! —les ordenó.
El sonido de las sirenas de la policía se oía cada vez más cercano.
—¡Seguidme! —exclamó Gallardo mientras volvía sobre sus pasos entre la gente.
Todos los mirones se mantuvieron a distancia. Se alejaron incluso más cuando los tres hombres que seguían vivos salieron del coche con sus pistolas en la mano y corrieron detrás de Gallardo.
Gallardo volvió al coche, subió e hizo un gesto a los demás para que entraran.
—Sácanos de aquí —dijo mirando a DiBenedetto.
Cuando las puertas se cerraron de golpe, DiBenedetto volvió rápidamente hacia el callejón.
Furioso, Gallardo sacó su móvil. Todavía perplejo por la facilidad con la que aquella mujer se había puesto a su espalda y lo había detenido. Como si fuera un crío. Era vergonzoso e inolvidable. Se prometió que volvería a verla. Y cuando lo hiciera, la mataría. Lentamente.
Marcó el número de Murani.
Habitaciones del cardenal Stefano Murani
Status Civitatis Vaticanae
21 de agosto de 2009
Un golpe en la puerta despertó al cardenal Murani. El cansancio lo había aniquilado. Se sentía como si le hubieran drogado. Seguía en pijama, en la cama, con uno de los pesados tomos que había estado estudiando en el regazo.
—¡Cardenal Murani! —lo llamó la voz de un hombre joven.
—Sí, Vincent. Entra —contestó con voz ronca.
Vincent era su ayuda de cámara personal.
El joven abrió la puerta y entró en el dormitorio. Medía poco más de uno cincuenta y era flaco como un palillo. Se le marcaban los huesos de los codos y de los antebrazos, y la cabeza parecía demasiado grande para ese cuerpo. Vestía un traje negro que le quedaba muy mal y llevaba el pelo cuidadosamente peinado con raya en medio.
—No ha venido a desayunar, cardenal —dijo Vincent sin mirarle a los ojos. Vincent no miraba jamás a nadie a los ojos.
—No me encuentro muy bien esta mañana.
—Lo siento. ¿Quiere que le traigan el desayuno?
—Sí, encárgate de que lo hagan.
Vincent asintió y salió de la habitación.
Sabía que no le había creído, pero le daba igual. Vincent era la última de sus preocupaciones. Aquel joven era su vasallo y estaba bajo su control. Vincent lo había visto enfermo unas cuantas veces en las últimas semanas.
Se incorporó, cogió el teléfono y llamó a su secretario personal. Le dio órdenes para que cancelara todos sus compromisos y la comida que había organizado con uno de los sacristanes de amén del Papa.
Abandonarlo todo para poder estudiar los secretos de la campana y del címbalo le hacía sentirse bien. Encendió el televisor y puso la CNN. No decían nada de la excavación de Cádiz, pero sabía que lo harían enseguida. Aquella excavación se había impuesto sobre el resto de las noticias, tal como pasaba con la súbita muerte de alguna estrella aficionada a las drogas.
Se levantó con intención de ducharse antes del desayuno, pero sonó el móvil. Contestó e inmediatamente reconoció la voz de Gallardo.
—Las cosas no han salido bien —dijo Gallardo sin mayor preámbulo—. Hemos perdido el paquete.
—¿Qué ha sucedido?
—Seguimos al paquete hasta la universidad.
—¿Por qué fue a parar allí?
—Había otro paquete esperando y lo cogió.
El corazón de Murani se aceleró. «¿Otro paquete?», pensó.
—¿Qué había en el otro paquete?
—No lo sabemos.
—¿Y cómo sabía que el otro paquete estaba allí?
—Tampoco lo sabemos. Pero sí sabemos que nos seguían y que él tiene ahora el paquete. Lo que no sabemos es por qué.
Una terrible cólera se apoderó de él. En el televisor, la CNN volvía a contar la historia del padre Sebastian y de las excavaciones de Cádiz. Se dio cuenta de que el tiempo corría en su contra. Cada segundo era precioso.
—No te pago para que no sepas las cosas —le acusó fríamente.
—Lo sé, pero tampoco me pagas como para correr los riesgos que estoy corriendo.
Aquella frase fue como un disparo de advertencia, y el cardenal así lo entendió.
Con la búsqueda de los instrumentos tan avanzada no podía llamar a nadie en tan corto espacio de tiempo y mucho menos a alguien del calibre de Gallardo y sus conexiones. Se obligó a respirar y a mantener la calma.
—¿Puedes recuperar los paquetes?
Gallardo guardó silencio un momento.
—Por un precio adecuado sí podría intentarlo.
—Entonces, hazlo.
Moscú, Rusia
21 de agosto de 2009
Lourds seguía agarrado al asiento del copiloto mientras Natashya Safarov aceleraba en medio del tráfico. La mujer habló rápidamente por el móvil. A pesar de que sabía bastante ruso, lo hizo a tanta velocidad y de una forma tan críptica que no supo muy bien de qué trataba aquella conversación.
Leslie y Gary estaban callados en la parte de atrás. Habían tenido más que suficiente. Leslie quería saber qué estaba pasando y había pedido que la llevara al consulado británico. Natashya sólo se había dirigido en una ocasión a la joven y fue para decirle que si no mantenía la boca cerrada la llevaría a la primera comisaría de Policía que encontrase.
Leslie no había vuelto a decir nada.
Tras conducir casi una hora entre el tráfico, pasando por zonas históricas de Moscú que Lourds ya conocía, además de antiguas zonas residenciales que pocos turistas habían visto, Natashya paró en un aparcamiento cercano a un anodino edificio.
Apagó el motor y guardó las llaves. Abrió la puerta y salió. Se inclinó por la ventanilla, y mirando a los ojos a Lourds, ordenó:
—¡Fuera! ¡Todos!
Lourds salió algo preocupado. Le temblaban las piernas, eran calambres provocados por la forzada tensión del viaje y la excitación emocional por la huida y el tiroteo. Confiaba en que Natashya los necesitara vivos, porque estaba convencido de que era capaz de pegarles un tiro.
Observó el edificio que había frente a ellos. Tenía seis pisos y parecía que lo habían construido en la década de los cincuenta. Su sórdido e inhóspito aspecto consiguió que se le hiciera un nudo en las tripas.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Leslie.
La irritación crispó la cara de Natashya. Lourds se percató y supo que no iba a contestar.
Pero Natashya recuperó el control.
—Es un escondrijo —dijo con cara inexpresiva—. Aquí estaremos a salvo. Tenemos que hablar. Quiero saber si podemos arreglar esto antes de que tenga que morir alguien más. Estoy segura de que queréis lo mismo.
Cuando les hizo un gesto en dirección a la escalera de incendios que había en uno de los lados del edificio, asintió y tomó la delantera. Al parecer, la puerta principal no era una opción a tener en cuenta. Lourds puso un pie en el primer escalón y empezó a subir. Sabía que Leslie y Gary le seguirían.
Natashya les hizo detenerse en el cuarto piso. Había utilizado una llave para poder entrar en el edificio y después dirigió a Lourds hacia la tercera puerta a la izquierda. Otra llave les permitió entrar en un pequeño apartamento.
Este consistía en un comedor-cuarto de estar, cocina, dos dormitorios y un cuarto de baño. Había ducha, pero no bañera. No era muy espacioso ni parecía muy cómodo para todos ellos, pero al menos se sentían a salvo.
Con todo, Lourds sabía que seguramente aquello sólo era una ilusión.
—Sentaos —les pidió Natashya.
—¿Estamos arrestados? —la desafió Leslie sin sentarse.
Lourds ocupó un sillón de orejas y renunció al suelo. Sospechó que Leslie ofrecería cierta resistencia y no quería crear más problemas, a menos que tuviera que hacerlo.
Elegir cuál de las dos partes tendría que apoyar iba a ser difícil. Sentía lealtad por Leslie, pero Natashya era la mejor oportunidad para descifrar el rompecabezas del címbalo y la campana. Además, Natashya sabía mantener la calma en los momentos de crisis.
Notó el borde afilado de la caja en el costado y se sorprendió de que Natashya no le hubiera pedido que se la diera.
—Si quieres que te arreste, puedo solucionarlo —contestó Natashya—. Te darán un mono usado y te meterán sin ningún miramiento en una celda.
La cara de Leslie mostró la furia de un bulldog.
—Soy ciudadana británica, no puedes desentenderte con tanta frivolidad de mis derechos.
—Y tú no puedes entrar en mi país, provocar una carnicería y llevarte algo que pertenecía a una funcionaria del Gobierno, mi hermana —replicó—. Estoy segura de que tu Gobierno no aprobaría semejante comportamiento. Y también dudo seriamente de que al estudio de televisión para el que trabajas le guste la mala imagen que les estás proporcionando.
Leslie cruzó los brazos sobre el pecho y levantó la barbilla sin dar ninguna muestra de sumisión.
—Quizá deberíamos acordarnos todos de que nadie quiere que nos encarcelen de momento —repuso Lourds con tanta suavidad como pudo, mientras lanzaba una mirada a Natashya para subrayar a qué se refería con eso de «nadie».
Natashya se encogió de hombros. Fue un gesto inconsciente. Lourds se había acostumbrado a estar atento a la comunicación no verbal; formaba parte del hecho de ser lingüista. A menudo, la parte más importante de la comunicación humana no es hablada. Esos pequeños gestos —y los meta mensajes que transmiten— normalmente son los que primero atraviesan las barreras culturales, mucho antes que las palabras.
—Esto es un piso franco. Utilizamos este lugar y otros parecidos para mantener a salvo a prisioneros importantes. El brazo de la mafia rusa es alargado.
Leslie se ofendió al oír la palabra «prisioneros». Por suerte no expresó en voz alta su protesta.
—Los hombres que os persiguen no nos encontrarán aquí. Tendremos tiempo para meditar las cosas —continuó Natashya.
—Eso depende —intervino Gary—. Si tus colegas polis conocen este sitio y ven que has desaparecido pueden venir a comprobar si estás aquí. Y si creen que te han secuestrado, lo que explicaría por qué no has vuelto, pueden venir pegando tiros, ¿no? Tiene sentido, ¿no, tía?
Lourds tuvo que admitir que, a pesar de la forma en que lo había formulado, era una observación muy inteligente. Se notaba que tenía una mente muy fértil a la hora de imaginar situaciones. Seguramente por eso era tan buen cámara.
—No vendrían, y tampoco saben que existe este sitio —aseguró Natashya.
—¿Por qué no? —inquirió Leslie.
—Porque no les he hablado de este lugar. Soy una oficial de alto rango. Trabajo en los casos más peligrosos. Tengo cierta… libertad en mis investigaciones.
—¿No vendrá la Policía más tarde? ¿Cuando sea más conveniente? —sugirió Leslie.
—Hacer desaparecer a la gente en la calle no es nada conveniente. He matado a un hombre. No sé qué impresión tenéis de mi país, pero matar está tan mal visto como en el vuestro. De hecho, si tenemos en cuenta la benevolencia de vuestro sistema judicial en comparación con el nuestro, diría que en Estados Unidos los jueces son más benévolos que en Rusia —dijo con voz cada vez más grave.
—No soy norteamericana —la corrigió Leslie—. Soy británica. La mía es una sociedad civilizada, se compare con la rusa o la estadounidense.
—Bueno, si hemos acabado con las susceptibilidades, quizá podríamos empezar a pensar qué vamos a hacer —propuso Natashya.
—Si me permites —dijo Lourds en voz baja—, sugeriría que cooperáramos. De momento creo que todos estamos de acuerdo en que tenemos mucho que ganar si podemos saber más del lío en el que estamos metidos, y mucho que perder si nos atrapan.
Las dos mujeres se miraron. Leslie fue la primera en aceptarlo con un leve asentimiento de cabeza que finalmente Natashya imitó.
—Muy bien. —Lourds sacó el estuche de plástico de la chaqueta y lo abrió para estudiar el lápiz que había en su interior—. Entonces vamos a ver primero lo que nos dejó Yuliya.
Lourds se sentó cerca de la mesita del comedor donde colocó su portátil y conectó el lápiz que había dejado Yuliya a un puerto USB.
—Copia la información en el disco duro —le aconsejó Natashya, que estaba detrás de él.
Lourds notó el calor de su cuerpo en la espalda.
—¿Por qué? —preguntó Leslie, que se había sentado a la izquierda de Lourds para poder mirar.
—Por si acaso le sucede algo al lápiz.
A pesar de que sabía lo que tenía planeado Natashya, Lourds hizo lo que le había sugerido. En cuanto acabó, Natashya cogió el lápiz y se lo metió en el bolsillo.
—¡Menuda confianza! —comentó amargamente Leslie.
—La confianza tiene límites —replicó Natashya sin ninguna animosidad—. Tampoco está reñida con el sentido común. Os han robado, ¿no? Y os han seguido, ¿no? Tener dos copias es más inteligente. Y tenerlas separadas, aún más.
Lourds no quiso hacer ningún comentario. Estaba de acuerdo con Natashya, pero pensó que comentarlo no mejoraría la relación entre ambas mujeres. Pulsó el ratón y abrió el documento que había creado con el contenido del lápiz.
En una de las carpetas se leía: «abrir primero». Lourds lo hizo sabiendo que aquello evitaría más discusiones entre las mujeres. Las dos tenían demasiada curiosidad por saber qué había dejado Yuliya como para seguir discutiendo.
Gary tenía cosas más importantes en las que pensar que el contenido del lápiz. Tras percatarse de la presencia de una bien surtida despensa, pequeña, pero efectiva, se autoproclamó cocinero del grupo y puso manos a la obra. A juzgar por el olor que provenía de la cocina, el joven se daba buena maña en su aportación al grupo.
Una ventana de vídeo se abrió en la pantalla del ordenador. La imagen de Yuliya Hapaev se vio borrosa un momento y después ocupó el centro de la pantalla. Estaba sentada detrás de su escritorio, con la cámara delante. Llevaba la bata de laboratorio sobre una sudadera de color rosa.
Natashya inspiró con fuerza, pero no dijo nada.
Lourds lo sintió por aquella mujer, pero en ese momento era lo único que podía hacer para contener sus propias emociones. Yuliya había sido una mujer entusiasmada y una buena madre. Saber que se había ido le dolía profundamente. Se le nublaron los ojos y pestañeó para aclararlos.
—Hola, Thomas —dijo Yuliya sonriendo.
«Hola, Yuliya», pensó Lourds.
—Si tienes en tu poder esta grabación he de imaginar que algo me ha sucedido. —Yuliya ladeó la cabeza y sonrió de nuevo—. Parece un poco tonto decir algo así, pero tanto tú como yo sabemos que no me refiero a nada tan disparatado como lo que sucede en las novelas de espías. Imagino que me ha sucedido algo en un accidente de coche. —Frunció el entrecejo—. O quizá me han atracado o mis jefes me han echado.
Lourds se obligó a mirarla mientras intentaba continuar, sabiendo que se habría sentido ridícula escogiendo las palabras. Notó que se le hacía un nudo en la garganta.
—Es la tercera vez que empiezo esta presentación. Hace muchos años, tomando coñac en aquel refugio para arqueólogos en Francia, quedamos en que lo haríamos así. —Sonrió—. ¡Qué serios nos pusimos sobre el tema estando borrachos!
A pesar de su estado de ánimo, a pesar de la pérdida, Lourds sonrió. Se habían visto unas cuantas veces antes de aquella ocasión en Francia, pero su amistad se cimentó allí.
—Seguramente pensaste que el acuerdo al que llegamos era una broma. Un chiste producto de demasiado alcohol, buena compañía y el hecho de que a los dos nos encantan las malas novelas de espías.
»Pero espero que encuentres esto. —La cara de Yuliya se puso seria de repente. Cogió el címbalo y lo mantuvo en alto para mostrarlo—. Mis investigaciones sobre este objeto han resultado ser muy interesantes. Creo que sería una pena que nadie diese con la verdad.
»“Sobre todo porque han conducido a tu muerte”, pensó Lourds.
Yuliya dejó el címbalo.
—Llevo un par de días intentando localizarte. —Sonrió con tristeza—. Imagino que estarás en alguna fiesta; la universidad habrá insistido para que vayas. O quizás andas detrás de un gran hallazgo. Espero que sea un libro de la biblioteca de Alejandría. Sé lo interesado que estás y también sé que ninguna otra cosa te apartaría de tus estudiantes. En cualquier caso, he organizado los archivos para enseñarte lo que he descubierto sobre el címbalo. Dónde lo encontraron, cómo lo encontraron y mis conclusiones.
A pesar de no querer hacerlo, Lourds miró hacia la parte inferior del vídeo y vio que la presentación llegaba a su fin. No estaba preparado para ver cómo desaparecía Yuliya y tuvo que contenerse para no detener la imagen.
—Espero que lo que he recopilado te sirva de ayuda y que encuentres el significado del címbalo. —Sonrió y se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Quizás alguien de mi departamento encuentre las respuestas antes de que esto caiga en tus manos. Pero, sobre todo, espero estar tratando este tema contigo dentro de unos días. Con un coñac, frente a la chimenea y con mi marido y mis hijos, pensando que somos la gente más aburrida del planeta.
El nudo de la garganta de Lourds se apretó de forma insoportable. Sintió una lágrima en el rabillo del ojo. La limpió con los dedos sin sentir ninguna vergüenza.
La imagen desapareció de la pantalla.
Nadie dijo nada cuando acabó el vídeo. La habitación estaba demasiado cargada de dolor y remordimiento. Leslie dejó tranquilos a Lourds y a Natashya, con sus sentimientos, pero no se fue de la mesa.
Lourds ahuyentó los fantasmas de su amiga y compañera.
Tenía que encontrar a sus asesinos y resolver un misterio. La tristeza no ayudaba a Yuliya en nada.
Sacó una libreta de páginas amarillas, su herramienta preferida para asociar pensamientos libremente, y anotó la estructura de los documentos de Yuliya. Tomó nota de la fecha de creación y después de sus actualizaciones conforme Yuliya iba descubriendo más información.
De esa forma podría ir siguiendo su línea de pensamiento y la cadena lógica.
—¿Necesitas algo? —preguntó Natashya al cabo de un rato.
—No —contestó Lourds, que echó un vistazo a los textos sobre el címbalo que había dejado Yuliya—. Sólo tengo que leer todo esto.
—Vale. —Natashya permaneció en silencio, pero no se fue de su lado y prestó atención a todo lo que iba haciendo.
Al cabo de una hora, Gary dejó un auténtico banquete al lado del ordenador y la libreta de Lourds.
El joven no había tenido ninguna verdura fresca con la que trabajar, pero había conseguido cocinar un sustancioso guiso con unas latas de patatas, zanahorias, judías y maíz. Le había puesto unos cubitos de caldo de carne. Pan frito en aceite de oliva acompañaba los boles con el guiso.
Atraído por el aroma de la comida después de no haber ingerido alimento alguno en todo el día, Lourds apartó el ordenador. En cuanto lo hizo lo asaltaron a preguntas.
—¿Sabía Yuliya quién podía querer asesinarla? —preguntó Natashya.
—No creo —contestó Lourds—. No he encontrado mención alguna a alguien que la estuviera acosando. No parecía estar preocupada por nadie en especial, sólo he visto algunas cuestiones políticas sobre el objeto. Los miedos habituales de cualquier investigador.
—¿No mencionaba a ningún coleccionista o traficante de antigüedades?
—No que yo haya visto.
—Pero el que se lo ha llevado tiene que ser alguien relacionado con ese mundo —insistió Natashya.
—¿Por qué? —preguntó Leslie.
—Por la forma en que descubrieron el címbalo —contestó mientras tomaba notas en cirílico en su agenda digital.
Lourds consiguió leer lo suficiente como para darse cuenta de que eran notas para ella misma, de las que él no entendía nada.
—Sigo sin entender esa deducción —dijo Leslie.
Gary cortó un trozo de pan y lo untó en el guiso.
—Los asesinos se enteraron de la existencia del címbalo por la página web, tía. O estaban buscando ese objeto o controlaban el correo electrónico de Lourds. Si no, se lo hubieran llevado cuando lo encontraron en la excavación.
Todo el mundo se lo quedó mirando.
—¡Eh! —dijo Gary un tanto intranquilo—. Sólo es un comentario. Es lo que habría hecho yo si quisiera algo tanto como para matar por ello. Cogerlo antes de que se conociera. No hace falta ser muy listo para saber cómo aparecieron los asesinos en el laboratorio de la doctora Hapaev. Además también buscaban la campana que Leslie encontró en Alejandría. Estaba en una página web. Los malos siguen un patrón.
—Entonces, ¿coleccionistas profesionales? —comentó Leslie.
—O ladrones profesionales —intervino Natashya.
—De cualquier forma, estamos buscando a alguien que conoce bien lo que sucede en el mundo de las antigüedades. Se lanzaron sobre los objetos mucho antes de que vosotros, los profesionales, supierais lo que teníais entre manos.
—La campana y el címbalo no son muy atrayentes para los coleccionistas. Son de barro, no de ningún metal precioso, tienen unas inscripciones que no se han traducido y puede que jamás se traduzcan, y parecen provenir de una cultura desconocida. A los coleccionistas les gustan los objetos antiguos, pero se sienten atraídos por las cosas más conocidas y codiciadas: bronces chinos Shang y Tang, jarrones Ming, objetos funerarios egipcios, estatuas de mármol griegas, oro y turquesas mayas, bronces y mosaicos romanos. Cosas como esas. A los coleccionistas les encantan las cosas relacionadas con gobernantes poderosos o famosos. Conozco gente que mataría alegremente por un carro de bronce de tamaño natural de la tumba del emperador Chin, por ejemplo.
»Estos objetos son diferentes. Son antiguos y misteriosos, así que atraen a investigadores e historiadores. Pero no son el tipo de objetos que interesan a coleccionistas ricos u obsesionados. No se sabe de dónde proceden. No tienen certificado de autenticidad. Ni siquiera sabemos qué cultura los originó. Son antiguos e interesantes, pero no son precisamente el Santo Grial.
—Pues, si no van detrás de los instrumentos, ¿qué es lo que andan buscando? —preguntó Leslie.
—Creo que sí quieren los instrumentos. Gary tiene razón, hace tiempo que los andaban buscando. Pero no creo que fuera por ellos mismos, sino más bien por lo que representan.
—Así que buscamos algo que despierta un interés muy especial. Y a la gente que le interesa ese algo —comentó Natashya.
—Sí, eso creo —dijo Lourds, que había notado el frío destello en los ojos de aquella mujer. Estaba seguro de que podría ser una asesina a sangre fría si así lo quisiera. Pero él tampoco sentía ninguna piedad por los hombres que habían asesinado a Yuliya. De hecho les deseaba un tiro limpio.
—¿Sabía algo la doctora Hapaev sobre el origen del címbalo? —preguntó Leslie.
—Sí, creía que provenía de África Occidental. Aún más, estaba segura de que lo había fabricado el pueblo yoruba, o sus antepasados.
—¿Por qué?
—Los yorubas eran unos notables mercaderes, todavía lo son.
—También fueron capturados y vendidos por los traficantes de esclavos —intervino Gary, y todo el mundo se volvió hacia él—. ¡Eh! Veo el Discovery Channel y el Canal de Historia. Cuando empezamos a preparar este programa especial con el profesor Lourds empollé algún material que pudiéramos utilizar. Son unas historias geniales. Aunque las cosas no han salido como esperaba. Creía que habría más excavaciones y menos asesinos, tío.
—Siento haberte decepcionado —se excusó Lourds—. Según Yuliya, debido al tráfico de esclavos, la lengua de los yorubas se extendió. Es una lengua que sigue el patrón AVO.
—Eso sí que no tengo ni idea de lo que es —comentó Gary antes de llevarse otra cucharada a la boca.
—Es jerga profesional. Significa «agente-verbo-objeto». Es la secuencia, el orden si prefieres, en el que las palabras aparecen en las frases habladas o escritas de una cultura. También se conoce como SVO. El inglés, al igual que el setenta y cinco por ciento de los idiomas mundiales, sigue esa secuencia. Un ejemplo podría ser: «Pedro fue a casa». ¿Lo entendéis?
Todo el mundo asintió, incluso Gary.
—La lengua yoruba también es tonal. La mayoría de los idiomas no lo son. En general, cuanto más antigua es una lengua, más posibilidades hay de que sea tonal. El chino, por ejemplo, es un idioma tonal. Menos de la cuarta parte de las lenguas mundiales comparten esa característica. El yoruba es único en ese sentido.
—¿Por qué creía Yuliya que el objeto provenía de África Occidental? —preguntó Leslie—. Lo encontraron aquí, ¿no?
—Sí, pero estaba convencida de que se trataba de un artículo de comercio y de que no lo fabricaron aquí. El tipo de cerámica no tiene relación con la local en absoluto. Además, algunas de las inscripciones del címbalo son posteriores. Para demostrar quién era el dueño. Yuliya lo apuntó en sus notas. Podéis ver esas inscripciones en algunas de las fotografías.
—¿Están en lengua yoruba? —inquirió Natashya.
Lourds asintió.
—He leído lo suficiente de ese idioma como para reconocerlo. Pero la lengua original del címbalo, lo que Yuliya creía que era la lengua original, no es yoruba. Es otra cosa.
—Debió de ser una locura para ella. Supongo que por eso quería ponerse en contacto contigo —intervino Leslie.
—Eso imagino.
—¿Puedes descifrar la lengua de la campana y del címbalo? —preguntó Leslie.
—Son dos lenguas diferentes. Con el tiempo creo que podré descifrar las inscripciones. Me vendría bien tener más texto con el que trabajar. Cuanto más pequeña es la muestra con la que trabaja un lingüista, más difícil resulta el proceso.
—¿Cuánto tiempo necesitarás? —preguntó Natashya.
Lourds la miró y decidió ser sincero con ella.
—Podría tardar días, semanas, años…
Natashya soltó un juramento en ruso y después resopló con fuerza.
—No tenemos tanto tiempo.
—Una tarea como esta puede ser inmensa —confesó finalmente.
Los ojos de Natashya echaron chispas de indignación.
—Esos hombres asesinaron para conseguir el címbalo. Creo que estaban sujetos a un calendario. Por eso tomaron medidas tan desesperadas. Si tienen un programa, son vulnerables.
—Si tienes razón sobre lo de que conocían la existencia de la campana y del címbalo antes de que aparecieran, entonces la persona que lo hizo podía llevar años buscándolos. Puede que simplemente estén desesperados por haberlos estado buscando durante tanto tiempo —comentó Gary.
—No puedo esconderos en la ciudad mientras buscáis información —los cortó Natashya—. Además de mi trabajo, está la cuestión de los hombres que han intentado asesinaros.
—No creo que aquí consigamos más información —dijo Lourds—. Si estuviera aquí, estoy seguro de que Yuliya la habría encontrado. —Se acercó el ordenador y abrió otra carpeta—. Nos dejó una pista a seguir.
—¿Qué pista? —preguntó Natashya inclinándose hacia él.
—Menciona a un hombre en Halle, Alemania, que es una autoridad en la lengua yoruba. El catedrático Joachim Fleinhardt, del Instituto Max Planck de Antropología Social.
—¿Alemania? —repitió Natashya frunciendo el entrecejo.
—Según las notas de Yuliya, el catedrático Fleinhardt es una eminencia en la trata de esclavos de África Occidental. Intentó ponerse en contacto con él después de escribirme.
Natashya se irguió y fue hacia la ventana. Corrió las cortinas y miró al exterior.
Lourds tomó una cucharada del guiso y un poco de pan. Observó que la mujer estaba pensando. No podía imaginar lo que pasaba por su cabeza, pero estaba seguro que el deseo de capturar a los asesinos de su hermana predominaba en sus pensamientos.
Finalmente se dio la vuelta y se puso frente a ellos.
—Voy a hacer unas llamadas. Quedaos aquí hasta que vuelva.
Leslie se ofendió.
—No puedes darnos órdenes sin más.
—Y tampoco podré protegeros de esos tipos si os aventuráis por la ciudad —replicó Natashya con tono severo—. Quieren la información que mi hermana le dejó a Lourds. Saben que la tenéis. Si creéis que estaréis mejor sin mí, podéis iros. Quizá me entere de quiénes son cuando investigue vuestros asesinatos.
—La inspectora Safarov tiene razón, Leslie —dijo amablemente Lourds—. Salir del país puede ser problemático. Al menos de forma convencional.
Leslie cruzó los brazos sobre el pecho con cara de pocos amigos.
—Me voy. Con un poco de suerte quizás encuentre la forma de que podamos ir a Halle —dijo Natashya.
—¿Podamos? —repitió Leslie.
—Podamos —confirmó Natashya—. Ninguno de vosotros está preparado para enfrentarse a ese tipo de gente.
Salió del apartamento sin decir una palabra más, y la puerta se cerró tras ella.