Aeropuerto internacional de Domodedovo
Centro de detención, Moscú, Rusia
21 de agosto de 2009
Lourds intentó mantener la calma en el centro de detención. A pesar de que los guardias no le habían dado ese nombre, aquel espacio parecía una prisión.
Sus anodinas paredes parecían cernirse sobre él. La pintura 97 gris era un deprimente añadido, Lourds pensó que absorbía el color, la vida y todo lo que había en la habitación, incluido a él mismo.
Una gastada mesa de madera y tres sillas ocupaban el centro. La de Lourds estaba en uno de los extremos, sola. Si aparecía alguien para ocupar las otras dos, contaban de antemano con el factor intimidación para suavizarlo, al igual que habrían hecho con cualquiera al que hubieran obligado a estar allí sentado durante mucho tiempo.
Se habían llevado el ordenador, la bolsa y el móvil.
Sabía que lo estaban observando. Como aquellas paredes grises no tenían espejos o cristales espía, imaginó que lo vigilaban mediante cámaras ocultas en la pared o en el techo. Cada vez que se había levantado para estirar las piernas, uno de los guardias había entrado para decirle que se sentara.
Era guapa. Una abundante cabellera de color rojo le caía hasta los hombros. Lo miró con sus cálidos ojos marrones. Llevaba un traje sastre de color gris, que complementaba su pelo y su complexión.
Sin pensarlo, Lourds se levantó. Sus padres lo habían educado bien.
Pero la mujer lo detuvo inmediatamente y se llevó la mano a la cadera.
—Siéntese —le ordenó.
Lourds obedeció. Incluso si no hubiese entendido lo que le había dicho, su gesto lo había dejado muy claro. Llevaba un arma.
—No pretendía ofenderla. Me enseñaron a ponerme de pie cuando una mujer hermosa entra en una habitación, por respeto. Supongo que tendré que agradecerle a mi madre el que casi me haya disparado.
La mujer permaneció de pie. Tenía una mirada apagada y endurecida.
—Mire, no sé lo que cree que he hecho, pero…
—¡Silencio! —le ordenó la mujer—. ¿Es el catedrático Thomas Lourds?
—Sí —respondió.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Soy ciudadano de Estados Unidos y tengo un visado para viajar por este país.
—Una sola palabra mía, una sola… —lo interrumpió— y se cancelará su visado y saldrá en el próximo avión. ¿Lo entiende?
Supo que no estaba tirándose un farol.
—Sí.
—En este momento está aquí porque yo se lo permito. ¿Por qué ha venido?
—He venido a ver a un amigo. Iván Hapaev.
—¿Cómo conoció a Iván Hapaev?
—A través de su mujer.
—¿Yuliya Hapaev?
Lourds asintió.
—Yuliya y yo nos hacíamos consultas a menudo. Enseño…
—Lenguas. Sí, ya lo sé —lo interrumpió—. Pero Yuliya Hapaev está muerta.
—Lo sé, he venido a dar el pésame.
—¿Se conocen mucho usted e Iván Hapaev?
Decidió decir la verdad.
—No.
—¿Ha hecho este viaje para ver a un hombre al que sólo conoce superficialmente en un momento en el que llora la pérdida de su mujer?
—Tengo otros asuntos que solucionar en Moscú. Quería estar el tiempo suficiente para ver a Iván.
—¿Qué otros asuntos?
—Proyectos de investigación. Es en lo que estoy trabajando ahora.
—¿Es buen amigo de Iván?
—La verdad es que conocía mejor a su mujer. Como le he dicho, la doctora Hapaev y yo éramos…
—Colegas.
—Sí.
—Si eran tan amigos, yo le habría conocido.
—Estoy seguro de que no conoce a todas las personas relacionadas con la doctora Hapaev.
—Conocía a muchas. —La mujer buscó en su chaqueta y sacó una identificación—. Me llamo Natashya Safarov, la doctora Hapaev era mi hermana.
«¡Su hermana! —Lourds la observó con mayor detenimiento y distinguió su parecido. Lo había tenido todo el tiempo—. Bueno, esto sí que era algo inesperado».
—Estoy investigando el asesinato de mi hermana, señor Lourds —le explicó guardando la identificación. Estudió su cara. Era un hombre atractivo y parecía estar realmente preocupado por lo que le había sucedido a Yuliya.
—¿Por qué me han detenido? —preguntó mirándola.
—La noche que asesinaron a mi hermana usted la llamó al móvil.
—Para prevenirla. Ese címbalo que estaba estudiando tenía una inscripción muy parecida a la que había en una campana que robaron hace pocos días a un equipo de televisión en Alejandría. Casi nos matan.
—Hábleme de eso.
Lourds le contó lo sucedido, con todo detalle. Cuando terminó el relato añadió:
—Siento mucho lo de su hermana, inspectora Safarov. Era una mujer excelente y la quería mucho. Me habló mucho de usted. Me dijo que su madre había muerto y que estaban muy unidas. Sé que haberla perdido debe haber sido muy duro.
Natashya, que no supo qué decir, permaneció en silencio.
—No sé quién mató a Yuliya —continuó Lourds—. Si lo supiera se lo habría dicho.
—¿Sabe por qué la mataron?
—Tal como le he dicho, lo único que se me ocurre es que tenga relación con el címbalo.
—¿Sabe qué es o quién puede quererlo?
Lourds negó con la cabeza.
—Me temo que no. Si lo averiguo, también se lo diré. Y estoy dispuesto a buscarlos por la campana que se llevaron.
Buscó en su chaqueta, sacó el visado y el pasaporte de Lourds del bolsillo, pero no se los ofreció directamente.
—Estaba allí la noche que asesinaron a mi hermana —confesó.
El semblante de Lourds mostró su tristeza. Natashya notó que era un sentimiento sincero.
—Lo siento, debió de ser horrible.
Natashya no dijo nada.
—Los hombres que la mataron y robaron el címbalo eran profesionales —aseguró, intentando que sus palabras lo asustaran.
Lourds pareció preocupado y quizás un poco incómodo, pero no sorprendido.
—Los de Alejandría eran muy buenos también.
—Disfrute de su estancia en Moscú, catedrático Lourds. Espero que encuentre lo que ha venido a buscar. —Le entregó el visado y el pasaporte, y una tarjeta con su nombre y el teléfono al que podía llamarla—. Si descubre algo relacionado con el asesinato de mi hermana, hágamelo saber.
Lourds metió los papeles en el bolsillo de su chaqueta.
—Por supuesto. Será un placer poder hacerlo.
Natashya pensó que el catedrático norteamericano mentía sin malicia. Apreciaba esa habilidad en otras personas.
Cansado y frustrado, y seguro de que la hermana de Yuliya no acababa de creerse todo lo que le había contado, Lourds se dirigió a la pequeña oficina que había al lado del centro de detención, donde le esperaba Leslie.
Habían pasado casi dos horas. Estaba sentada en una dura silla junto a las bolsas de viaje. El estuche con el ordenador de Lourds estaba en la parte de arriba.
Leslie se puso de pie y estudió a Lourds con preocupación.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Has estado aquí todo el tiempo?
—Sí, llamé a la embajada estadounidense. Enviaron a una persona, pero la inspectora Safarov dijo que no era necesario. Aseguró que iba a ponerte en libertad en cuanto te interrogara, así que se fue.
—Es lo que ha hecho.
—¿Por qué te han detenido?
—Es complicado de explicar, quizá deberíamos hablar de esto en otro sitio —sugirió. Quería salir de la terminal. Al Servicio Federal de Seguridad le encantaban sus juguetitos electrónicos de vigilancia. Cogió su bolso de viaje y colocó el de Leslie sobre el suyo. Como tenía ruedas era mucho más fácil de llevar.
Tenía ganas de salir y ponerse en marcha. Después de las horas pasadas en el avión y en el centro de detención, empezaba a sentir cierta claustrofobia.
Leslie encabezó la marcha hacia la puerta y Lourds la siguió.
Fuera del edificio de seguridad, Natashya observó al catedrático y a la joven entre el tumulto de gente que se dirigía hacia las agencias de alquiler de vehículos. La confusión y las emociones se dispararon. Odiaba tener que dejar ir a Lourds sin averiguar antes todo lo que había dicho.
Lourds tenía un plan. Lo había protegido durante el interrogatorio, había hablado sobre él con rodeos. Quizás alguien menos preparado no se habría dado cuenta, pero Natashya había detectado enseguida ese vacío.
—¿Va a dejar que se vaya sin más, inspectora? —preguntó una calmada voz masculina.
Natashya miró por encima del hombro y vio que Anton Karaganov estaba a su lado. Aquel joven era su compañero, el oficial de entrenamiento.
Karaganov era silencioso e intenso, un buen ruso. Bebía, pero no demasiado, y era respetuoso con su novia. A Natashya le gustaba por todas esas cosas. Esas características no eran frecuentes en la Policía rusa.
—Le he dejado ir, pero no quiero que vaya muy lejos sin vigilancia. No lo vamos a perder de vista.
—La seguridad del aeropuerto ha soltado a Lourds.
Gallardo estaba fuera de la terminal, en el interior de un Lada cuatro puertas, con diez años de antigüedad. El sol había desteñido la pintura negra del exterior y había conseguido que tuviera el mismo aspecto que cualquier otro coche. Se llevó el auricular al oído.
—¿Dónde está?
—Con la mujer, recogiendo un coche de alquiler. —El hombre que permanecía al otro lado de la conexión había estado vigilando el centro de detención. También había informado de que los guardias de seguridad habían detenido a Lourds.
—Síguelo, no quiero perderlo —le indicó antes de dejar los auriculares sobre el muslo.
En el Lada había otros tres hombres: DiBenedetto al volante; detrás, dos de los hombres que habían contratado para el trabajo en Rusia. Todos iban armados. De hecho, iban muy armados.
Gallardo quería irse de Moscú. A pesar de que, según las noticias, el FSB de Moscú no tenía ninguna pista sobre las personas que habían asesinado a Yuliya Hapaev, sabía que mientras permaneciera en el país sería una presa fácil. En aquellos tiempos, el Servicio Federal de Seguridad —Federalnaya Sluzhba Bezopasnosti— contaba con oficiales de Policía muy inteligentes, y no se les podía comprar a todos.
Al cabo de unos minutos, Gallardo vio que Lourds y la joven salían de la terminal y se dirigían hacia el aparcamiento de vehículos de alquiler. Se subieron a un Lada de un modelo más reciente y se unieron al tráfico.
—Muy bien, veamos adonde van —le comentó a DiBenedetto.
Sin ningún esfuerzo, DiBenedetto se hizo hueco entre los coches, aunque le cortó el paso a un taxi. El conductor hizo sonar el claxon en protesta. Como cabía esperar, DiBenedetto tocó el suyo y siguió conduciendo.
Gallardo llamó a los otros tres coches que cubrían la llegada del catedrático al aeropuerto para comunicarles su posición y ordenarles que se pusieran en marcha: seguir de cerca un objetivo siempre era más fácil con varios vehículos. DiBenedetto estaba familiarizado con las calles de Moscú, al igual que el resto de los conductores. Gallardo estaba seguro de que no perderían a Lourds.
Lo siguieron por etapas y cambiaron varias veces el coche que los seguía para que Lourds no sospechara. Gallardo no creía que pudiera hacerlo. A pesar de todo lo que había viajado, todo aquello era nuevo para él. No había dado ninguna muestra de que creyera que lo seguían.
Al poco rato dio la impresión de que se dirigían a un sitio en concreto.
Gallardo hizo otra llamada. En esa ocasión a Murani.
Habitaciones del cardenal Stefano Murani
Status Civitatis Vaticanae
21 de agosto de 2009
Murani estaba frente a su escritorio con unos mapas antiguos y unas copias de libros que llevaba años estudiando, extendidos delante de él. Las excavaciones en Cádiz del padre Emil le habían proporcionado un nuevo marco de referencia para las antiguas historias y los pocos hechos que había en manos de la Sociedad de Quirino.
Cuando volvió a estudiar aquellas herramientas intentando encontrar una nueva forma de descubrir los secretos que estaba seguro que contenían, la irritación se apoderó de él.
«Secretos no, sólo uno», se corrigió.
Miró las fotografías de la campana y lamentó que los líderes de la sociedad se la hubieran llevado. Le tenían miedo, les aterraba el poder que representaba. La campana era la primera prueba física que tenían sobre la verdad de las leyendas que se habían ido transmitiendo sobre la Atlántida y todo lo que había desaparecido en ella.
A pesar de que los arzobispos pertenecientes a la Sociedad de Quirino habían recibido esas historias de los que les habían precedido, y cada uno de ellos elegía a su sucesor en el seno de la Iglesia con la aprobación del resto de los arzobispos, ninguno de ellos había visto ninguna prueba de que existiera ese secreto.
Cuando lo introdujeron por primera vez en la sociedad, Murani no había creído en él tampoco. La Iglesia albergaba muchos y algunos sólo eran leyendas.
«Pero no este —pensó—. Este es verdadero».
La existencia de la campana había puesto a la sociedad en una situación difícil. Una cosa era proteger un secreto por costumbre; otra, aceptar que era real y que tenía el poder para destruir el mundo.
«O rehacerlo», se dijo a sí mismo. Esa era la idea a la que se aferraba con fuerza.
Levantó la vista de los libros y mapas que tenía delante y miró la televisión. La CNN volvía a repetir las imágenes de «Destino: ¿La Atlántida?», que habían emitido la noche anterior.
Cogió el mando a distancia y subió el volumen.
El periodista era un joven norteamericano llamado David Silver.
Pensó distraídamente si habría acortado su apellido, de Silverman, y si sería judío. A su manera, los judíos eran casi tan malos como los musulmanes. Ambos le restaban valor a la Iglesia y a la verdad. Llevaban años chupando poder de la Iglesia.
—La excavación está muy avanzada aquí en Cádiz, España —decía Silver—, aunque va muy lenta. Según me han informado, en esta zona hubo varias ciudades durante miles de años. Todas ellas añadieron su capa de estrato. Normalmente se iban construyendo una sobre otra conforme iban desapareciendo. El padre Sebastian está muy entusiasmado con lo que ha encontrado.
—¿Puedes contarnos algo acerca de lo que han desenterrado? —preguntó la presentadora que había en el estudio.
—Al parecer la mayoría son objetos normales que los arqueólogos suelen hallar en excavaciones como esta. Herramientas, vajilla, monedas…
—¿Has tenido oportunidad de hablar con el padre Sebastian?
—Sí.
—¿Te ha confirmado si están buscando la Atlántida?
Silver se echó a reír y meneó la cabeza.
—Tal como he podido comprobar, el padre Sebastian es una persona muy seria en lo que respecta a su trabajo. No permite especular con lo que su equipo y él vayan a descubrir. De hecho, las veces que le he oído hablar, se ha tomado muchas molestias en recalcar que todo lo que se ha comentado sobre esta excavación no guarda relación con nada que él dijera o sugiriera.
—Entonces, ¿de dónde ha salido esa idea acerca de la Atlántida? —preguntó la presentadora.
—De uno de los historiadores locales —indicó Silver—. El historiador y filósofo griego Platón describió la ciudad de Atlántida en sus diálogos de Timeo y Critias. Esa descripción, según el catedrático Francisco Bolívar, se ajusta a las características de la topografía de la zona.
La pantalla del televisor se oscureció un momento y después mostró una transparencia con anillos concéntricos.
—Según la descripción de Platón —continuó Silver—, la isla que llegó a conocerse como Atlántida fue cedida a Poseidón, el dios del mar. Gran parte de la isla estaba bajo el agua. Quiso la suerte, y para gran deleite de los narradores si se me permite opinar, que Poseidón conociera a una mujer que vivía en el interior. No se sabe cómo llegó hasta allí, pero allí estaba.
Murani no hizo caso al tono desdeñoso del periodista.
—Poseidón se enamoró de ella. Juntos tuvieron cinco pares de gemelos. Todos niños. Poseidón construyó un palacio en una pequeña montaña de la isla —dijo Silver—. La historia continúa describiendo los tres fosos que rodeaban la ciudad.
La imagen del televisor mostró la descripción de la montaña y de los tres círculos que representaban los fosos.
—Poseidón llamó Atlas al mayor de sus hijos y lo nombró rey de la isla. El océano Atlántico lleva su nombre. La gente que vivía en esa isla era conocida como atlantes —continuó Silver—. Construyeron puentes por encima de los fosos para llegar al resto de la isla. También, en teoría al menos, llegaron a practicar aberturas en los muros de los fosos para que los barcos pudieran pasar e incluso entrar en la ciudad.
Un cuadro que mostraba la fabulosa ciudad apareció en la pantalla. Barcos con las velas desplegadas navegaban elegantemente por los canales y túneles cercanos a la hermosa ciudad que había en el centro de los fosos.
—Se supone que había muros que reforzaban los fosos. Según Platón, estaban hechos con piedras rojas, negras y blancas extraídas de los propios fosos. Después se recubrían con oricalco, latón y estaño.
Una imagen generada por ordenador mostró el brillo de la luz del sol sobre el metal.
—Parece un pintoresco lugar al que hacer una escapada —comentó la presentadora.
La cámara volvió a Silver un momento. Este sonrió y asintió.
—En sus tiempos seguramente lo fue, pero un día la Atlántida desapareció.
—¿Cómo?
—Platón no lo sabía a ciencia cierta. Su suposición era que los atlantes entraron en guerra con los atenienses. Estos consiguieron organizar una firme resistencia contra los atlantes, porque se decía que eran esclavistas de la peor especie.
—No sabía nada de la cuestión de la esclavitud.
—La historia es fascinante, ¿verdad? —dijo Silver como si la historia fuera un invento nuevo—. En cualquier caso, la isla se vio sacudida por terremotos e inundaciones. Se dice que se hundió en el océano Atlántico en un solo día.
—Pero si la Atlántida era una isla, ¿por qué está trabajando allí el padre Sebastian? El yacimiento no está en una isla.
—Tienes que recordar que el padre Sebastian no ha dicho que estuviera buscando la Atlántida. Simplemente dice que está estudiando unas antiguas ruinas. Las historias sobre la Atlántida son rumores suscitados por las excavaciones.
—Decir que esa zona pueda ser la Atlántida es un poco exagerado. ¿Por qué iba a pensar nadie una cosa así?
—Porque, vista desde el aire, esta parte de Cádiz encaja con la descripción.
Una nueva imagen apareció en la pantalla: una transparencia de los supuestos fosos formaban círculos sobre la ciudad. Mientras Murani seguía pendiente, la imagen se superpuso sobre la imagen topográfica de la zona en la que trabajaba el padre Sebastian. Encajaba bastante. Sin embargo, por lo que sabía por su trabajo en la sociedad, había otros lugares que también encajaban.
—La isla podría haberse convertido en parte del continente —sugirió Silver—. Platón dejó claro que la isla estaba conectada con tierra firme, aunque bajo el agua.
—Durante todos estos años, los cazadores de tesoros que buscaban la Atlántida creían que era una ciudad inundada —dijo la presentadora.
—Durante un tiempo, esta porción de tierra estuvo sumergida. Al igual que gran parte de Europa. Unos paleontólogos descubrieron una ballena prehistórica enterrada en una montaña italiana no hace mucho tiempo. Pero una subida del nivel del mar, la corriente continental, algún tsunami, cualquier cosa podría haberla sacado del fondo del mar y elevarla o empujarla hasta tierra firme y conseguir que formara parte de ella.
Murani observó la forma en que la plantilla encajaba en las características topográficas de Cádiz. Por supuesto, aquello era obra de un artista, el dibujo original de la Atlántida se basaba en la descripción milenaria y de segunda mano de Platón, y sabía que sus proporciones y su situación eran temas abiertos a la discusión. Pero incluso a él le pareció bastante ajustado.
—Si se fijan podrán ver dónde se alzó en tiempos la Atlántida. Quizá las excavaciones del padre Sebastian han dejado al descubierto lo que podría ser uno de los tres fosos y una serie de los túneles que lo atravesaban. Es lógico imaginar por qué se extendieron los rumores.
El teléfono de Murani sonó y contestó.
—Lo esperaba la FSF —dijo Gallardo. No hubo necesidad de utilizar nombres. Los dos sabían de quién estaban hablando.
—¿Por qué?
—La hermana de la arqueóloga resultó ser inspectora de Policía.
Murani se recostó en su cómoda silla para pensar en las implicaciones que podía tener aquella revelación.
—Qué inoportuno.
—Me habría venido bien saberlo antes de ir a buscar el címbalo. Podríamos habernos evitado el problema.
—¿Qué problema?
—La inspectora utilizó su rango para hacer que lo detuvieran nada más bajar del avión. Eso es sin duda una clara implicación por su parte.
Murani estuvo de acuerdo, aunque no lo dijo.
—No puede haberle dicho nada. No puede saber nada.
—Sabe más de lo que me gustaría que supiese. De alguna forma ha relacionado los dos objetos. Ya lo sabías, por eso me enviaste aquí.
—Tras haberlo pensado, creo que he sido negligente en mi decisión de que te olvidaras de él.
—Creo que sabe algo que desconocemos. Lo estamos siguiendo de cerca. Por la forma en que se mueve, deduzco que tiene un plan.
Murani se volvió hacia el ordenador y abrió la carpeta del catedrático Thomas Lourds. Mucha gente opinaba que era el lingüista más importante del mundo.
—El equipo de televisión sacó fotografías del objeto egipcio —dijo Murani—. La arqueóloga tenía fotografías del objeto en su habitación del hotel. Con las fotografías digitales a mano, las imágenes de la campana podían ser legibles.
—¿Crees que ha traducido la inscripción?
Murani no quiso creer que eso pudiera ser verdad. Todos los expertos de la Sociedad de Quirino habían estudiado la campana y las fotografías del címbalo, este todavía no había llegado a la Ciudad del Vaticano, pero ninguno había conseguido hacer una traducción.
Pero Lourds…
El desasosiego le embargó sumándose a sus dudas. No le gustaba correr riesgos. Todo lo que había hecho hasta ese momento, todos los subterfugios que había logrado idear a espaldas del resto de los miembros de la Sociedad de Quirino habían estado cuidadosamente calculados. Cuando había planeado aquello, Murani había descartado la posibilidad de que pudieran surgir problemas.
Pero Lourds era impredecible.
—Averigua si ha conseguido traducir alguna de las inscripciones o si sabe algo de los objetos. Si lo sabe, quiero hablar con él. En privado. Pero si no lo sabe, asegúrate de que no interfiera más en este asunto.