Alejandría, Egipto
19 de agosto de 2009
Lourds se acercó a la pantalla del ordenador y estudió las fotos de la misteriosa campana. Las imágenes que Leslie Crane había enviado a distintos sitios de Internet relacionados con la 70 arqueología y la historia eran muy profesionales. Pero no mostraban toda su superficie. Las habían sacado desde dos lados, con lo que se perdía gran parte de la inscripción. Por suerte, él sí la tenía completa.
Leslie estaba a su lado y Lourds notaba el calor de su cuerpo más de lo que habría deseado. No le gustaba que le distrajeran cuando estaba trabajando.
El texto que acompañaba las fotos era sencillo y directo, y simplemente preguntaba si alguien sabía algo sobre la historia de aquel objeto. Unas cuantas respuestas se habían acumulado a lo largo de las dos semanas que las fotografías llevaban en Internet, pero ninguna de ellas parecía fuera de lo normal.
—¿Has recibido algún correo electrónico relacionado con la campana? —preguntó Lourds.
—Ninguno que dijera nada sobre su historia. Me hicieron algunas preguntas.
—¿Qué tipo de preguntas? —dijo Lourds recostándose en la silla.
—Dónde la había encontrado. Qué iba a hacer con ella. Ese tipo de cosas.
—¿Contestaste?
—No, lo que buscaba era información, no darla. Leslie se quedó callada un momento.
—¿Crees que la gente que nos atacó tenía que ver con el envío de esas fotos?
—Creo que sí. ¿Cómo iban a saber si no dónde estaba?
—Utilicé un servidor centralizado. Creía que así estaba segura.
Lourds asintió.
—Según mi ayudante, el problema con la seguridad en Internet es que en cuanto alguien crea un supuesto programa para proteger el tráfico de datos, hay quien se ocupa de burlarlo.
—Ya, hice un trabajo sobre encriptación antes de que me contrataran para este programa —comentó con voz ligeramente quebrada—. No puedo creer que haya pasado esto. Lo envié a sitios web de universidades. ¿Por qué iba a atraer la atención de unos asesinos un objeto desconocido como esta campana?
Al fijarse en la preocupada expresión de la cara de Leslie en la pantalla del ordenador, se volvió hacia ella.
—Lo que sucedió no es culpa tuya.
Leslie cruzó los brazos.
—Si no hubiera enviado esas fotos no habría pasado nada. Y James no habría… —Inspiró entrecortadamente—. Nadie habría resultado herido.
—Lo que hiciste fue ponerte sin saberlo en una situación especialmente desagradable. —Le cogió una mano y se la apretó suavemente—. Lo que conseguiste descubrir…
—Sin darme cuenta —lo interrumpió.
Lourds asintió y continuó.
—Por muy sin darte cuenta que fuera conseguiste encontrar algo increíble.
—El problema es que la hemos perdido.
Lourds volvió a concentrarse en las imágenes.
—A veces no es necesario tener algo para poder aprender de él. A veces basta con saber que existe. —Asintió delante de la pantalla—. Eso es lo que puso tras nuestra pista a los que robaron la campana. Saber que existía. Lo único que tenemos que hacer es averiguar cómo lo supieron.
—Creo que simplemente eran ladrones contratados por la persona que quería la campana.
—Exactamente. Eso es lo que eran. Pero a juzgar por su aspecto, me atrevería a decir que eran mercenarios especializados. Quizá ladrones a sueldo. No tenían pinta de coleccionistas. Parecían más bien participantes en una convención de alquiler de matones, aunque una de las opciones más caras de ese mercado.
—Pero si alguien sabía de la existencia de la campana, ¿no la habría comprado en la tienda hace años?
—Conocer la existencia de un objeto y saber dónde se encuentra son dos cosas muy distintas —aseguró abriendo su servidor de correo electrónico.
—En tu opinión, ¿eso es bueno?
—Es muy bueno.
—¿Por qué?
—Porque quiere decir que hay una pista. La que condujo a esos hombres hasta la campana, hasta nosotros, la que nosotros también podemos averiguar. Una pista va en dos direcciones. Quizá consigamos averiguar quién estaba buscando la campana. Y quizá nos enteremos de lo que sabe de ella.
Esperó hasta que aparecieron los correos, hacía días que no los miraba.
En la pantalla aparecieron muchos nombres conocidos.
—¿Qué haces? —preguntó Leslie.
—Ponerme en contacto con algunas personas que conozco. Voy a hacer unas cuantas preguntas. Quizá tenga la misma suerte que el hombre que buscaba la campana.
Siguieron apareciendo correos.
—¡Guau! —exclamó Leslie—. ¿Contestas alguna vez?
—A veces. La gente que me conoce sabe que casi siempre es mejor llamarme. Se pierde mucho tiempo respondiendo todos los correos.
Un nombre llamó su atención.
Yuliya Hapaev. Le había escrito en más de una ocasión.
La conocía personalmente. Siempre que iba a Rusia intentaba verla por todos los medios. Pulsó sobre el clasificador y aparecieron todos los mensajes de Yuliya.
Había media docena. Tres de ellos tenían adjuntos.
—¿Una ardiente admiradora? —inquirió Leslie.
—Una arqueóloga que conozco.
—El nombre parece ruso.
—Lo es.
Lourds abrió el primero. Tenía fecha de once días atrás.
—¿La conoces bien?
En apariencia la pregunta parecía inocua, pero Lourds entendió lo que quería saber.
—Conozco a Yuliya, a su marido y a sus hijos bastante bien.
—¡Ah!
Leyó el primer mensaje.
Querido Thomas:
Espero que cuando recibas este mensaje estés bien y a punto de hacer un fabuloso descubrimiento. He encontrado algo interesante.
Si tienes tiempo, me gustaría hacerte unas consultas. Te habría llamado, pero todavía no sé si merece la pena dedicarle mucho tiempo.
Atentamente,
Yuliya
Otros tres mensajes mostraban preguntas parecidas, enviadas por seguridad en caso de que su servidor hubiese perdido el correo. El de la universidad tenía fama de hacerlo.
La imagen atrajo su atención al instante. Tecleó para ampliar la imagen y poder leer la inscripción que había en la superficie.
—Parece un frisbbe antiguo o un plato —comentó Leslie.
—No es ninguna de las dos cosas, es un címbalo.
—¿Un címbalo? ¿De qué?
—Es un instrumento musical. —Muy interesado, utilizó el ratón y el teclado para abrir una de las imágenes digitales que había tomado de la campana.
—¿Qué haces? —Leslie se inclinó y miró por encima de su hombro. El pelo le rozó ligeramente la mejilla.
—¿Te has fijado en la inscripción del címbalo? —La voz de Leslie era tensa por la agitación. Lourds lo notaba.
—¿Crees que se parece a la de la campana?
—Sí.
—Tendré que fiarme de tu palabra. Tú eres el experto.
—Lo soy. —Miró la inscripción del címbalo. Al igual que la de la campana, era incapaz de descifrarla.
Se levantó y fue hacia la mochila que había dejado encima de una silla. Revolvió en ella, sacó un móvil y lo encendió. Sacó también una pequeña agenda y buscó el número de Yuliya Hapaev. Tenía dos, uno de casa y otro vía satélite para el trabajo.
Imaginó que con ese descubrimiento, Yuliya estaría trabajando aunque fuera tarde. Llamó a aquel número.
Volvió a mirar la pantalla y estudió las dos imágenes. No cabía duda acerca del parecido entre las dos inscripciones. Fuera la lengua que fuese en la que estaban escritas, compartían algo.
El teléfono sonó una y otra vez.
Ciudad de Riazán, Riazán
Rusia
19 de agosto de 2009
Yuliya se estiró y oyó el crujido de las vértebras. Mucha gente pensaba que la parte más dura de ser arqueólogo es la excavación, pero desenterrar objetos en un yacimiento era algo agradable comparado con estar sentada delante de un escritorio estudiando esos objetos durante horas y horas.
«Necesitas un descanso para poder ver las cosas con otros ojos». Sabía que era verdad. Había estado investigando tanto como había podido, pero estaba completamente atascada. No recordaba haber estado nunca tan bloqueada.
Decidió llamar a casa y dejarlo por aquella noche. Levantó el címbalo de la mesa y se dirigió hacia el otro lado de la habitación para guardarlo en la cámara acorazada.
Entonces vio al hombre en la puerta.
Se paró en seco y lo miró, aterrorizada por su envergadura y la brutalidad de su cara.
—¿Habla mi idioma? —preguntó aquel hombre en ruso.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado?
El hombre sonrió, pero su expresión no era precisamente encantadora. Todo lo contrario, tenía la sonrisa fría de un tiburón depredador.
—Sé un poco de ruso, pero no lo suficiente como para hablar de lo que tenemos que tratar —dijo acercándose.
Yuliya dio un paso atrás.
—Es usted la catedrática Hapaev, ¿verdad? Ha estado haciendo preguntas en Internet acerca de eso —dijo indicando con la cabeza el címbalo.
—¡Salga de aquí antes de que llame a seguridad! —Yuliya intentó mantener la voz firme.
El hombre hizo caso omiso y alargó la mano para coger el címbalo.
Yuliya reculó y lo mantuvo fuera de su alcance. No tenía mucho espacio en el que maniobrar.
Entonces, como por arte de magia, apareció una pistola en la mano de aquel hombre.
En el exterior sonaron unos disparos amortiguados por las paredes. Yuliya sabía bien qué eran esos sonidos sordos. Estaba familiarizada con las armas. Natashya había intentado enseñarle a disparar, pero había demostrado ser muy mala. Finalmente había concluido que aun en el caso de que aprendiera, no sería capaz de tener una pistola en casa, con los niños.
Sonaron más disparos.
El hombre dijo algo en italiano, pero la pistola no se movió.
Yuliya sabía lo suficiente como para reconocer aquel idioma, pero no como para entenderlo. Al principio pensó que estaba hablando con ella, pero luego se fijó en que lo hacía a través de un micrófono muy fino que llevaba pegado a la mejilla.
—¿Quién era la mujer que ha salido de este edificio? —preguntó el hombre.
«¡Natashya!». A Yuliya se le heló la sangre y su corazón se desbocó.
—¿Quién era? —El hombre avanzó y la cogió por la muñeca, haciendo que casi se le cayera el címbalo. Aunque Yuliya consiguió retenerlo en el último momento.
Volvieron a oírse disparos.
—¿Quién era? —El hombre apuntó con la pistola al ojo izquierdo de Yuliya.
—Mi hermana —contestó con voz ronca. Se sintió muy mal por haberlo confesado, pero quería desesperadamente volver a ver a sus hijos. No quería que crecieran sin ella—. Natashya Hapaev, es inspectora de Policía. —Se armó de valor—. Sin duda ya habrá dado aviso.
El hombre soltó un juramento y le arrebató el címbalo de las manos.
Pensó que no la mataría, que lo que le había dicho y la pistola de Natashya lo habrían asustado. Incluso cuando el brillo del silenciador la cegó y su cabeza salió disparada hacia la pared que tenía detrás creyó que iba a salir viva de aquello.
Entonces el vacío la arrastró, al tiempo que la oscuridad nubló su visión.
Con el corazón como un martillo hidráulico en el pecho, Natashya Safarov corrió a través de la oscuridad. Aquellos hombres buscaban a Yuliya. Aquel pensamiento iba acrecentándose en su mente.
Las balas la perseguían e impactaban en el suelo y en los árboles a su alrededor mientras volvía a toda velocidad hacia el edificio en el que había dejado a su hermana. Cargó las pistolas sobre la marcha y después metió la de la mano izquierda en el bolsillo para poder sacar el móvil.
Pulsó el número de emergencias de la Policía.
—Departamento de Policía de Riazán —contestó una lacónica voz masculina.
—Soy la inspectora Safarov, del Departamento de Moscú —le informó rápidamente. Los sordos estallidos interrumpieron sus palabras. Añadió su número de identificación—. Me están atacando en la Universidad de Riazán.
—¿Quién, inspectora?
—No lo sé. —Una bala descortezó un árbol a pocos centímetros de su cabeza—. ¡Envíe a alguien ahora mismo!
—Sí, inspectora.
Natashya cerró el teléfono. Le animó que el policía no hubiera intentado verificar su identidad. Por supuesto, Moscú estaba a tan sólo tres horas en tren, pero ni siquiera en su división había muchas inspectoras.
Unas sombras se movieron en el espacio que había entre los edificios que tenía a su espalda. Levantó la pistola y disparó hacia ellas.
Abandonó su posición y echó a correr, serpenteando detrás del edificio contiguo al que estaba Yuliya.
En el interior del laboratorio, Gallardo miró a la mujer muerta. La bala le había destrozado la cabeza. Comparó lo que quedaba de cara con la fotografía que llevaba en la ventana de plástico de la muñequera. No le cupo ninguna duda de que la mujer era la catedrática a la que habían encargado eliminar si era necesario.
Se arrodilló y llamó a uno de los hombres que lo habían seguido hasta allí. Le dio el címbalo. El hombre lo cogió con sumo cuidado y lo metió en la caja que llevaba para transportarlo.
Gallardo registró rápidamente los bolsillos de la mujer. Lo sacó todo y lo metió en una bolsa de plástico. Dudó que hubiera algo que mereciera la pena entre todo aquello, pero había un lápiz electrónico que parecía prometedor.
—Quemadla —dijo poniéndose de pie e indicando la habitación.
Dos de los hombres empezaron a rociar un líquido inflamable en el suelo. El ardiente olor a alcohol inundó el silencioso lugar.
Un tercer hombre estaba junto a la ventana con un rifle de asalto.
Gallardo fue hacia la pequeña oficina de la parte posterior, atraído por el resplandor azulado de un monitor de ordenador. Miró la pantalla.
El servidor de correo mostraba una lista de mensajes. Algunos estaban en cirílico, pero consiguió leer otros.
Un nombre llamó su atención: «Thomas Lourds».
Soltó un juramento al recordar el extraño aspecto que tenía el catedrático en Alejandría. Ahora su nombre había aparecido allí.
No era de los que creen en la suerte, buena o mala, pero odiaba la insistencia del destino. La continua aparición de Lourds en la búsqueda de objetos por parte de la Sociedad de Quirino le resultaba intolerable.
Oyó disparos en el exterior y habló al micrófono:
—¡Qué coño está pasando ahí fuera, Faruk!
—Es la mujer, la arqueóloga.
—La arqueóloga está aquí —lo corrigió—. Y no va a ir a ninguna parte.
—Entonces, ¿quién es esta?
—Su hermana, es inspectora de Policía.
—Pues es mortífera. Ha matado a dos de los nuestros y ha herido a otros tres.
Gallardo no podía creerlo. Los mercenarios que había contratado para el asalto eran muy buenos.
—¿Está muerta?
—No. De hecho va hacia tu posición.
Gallardo volvió a maldecir.
—Cargad los cuerpos y a los heridos en la furgoneta. Tengo lo que hemos venido a buscar. Hay que largarse de aquí.
Faruk dudó.
Gallardo sabía que odiaba retirarse en un tiroteo.
—Si es inspectora de Policía, seguramente habrá pedido refuerzos. Es hora de limpiar la casa y salir pitando.
—De acuerdo —aceptó Faruk con reticencia.
En la puerta, Gallardo cogió una bengala de su arnés de combate, la armó y la arrojó al suelo. La bengala chisporroteó y prendió el alcohol y los productos químicos derramados. La vacilante neblina azul pronto se extendió por todo el suelo.
Cuando llegó a la parte de atrás del edificio médico, Natashya se fijó en que los hombres se retiraban. Por un momento pensó en perseguirlos, pero no tenía elección. A pesar de que eso suponía que escaparían, tenía que encontrar a Yuliya.
La puerta trasera estaba cerrada.
Se apartó, apuntó al candado y disparó tres vetes. Las balas desgarraron el metal provocando chispas. Sabía que los destellos marcaban claramente su posición, así que se mantuvo agachada.
Se oyó un rugiente claxon.
Intentó empujar la puerta de nuevo y esa vez se abrió. Entró rápidamente, justo en el momento en el que una descarga impactaba en la puerta y el umbral.
Sin levantarse, se apresuró por el pasillo buscando una escalera que condujera al sótano. Se dijo que debía frenarse, que los hombres podían seguir en el interior del edificio, pero en lo único que podía pensar era en su hermana.
Cuando encontró la escalera se tiró por ella y chocó contra la pared. El impacto le hizo daño en el hombro, pero se obligó a seguir moviéndose.
Al final de la escalera pasó por delante de una puerta con las pistolas cruzadas sobre las muñecas. Su respiración raspaba el vacío del pasillo.
No se movía nada.
Durante un momento se quedó parada sin saber qué dirección tomar. Después vio un humo de color gris pálido saliendo de una habitación a su izquierda.
«¡Yuliya!».
Corrió, incapaz de contener el miedo que la atenazaba. Metió la pistola de la mano izquierda en el bolsillo, giró el pomo y abrió la puerta.
El humo salió a borbotones y se arremolinó a su alrededor. El acre olor a productos químicos le quemó la nariz. Se puso la manga encima de la boca, respiró a través de la tela y entró en la habitación buscando desesperadamente a su hermana.
Las llamas se elevaban en la puerta sorbiendo el líquido derramado sobre las baldosas. El fuego cubría la pared del fondo. Algunos contenedores de cristal de las estanterías explotaron.
Con un rápido vistazo a la oficina entendió que Yuliya no estaba allí. Al mirar aquel infierno que seguía cobrando fuerza, pensó que quizás aquellos hombres la habían tomado como rehén. Eso esperaba.
Entonces su esperanza se desvaneció cuando al moverse por la habitación la vio en el suelo. La sangre había contenido las llamas.
«¡No!».
Corrió hacia su hermana. La gran herida que tenía en la cabeza indicaba que ya no había esperanza para ella.
Las lágrimas, provocadas tanto por los productos químicos que se estaban quemando como por el dolor, nublaron su visión cuando se arrodilló al lado del cuerpo. La luz del fuego revoloteó sobre el charco de sangre, cuyos bordes había ennegrecido el calor.
Dejó la pistola en el suelo y acunó la cabeza de su hermana. Entre lloros recordó todas las mañanas en las que se habían quedado solas, cuando su padre iba a trabajar. De no haber sido por ella…
Una puerta se abrió a su espalda.
Se dio la vuelta, cogió la pistola del suelo y apuntó hacia las oscuras figuras que habían entrado en la habitación. Eran hombres uniformados que se identificaron como seguridad del campus.
—Inspectora Safarov de la Policía de Moscú —dijo en voz alta.
—Inspectora, soy Pytor Patrushev, trabajo en la seguridad de esta facultad.
—Mantenga las manos en alto.
El hombre obedeció.
—Tiene que salir de aquí. He llamado a los bomberos, estos productos químicos…
—Acérquese, déjeme ver su identificación. Con una sola mano. —La tos entrecortó sus palabras.
Patrushev se acercó y le entregó la identificación que llevaba prendida en una solapa del abrigo.
Cegada por las lágrimas que le producían los productos químicos y negando el dolor tanto físico como emocional que la desgarraba, apenas pudo ver aquel rectángulo de plástico. Entendió que aquel hombre no representaba ninguna amenaza y confió en su instinto.
—Tenemos que sacarla de aquí —dijo.
Entre los dos sacaron el cuerpo de la habitación antes de que el fuego o el humo lo impidieran.
Los bomberos llevaron a Yuliya a una ambulancia que estaba esperando. Natashya se armó de valor y se alejó del abismo de desesperación en el que se encontraba. La escena era muy similar a muchas que había presenciado en Moscú. Tiroteos con miembros de la mafia, enfrentamientos con traficantes de drogas, capturas de asesinos…; todas aquellas imágenes se arremolinaron para componer un cuadro surrealista que saturó su cabeza.
La Policía de Riazán había llegado junto con los bomberos. Sin embargo, estos se mantuvieron fuera del área acordonada. Algunos empezaron a hacer preguntas a los curiosos que se habían acercado.
Natashya se sentó al lado de Yuliya. Estaba segura de que los hombres que la habían asesinado ya se habían ido.
El fuego llegó al primer piso, pero la fuerza de los chorros de agua lo hizo retroceder.
Sonó un móvil.
Natashya buscó el suyo de forma automática, pero cuando lo sacó del estuche que llevaba en el cinturón se dio cuenta de que no era su teléfono el que sonaba. Se volvió hacia Yuliya y siguió el agudo sonido hasta el bolsillo de la bata de laboratorio que llevaba puesta.
Se lo llevó a la boca y protegió el micrófono.
—Hola —dijo en ruso.
—¿Yuliya? —dijo una voz educada que hablaba ruso con un ligero acento norteamericano.
—¿Quién habla? —preguntó Natashya.
—Thomas Lourds. Mira, siento mucho llamar a estas horas, pero se trata de algo muy importante. Acabo de ver el címbalo en el que estás trabajando. Tiene relación con un objeto que he descubierto.
Natashya se obligó a mantener la calma. Aquella voz no parecía la de uno de los hombres que habían asesinado a su hermana y la habían atacado a ella. Aquel nombre le resultaba familiar. Estaba segura de que Yuliya se lo había mencionado en alguna ocasión.
—Lo que quería decirte —continuó Lourds— es que ese objeto puede entrañar un serio peligro.
Natashya miró a su hermana y pensó que el aviso llegaba demasiado tarde.
—Perdone —lo interrumpió Natashya—. ¿Cómo ha dicho que se llama?
Lourds no contestó inmediatamente.
—Usted no es Yuliya, ¿verdad?
—Soy Natashya Safarov, la…
—Su hermana. A menudo habla de usted.
Durante un momento, el dolor que le atravesaba el corazón apagó su voz. Se esforzó por poder hablar.
—Soy un compañero de Yuliya, ¿puedo hablar con ella?
—No puede ponerse.
—Es muy importante.
—Le daré el mensaje.
Lourds esperó un momento antes de continuar.
—Dígale que creo que su vida puede correr peligro. Estoy en Alejandría, Egipto. Tuve brevemente en mi poder un objeto que quizá tenga relación con el címbalo sobre el que me consultó. Hace unos días unos hombres nos atacaron y se lo llevaron. Durante el robo mataron a dos personas. Son peligrosos.
—Se lo haré saber —aseguró Natashya forzándose a no mirar el cuerpo de su hermana—. ¿Tiene un número al que pueda llamarlo? —preguntó metiendo la pistola en el bolsillo, para sacar después un bolígrafo con el que anotarlo en una libreta mientras sujetaba el móvil con el hombro.
—Dígale que me llame en cuanto pueda. Y discúlpeme en mi nombre por no haber contestado antes sus correos electrónicos.
Natashya tomó nota mental de mirar los correos de su hermana. Prometió que lo haría y colgó.
A través de la multitud distinguió a un joven policía de uniforme. Lo llamó, le enseñó su identificación, preguntó el nombre del inspector al cargo y dónde podía localizarlo, y después le pidió que vigilara el cuerpo de Yuliya.
—¿Está segura de que hirió a alguno de esos hombres, inspectora? —preguntó amablemente el capitán Yuri Golev, un hombre brusco y cuadrado cercano a los sesenta años. Tenía el pelo plateado, pero su bigote y sus cejas seguían siendo de color negro. Se llevó un cigarrillo a los labios y aspiró profundamente. Las luces de los camiones de bomberos y de los coches de Policía tallaban unos profundos hoyos bajo sus tristes ojos.
—He matado al menos a dos de ellos —aseguró Natashya.
Golev hizo un gesto con el cigarrillo hacia el solar de la universidad, donde unos policías uniformados rastreaban la oscuridad con linternas.
—Entonces, ¿dónde están los cuerpos?
—Evidentemente se los han llevado.
—Evidentemente —repitió Golev, pero no sonó nada sincero—. ¿Por qué vinieron esos hombres en busca de su hermana?
—No lo sé.
—Quizá la estaban buscando a usted —aventuró Golev mirándola.
—Nadie sabía que iba a venir. Yuliya llevaba algunos días aquí.
—¿Había alguien que le deseara algún mal?
—No que yo sepa.
Golev fumó en silencio un rato mientras observaba la Facultad de Medicina. Los bomberos habían extinguido el fuego.
—¿Su hermana era arqueóloga?
—Sí.
—A veces esa gente encuentra cosas interesantes.
Aquella afirmación insinuaba una respuesta. Natashya sabía que Golev estaba pensando y que se daba cuenta de que lo sabía.
—Era un encargo estatal. No estaba trabajando con nada valioso.
—Algo tan minuciosamente organizado, sobre todo si se llevaron a los muertos con ellos, cosa muy poco frecuente entre los criminales con los que suelo encontrarme, no se hace por capricho.
Natashya estuvo de acuerdo, pero no dijo nada.
—¿No dio ninguna muestra de que temiera por su vida? —preguntó Golev.
—Si lo hubiese hecho, jamás la habría abandonado —contestó con la mayor serenidad que pudo.
—Por supuesto. —Golev suspiró, y su respiración se elevó en una nube de vapor en la noche—. Es un asunto muy triste, inspectora.
Natashya no dijo nada.
El hombre la miró, pero su mirada era mucho más suave.
—¿Está segura de que quiere ser usted la que se lo diga a la familia?
—Sí.
—Si necesita alguna cosa, inspectora, no dude en pedírmelo.
—Lo haré.
Se despidió y volvió al aparcamiento donde había dejado el coche. No podía quitarse a Thomas Lourds de la cabeza. Incluso si no tenía relación con la muerte de su hermana, debía de saber algo que la podría llevar a los que sí la tenían. Tenía la intención de averiguar todo lo que supiera.